Daniela
Hoy volvemos a Santiago. Fui yo misma quien lo decidió. Me desperté hace un par de días sabiendo que ya estaba preparada para volver. Fue una sorpresa para Ana y también para Paula, pero era tal mi convicción, que al cabo de un rato ambas estuvieron de acuerdo. Ana no daba más de felicidad. Creo que por primera vez desde que me enfermé volví a ver su rostro iluminado. Incluso salimos a la escalera y nos fumamos un cigarro juntas y reímos, con una risa nerviosa, imaginando la expresión de mis padres cuando supieran lo que realmente ocurrió. Ana ha hecho todos los preparativos.
La tarde anterior a mi resolución, Ana me contó que Pedro Meneses, el poeta que veníamos a fotografiar, se suicidó el mismo día que nosotras llegamos al puerto. El día que yo caí en la calle, el día que también pude haber muerto. Mientras miraba las fotos que Ana le tomó esa tarde en la plaza, sin saber quién era, un temblor recorrió mi cuerpo. Todo allí hablaba de muerte, su espalda encogida en la banqueta, su traje de una elegancia antigua y desvencijada, sus cejas negras como nubes de tormenta oscureciendo sus ojos, el ramaje erizado de los árboles rajando el cielo. Mientras tanto, en un quiosco, yo preguntaba por la ruta a su casa, inconsciente de él, de Ana incluso, que lo atrapaba en su lente, Pedro Meneses trazaba con sus inmensos zapatos su sino de muerte. Sentí que el destino del poeta y el mío estaban unidos por un tenebroso hilo del cual habíamos pendido codo a codo, sin saberlo, y mientras él había caído, yo, aunque precariamente, aún colgaba. Había sobrevivido. Una súbita euforia colmó mi corazón, por ese simple y definitorio hecho, por esos raperos que según me contaron en el hospital, me salvaron de otras bandas que rondaban el lugar y que bien hubieran podido violarme, abandonarme o matarme en ese rincón oscuro donde ellos me encontraron.
Ana por su parte, cuando me enseñaba las fotos del poeta, no pudo ocultar un dejo de impaciencia. Aunque ella no me ha dicho nada, yo sé que por mi culpa su trabajo se ha ido al tacho de basura. Debí haberme ensombrecido porque rápidamente, Ana hizo una de sus piruetas, uno de esos pasitos de baile que despliega para divertirme y que parecen una marcha hacia un momento feliz. Jamás hubiera imaginado que esa mujer que yo admiraba en la fotografía de mi abuela, con las mil promesas que desencadenaba su risa, pasaría días sentada en el borde de mi cama o haciendo cabriolas para animarme.
Paula vino a despedirse y me trajo un regalo: es un cuaderno verde loro. Dice que puedo escribir allí cuando me den ganas de comer demasiado. Ha dicho «demasiado». No ha nombrado la palabra «atracón». Ella misma se contactó con una terapeuta en Santiago, dice que es tan cálida que parece tener el sol adentro, que me va a gustar. Noto preocupación en su rostro. Yo también tengo miedo. Esta cama y esta pieza son parte de mí como imagino debe ser su caparazón para un caracol. Cuando entré a este lugar venía desnuda y ahora tengo esta ventana por donde se cuela el aire marino, y diviso cada tarde la puesta del sol, me acompañan los ruidos de la calle, el silbato de los barcos que arriban o se marchan, las conversaciones con Paula, y a Ana, que me ayuda cada día a saltar el cerco de púas de la noche y alcanzar la mañana.
Ana ha mantenido a mi padre y a Rodrigo informados de nuestro extenso viaje ficticio por la costa central en busca de personajes para sus fotos. Hemos andado en Las Cruces, en San Antonio, en Cartagena, en Isla Negra… Ana ha mentido descaradamente por mí.
Le pedí a Ana que no le avisara a Rodrigo de nuestro regreso. Quiero darle una sorpresa, aunque en realidad no sé qué tipo de sorpresa puedo darle. Supongo que tendré que revelarle la farsa de Yocasta, y advertirle que con el tratamiento lo más probable es que suba de peso. Lo echo de menos. Echo de menos su risa, sus cuentos, sus caricias. Le diré todo y haré que a pesar de ello me quiera. Tiene que ser posible.
Sobre una silla está mi ropa, mis jeans y la chaqueta de cuero de Rodrigo. Ana vendrá a buscarme en media hora. Estoy sentada en la cama, me he puesto los calzones, la polera y los calcetines, pero no tengo agallas para calzarme los jeans. Estoy segura de que he subido de peso. Tuve que comer frente a los ojos vigilantes de Ana o de las múltiples enfermeras bigotudas. En una oportunidad, aprovechando que Ana pasaba la noche en casa del hada-bien-vivida, corrí por el pasillo descalza, cien veces, para quemar las calorías que sabía me estaban desfigurando. Desde esa noche no me dejaron un segundo en soledad. Solo pude vomitar una vez; cuando la carcelera de turno fue llamada de urgencia de otra pieza, me levanté y no paré de vomitar hasta que sentí que la piel de mi estómago volvía a su lugar de origen: pegada a mi espalda. Por culpa de ellos ahora me siento un vacuno. Cierro los ojos y me embuto los pantalones. La textura gruesa de la tela hiere mi piel. No es necesario que me mire para saber que esos centímetros de holgura que antes hacían que los pantalones flotaran en mis caderas han desaparecido. Me siento como una prieta. No puedo seguir como antes, lo sé, pero tampoco creo en otro camino. Es insoportable ver mi carne ocultando mis huesos, es lo mismo que morir. Oigo un quejido que emerge de mi garganta y crece como un torrente. Quiero cobijarme en mi castillo, en su aura soleada, en su nido de luz…
Ana, columpiando un juego de llaves en la mano, ha entrado a la pieza. Al verme se abalanza sobre mí y me abraza.
—¿Qué ocurre? —escucho que me dice desde la distancia de su claridad.
Mis pantalones están aún sin abrochar. Me toma de los hombros y me levanta; mis rodillas están débiles, siento que en cualquier instante puedo caer. Despacio me quita la polera y los jeans; también los calzones y el sostén. Ha empezado a mirarme de otra manera, como si dentro de sus ojos hubiera encendido dos luces muy suaves. No entiendo qué hace, sus manos rozan mi piel erizándola. Con sus dedos blancos y largos saca de mi rostro los cabellos que se han adherido por las lágrimas y los ordena en una improvisada cola de caballo. Sin quitarme los ojos de encima, se desviste. Ana está desnuda frente a mí, su expresión es tan intensa que tengo la sensación de que es su mirada la que me sostiene de pie.
Me toma de la cintura y me invita a moverme; mi cuerpo emancipado se ha puesto a temblar. Ana me guía hasta el baño y enciende la luz, una luz blanca que me recuerda la luminosidad hiriente del McDonald’s; cierro los ojos, aunque Ana me obliga a abrirlos. Estoy frente a un espejo, intento esbozar una sonrisa ufana, echando la cabeza hacia atrás para resaltar mi largo cuello, pero mi boca se convierte en una línea alongada de dolor. No sé si lo que veo soy yo misma. Al lado de Ana mi cuerpo asemeja la carne abandonada de un muerto. Mis pechos cuelgan como dos bolsas vacías. Ana me abraza y acaricia mi cabeza que ha caído en su hombro.
—Estás enferma, Daniela, y te vas a curar.
No puedo evitarlo, me he aferrado al cuerpo de Ana al igual que un gato al canto de un tejado. Sus caricias son suaves, no contienen urgencia, solo una infinita calma, un susurro musical. Caminamos juntas hacia la pieza. Sin soltarme, Ana abre las cortinas y la ventana de par en par. Es como si ella sigilosa, se hubiera asomado a mi agujero y me hubiera jalado de los brazos y una vez afuera, intentara empaparme de la luz poderosa de la mañana, una luz purísima hecha para personas felices como ella.
Nos vestimos en silencio. Ha llegado la hora de irnos. La alegría de Ana es contagiosa, mueve su pelo de lado a lado en una danza solo perceptible para ojos atentos como los míos. Creo que ha hablado largo rato con Paula porque al despedirse intercambian miradas llenas de ocultos significados. Es molesto, pero he aprendido que cualquier cosa que ellas digan o hagan es por mi bien. Es la única certeza que flamea solitaria en el mar de vacilaciones donde navego.
* * *
Al parecer, he dormido la mayor parte del camino. Ahora surcamos el parque Forestal. Ana me recibe con una amplia sonrisa.
Estacionamos el auto en la calle Merced y caminamos rumbo a mi departamento. Invito a Ana a tomarse un café de grano, de las pocas cosas que siempre guardo en mi escuálida despensa. Cuando pasamos frente al Bombón Oriental, Ana me empuja adentro, ya que quiere comprar dulces árabes para acompañar el café, de aquellos que están henchidos de miel y nueces. Mientras los elige simula ignorar mi existencia.
—Quiero éste, éste y éste. ¡Ah! y ese alargadito me encanta… —la oigo exclamar con genuino placer.
Abandonamos la pastelería. Ana con un gigantesco paquete en los brazos y yo con un arsenal de chicles en el bolsillo. Antes de alcanzar la siguiente cuadra, ella se va comiendo un pastel por la calle; la miel escurre entre sus dedos y con una sonrisa picarona se los lame para no desperdiciar ni una sola gota de goce. En parte por no mirarla y en parte porque me preocupa, me pregunto si Rodrigo se habrá acordado de regar las plantas y dejarle las instrucciones a la mujer que nos viene a limpiar. El cielo está limpio. Debe ser esta brisa, que levanta las hojas de la calle y revuelve el cabello de Ana, la que espanta las nubes de polución. Imagino que es un buen presagio; no por nada los asuntos del cielo, como este airecillo benevolente, son de dominio divino.
No hemos hablado de su partida. La sola idea pesa sobre mi cabeza como una guillotina. A medida que nos acercamos, apuro el paso y Ana se toma de mi brazo. Frente a la plaza del Mulato Gil compro un ramo de flores; lo imagino en mi único florero, contra la ventana de la pieza. Estamos por fin frente a la puerta de mi edificio. Tengo la impresión de haber salido hace un siglo de aquí. Incluso los árboles me parecen más altos, la acera más limpia, el acceso menos sucio de lo habitual. Es mi hogar. Y me produce alegría regresar.
Don Luis, el conserje, mira la diminuta televisión que guarda bajo un desgastado escritorio. Me saluda como de costumbre, con un vago gesto de la mano, inclinando la cabeza en un intento de mirarme el trasero. A mí me dan ganas de abrazarlo, aunque desisto rápidamente. El ascensor como siempre no funciona; hoy debe ser martes o miércoles, o jueves, los días de la «mantención», entre comillas, porque nunca he visto a nadie acercarse a él con el propósito de arreglarlo. Todo sigue igual. Al subir nos topamos con Manivela, una gata de pelaje plomo, meando en su rincón usual de la escalera. Su dueña, una vieja calva, jamás la saca al parque. Ana dice que mi edificio le recuerda esos inmuebles parisinos que contienen eternas escaleras y nutridas historias.
—¿Historias? —le pregunto mientras saco la llave de mi bolso—. Aunque parezca increíble, aquí nunca pasa nada.
Huele a canela. A canela y a limón. Todo está limpio, y el único florero de la casa ya está rebosado de alstromerias. A través del vidrio trasparente se ven las burbujas de agua, diminutas y parejas, adheridas a los tallos. Da la impresión de que alguien en secreto hubiera anunciado mi llegada. Preparo café. Las tazas están casi todas rotas, pero logro rescatar un par con sus respectivos platillos.
—Esto es casi una tienda de muebles en comparación a mi departamento —comenta Ana y ambas reímos.
En un momento dado, Ana se acuerda de mi cita al día siguiente con la sicóloga que recomendó Paula. Insiste en que es imprescindible que vaya. Se ofrece incluso a pasarme a buscar. En el aire, como lanzas invisibles, arremeten un sinfín de preguntas que ninguna de las dos tiene las agallas de traer a tierra.
Oigo abrirse la puerta principal. El corazón me salta de un brinco, aunque si soy sincera hasta este minuto no he pensado en Rodrigo. Su inminente presencia me trae a la memoria de un vuelco la angustia que sentí tantas veces en esta misma pieza, bajo la luz esquiva de esta misma ventana. Rodrigo me recuerda de pronto mi triste y mentirosa existencia. Más de una risa me llega desde la puerta. Cuando aparecen en el pasillo, advierto que ambos llevan un casco; serían idénticos si el que lleva ella no tuviera un autoadhesivo en forma de flor en un costado. Rodrigo tiene una de sus manos pegada a las nalgas de ella, con la otra, cuelga sus llaves de un ángel de yeso que él mismo clavó en la pared para ese efecto. Un detalle que siempre me ha molestado por hallarlo vulgar, y que él usa para señalarme mis ineludibles raíces burguesas. Ella extiende su cuello y besa furtivamente el de Rodrigo. Él alza los ojos. Nos ha visto.
—¡Mierda! —exclama y se libera de la chica de un empujón.
—No sabía… —balbucea mientras se peina su corto pelo azabache con los dedos, primero hacia delante y luego hacia atrás. Yo escupo mi chicle de medio lado. La goma rosada va a parar en una carpeta de Rodrigo que está sobre la mesa. No puedo evitar una sonrisa sarcástica. La chica gira en redondo y escapa de la sala; no sé adónde pueda dirigirse, si enfila hacia nuestro cuarto, significa que le es familiar. Pero no la sigo a ella. No quiero perderme una partícula de Rodrigo. En lugar de dolor, siento curiosidad, o quizás el dolor, es tan grande que no cabe dentro de mi cuerpo y ha tenido que quedarse afuera. No sé. Echo un vistazo hacia el lado, donde Ana se ha quedado con la taza de café entre los dedos como si una ráfaga de frío la hubiera de pronto congelado y transformado en una estatua de hielo.
—No podías saber —digo con una calma que ni yo misma reconozco—. Quería darte una sorpresa.
—Y me la has dado —intenta sonreír Rodrigo, pero ante la impavidez de mi mirada, su sonrisa se empaña hasta desvanecerse—. No sé qué decir. —Rodrigo mueve su cuerpo como un equilibrista novato que intenta atravesar una cuerda a mil metros de altura.
—Yo tampoco.
De pronto, Ana se ha descongelado y me mira con esos mismos ojos que me mantuvieron de pie esta mañana. Pareciera que va a decir algo, pero yo la detengo con un gesto de la mano.
Tras mirar de reojo a Ana una y otra vez, como intentando medir el peso de su presencia, Rodrigo dice:
—Es una pura calentura, Dani, te juro que no tiene la más puta importancia —se frota la cara enérgicamente con las manos hasta enrojecerla—. Yo te quiero a ti, tú lo sabes…
No, no sabía que Rodrigo, mi pareja, se andaba tirando a cuanta colegiala encontraba por la calle. Hay desesperación en su voz, debo reconocerlo, y como aquella primera vez en la puerta de la casa de mis padres, sé que es genuina.
Se acuclilla en el suelo frente a mí y se toma la cabeza con las manos, repitiendo:
—Yo te quiero, Dani, y tú lo sabes… la cagué. ¿No es cierto? Qué pregunta más imbécil, yo mismo te doy la respuesta: la cagué y no tengo excusas, no hay excusas. No sé, lo único que puedo decirte es que tirarme una minita estúpida como esta para alimentar mi vanidad es al fin y al cabo humano. ¿Verdad? ¿Verdad? Dime algo, Daniela…
—Puede ser. No sé. A mí no me pasa. Por suerte.
Rodrigo da vueltas por la pieza y su desesperación se acrecienta; puedo distinguir las gotas de sudor corriendo por los costados de sus mejillas que con la manga de su suéter intenta enjugar, y su cabeza ahora enarbolada por la cantidad de acrobacias de un lado para otro, parece la de un demente, la de un desesperado. Ante un imperceptible gesto mío, Ana y yo nos levantamos, yo tomo mi bolso, ella el suyo, y abandonamos el departamento sin decir palabra. Perdón, antes de salir, desde la puerta le digo a Rodrigo que puede comerse los pasteles árabes. También escucho su voz diciendo: «No te vayas».
Por muy enredada que estuviera mi alma, en un profundo y lúcido recodo, lo sabía. Yo crecería. Me haría mujer. Es un acontecer inevitable, los humanos no podemos cercenarnos como lo hacemos con las ramas de un bonsái. Algún día yo crecería como ahora lo estoy haciendo, y Rodrigo, insaciable buscador de la niñez, tendría que encontrarla en otro lugar, un lugar que no sería yo. Y mientras caminamos hacia el estacionamiento, intento explicarle esto a Ana. Ella está muda y pálida. Aferrada a mi brazo me mira con los ojos oscurecidos. Nunca antes la había visto así. Oprimo su mano.
—Ana, ¿estás bien? —le pregunto y ella con voz apagada, responde que sí.
—¿Y tú?
—Mmm —afirmo con la cabeza, también con una sonrisa. Me siento animada en lugar de deprimida, hasta podría dar un saltito en el aire, de esos que da Ana no por felicidad, sino por algo distinto. Por una suerte de dignidad que emergió de las catacumbas de mi ser. Y lo más impresionante es que en el cielo ahora las nubes tienen un tono dorado, como si hubieran apresado el sol en sus entrañas.