Cata
No sé si seré capaz de contarle… Le juro que quisiera hundirme, morirme, desaparecer. Sí, claro que tengo cara de cansada. Hace dos noches que no logro pegar un ojo. Necesito fumar. ¿Le importa que prenda un cigarro?
Me demoré cuatro días en llamarlo. Estaba decidida a no hacerlo. No era mi intención enredarme con un pendejo como Gabriel, se lo juro. Ese estado de inflamación y alegría era suficiente. Pero el destino es a veces mucho más poderoso que todas las voluntades, escrúpulos y convicciones juntos.
El martes en la noche, Joaquín me llamó para decirme que no llegaría a comer. Los niños dormidos, la comida en el horno, la mesa puesta para dos, y yo con el número de teléfono de Gabriel en la cartera. Qué quiere que le diga, la sincronía era perfecta. Las coordenadas apuntaban hacia una sola dirección, hacia una sola idea que se fue haciendo cada segundo más poderosa en mi cabeza: invitar a Gabriel a comer.
Por otro lado, al traerlo a mi territorio podría saber lo que él quería decirme sin exponerme a una situación peligrosa. Era, además, perfectamente admisible que lo invitara, o al menos así lo quise pensar. Gabriel no era ningún extraño, era amigo de Daniela e hijo de un colega de Joaquín.
Todo en familia, todo bajo control. Marqué su número, pero en el momento mismo que escuché su voz, supe que era una estupidez. La idea de invitarlo a comer era sin duda de una formalidad propia de un vejestorio como yo. En el teléfono se oían risas y música. Gabriel me dijo que estaba en un bar, no lejos de mi casa, y antes de que yo abriera la boca, él me propuso pasarme a buscar. Después de cortar sentí un pánico atroz.
Pero ¿sabe? No era miedo a lo que pudiera suceder, era otra cosa. Creo que sentí terror a creer. A creer que esa suerte de resplandor, de energía que había sentido los últimos días fuese más real que todo lo demás. Más real que el abrazo de mis hijos, más real que las eternas y silenciosas comidas con Joaquín, más real que mi vida. Tenía miedo de no poder en unas semanas, en unos meses, prescindir de Gabriel. No de él exactamente, sino del efecto que él estaba teniendo en mí. Tenía muy claro que Gabriel podría haber sido cualquiera. No era él la amenaza.
Al rato, me pasó a buscar. Salimos en mi auto porque él andaba a pie. Estaba animado, exaltado incluso. Yo creo que ya tenía un par de tragos en el cuerpo. Me propuso ir a una fiesta que daban los integrantes de una obra de teatro para festejar el final de su temporada. Como usted se puede imaginar, yo me negué rotundamente. Él me miró con una expresión decepcionada. No sé si fue su expresión o un súbito vértigo que inundó todo mi cuerpo el que me hizo aceptar. Sí, vértigo. Literalmente. De la misma forma que la visión de un acantilado puede hacer perder la cabeza a alguien hasta el punto de arrojarse. Tenía que arrojarme, había llegado hasta ahí y no podía detenerme.
Bueno, después de estacionar el automóvil en algún lugar de Bellavista, Gabriel me guió por una calle que subía el cerro. Por suerte me había puesto un simple par de jeans y no estaba vestida como una vieja, porque quienes subían por esa calle, eran todos desesperantemente jóvenes. Apenas entramos al galpón, más parecido a la cueva de Alí Babá que a una discoteque de las que yo iba cuando joven, vi pasar ante mis ojos mi futuro inmediato: una paulatina e irrefrenable desazón. Luces multicolores, música estridente y decenas de chicas jóvenes vestidas y pintarrajeadas como si asistieran a la última noche de brujas de su vida. Se reían estruendosamente, mostrando sus dientes blancos y sus rostros púberes, que me retorcían las tripas. Lo único que quería en ese instante era esfumarme. Gabriel me tomó de un brazo y me guió hacia una barra tan alta, que la única forma de pedir un trago era escalando a los taburetes que parecían jirafas. Cuando ya estábamos sentados, Gabriel, quien hasta ese minuto había avanzado saludando a cada paso a alguien, me miró con los ojos más intensos que yo había visto nunca. Sentí que con esa mirada buscaba sellar un pacto, un pacto que solo él y yo entenderíamos. Y no estaba tan lejos de la verdad. Pero eso viene después. No se preocupe, estoy bien, es que me gustaría saltarme todos los preámbulos y llegar pronto al final, o incluso inventarlo, para terminar con esto lo antes posible, pero sé que no puedo.
Debo reconstituir los hechos tal cual ocurrieron. Uno por uno, aunque duelan. Camino hacia la barra, Gabriel me presentó a cada uno de sus amigos como si yo fuera un trofeo. Siempre mencionando, eso sí, que era la madre de Daniela. A pesar de sentir un cierto orgullo ante su actitud, mi voz más punzante, más sombría, más implacable conmigo misma, me decía que el placer de Gabriel provenía de haber seducido a una mujer madura, de buena clase, madre de tres hijos, reputación inmaculada, y todavía deseable para quien ansíe echarse un buen polvo. Una mujer con esa urgencia solo posible en un espécimen femenino de mi edad, que teme perderse sus últimos resplandores, y se aferra a ellos como un náufrago a una barcaza, con garras, con la pasión desesperada y poderosa de a quien se le va la vida. No exagero, esa es la realidad, y por favor no me venga con uno de sus discursillos misericordiosos.
Todo esto se me ocurrió y ya no me sentí nada de bien. Usted sabe que soy incapaz de dejar de pensar. Lo más increíble es que fueron esos mismos intrincados caminos los que de pronto, sin saber cómo, me llevaron a concluir que en rigor tenía bastante suerte, Gabriel era endiabladamente atractivo y tenía su mano apoyada en mi hombro y me miraba expectante, con sus ojos indefensos. ¡Basta!, me dije. Basta con esta idea de mí misma que me tira una y otra vez al tarro de basura, al cajón de los trastos inservibles, cuando la mirada de Gabriel, según yo creía, me decía exactamente lo contrario. Y por eso me bajé del taburete, y con un gesto del dedo índice lo invité a la pista de baile. Mientras bailaba con él, me ofreció un cigarro, y entonces la escasa conciencia de mí misma que aún me quedaba, montó con el humo hacia el techo de luces, se extendió en hilillos y desapareció. Bonito, ¿no? Pero fue en ese momento que escuché una voz a mis espaldas que decía algo así como: ¡Guauuu! Sí, con esa acentuación, como si fuera un aullido.
Al volverme me encontré frente a frente con una chica que había visto otras veces, aunque no recordaba dónde. Gabriel se lanzó sobre ella y le dio un abrazo. Me la presentó como María. Gabriel se reía sin razón aparente y la bombardeaba a preguntas. Ella lo miraba y abrazaba, haciendo unas morisquetas como de sorpresa y felicidad que francamente me parecían exageradas. De pronto la chica detuvo su show y me arrojó una mirada que fue a dar directamente a ese lugar en mi cabeza que creía olvidado: yo misma.
Después de unos minutos, la chica desapareció. Entre tanto, mi sensación de bienestar se había esfumado. Tenía un nudo en la garganta. Nos quedamos de pie en la pista de baile y de repente yo creo que de pura desesperación, me largué a reír. Gabriel me miró desconcertado. Me tomó de un codo y me guió de vuelta a la barra de taburetes de jirafa. La chica de la pista era nada menos que María José, la hija mayor de Tere. ¿Se da cuenta? Ninguna de las dos quiso admitir la presencia de la otra. Yo siempre la había visto con esas polleras escocesas hasta las rodillas… es seguramente Tere quien la obliga a llevarlas, para esconder el natural erotismo de una chica de su edad. Así vestida, como una prostituta cara, era difícil reconocerla. Yo sabía al menos que revelarle mi presencia allí a su madre, significaba para María José revelar su propio pecado. Por eso me quedé más o menos tranquila.
Una vez en la barra, Gabriel pidió dos vasos de whisky. Su rostro tenía una expresión muy seria y las luces titilantes de la pista lo teñían de verde. Usted sabe, yo siempre me fijo en esos detalles. No dijo nada por algunos segundos y de pronto se puso a hablar.
No sé si le conté que cuando conocí a Gabriel en el departamento de Daniela, él dijo como al pasar que había compartido con mi hija el momento más difícil de su vida. ¿Se lo había contado verdad? Esa vez yo no quise indagar, la sola idea de saber algo importante de él me produjo pudor. ¿Se ha dado cuenta de que hay cosas que están destinadas a ocurrir y por más que busquemos la forma de evitarlas, igual llegan? Esa historia es una de ellas.
Me cuesta contarle todo esto, al recordarlo se me vuelve a apretar el corazón.
Yo no tenía idea, pero Gabriel es el hermano de Melanie, la mejor amiga que tuvo Daniela de niña. Una chica bastante precoz para su edad. A pesar mío, Daniela pasaba casi todas las tardes en su casa. Por eso Gabriel y Daniela se veían a menudo, y se llevaban muy bien, porque ambos eran sensibles al arte, al teatro, usted sabe, a todas esas cosas. La verdad es que con Melanie, a pesar de ser su amiga inseparable, Daniela no tenía mucho en común. De hecho, cuando salieron del colegio ya nunca más se vieron. En cambio ellos, Gabriel y Daniela, se hicieron más amigos. Yo nunca me enteré de esa amistad, ni siquiera oí hablar de Gabriel, ya sabe, mi hija desde pequeña dejó de compartir sus cosas conmigo.
Daniela tendría trece o catorce años. Iban juntos a la casa de un amigo cuando Gabriel recordó que debía pasar por el departamento de su padre. No tomaría más de unos minutos, solo tenía que recoger el cheque que él le daba todos los meses. Su padre era bastante mayor cuando se casó con su madre y el matrimonio fue desde el comienzo un absoluto fracaso. Imagínese que se separaron cuando él tenía cuatro años. Pero el asunto es que entraron al departamento del doctor Nudman con una llave que él mismo le había dado a cada uno de sus hijos para que lo visitaran cuando ellos quisieran. Un gesto notable en teoría, pero que en la práctica es obvio que no resultó.
Primero vieron al chico. Tenía el cabello cortado casi al rape, a excepción de unas mechas en la parte superior de su cabeza. Vestía vaqueros y una camiseta negra. El otro no era tan joven, pero ciertamente era más joven que su padre. Sobre la mesa del living había botellas de whisky y latas de cerveza vacías. Tenían la música muy fuerte, quizás por eso no advirtieron la presencia de Gabriel y Daniela.
Si no hubiera sido por ese aire inconfundible del doctor Nudman, Gabriel no lo hubiera reconocido. Yo misma lo he notado, en lo poco que lo conozco, no sé, es una forma insegura de moverse, de emplazar los pies como si la tierra se estuviera moviendo. El vestido era azul y muy largo, el escote dejaba al descubierto su piel descamada y los pelos blancos de su pecho. En un costado, el traje se abría hasta la cadera; sus piernas, por su forma delgada y musculosa, no eran tan chocantes. Según Gabriel lo más patético era su rostro. Cada uno de sus rasgos era llevado a su máxima expresión por el maquillaje; la nariz angulosa cubierta de polvos blancos adquiría una proporción fantasmal, y su boca pintada de un rojo furioso rompía su rostro en dos mitades desiguales. Si se lo describo tan minuciosamente es porque así fue como me lo contó él, y a mí me impactó mucho…
Uno de los tipos contemplaba a su padre con una espesa mirada de carnero, mientras se pasaba las manos por el pecho. Su padre empezó a mover las caderas suavemente, pero a un ritmo dispar y como dislocado, tarareando la melodía con un agudo chachachá que no encajaba con la música de aire jazzístico que sonaba por los parlantes. Es horrible, ¿verdad? Yo nunca habría imaginado que alguien con una apariencia tan respetable como la del doctor Nudman podría ser tan degenerado. ¿Sabe?, era como si el mismísimo infierno se hubiera acercado a mí con su mugre, su indecencia. Y le juro que solo pensar que mi niña tenía apenas catorce años cuando presenció esa obscenidad, me revuelve el estómago.
Gabriel y Daniela salieron corriendo, nadie los vio. En la calle, él se puso a vomitar. Gabriel apenas podía caminar, y si no hubiera sido por Daniela, habría pasado la noche allí tirado en el mismo lugar donde había vomitado. Se sentía incapaz de encarar a su madre y a su hermana, por eso Daniela lo llevó a nuestra casa. Entraron por la puerta de la cocina y se encerraron en la pieza de Daniela. Nosotros nunca lo supimos. Pasaron la noche abrazados, vestidos, sobre la cama. Gabriel fue enfático cuando me dijo esto, para que yo no pensara que algo más había ocurrido. Acordaron que nunca hablarían del incidente. Es un secreto que los une de una forma entrañable y que ha marcado la vida de Gabriel. Me dijo que a quien más ama en el mundo es a Daniela, pero ella, por esas cosas de la vida nunca se ha dado por enterada. Varios años después cuando él estaba a punto de confesarle su amor, de traspasar esa línea fina, pero definitoria que divide una gran amistad de una pasión, apareció Rodrigo. Fue tan fulminante, tan poderoso el efecto que Rodrigo tuvo sobre ella, que por un buen tiempo apenas se vieron. Fue solo hace unos meses que volvieron a encontrarse, y Gabriel, al estar cerca de ellos, se ha dado cuenta de que Rodrigo le hace daño, que juega con sus sentimientos, que la manipula, y que, además, le es infiel. Quiere protegerla, eso quiere. Gabriel quiere hacerle ver la verdad y conquistarla, y para eso necesita mi ayuda. Según él, Daniela me admira profundamente y mi opinión es muy importante para ella. Quiere que yo, su madre, sea su aliada.
Tengo mucha pena, disculpe. ¿Me pasa un pañuelo? No sé cómo tuve estómago para escucharlo hasta el final. Sentí ganas de vomitar varias veces, de la misma forma que él lo había hecho ante la visión de su padre. Me había acercado a él con el supuesto fin de saber más de mi hija, y le juro que nunca, nunca como en ese momento vi la entereza, la dulzura, la lealtad de Daniela con tanta claridad, y nunca me sentí tan podrida, tan mísera, y a la vez tan decepcionada.
Sentía un dolor en todo el cuerpo, igual que ahora… Como en una película, vi pasar ante mí cada escena transcurrida desde esa tarde que conocí a Gabriel, cuando después de ese encuentro mi imaginación comenzó a encabritarse, a desatarse, a tomar caminos que me llevaron a ese instante monstruoso y equívoco. Porque si era realista, todos los signos que me había dado Gabriel eran coherentes con lo que él ahora me pedía. Se había acercado a mí, buscando mi aprobación, mi complicidad, mi empatía. Nunca me besó, nunca me tocó más de lo estrictamente permitido. Con sus gestos, con sus miradas, me mostró su alma para que yo lo viera, para que entendiera que era él el hombre que debía estar junto a mi hija y no Rodrigo. ¿Y sabe? Fui yo misma quien le abrió las compuertas. ¿Recuerda que mientras subía las escaleras del edificio de Daniela yo iba llorando? Yo llegué a Gabriel vulnerable, con el corazón abierto. Él no hizo más que verlo.
El resto nunca existió. Ni las miradas de deseo, ni los gestos ocultos, nada. Todo estaba en mi estúpida cabeza.
Gabriel, con esos mismos ojos suyos que tan solo un rato atrás me habían encandilado, esperaba una respuesta. ¿Sabe qué se me vino a la mente? Me pregunté si al romperse el hechizo, Cenicienta alcanzaba a llegar a su casa o corría escalera abajo del castillo en harapos. Me pregunté si alguien además de los ratones había presenciado su descalabro. Yo era la Cenicienta. El hechizo estaba roto, en el galpón habían apagado las luces y la oscuridad era casi absoluta. El barman nos miraba con los ojos enrojecidos por el cansancio y Gabriel seguía esperando una respuesta.
Le dije que sí, que podía contar conmigo, aunque no estaba segura de la ayuda que podría brindarle, puesto que mi influencia sobre Daniela era nula. Gabriel no estuvo de acuerdo e insistió que Daniela siempre me nombraba como un ejemplo. Yo no estaba de ánimo para iniciar una discusión. Quería salir, quería perderme y no aparecer nunca más, en ningún lugar, ni siquiera en mi vida anterior, esa que se había desmoronado a la par con la creciente ilusión por Gabriel. No fue fácil salir por los oscuros laberintos del local. Bajamos por Chucre Manzur hasta que por fin después de unas cuantas vueltas, llegamos a mi auto.
Dejé a Gabriel en Lyon con Providencia y él se despidió con un beso en mi mano. De esta forma sellábamos nuestro pacto. El pacto que a él lo llevaría a Daniela, y a mí al desaliento.
No tenía ánimo para volver a mi casa. Joaquín estaría durmiendo, se despertaría sobresaltado y me haría preguntas que en ese instante sería incapaz de responder. Vagué por las calles, perdiéndome en barrios que apenas conocía. Era un amanecer plomizo y bajo. Recuerdo que la luz rompía con rapidez la oscuridad de la noche. La rompía. Y la mañana aparecía ante mis ojos con una crudeza como gastada. Veía cosas que antes no había visto, más bien, que nunca hubiera mirado, por feas y sucias, y tristes; no sé, por ejemplo un perro cojo que deambulaba por la calle, tarros de basura atiborrados, aceras llenas de mugre y de manchas que parecían sangre. En algún momento entré a una fuente de soda y me tomé un café. Deben haber sido como las diez cuando decidí volver.
¿Sabe? Las calles que me llevaban a mi casa me parecían las de otra ciudad. Todo me era ajeno, como si volviera después de una largo viaje y en el intertanto, todo, a pesar de mantenerse en el exacto sitio de antes, hubiera mudado de aspecto, de color, de función incluso, aunque no pudiera determinar qué había cambiado, ni qué volvía ese entorno antes entrañable, ahora amenazador. Y mientras avanzaba, me miré en el espejo retrovisor: una mueca patética cruzaba mi rostro. Pensé entonces que si hay un prototipo de mujer insatisfecha que siempre he detestado, es aquel de la mujer que necesita una aventura para contrarrestar su inminente deterioro. Yo no solo era una de ellas, sino que además una que no llegó a puerto, que no supo cómo hacerlo; en resumidas cuentas, una perdedora. Una Perdedora con mayúscula. Y esa sí, le juro, era una gran sorpresa.
Cuando llegué a la casa, los niños ya habían partido al colegio. Me tomé un somnífero y me quedé dormida.
Eso fue hace dos días. Dormí solo tres horas y desde entonces no he vuelto a pegar los ojos. Pero no es la desesperación la que me impide dormir. Eso creo al menos. Me devano los sesos pensando qué hacer. ¿Se da cuenta de que con el tiempo puedo borrar esta historia de mi cabeza como si nunca hubiera existido? O puedo incluso acomodarla en mi memoria para hacerla menos traumática.
No quiero eso. ¿Recuerda que hace un rato le dije que no era a Gabriel a quien temía? Es a mí misma. Porque no va a ser tan fácil plantarme otra vez el corcho en la cabeza. Ese que salió volando y se perdió en el espacio. No quiero volver a adormecerme. Pero no sé qué significa mantenerme despierta. Porque no busco transformarme en una vieja adolescente, usted sabe que no soy tan elemental como para caer tan bajo.
A la hora de almuerzo le conté todo a Joaquín. No quería mentir. Podría haber inventado algo, no sé, que una de mis amigas me había llamado en estado de histeria por alguna estupidez que él sin duda me habría creído. Pero no quise, ¿sabe? Al menos eso lo tenía claro. Mentir era empezar a adormecerme. Quería por una vez mostrarme tal cual era. Con toda mi sensación de ridículo.
Creo que es lejos lo más valiente que he hecho en mi vida. ¿Usted también está de acuerdo?
Joaquín no lo tomó muy bien. Todo lo que le conté era diametralmente opuesto a la idea que él y yo teníamos de mí. No sé, como si de repente hubiera quedado al descubierto el revés de mi alma. Ese otro lado, que estaba ahí todo el tiempo, pero que ni yo conocía. Sí, claro, ya le dije que todo esto para mí es tan sorprendente como lo es para él.
Solo una loca, dijo, puede imaginarse que un pendejo como Gabriel se sienta atraído por ella, y solo una loca puede acudir a una cita tan incierta y exponerse en un lugar público a ser vista con él. Me enfrentó a punta de sarcasmos. Creo que era su manera de no hundirse. De todas formas, era difícil que entendiera algo que yo misma no entendía. Almorzamos y después partió de vuelta a su consulta, como si nada hubiese ocurrido.
¿Qué hice yo? Bueno, me quedé sentada en el borde de la cama mirando mi jardín hasta que los niños llegaron del colegio. Ahí mismo me encontró Francisco cuando entró a mi pieza y se sentó a mi lado. Después de mirarme un buen rato se puso a hablar de los duendes que viven en el jardín. Y como yo no reaccionaba, inventó un par de monstruos que vivían bajo la tierra, me dijo que estos monstruos eran tan malos que si yo no tenía cuidado, un día cualquiera podían destruir todo mi jardín. «Tienes que estar muy atenta, mamá», me decía una y otra vez, «muy atenta». Su rostro traslucía desesperación. ¿Entiende acaso? Francisco me pedía que volviera, que estuviera presente, ahí junto a él. Lo abracé fuerte, y él respondió a mi abrazo con una lluvia de besos. Nos quedamos abrazados, yo lo mecí como lo hago siempre, como si fuera un bebé, aunque hace rato dejó de serlo. Y, de pronto, sentí que yo era exactamente lo que parecía, no sé cómo explicárselo, era como si mi cuerpo y mi sombra, mi imagen y mi ser se hubieran superpuesto uno sobre el otro para volverse uno solo. No era una mujer desolada, patética, aferrada a su hijo, no era la Cata, ni la señora de Joaquín, no era la buena amiga de nadie, no era un reflejo en alguna ventana, no era siquiera la madre de Francisco, era yo.
Francisco a los pocos minutos ya se había impacientado y se soltó de mi abrazo. Me miró con una expresión resplandeciente, como la de un héroe que ha vencido al dragón. Salió corriendo y al rato lo vi en el jardín persiguiendo a Malea, que a pesar de su vejez aún logra escabullirse de él con cierta dignidad.