Ana
Caminan a la deriva circundadas por hippies que venden sus artesanías sobre las aceras, gordas coloridas que jalan a los paseantes con atrevimiento, marinos con expresión de niños ganosos. Llaman la atención de Ana las fuentes de soda con sus tubos fosforescentes y sus escaparates de hotdogs, chacareros, Barros Jarpa, Barros Luco, nombres que Daniela va enunciando sorprendida de su ignorancia.
—¿En qué mundo vivías? —pregunta. Y Ana no sabe qué contestarle, será en el mundo que acababa en la Plaza Italia, donde ciertamente no se comían chacareros.
—¡Quiero un chacarero! —exclama Ana de pronto.
—Pero si recién comimos.
—Quiero un chacarero ahora —repite divertida—. No es para comérmelo, solo quiero sentirle el olor. No me mires así, te juro que no estoy loca. Tú puedes tomarte un par de esas cocacolas light que tanto te gustan y que no entiendo para qué tomas, con esa flacura tuya…
Daniela la mira con expresión consternada.
—¿Yo flaca?
—¡Pero si eres un palo! Nada por aquí, nada por allá —le dice Ana, dándole unos pellizcones en la cintura. Daniela parece encantada, como si Ana le hubiera revelado la quinta maravilla del universo. La toma del brazo y exclama:
—¡Al ataque entonces!
Ya se ha dado cuenta Ana de que Daniela no come nada y que su cuerpo arroja señas de desnutrición. No es el momento de hacer un comentario al respecto, pero está prácticamente segura de que Daniela es anoréxica. Joaquín no mencionó nada. ¿Será uno de esos secretos a voces, tan usuales en las familias chilenas? ¿O serán él y Cata tan ignorantes para no advertirlo?
Enfilan hacia el puerto, Ana con su chacarero y Daniela con un par de cajetillas de cigarros. No muy lejos, se detienen en una plazoleta al borde del mar. Minúsculos boliches de artesanía dibujan el contorno de la plaza con un halo de luces blancas y frías.
—De todas, todas las cosas, ¿qué es lo que más te gusta en la vida? —pregunta Daniela con una voz alegre, alada.
—¡Secarme el pelo al sol! —replica Ana sin dudar—. Salir una mañana de primavera después de un horrendo invierno inglés al balconcito de mi departamento y retozar como un gato. Eso es definitivamente lo que más me gusta. Y mejor aún si es en el departamento de Jeremy, frente al parque de Hampstead con sus lomas siempre verdes y sus cometas coloridos que tienen forma de pájaros, dinosaurios, estrellas…
Jeremy. Ha nombrado a Jeremy. Es tan estúpido que ni ella misma lo cree. Ahora por supuesto, Daniela insiste en saber qué sucedió al día siguiente en la casa de Elinor, y al siguiente y al siguiente. Ana enciende un cigarro y mira la oleada de puntos luminosos que pueblan los cerros.
* * *
Tres días después de que Jeremy y los otros invitados se marcharon de la casa de Elinor, tomé el auto y partí a Cambridge. No estaba muy lejos, solo a cuarenta minutos. La tarde anterior, después de averiguar por teléfono el lugar y la hora de la cátedra que daría Jeremy ese jueves, pasé largas horas buscando qué ponerme. No era precisamente el qué, era el cómo, la intención, lo que se me escapaba. Quería obnubilar a Jeremy. Revelarle todo lo sensual que podía llegar a ser. Comprendía también que no podía transformarme en un semáforo en las circunspectas y biológicas aulas del Cambridge University School. Tú sabes, cada detalle es un gesto: por ejemplo, la promesa oculta tras un milímetro de escote o el oscilar de una tela al adherirse al cuerpo; para qué decir la mentirosa inocencia de un circunspecto collar de perlas o el vaivén libertino de un largo foulard colgado de un hombro. Al final, debo reconocer que no fui demasiado imaginativa, escogí un vestido negro un poco más arriba de la rodilla, altos tacones del mismo color y un abrigo blanco invierno también corto.
Mi propósito era llegar adelantada para ubicarme en un lugar que no fuera demasiado destacado, pero en el cual no pasara inadvertida a los ojos de Jeremy. Sin embargo, como ocurre siempre que intento concienzudamente hacer las cosas bien, llegué atrasada. La sala (de dimensiones desorbitadas) estaba repleta. Me armé de valor y me abrí paso a lo largo de un angosto pasillo; en el silencio mis tacones resonaron con estridencia. Jeremy detuvo la frase que había comenzado y con cierta sequedad indicó que me sentara en un asiento disponible de la segunda fila. No volvió a mirarme. Al principio no escuché nada, tan fuertes eran las voces que en mi interior me regañaban por arrojarme a lo imprevisto sin medir las consecuencias. Era un disparate estar allí sentada, vestida con desproporcionado esmero (me sentía una necia al recordar el ajetreo que había desplegado para vestirme) en medio de rostros deslavados y jóvenes que con frenesí tomaban notas y asentían en silencio, como si estuvieran ante la presencia de un dios. Pero poco a poco (atrapada como estaba no tenía más alternativa que escuchar), la voz de Jeremy empezó a filtrar mi pesar y mi azoro, y sus palabras de pronto adquirieron sentido en mi conciencia. En ese instante, Jeremy decía que todo, absolutamente todo lo que existe en el universo, está regido y es fruto de dos principios: azar y necesidad.
En un momento dado, no sé qué hilo de su argumento lo llevó a citar un pasaje que decía: «Cada grano de esta piedra, cada fulgor mineral de esta montaña, constituye un mundo. Por eso la lucha hacia la cima basta en sí misma para llenar el corazón de un hombre». Hablaba con vehemencia, con intensidad, mencionaba el corazón de un hombre y no pude dejar de imaginar su propio corazón palpitando. Había escuchado o leído en algún lugar esas palabras, pero no sabía dónde. Tenía esa misma sensación que produce divisar un rostro y saber que se le ha visto antes. De pronto recordé. Él no lo dijo, pero se refería al Mito de Sísifo, de Camus, libro que yo había leído hacía tan solo unos días, cuando una lluvia desoladora golpeaba las ventanas de la casa de Elinor. (Y que después leímos mil veces con Jeremy, razón por la cual me sé el pasaje de memoria).
Azar. Necesidad. Montaña. Palabras que revoloteaban en mi mente, mariposas porfiadas que se negaban a marcharse. A decir por el vistazo que me echó el chico mofletudo que estaba a mi lado, creo que llegué incluso a nombrarlas. Al contemplar a Jeremy moverse allá adelante, con la pasión de quien no lanza palabras, sino bombas o flores, vi toda su brillantez. Lo vi inquieto, enérgico, manipulador; consciente del efecto que producía, se quedaba detenido en una frase, sus ojos se hacían pequeños y su rostro adquiría una expresión astuta y maliciosa, como la de un niño que intenta esconder un secreto. Supe que él era en ese instante la montaña que yo debía remontar. Era el mismo sentimiento, pero mil veces más consolidado, que había tenido esa noche en casa de Elinor, cuando no pude detener las lágrimas que procedían del placer, del desafío que me planteaba ese hombre con su descaro, con su displicencia. Tenía que intentarlo. En ese gran descampado podría al fin lidiar una batalla, una batalla que me devolvería la noción perdida de mi existencia. Porque solo en el vértigo, en la furiosa energía del deseo, del suspiro sostenido, del gesto que arrebata, puedo sentir la vida.
Muchas veces he pagado las consecuencias por esa costumbre mía de rendirme a un instinto, o a un impulso, pero sé que otros, la mayoría, por dudar, por limitarse a mirar la vida desde la acera, pagan aún más.
Lo esperé a la salida, sentada en las escalinatas de la sala donde él había dictado su cátedra. Después de varios días de lluvia, el aire era fino y limpio, el sol parecía tallar los objetos con perfecto detalle, haciéndolos sobresalir contra las sombras más oscuras. Al verme, Jeremy se sentó a mi lado. Sin decir palabra, nos quedamos mirando hacia adelante, hacia los estudiantes en sus bicicletas urgidos por alcanzar su próxima clase, hacia un «don» con su toga, que al caminar enfrascado en un libro, tropezó con otro, haciendo que ambos soltáramos una sonrisa.
—Sé que no tiene importancia, pero no logré saber si cuando Sísifo ya viejo mira su vida hacia atrás y, de alguna manera, se siente satisfecho con el camino que ha seguido, ha alcanzado por fin la cima… —dije sin mirarlo después de un intenso y prolongado silencio.
—¿Lo leíste? —me preguntó Jeremy, alzando los ojos perplejo.
—Hace unos días.
—¡Esa sí que es casualidad! Yo le regalé ese libro a Elinor.
—Me gustó la portada, por eso lo tomé de su biblioteca.
—Sísifo sobre una piedra que es el mundo. Yo me refería a un libro de un científico y filósofo francés que justamente se llama Azar y necesidad, y que comienza con esa cita de Camus.
—¿Cuánto hay de azar y cuánto de necesidad en todo esto? —pregunté, cargando mis palabras de ironía.
—Según Einstein, Dios no juega a los dados, y yo te diría que tiene razón. Al menos en este instante no es el azar el que nos tiene aquí sentados uno al lado del otro —me dijo y tomando mi mano, la escondió bajo su largo abrigo negro. Comprimí los dedos en su entrepierna. Se movió. Parecía un animal vivo. Cuanto yo más comprimía, más inmediata era su respuesta. Podía sentir la consistencia sólida bajo la tela de su pantalón y el calor que alcanzaba mis dedos. Ciertamente en ese momento era la necesidad, en su forma más pura y salvaje, la que nos movía a romper nuestras simetrías originales.
Caminamos hacia su piso, pero dimos una vuelta más larga para asomarnos al río Cam y los parques de los colleges con sus daffodils que empezaban a florecer. Cuando llegamos a su departamento, ambos estábamos impacientes. Noté su ansiedad cuando intentó abrir la puerta y las llaves no encajaban, cuando arrojó su abrigo sin observar dónde caía y luego cogió mi mano sin tomarse el tiempo de introducirme a su mundo con alguna bebida, con alguna música de esas empalagosas que ayudan a enlazarse.
Una vez en la pieza, nos recostamos en su cama. Jeremy era más delgado y más blanco de lo que había imaginado, más frágil, y también más perfecto, como un adolescente ya crecido cuyas proporciones han quedado intactas. Sus movimientos eran quedos, apenas rozaba mi piel. Fue poco a poco dándole peso a sus caricias, hasta hacerlas reales, hasta estremecerme. Me abrazó. Fue un abrazo que me dejó sin aliento. Era una calentura que no se detenía en el gesto físico de rozar mi piel u oprimirme conteniendo la respiración. Había algo en su intensidad que rebasaba los límites del momento. Cada gesto suyo tenía un peso único, una trascendencia que yo solo entendería cuando mucho después él me revelara la dimensión completa de ese encuentro. Solo sabía en ese minuto que su emoción conmovía todo mi ser. Nos amamos con esa urgencia de los que temen acabarse la vida de un suspiro. No hablamos ni nos hicimos preguntas. Durante esa noche y las horas que la precedieron, nuestros cuerpos prácticamente no se desligaron, había siempre un roce de hombros, un dedo acariciando a otro, un estrechar de manos, un delicado beso en el cuello.
A las cinco de la tarde del día siguiente, Jeremy recordó que había invitado a cenar esa noche a una de las pocas professors solteras que había en el college; era una mujer atractiva me dijo, y todos los catedráticos (incluidas algunas mujeres) la codiciaban. Nadie había logrado seducirla aún. Sus palabras me hirieron, pero también me dieron un sentido de realidad. No éramos más que un hombre y una mujer respondiendo a nuestras hormonas; el mundo entero estaba allá afuera, esas cientos de mujeres tanto o más deseables que yo, y por cierto, igual cantidad de hombres tanto o más fascinantes que Jeremy. Se sentó en una silla frente a la cama, se echó hacia atrás, marcó un número en el teléfono y luego con el auricular apoyado en su hombro levantó las manos y las enlazó detrás de la cabeza. Tenía una expresión distendida y burlona en el rostro. Me sentí ridícula. Acaso muy ocultamente había deseado otra cosa, un permanecer perenne entre esas cuatro paredes mecida por los brazos de Jeremy. Sentí vergüenza por ese sueño que se había infiltrado en mi conciencia, y me obligué a recordar mi premisa más básica de vida, aquella que dice: nada permanece, todo se mueve vertiginosamente hacia el futuro, es ridículo intentar atrapar los momentos otorgándoles una trascendencia que no tienen. Busqué mis zapatos, ¡estaba desnuda y buscaba mis zapatos!, los que me encaminarían hacia la puerta, hacia la calle, hacia la casa de Elinor. Jeremy, en la misma postura relajada, esperaba que alguien respondiera el teléfono. Cuando comenzó a hablar, su voz me sonó distante, era para otra mujer que abría su boca, que suspiraba, que hacía una pausa y, por eso, al principio no quise escucharlo. Pero de pronto hablaba más fuerte y lo que decía me atañía directamente, decía que por fin había encontrado a la mujer de su vida y que desde ese día no habría nunca una cita con ella (la professor) ni con ninguna otra mujer. «Nunca», recalcó con decisión. No sé cuáles fueron las palabras de ella, pero hubo un silencio y, luego, un par de palabras de Jeremy. Su voz era densa, como si la espesase para ocultar el hecho de que estaba a punto de largarse a reír. Vino un segundo silencio, y entonces yo presentí que la mujer defendía su dignidad a punta de sarcasmos intelectuales. La intensa mirada de Jeremy se había detenido en mí; yo, en tanto, con los zapatos en la mano, me había quedado inerte, en una posición que no iba ni venía de ningún lado, como en el juego del «un dos tres momia es», pero él no habría entendido eso; solo debía advertir mi mirada consternada, asustada incluso frente a esa declaración que había llegado a mis oídos de una forma tan singular. No corrí a abrazarlo. Él colgó el teléfono y yo me senté en la cama con los zapatos aún en las manos, tenía la vista fija en un pequeño cenicero de plata que había quedado por descuido sobre el edredón. En su interior tenía las iniciales A.B.A., Ana Bulnes Ariztía dije en un murmullo. Y él dijo Annette Barton Akagi. Era su madre. «Azar y necesidad», dije yo de pronto, y él asintió con un beso que me dejó sin habla, sin aire, sin miedo.
Comimos maravillosamente, el exacto menú que Jeremy había proyectado para su noche con la professor. (Después tuve la oportunidad de conocerla en una fiesta en la casa del Warden, y más que una connotada intelectual, me encontré ante una mujer de casi dos metros, vestida y maquillada como un zorrón, ojos encendidos por el alcohol y tartamuda; eso sí debo admitir, con el don de hacer que sus trivialidades parecieran elevadas teorías filosóficas). La cena de Jeremy estaba compuesta por una sopa de setas, una pasta fresca con queso feta y espinacas, y un vino blanco bien helado. Jeremy lavó cuatro veces la espinaca y extrajo uno por uno los tallos. El queso feta y las setas gigantes se las había encargado expresamente a una de sus alumnas que viajaba todos los días a Londres.
Durante ese tiempo, hice continuos viajes de la casa de Elinor al departamento de Jeremy. En cada ocasión yo le aguardaba con algo que lo asombrase o lo conmoviera. Usé todos mis recursos, desde mis escasos conocimientos culinarios, pasando por la literatura, el cine y la mitología. No sé por qué lo hacía, quería acaso mostrarle de una vez todo lo que yo era, todo lo que podía ser, sin detenerme a pensar cuán peligroso era al fin y al cabo lo que estaba haciendo.
Un mes después partí a Londres. Mi agente había conseguido por fin que me llamaran de la revista The Face. Tenía que fotografiar a Wayne McGregor, el coreógrafo de Random Dance. Era la primera vez que esa revista, conocida por su excelsa y vanguardista fotografía, me asignaba un trabajo.
Jeremy me dejó en la estación de trenes. Recuerdo su brazo extendido, su figura ya familiar y brillante en el andén que quedó adherida a mi pupila por largo rato, mucho después que cruzamos la frontera del condado de Cambridge y desaparecieron las vacas sobrealimentadas y los prados de un verde inmaculado y comenzaron a emerger las construcciones del Council con sus paredes, chimeneas y almas de ladrillo, mucho después que alcanzáramos la estación de King’s Cross y abriera la puerta de mi departamento y encontrara un mar de correspondencia, las plantas mustias, la cama deshecha, igual como hacía ya un mes y dos semanas la había dejado al partir con Elinor. Tuve la sensación de que allí estaba Jeremy, arribando a esa nueva vida junto a mí, vida que se colaba por las ventanas cuando las abrí para que entrara también la luz, el aire, la primavera. Esa tarde me lavé el pelo y me quedé en la terraza hasta que la luz declinante del atardecer se apagó.
Las siguientes semanas no paré de trabajar. Me sentía ligera, estaba a punto de reírme de cualquier cosa todo el tiempo. Me veía poseedora de una fortuna única, que me hacía caminar a unos cuantos centímetros por sobre el suelo, y mirar el mundo con unos cuantos grados más de optimismo que el resto de los mortales. Era la forma en que Jeremy estaba presente en mi vida.
The Face me siguió asignando trabajos y también la revista Dazed and Confused y sobre todo el Sunday Times Magazine. Todo ocurría con una velocidad vertiginosa. Las fotografías más agudas surgieron en esos días. Recuerdo especialmente a Sue Mann, sacerdotisa y vocera de una secta de la India. Muchas veces mientras Deborah, la maquilladora, hacía su trabajo, yo esbozaba en carboncillo a los personajes que debía retratar. Eran dibujos sin ningún valor artístico, que me daban sin embargo, el tiempo para observar a las personas y descubrir detalles de su fisonomía, que de otra forma no habría advertido. Luego, al emplazar la cámara frente a ellos, eran esos detalles los que buscaba plasmar en mis retratos. Esa vez quería descubrir su otro lado. Quería tornar al revés el tejido de su alma, en apariencia consistente y perfecto, y avistar su verdadero entramado. Dibujé la sonrisa perpetua de Sue, una suerte de actitud piadosa que la emplazaba sobre el bien y el mal; dibujé la boina de terciopelo rojo sobre su larga y canosa cabellera; dibujé también sus manos cargadas de anillos. La metamorfosis ocurrió al rato, cuando sus manos se volvieron ansiosas y voraces. No se estaban quietas, tocaban todo, los polvos de Deborah sobre la mesilla, un labial, su propio rostro; se retorcían, se escondían en los bolsillos de su traje para aparecer al instante con su voracidad renovada. Me recordaron un par de aves rapaces. En ese momento sin esperar a que Deborah finalizara su labor, tomé la cámara y me puse a disparar hasta lograr ver en el visor esa contradictoria combinación de su rostro y sus manos. La foto que resultó de esa sesión obtuvo un premio en el certamen que organiza la World Press Association.
Durante ese tiempo mantuvimos con Jeremy un contacto diario por teléfono. Nos hablábamos por las noches, cuando ambos habíamos terminado nuestro ajetreo, y, con un vaso de vino blanco él, de cerveza yo, nos poníamos al tanto de nuestras vidas. Pero no conversábamos de hechos, de reuniones, de sus clases e investigaciones, sino de nosotros, de lo que sentíamos y añorábamos, de lo que nos faltaba y nos hería. Hablábamos de nuestras fantasías. Y era entonces que nos decíamos las palabras más lujuriosas y comprometedoras, y sobre todo nos hacíamos las promesas más difíciles de cumplir.
Dos meses después de mi primer encuentro con Jeremy en casa de Elinor, The Face me pidió fotografiar a Trevor Dunham. Para entender lo que ocurrió es importante decir que Trevor es un guionista de agudeza implacable, un hombre comprometido con las causas perdidas y los desposeídos del mundo, en fin, una verdadera leyenda. El perfecto prototipo de hombre inteligente, comprometido y, de alguna forma, salvaje, que me trastorna la cabeza. Fui a su casa sabiendo cuáles eran mis intenciones. No me lo dije, aunque escogí el atuendo y el estado de ánimo pensando en él. Me volví lo más chilena que me fue posible (dado los años que llevo allá, no es una metamorfosis muy obvia), pero chilena de aquellas que nunca había sido, aquellas que tenían ideales, que durante la dictadura habían luchado contra ella y se reunían en los cafés de Europa para imaginar ese día glorioso en que Pinochet desaparecería. Mujeres de armas tomar, altruistas, y que en esos años había visto en los múltiples eventos que organizaban con el fin de reunir fondos para la resistencia. (Yo en ese entonces entregaba parte importante de mi paga para la causa, pero nunca fui capaz de involucrarme por el temor, lo más probable infundado, a ser rechazada por ellas). Ese día en la casa de Trevor Dunham la tarde pronto se volvió noche, y más pronto aún se volvió alba. Terminé enredada en sus sábanas. Fue un sexo ideológico, exaltado y de olvido inmediato. Salí esa mañana con el rostro irritado por el roce violento de su barba, y el corazón maltrecho por haber traicionado a Jeremy. Esa fue la primera vez que lo engañé. Fue tal el gusto amargo que dejó en mi boca, que durante los siguientes meses me cuidé de no volver a hacerlo.
Los fines de semana yo viajaba a Cambridge o Jeremy a Londres. Tal vez me estaba enamorando, no sé. Lo cierto es que nuestro romance parecía esponjarse con los días, hacerse más luminoso, más intenso, y no dejaba de sorprenderme. Jeremy no reunía en absoluto las condiciones de mis anteriores enamorados, tenía casi mi edad (todos los hombres con los cuales había salido en los últimos cuatro años eran menores que yo), le faltaba imaginación e iniciativa (su carencia que más detestaba) y sin duda le sobraban sesos. Tenía una capacidad de concentración (en sus propias cosas) a prueba de todo, era una pizca demasiado formal y arrogante, era pausado y parecía haber resuelto los grandes dilemas de su existencia. La mayoría de los hombres con los cuales había salido los últimos quince años eran oscuros, insondables y exudaban tormentos existenciales, poetas malditos, pintores y actores, cuya belleza iba a la par con su sufrimiento, rasgos que ante mis ojos los volvían tremendamente atractivos. Jeremy, además, había pasado por el matrimonio (era separado de una connotada política del Partido Laborista), y a pesar de su fracaso, creía con fervor en la familia; a veces, para mi estupor, se detenía ante un niño e iniciaba una charla de apariencia tan casual que parecía ser padre de al menos cuatro hijos. En rigor, y a pesar de las circunstancias un tanto extravagantes en las que se había aproximado a mí en casa de Elinor, Jeremy era lo que se llama un Mr. Wright, un género de hombre demasiado correcto del cual me había pasado la vida huyendo.
Debo admitir que a pesar de todo esto, pasábamos largas horas abrazados, desnudos, en silencio, escuchando los rumores de la calle y del tiempo que cruzaban nuestra alcoba en puntillas para no perturbarnos. Eran momentos de una plenitud extrema. Todo lo que yo anhelaba en esos instantes estaba contenido en las cuatro paredes de mi cuarto o el de Jeremy, en nuestros gestos, en los personajes que yo construía para él, para divertirlo, para confundirlo, para romper su cabeza racional, y en ocasiones, él mismo me lo confesaba, ya no sabía si la mujer con quien hacía el amor era la revolucionaria latinoamericana o la prostituta francesa, la niña o la mujer madura, la vedette o la fotógrafa desgarbada, la intelectual insatisfecha o una mujer común y corriente alegre de estar viva. (Ayudada por mis amigas actrices de vez en cuando lograba un atuendo y una actitud sorprendentes). Pero sobre todo, lo que más me maravillaba era la paz que me producía la cercanía de su cuerpo, lugar donde yo calzaba con tal perfección que por momentos pensé —y por supuesto, para restarle importancia, reí de la sola idea— habíamos nacido el uno para el otro.
Hacia el fin del verano surgió el viaje a Venecia, suceso que cambiaría el curso de nuestra relación.
Me enviaron allí por la historia de un pastelero que había descubierto en el altillo de su casa un manuscrito perdido de un contemporáneo de Henry James, un tal Neil Paraday. Habían sido días agitados, porque además de los retratos del pastelero y su familia, para amortizar el viaje nos habían pedido que hiciéramos un par de notas adicionales. Una sobre un botero que habiendo nacido como tal, no sabía nadar y murió ahogado en uno de los canales a menos de un metro de profundidad. Y otra sobre los principales sitios mencionados en la novela Muerte en Venecia. Esa tarde no tenía prisa, el periodista con quien hacía el reportaje se encontraría con unos amigos de su gremio y yo había preferido no acompañarlo. Tomaba una cerveza en el balcón de mi diminuta pieza, antes de darme una ducha y echarme a la calle. El calor comenzaba a cejar y los parroquianos ya llegaban a su cita habitual en la plazoleta frente a mi hotel. Un viejo de corbata amarilla y traje de anchas solapas intentaba darle un manotazo a una paloma que había hecho sus necesidades en su sombrero. Con la mirada seguí el curso de la impertinente paloma, que fue a finiquitar sus menesteres frente a un muro. Fue en ese instante que estupefacta vi la primera foto. Era un muro de esos que han quedado a merced de las pandillas y anunciantes, parte de una casona a medias abandonada. Estaba tapizado de restos de afiches callejeros. A pesar de la distancia que me separaba de la imagen, supe en seguida que era él. Jeremy, en una fotografía en blanco y negro de más o menos cincuenta centímetros de largo, vestido tan solo con una camiseta blanca, señalaba con su cabeza inclinada su sexo desnudo. Por la dimensión de la fotografía y el hecho de no estar aún intervenida por otros anuncios, su cuerpo sobresalía por sobre los otros trozos colorinches de papel. Me vestí y salí lo más rápido que pude a la calle. Cuando estuve frente a la foto, advertí que en el centro de su sexo estaba estampado en un color azul rey el león de Venecia. Consternación es un pálido término para lo que sentí. Es sin duda absurdo, pero una de las interrogantes que primaba en mi cabeza era saber quién le había tomado la foto. A un poco más de un metro de distancia divisé otro cartel. Avancé en esa dirección y, con una flecha dibujada a lápiz en una esquina de la fotografía, aquella me llevó a otra, y ésta a otra, y así sucesivamente. De pronto me di cuenta de un detalle que hizo a Jeremy poderoso ante mis ojos: él no tenía ni una partícula de pudor. No encerraba dudas su mente, no le tenía temor al desprecio, ni al ridículo, ni a nada; además, si la idea era suya (lo que él mismo me confirmó después), desplegaba con creces su imaginación e iniciativa. Seguí caminando con pasos cada vez más presurosos entre los turbios laberintos de los canales, buscando su imagen en los muros, en los delicados balcones de mármol, buscándolo a él. Cuando llegué a la plaza San Marcos apenas podía respirar. Quería gritar mi secreto a todos aquellos seres que pasaban frente a la imagen de Jeremy y que lanzaban una mirada curiosa o cargada de lujuria a su sexo perfecto. Hubiera querido decirle a aquel transeúnte con quien tropecé, tan imbuida estaba en mi euforia, que ese hombre allí en la muralla era mío, que era para mí todo lo que contenía su cuerpo. Me senté en una de las mesas de la plaza y pedí un café. La plaza resplandecía. Veía aparecer a Jeremy a cada instante entre las palomas batiendo sus alas y las decenas de rostros foráneos. De pronto eran sus piernas enfundadas en un par de jeans negros que sobresalían del gentío y avanzaban decididas hacia mí, luego su polera blanca, la de la foto, recortando su espalda, su cabeza de cabello muy corto color madera, o simplemente su mano alzada entre las otras, una mano blanca y huesuda como la de Jeremy. ¿Dónde estaba él? ¿Cuánto tiempo llevaba concibiendo ese plan? ¿Cómo pospuso sus clases en la facultad? ¿Estaba en Venecia o alguien había hecho todo esto por él? Todas esas preguntas revoloteaban en mi cabeza como pájaros danzantes, provocando sonrisas solitarias que hubiera querido hacer estallar en risas.
Me quedé en la plaza. Estaba segura de que lo vería aparecer en cualquier esquina. Deslizaba la mirada de un rincón a otro, de un rostro a otro, hasta que poco a poco las luces se fueron apagando y solo quedaron los más borrachos, que desde otras mesas clamoreaban palabrotas cuyo significado yo solo podía intuir. Volví a mi hotel avanzada la noche. Tenía la certeza de que el juego de Jeremy no había acabado. Pasé el resto de la noche en vela, cada risa desde la calle, cada chirrido de puertas, cada andar apresurado de pies en el pasillo me sobresaltaba. «Es él», me decía. Entonces tendida sobre la cama con los ojos cerrados, desplegaba mi cuerpo en una forma que sabía voluptuosa, apoyaba un brazo sobre la almohada, mi cabeza sobre mi mano y sujetaba las sábanas con la otra a la altura de mis pechos. Pero pronto los pasos continuaban su curso, se cerraba una puerta y la risa se extraviaba entre los árboles de la plazuela. Amanecía cuando logré quedarme dormida.
Poco después sentí abrirse la puerta de mi pieza. En la luz delicada e intensa de la mañana, Jeremy se veía más alto, más flexible. Se sentó en una silla que daba al balcón. El sol rozaba tangente los árboles de la plaza. Mientras enrollaba un cigarro, sonreía sin decir palabra, mirándome con esos ojos que a pesar de su transparencia sajona, eran espesos. Yo estaba a punto de decirle que bastaba ya de juegos, pero su mirada era dulce, no había dobles sentidos en ella. Cuando le pregunté por qué me había hecho esperar toda la noche, él respondió: «Para que sepas lo que se siente cuando se echa de menos». (Echar de menos es insuficiente, to yearn fue el término que él empleó). Y tenía razón, no recuerdo haber ansiado a nadie como ansié a Jeremy esa noche.
Antes de salir a tomar desayuno, Jeremy me dio el anillo con el león de Venecia y me anunció que se mudaba a Londres, que se había tomado un año sabático. Quería estar cerca mío todo el tiempo, no soportaba la distancia, no despertarse a mi lado, no alegrarse con mi risa y mis bromas que intentaban ser inglesas, pero resultaban unos esperpentos que él adoraba.
Los canales, bajo la luz aún tenaz del fin del verano, tenían esa mañana tonos azulados y profundos que recordaban la magnitud inquietante del mar.