Daniela

Tiro la cadena y me quedo sentada sobre la tapa del baño. Tengo puesta la bata lanuda de Rodrigo y mis zapatillas de ballet color malva. Son las ocho de la mañana. Hace tres días que no me aparezco por los ensayos. El asistente del director me llamó el primer día, pero estoy segura de que después de eso nadie me ha echado de menos. Tal vez logre inventar algo, tal vez por arte de magia me enferme, y entonces todos se olvidarán del asunto de Yocasta. Y si eso no ocurriera podría intentar decirle a Rodrigo la verdad. Aunque estoy convencida de que no lo entendería y estaría en lo justo si no lo hiciera, ¿quién podría entender algo tan estúpido? Me ha visto bajoneada estos días, ayer llegó con un ramo de rosas y por la noche lo sentí a mi lado velando mi sueño. Es una pena que haya tenido que partir a la grabación de su teleserie tan temprano. Me gustaría estar con él ahora.

Gabriel, en cambio, aún duerme. Ha trabajado como un condenado estos últimos días en el vestuario que diseña para la ópera de Otelo. Me mostró los dibujos de sus diseños y me gustaron tanto que todavía los veo moverse en mi cabeza. Ya encontró un departamento y se mudará a fines de este mes. Yo hubiera preferido que se quedara más tiempo con nosotros. Su presencia me apacigua. Gabriel es como el aire: esencial y a la vez invisible.

Intento abrir la ventanilla del baño, la que da al patio de luz. En su oscuridad cavernosa las ropas colgadas parecen banderas muertas. Quiero dejar entrar el aire, pero está atascada; apenas logro abrirla unos centímetros. Me levanto sin rumbo fijo, aunque en este par de cuartos, cocina y baño no tengo muchos destinos posibles. Miro a mi alrededor: ropa en el suelo, copas sobre la mesa, libros abiertos, la cama deshecha. Un viento nostálgico se cuela por la diminuta abertura de la ventana del baño. Echo de menos la casa de la Reina Madre, la mesa dispuesta por la mañana desde temprano, el pan tibio, oloroso, los potecitos de mermelada, y Marcelina, siempre contenta de compartir alguna humorada de esas simples y transparentes, sin los dobles sentidos que siempre se me escapan en las tertulias de mis amigos. Pobre mamá, ella no tiene la culpa. Construyó su castillo para nosotros, para que fuéramos felices… y le fallamos. Quiso por hija a Gretel, a Rapunzel, niñas inocentes, amables, heroicas, y en su lugar llegué yo. Anheló un príncipe valiente, recio y fuerte que con su brío derribara hasta al más fervoroso de los enemigos, y en su lugar llegó mi padre. Un Peter Pan estacionado en la nostalgia de su infancia. Movida por estos pensamientos ordeno la cama, abro las ventanas, limpio el polvo de mesas y repisas; pongo en su lugar los libros, lavo las copas, riego el cardenal del balcón, le saco brillo al espejo de la sala y se abre una inesperada perspectiva de luz.

Desde pequeña veía a mi madre yendo y viniendo por la casa sin cesar, pasando el dedo por encima de los muebles para asegurarse de que no tuvieran polvo, sacando y poniendo flores de una vasija hasta lograr una composición perfecta. Me gustaba espiarla oculta en algún rincón, imaginando que en ese continuo sin fin encontraría la clave de su ser. Y fue en una de aquellas ocasiones cuando de pronto vi el piso oscilar, crujir, y abrirse bajo sus pies. La vi caer por un precipicio de vasijas, tijeras, terciopelos, repollos, rosas, zapatos y mermeladas caseras. La vi precipitándose al vacío sin poder aprehender nada, porque al intentarlo los objetos se desintegraban en sus dedos. La vi caer, desgarrarse la ropa, golpearse la cabeza con los cantos del precipicio, sangrar hasta volverse un amasijo de carne sanguinolenta. A partir de aquel día, cuando ella me pedía ayuda para preparar una salsa de chocolate o sacar la ropa de verano y guardar la de invierno, yo corría a perderme para que no me arrastrara en su abismo. Mucho tiempo después, cuando leí a Salinger —el único libro que he logrado terminar—, esa imagen del despeñadero por donde caían los niños volviéndose adultos me recordó mi pesadilla.

Pido disculpas si digo demasiadas cosas, si brinco de una idea a otra, pero estoy un poco excitada. Hoy partiremos en nuestro viaje con la tía Ana. Primero a Valparaíso, a fotografiar a Pedro Meneses el poeta, y luego a Horcón e Isla Negra. Será por eso que hoy, a pesar de la horrible imagen del despeñadero, no me importa ser un poco como mi madre. Reconozco que en su esmero está su cariño. Era delicioso encontrar las sábanas tibias en invierno después de que ella dejara la bolsa de agua caliente con rostro de oso en mi cama.

Mientras pienso estas cosas, doblo las camisas de Rodrigo hacia un lado y luego hacia el otro, las blancas a un costado, las de colores al otro, enseguida las poleras azules, las blancas y las negras. Los suéteres en la repisa de más abajo, los de cuello tortuga, los de cuello en V y los de cuello redondo. Nadie lo pensaría, pero Rodrigo es un poco inseguro con respecto a su apariencia. Antes de salir, siempre me pide mi opinión, aunque con el tiempo ya no lo miro, simplemente apruebo como se aprueba la gracia de un niño por enésima vez, mientras se piensa en otra cosa.

Cuando termino de ordenar, me preparo un café negro. Aún tengo tiempo antes de pasar a buscar a la tía Ana a su hotel. Ella me advirtió que era incapaz de abrir un ojo antes de las diez de la mañana. Por eso acordamos que yo la recogiera después de las doce. Como el pronóstico del tiempo es bueno, Rodrigo me ofreció que fuéramos en su moto y a la tía Ana le encantó la idea. Es la primera vez que Rodrigo me la presta con tal desprendimiento. «Puedes llevártela», me dijo, levantando una ceja a lo James Dean, ¿o a lo Johnny Depp? No estoy segura, en todo caso fue un gesto nuevo que no había visto antes. Se lo hice notar y él se rió. Me es difícil a veces distinguir sus gestos de los de sus personajes. Los elige cuidadosamente, los ensaya hasta manejarlos, los lleva un tiempo en los bolsillos para sacarlos cuando los necesita y luego, sin percatarse siquiera, se pegan en su piel: un mohín de desprecio, una cadera ladeada, un entrecerrar de ojos para enfocar, un batir de manos más enérgico. Poco a poco todos esos gestos se funden unos con otros, contradiciéndose a veces, porque una sonrisa tímida no liga con el andar de un guerrero, ni esa mirada distante y nostálgica con la risotada de un mafioso. El bueno, el malo, el tímido, el arrogante, el despreocupado, el aprensivo, todos ellos conviven en ese cuerpo bello de Rodrigo y comparten mi cama y yo los miro y de vez en cuando los nombro: es el aprensivo quien me arropa esta noche, el inseguro quien me pregunta por su apariencia, el soberbio quien cuelga el teléfono cuando oye la voz del director, el romántico quien se pasa una tarde de brazos cruzados mirándome con ojos lánguidos, el héroe quien levanta a un borracho de la calle y lo invita a comer. De tanto procurar diferenciarlos unos de otros, Rodrigo se está desintegrando en mi mente. Supongo que es la razón por la cual hoy ordené con tanto ahínco sus cosas. Creo que es a él al que intento poner en su sitio. De pronto lo imagino abriendo un gran armario que en lugar de ropa, contiene gestos, frases, movimientos, miradas. Lo veo sacando uno de ellos de la misma forma que separa una camisa: lo extiende sobre la cama, lo observa un momento y luego se lo pone para salir al mundo.

Cuando lo conocí yo tenía diecisiete años; sin embargo, aparentaba trece. Era mi primer año de teatro. Para que nadie advirtiera mi flacura y, por consiguiente, fuera obligada a comer, ocultaba mi cuerpo bajo innumerables suéteres, medias y pantalones un par de tallas más grandes que la mía. De todos los cursos a los cuales asistía, la clase de movimiento que impartía Rodrigo era mi mayor martirio. Nunca me he sentido tan inadaptada como en ese par de horas. La sala olía a hembra, y los humores de mis compañeras dejaban en evidencia mi imposibilidad de ser como ellas. Sus movimientos más nimios se transformaban en gestos cargados de erotismo y sus gritos guturales que acompañaban algunos ejercicios, se acercaban a los gemidos que yo imaginaba debía provocar el acto sexual. Yo me pasaba la mayor parte del tiempo en el rincón más apartado de la sala. No obstante, un día, mientras intentaba expresar con mi cuerpo la potencia del viento, algo cambió. Me despojé de todo lo que llevaba puesto. No sé qué fuerza se adueñó de mí, solo sabía en ese momento que mis infinitas pieles de cebolla laboriosamente tejidas durante todos esos años, pesaban toneladas y me fijaban al suelo y que el viento no podía llevar ese peso. Mi cuerpo tomó posesión de la sala, desatando la más feroz de las tormentas. Mis brazos hendían el cielo, mi torso se doblaba hasta quebrarse y mis pies se elevaban impulsados por la energía del viento. Al terminar caí al suelo, estaba exhausta, sudaba de pies a cabeza. De pronto escuché un zumbido en mis oídos que se fue haciendo más intenso hasta llenar todo el espacio. Eran mis compañeros que aplaudían. Una inesperada felicidad recorrió mi cuerpo, un manto pacífico y cálido. Me quedé quieta, sin decir palabra. Rodrigo se acercó a mí, me tomó suavemente por los codos y me ayudó a levantarme. Vi una extraña expresión en sus ojos donde se combinaban la dulzura y la desesperación. Después de ese día con frecuencia sentí su mirada cuando él creía que no podía verlo, rozándome el cuello o intentando hundirse en mis ojos bajos. Me parecía imposible que Rodrigo, amor platónico de toda la escuela, se fijara en mí. Algo andaba mal. Llegué incluso a pensar que era a Aurora a quien contemplaba, una chica que por alguna razón incomprensible se había apegado a mí. Las miradas de Rodrigo me halagaban, pero también me cohibían. Por las noches, mientras algunas insinuantes imágenes de él se colaban en mi conciencia, yo buscaba entender por qué me acorralaba, por qué precisamente a mí, si la añoranza última de mi ser, al igual que la de todos los tímidos, era desdibujarme.

Al final de ese primer año empecé a trabajar como modelo. Pese a considerarla una actividad «un poquito expuesta», mi madre aceptó, al concluir que a fin de cuentas sería bueno para mi autoestima. Estaba equivocada. La mayoría de las veces aparecía con vestimentas masculinas que exaltaban mi apariencia imperfecta, mi total falta de sensualidad. Los fotógrafos parecían divertirse dejando en evidencia mi naturaleza de engendro. No era una niña, me faltaba el fulgor y demasiadas sombras melancólicas cubrían mi rostro, pero tampoco era una mujer. Al menos ganaba dinero y eso me permitió en gran medida comprarme el aprecio de mis compañeros. Por lo general era yo quien pagaba. Salíamos los jueves y los viernes, aunque, cual Cenicienta, debía llegar a casa antes de las doce de la noche. Cuando cumplí dieciocho años, Aurora me organizó una fiesta en un bar. Yo me negaba a celebrarlo en mi casa y ser de un golpe tildada de burguesa por mis compañeros. Mi casa y la escuela eran mundos incompatibles.

Aurora invitó a Rodrigo y, para deleite de todos, aceptó. Era imposible que Rodrigo intuyera mis fantasías. Estoy segura de no haberle dado ningún signo, no hubiera sabido cómo hacerlo. Eran sueños que solo surgían en lo más profundo de la noche, cuando la conciencia me abandonaba y fantasmas tenaces y osados rondaban mi cama. Despertaba húmeda, exaltada y era siempre Rodrigo quien, en ese instante, desaparecía en un recodo de la oscuridad.

Aurora me sentó en un extremo de la larga mesa y a Rodrigo en el otro.

—No —puntualizó Rodrigo—. Me quiero sentar al lado de la festejada.

¡Qué presumido!, pensé. Hablaba con la seguridad de quien siente que su sola presencia es un regalo.

Pasado un rato, cuando Aurora pedía unas cuantas tablas de queso y vinos, Rodrigo tomó mi mano y la acarició.

—Cumpliste dieciocho años —me dijo con los ojos empañados. Yo no entendía. No podía entender. Luego, con el mismo apremio con que la había cogido, soltó mi mano y prendió un cigarro desviando la vista hacia el otro extremo de la mesa donde Soledad, la más lujuriosa alumna de la escuela, aguardaba con impaciencia su mirada. Más de alguien debió advertir ese gesto, porque no me cabe duda de que todos ellos, con diferentes propósitos pero en idéntica intensidad, estaban pendientes de Rodrigo. Algunos intentaban sonsacarle detalles de la filmación de una película en la cual estaba involucrado. Una producción americana que para abaratar costos se filmaba en Chile. Se habló de cine, de las dificultades para desarrollarlo en nuestro país, de los posibles rumbos que podía tomar el teatro, de las teleseries, diabólicas para algunos, bendición del cielo para otros. Rodrigo a este respecto mantenía una posición ecuánime, enumerando tanto sus virtudes como sus peligros. Su hablar era claro y cargado de una aburrida solemnidad, similar a la que usaba en sus clases, y si no hubiera prendido y apagado el encendedor con energía, se habría dicho que estaba incluso cansado. De tanto en tanto nuestros codos se topaban y entonces yo sentía la energía fulminante que emanaba de ese contacto. Después de la torta y del tradicional feliz cumpleaños, Rodrigo se levantó para irse. Dijo que tenía filmación temprano. Un close, close up, explicó en un tono que intentaba ser jocoso. Se despidió a la distancia, sin fijar la vista en nadie en particular. Tras dar dos pasos se detuvo.

—Supongo que le debo un beso a Daniela —dijo y se acercó a mí. Yo me levanté como si pegado a mi asiento hubiera tenido un resorte. Tanto, que mi cuerpo perdió levemente el equilibrio. Rodrigo me sostuvo y me dio un beso en el borde del oído.

Al partir Rodrigo, mi fiesta de cumpleaños se desinfló, las conversaciones se deshilacharon hasta convertirse en sílabas borrachas, en filamentos que apenas nos unían y que Aurora cortó a tiempo, al pedir la cuenta. Pagó con una colecta que había hecho días antes entre los que asistirían, y nos mandó a todos a nuestras casas. El único de mis compañeros que tenía auto se encargó de dejar por allí a unos cuantos, entre los cuales estaba yo. Antes de partir, Aurora me apartó del grupo y me dijo: «Es evidente que Rodrigo se muere por ti». «Estás loca», le dije yo y me monté al auto con una sonrisa que cruzaba mi rostro y se extendía más allá del estrecho y destartalado Fiat de mi compañero. Cuando me bajé, abrí con cierta desilusión la reja de mi casa. Eran recién las once de la noche y antes de salir, en un acto de entereza, le había anunciado a mi madre que llegaría tarde. De pronto escuché que alguien me llamaba. Lo vi cruzar la calle con su chaqueta de cuero y sus jeans gastados, casi blancos. Por un segundo pensé que estaba alucinando, mal que mal alucinar es parte de mi vida, contarme historias, imaginarme situaciones fantásticas. Pero no, esto era real, Rodrigo se aproximaba a paso rápido, traía el pelo desordenado y olía a alcohol. Cuando estuvo frente a mí me tomó por los hombros.

—No me mires nunca más así, Daniela —pidió.

—¿Cómo? —pregunté, sintiéndome un tanto estúpida. Sabía que mis palabras no estaban a la altura del dramatismo de las circunstancias.

—Como si no existiera.

A pesar de conocer perfectamente los niveles de histrionismo a los cuales podían llegar los actores en la vida real —yo misma no era inocente a ese respecto—, y que las palabras de Rodrigo podrían haber sido parte de un parlamento de teatro, algo me decía que su desaliento era genuino.

—No puedo creer que necesites que yo te mire, yo…

—Necesito mucho más que eso. Creo que me estás volviendo loco —me interrumpió y cruzó los brazos como reteniendo el impulso de tocarme; había bajado la vista y estaba azorado. Lo había visto derramar un par de lágrimas en alguna de sus interpretaciones, pero ese rostro sonrojado, virtualmente temeroso, desbarató la escasa resistencia que me iba quedando. Ya no pude pensar ni hablar ni defenderme. Rodrigo me tomó y me dio un beso. Me sentí mareada, casi enferma.

Yo era virgen y fallecía de vergüenza ante la idea de que Rodrigo se enterara. No era frecuente que una joven de mi edad lo fuera; de hecho, todas mis amigas hacía rato que se acostaban con sus novios o con sus amantes esporádicos. En el fondo de mi inexperta conciencia, yo creía en la entrega total, aquella que me fundiría con el otro. Creía en el beso de un príncipe que me despertaría a la vida, a la verdadera vida, a esa que estaba segura existía en alguna parte. Creía en suma en los cuentos de hadas. Apenas Rodrigo me tomó de la mano y emprendimos la marcha rumbo a su moto, supe que no había vuelta atrás. Cuando nos subimos, me aferré a su cuerpo y cerré los ojos. Yo oía mi corazón latir y temía que él también lo sintiera. Rodrigo detuvo la moto, estábamos frente a la puerta de su edificio. Ya en la calle empezó a besarme. Subimos las escaleras acoplados como perros. Llegado un punto le confesé que era virgen y Rodrigo se detuvo. «Entonces comenzaremos de nuevo», me dijo y con suavidad pasó su brazo por mi cintura y me llevó a su cama. No fue una experiencia grandiosa, aunque tampoco traumática. A pesar de los ostensibles esfuerzos de Rodrigo por ser delicado, concluí con presteza que los hombres más se parecían a los orangutanes que a los príncipes encantados. Pero lo que tenía mayor trascendencia para mí era que Rodrigo, al ver mi cuerpo desnudo, no había huido. Por el contrario, parecía deleitarse, arrebatarse al contacto de mi piel áspera y blanca. Me confesó que desde el primer día quiso tenerme y era justamente mi apariencia inacabada, a medio camino, la total inconsciencia de mí misma y de la fuerza erótica que proyectaba, que lo habían trastornado, hasta el punto de esperar con paciencia el día que yo cumpliera dieciocho años para acercarse a mí. Por contradictorio que pueda parecer, había sido también mi apariencia de niña la que lo había detenido hasta ese entonces. Pero su confesión no acababa allí. Me reveló que en mi interpretación del viento hubiera querido hacerme el amor ahí mismo y que a duras penas había continuado la clase con una erección que llegaba a dolerle. Me dijo que durante semanas había intentado imaginar por los pliegues que dejaban mis inmensas camisetas, por la silueta de mi trasero insinuada bajo los enormes pantalones, cada rincón de mi cuerpo, en especial ese hueco que intuía dejaban mis muslos sin tocarse, ese arco escaso en las mujeres, antesala de mi sexo. A pesar de su excitación —él usó la palabra «calentura»—, desde hace algún tiempo prefería mantener su cama vacía por si los duendes, compadecidos de su soledad, me hacían aparecer allí. Y fue en ese instante, cuando nombró a los duendes, eternos acompañantes de mi infancia, que terminé por entregarme a él.

Desde entonces y hasta hoy, temo la llegada de aquel momento cuando mi cuerpo de mujer logre traspasar las barreras que le he impuesto, a punta de comer casi nada o vomitar todo lo que pruebo. Me lo imagino estallando, aflorando a través de mis huesos, avanzando como la lava de un volcán, desparramándose inclemente, hasta cubrirme de adiposas e infernales cavidades. Mientras tanto, Rodrigo aún me mira con ojos embelesados y venera la ausencia total de curvas en mi cuerpo.

Dos meses después me trasladé a vivir con él. Inútiles fueron los intentos de mi madre por disuadirme. «Estás destruyendo tu vida», me dijo. «No llegarás a ninguna parte por ese camino». Tantas esperanzas que había puesto en mí, las clases de ballet, de canto, de francés, ¿para qué?, ¿para que me fuera a vivir a un barrio de mierda en concupiscencia con un actorcillo desconocido ocho años mayor que yo? Qué diría la familia, sus amigas. Yo sabía que salir de mi casa era la única forma de salvarme. Mi madre me ahogaba y Rodrigo parecía quererme.

Pero de eso hace mucho tiempo, ahora debo terminar mi café y vestirme. Ya es hora de partir. El cielo tras las aburridas nubes de acero tiene un tono azul muy claro, transparente casi.