Cata
Con todas las cosas que me pasaron esta semana alguien podría escribir un libro. Usted escribe, ¿verdad? Pero no se le vaya a ocurrir siquiera…
Está bien. Todo empezó con una llamada de Tere para contarme que ella y unas cuantas amigas más vieron a Joaquín y a Ana besándose en el Sheraton. Es horroroso, ¿verdad? No solo eso, además, cuando se acercaban a saludar a Joaquín, lo escucharon hablar de un excitante diario, parece que es un diario escrito por Ana y que ahora está en manos de él. En realidad no sé cómo alcanzaron a escuchar todo eso; además, lo que le cuento es un resumen, porque Tere tardó horas en contármelo. Saboreaba cada palabra como una hiena. Le juro que lo único que yo quería era colgarle y dejarla hablando sola. La hubiera oído, con esa voz como de lástima, que combina con un dejo de irritación, la fórmula perfecta para hacer creíble su sentimiento solidario hacia mí. ¿Por qué no le corté? Porque hubiera significado el fin de nuestra amistad, y cortar relaciones con Tere es simplemente caer en desgracia. Le juro que no estoy exagerando.
Claro que tenía rabia, todavía la tengo, pero no sé si es por el asunto ese del beso, o es por Tere y su discursillo de la buena amiga.
Toda la situación era tan grotesca, ¿me entiende? El marido besándose con otra, la amiga que los descubre, la llamada acusadora y ¿después qué? Según el guión debería seguir el escándalo de celos, una batalla llena de fantasmas que se suman campantes a la pelea sin que nadie los llame, portazos y lloriqueos, míos por supuesto, para seguir con una reconciliación que no es tal, que es apenas una pantomima cuyos decorados son nada menos que todas esas cosas horribles que nos habremos dicho. Dígame, ¿para qué? ¿Para qué iniciar una escena de la cual yo podía predecir cada paso y cuyo desenlace era en cualquier caso, peor?
Sí, claro, todas esas cosas pensé después de colgar con Tere. Usted sabe, es mi naturaleza, tenía que analizar la situación antes de empezar a hacer idioteces, como por ejemplo llamar histérica a Joaquín a su consulta y pedirle explicaciones. Pero ¿sabe?, donde caí fue con el diario. Me dije varias veces que no iba a comenzar una degradante pesquisa entre los calzoncillos de Joaquín. Eso por ningún motivo.
¿Qué hice? Bueno, primero me arreglé para una gala que teníamos esa noche en el Teatro Municipal. Una ópera de beneficencia organizada por una amiga nuestra y, bueno, después de arreglarme me quedé un rato mirando mi jardín por la ventana. La verdad es que no miraba nada, solo intentaba no pensar, no moverme, no hacer nada que después pudiera lamentar. Pero a pesar de mis esfuerzos, no podía sacarme de la cabeza el hecho de que el «excitante» diario de Ana estaba allí en algún lugar de mi casa. Entré en nuestro walking closet y abrí los cajones, los pulcrísimos cajones de Joaquín, y me puse a buscar entre las camisas, entre sus pilas de suéteres ingleses, entre sus calzoncillos y sus calcetines de hilo, y luego, sin pensar, me fui a su escritorio y abrí cada uno de sus cajones. Nunca antes había hecho algo así. Y ¿quiere que le diga algo? Por un instante a través de esa espectadora de la cual tanto hemos hablado, esa que regula mis actos, me vi a mí misma y sentí asco. Sentí repugnancia por esa mujer delirante e inestable que se movía como una desesperada. A pesar de eso seguí buscando hasta que lo encontré. No fue difícil, no estaba escondido debajo de ninguna Biblia, ni guardado bajo llave: estaba simplemente en el fondo de un cajón polvoriento…
Es extraño lo que ocurre en esas circunstancias. En un momento dado, escuché el reloj del pasillo, eran las ocho, y me di cuenta de que Joaquín estaba atrasado. Me pregunté si habría olvidado nuestro compromiso, aunque yo misma se lo había mencionado esa mañana. Pensé cosas horribles, usted sabe, la mente sigue su propia ruta en esas circunstancias, no tiene ningún miramiento con la dignidad de quien piensa. ¿Sabe lo que pensé mientras tenía el cuaderno en mi mano? Pensé que Joaquín y Ana estaban juntos. No sabía cuántos días estaría Ana de viaje y era perfectamente posible que ya hubiera vuelto.
Y le juro que no sé cómo, me encontré de pronto buscando en la guía de teléfonos el número del hotel de Ana. Si no estaba en su hotel, entonces estaba con Joaquín; una ecuación bastante vulgar, pero que en ese instante era mucho más real, por el vértigo que me producía, que mi sentido común. Mientras esperaba que me comunicaran con la pieza de Ana abrí el cuaderno. La primera frase se clavó en mi cerebro como una estaca: «… me metí entre sus piernas y le mordí con suavidad las huevas. Él gritó. Era un grito feliz». Qué fuerte, ¿no? Seguí pasando una página tras otra sin leer realmente, pero las frases me asaltaban, se pegaban a mis ojos sin poder yo evitarlo. No, no me estoy justificando, ni tampoco estoy intentando parecer una mojigata, pero qué quiere que le haga, eso era lo que me pasaba. Tengo que admitir que la letra redondeada de niña hacía el contenido aún más obsceno. Cerré el cuaderno y prendí un cigarro, allí en la pieza, ¿se da cuenta?
Ana no estaba en su hotel. Me sentí mal, muy mal. Como un estropajo. Sucia, vacía. Trataba de aliviarme cerrando los ojos, pero era inútil. Me tapé la cara con las manos y no me di cuenta de que los niños habían venido a darme un beso de buenas noches. Francisco como siempre intentó quedarse un rato en mi cama. Se escondió bajo las sábanas diciendo que era un conejo huérfano. De pronto asomó su cabecita y me miró con sus ojos de miel. Yo casi me morí, le juro. Su juego de orfandad me dio una pena inmensa, porque era yo la que me sentía como una huérfana en ese momento. «La mamá está triste», dijo y volvió a esconderse. Metí mi cabeza bajo las sábanas para atraparlo. Me importaba un comino mi maquillaje y mi peinado de peluquería, solo quería tomar a mi conejito y decirle que no era huérfano, que yo lo amaba más que a nada en el mundo, más que a la luna y el sol. Él estaba quieto al fondo de la cama. Sus ojos brillaban. Tomé sus pies, lo atraje hacia mí y cuando estaba muy cerca lo abracé. En su pijama de invierno Francisco era un peluche, un gran peluche vivo y cálido que me estrechaba con sus brazos de niño. «Te quiero, conejito, te quiero mucho, mucho», le dije sin soltarlo. «Yo te quiero más que el universo entero y todos los planetas», me dijo al oído con un suspiro, y apoyó su cabeza en mi hombro. Y así, mientras yo lo mecía, Francisco se quedó dormido. El calor húmedo de su cuerpo, su respiración tranquila, su certeza, la de Francisco, que yo estaba allí en la orilla velando su sueño y su vida, me calmaron. ¿Sabe? De pronto solo eso me importaba. Joaquín, Ana y Tere con sus estúpidas insidias, habían desaparecido… Dejé a Francisco en su cama y apagué la luz. Caminaba en puntillas hacia mi pieza cuando oí la puerta de entrada. Era Joaquín. Apuradísima puse el diario de Ana en su lugar y me encerré en el baño. Usted sabe, necesito mirarme en el espejo, sobre todo en esas circunstancias en que puedo perder el control de la situación.
¿Por qué quiere que le explique esto con más detalle si ni yo misma lo entiendo? Bueno, es lo que hago siempre. Incluso en algunas reuniones sociales hay instantes en que simplemente tengo que mirarme. Me basta el reflejo de una ventana. Es ese atisbo de mí misma el que me devuelve el centro, el control, no sé, es como si al mirarme me dijera, existes, estás aquí, te ves bien y no tienes nada que temer. Y en el caso de encontrar algún desperfecto, me da la oportunidad de arreglarlo, como en ese momento, que con un par de pinceladas volví mi maquillaje a su lugar.
¿Hablo de mí como si fuera un objeto? Es posible. Pero aún no he terminado de contarle. Está bien, está bien. Detengámonos en esto. Puede que usted tenga razón.
Es cierto que mi apariencia física ha sido siempre algo importante para mí; bueno, más que importante, esencial. No me queda otra que arreglarme, porque la verdad es que soy un atado de defectos. Esa es la pura y santa verdad. Sé que si yo no hiciera todo lo que hago por mi apariencia, me vería tal cual soy.
¿Qué soy? Bueno una mujer común y corriente, un poco obesa y por cierto, no muy atractiva. Está claro que lo que muestro de mí misma no soy yo. Pero qué me importa, funciona, y le juro que es delicioso y estimulante ver en los ojos de las otras mujeres esa turbiedad propia de la admiración cuando está combinada con un dejo de envidia. Eso usted no lo puede saber, claro, porque es hombre y porque estoy segura de que estas cosas le parecen ridículas.
Para mí es muy simple, la admiración de los demás es la que me da un lugar en el mundo. Una noción de mi existencia. ¿Recuerda esa frase que dice: «Pienso luego existo»? Para mí, aunque suene terrible, actúa de otra manera: «Soy admirada, envidiada, respetada y luego existo».
Usted cree que me pone en una posición de vulnerabilidad.
¿Por qué se empecina en desarmar mis mecanismos de defensa? Funcionan, le juro, funcionan a las mil maravillas y no tienen ninguna relación con la angustia del último tiempo; al contrario, son los que me mantienen parada en mis dos pies y evitan que me desbarranque en el abismo del sinsentido. Esa expresión suya ya la conozco. Usted cree que estoy atrapada en mi propio juego.
Le voy a decir algo. Mi preocupación obsesiva por mi apariencia, además de delatar mi profundo autodesprecio, no me permite ni pensar ni sentir en forma sincera, porque siempre estoy en escena, siempre pensando en el efecto que tendrán mis actos, mis gestos y mis palabras en los demás. No, no he terminado. Además de atraparme, mi afán por el éxito y la admiración es un saco sin fondo, no es ni será nunca suficiente, porque una vez logrado pierde todo su esplendor, su sentido, y visto frente a frente se vuelve tan vano y efímero como un pedazo de chocolate derritiéndose en la boca… Usted se ríe. Sé que estoy hablando a su manera. Lo hago a propósito. ¿No se da cuenta? Y ahora usted diría que en lugar de toda esta parafernalia, lo que necesito es una auténtica sensación de amor propio. Suena precioso. Suena sublime y sobre todo tan fácil. Pero ¿sabe?, mientras no la tengo, mis precarios y vanidosos afanes me son muy útiles.
¿Ya es la hora? No puedo creerlo. Y no le alcancé a contar todo lo que pasó después. Usted es quien me dice que debo ser exhaustiva, que no debo guardarme ningún detalle en el bolsillo. No puede negarme que por lo menos lo hice bien. ¿No es cierto? Aunque eso signifique que voy a pasarme la semana atragantada.