Daniela
—¿Te gusta aquí? —me pregunta Ana. Estamos detenidas en un semáforo y frente a nosotras se levanta un caserón rosado. Pensión Las Rosas, leemos en un letrero rojo de neón que da a la calle. Aparcamos la moto en un pequeño antejardín lleno de tallos de rosa cortados. Sobre el arco de la puerta, envolviendo un farol de fierro, dos querubines sonríen melancólicos y nos apuntan con sus flechas. Después de sacarse el casco, Ana se pasa los dedos por el pelo y sus variados tonos de rojo brillan con la luz del farol.
La puerta se entreabre con un chirrido y por el agujero surge un ojo colmado de pestañas postizas y asombro.
—¿Sí? —escuchamos preguntar a una voz vacilante.
—Quisiéramos tomar una pieza —dice Ana.
—¿Están seguras?
—No sé, usted dirá, por el cartel de afuera, pensamos que tendría piezas —dice Ana a punto de estallar en una carcajada.
—Lo que pasa es que hoy mismo puse el letrero y ustedes son mis primeras pasajeras. —A los ojos se ha sumado una boca grande y bien cuidada.
—Ah, pero eso es un honor para nosotras, señora —dice Ana.
Por fin la mujer se anima a abrir la puerta y dejarnos entrar. Lleva una larga bata rosada, del mismo tono de la casa.
—¿No traen equipaje?
—Pues… no.
Una sombra de desilusión cruza el rostro de la mujer. Sus primeras pasajeras no son pasajeras de verdad; además, traen la ropa arrugada y tufo a cerveza. Pero Ana está alegre y toma a la mujer de un brazo y le dice que su pensión es muy linda, toda pintada de rosado. Las murallas y los muebles tienen el exacto color de los vestidos de la Barbie, y sus obesas butacas de coberturas en tonos cercanos al rosa, despiden una olorosa pulcritud. Por la expresión de orgullo en su rostro no cabe duda de que se ha pasado días, o meses incluso, preparando y tramando hasta los más ínfimos detalles de este instante. Ahora camina ante nosotras meneando sus amplias caderas. Su larga bata que se eleva, le da un aire de hada-bien-vivida.
—Les voy a dar la mejor pieza, la de la torre. De ahí se ve el mar.
Subiendo las escaleras nos cuenta de su reciente viudez, de su hija que ha partido con un médico escocés a recorrer el mundo, de cómo surgió la idea de transformar su casa en una pensión para paliar la soledad y las deudas que dejó su marido, «que en paz descanse», dice de pronto santiguándose.
La mujer abre la puerta y con una expresión ufana, extiende el brazo para que entremos. Con Ana nos miramos y no podemos contener un alarido mientras batimos las palmas de alegría y sorpresa, porque de seguro no hay en Valparaíso y acaso en el mundo entero un lugar así. Una cama cubierta de tules navega en medio de la habitación; sobre primorosas repisas rosadas, decenas de muñecas y animales de peluche parecen conversar entre ellos y, por todas partes, incluso en la puerta del baño, cuelgan acuarelas de gatos, conejos y perros. Seguramente fueron pintadas para esa niña que partió a recorrer el mundo y que durmió bajo ese tul blanco que cuelga de una corona de flores artificiales sobre la cama, y soñó, entre ese montón de almohadones bordados, que algún día partiría lejos y otras niñas vendrían, como nosotras, a soñar con doctores escoceses y con barcos. Por la ventana, más allá de la constelación de luces de la ciudad, se ve el mar.
—Por favor, despiértenos a las nueve. Mañana tenemos que trabajar mucho —anuncia Ana a la mujer y luego me echa una mirada de agotamiento prematuro, ante la perspectiva de levantarse temprano.
—A las nueve en punto yo misma las despierto —dice la mujer al salir.
—Apenas terminemos la foto del poeta tenemos que partir a Horcón; yo creo que si estamos en su casa a las diez, como a la una debiéramos estar listas —me dice Ana una vez que estamos solas.
Noto una cierta firmeza en su rostro al enunciar nuestras labores de mañana. Y se asoma la profesional, la fotógrafa responsable y perfeccionista que viaja por el mundo.
—¡Un baño, eso es lo que necesitamos! —exclama Ana e imitando el gesto de los monos animados cuando se disponen a acelerar, enfila hacia el baño y echa a correr el agua de una bañera cuyas patas tienen forma de garras de león. Ana vierte el contenido de un frasco de sales en el agua y un aroma a frutilla se alza junto con el vapor que ya inunda el baño. Nos desvestimos lanzando por la puerta nuestra ropa que cae desordenada sobre el piso recién fregado. El vello del pubis de Ana tiene el exacto color rojizo de su cabello. Sus pechos firmes apenas tiemblan y su cuerpo largo y perfecto se mueve con tal expresión, que cada uno de sus gestos pareciera estar destinado a una cámara oculta. Su piel tiene el color bronceado y parejo de los que jamás abandonan el sol ni usan trajes de baño. No me cuesta imaginar la excitación que debe producirle a un hombre succionar sus suculentos pezones o, simplemente, observarla bailar al son de unos compases del estilo New York, New York, para luego sumergirse en la bañera.
Me he quedado mirándola como una boba y ahora ella me jala de un brazo para que entre al agua caliente y espumosa. Ana ha tomado una esponja y rebosándola de jabón la desliza por mi espalda. Yo bajo la cabeza, azorada la escondo en mi pecho, en tanto siento sus dedos que recorren uno a uno los nudillos de mi espina dorsal. Un temblor atraviesa mi cuerpo, quiero que se detenga, aunque al mismo tiempo alguien dentro de mí ansía que continúe. Distingo el olor de Ana, el olor cercano y a la vez desconocido de una mujer diferente a mí cuya similitud me repele, pero que a la vez, por eso mismo, me atrae. Recuerdo entonces lo que me ha contado unas horas atrás e imagino los dedos de Elinor tocando aquel lugar de su cuerpo que ella describió con tanto ardor y que yo desconozco, y de pronto, un ser agazapado en los pliegues de mi pellejo implora que Ana me lo revele. Pero no. Ella extiende su espléndido cuerpo a lo largo de la bañera y enciende un cigarro.
—¿Te molesta? —pregunta.
—¡Fumemos! —exclamo mientras alcanzo la cajetilla y los fósforos que ella dejó sobre la tapa del retrete. Con la primera bocanada de humo ya estoy calmada. Hay una parte de mí que siente alivio y otra que delira de curiosidad. Fumamos tendidas en la bañera de loza, observando por la claraboya del techo rosado un pedazo de cielo y unas cuantas estrellas tempranas. En lo alto, a centenares de metros, un jirón de nube en forma de dedo apunta en dirección al mar.
* * *
—El mejor restaurante está aquí cerquita, pueden ir a pie. Suben por la escalera de la esquina y luego caminan un par de metros derechito hacia el mar, no hay donde perderse —nos indica el hadabienvivida cuando Ana le pregunta por un lugar para comer. En la recepción, un joven con los codos sobre la mesa nos mira sonriente. El hada nos cuenta que, en el intertanto, llegó una pareja de aire distinguido que traía maletas; esto último lo dice con ironía mientras pellizca mi brazo al modo de las tías menopáusicas. Al cerrar la puerta, observo una vez más los querubines con su sonrisa mineral fijada en nosotras.
El movimiento nocturno se ha iniciado en la calle. Se levanta una brisa que hiela los huesos; para espantarla, subimos la empinada escalera corriendo. En la mitad del camino nos detenemos a mirar el mar extenso y negro, salpicado de luces solitarias. A un costado, la luna se apoya en uno de los cerros. Y entonces, con una voz apenas audible, le doy las gracias a Ana por este día. Ana me ha oído y me dice que es ella quien tiene que agradecerme por acompañarla. Además, me advierte que el día está lejos de llegar a su fin. Animada me toma de una mano y seguimos subiendo. Al alcanzar el restaurante, el puerto entero se despliega ante nosotras.
Nos sentamos en un rincón de la terraza. Imagino que en verano deben sacar esta carpa de plástico a través de la cual el mar se ve a cuadritos. Un mozo prende una vela y, con una libreta en las manos, se dispone a recibir nuestra orden. Ana toma el menú y pide todos los platos de mariscos que allí aparecen. Yo le advierto que con un pescado a la plancha me basta, pero ella insiste en probarlo todo, absolutamente todo, hasta hartarse de mar. Usa la palabra «hartarse», la cual retumba en mis oídos como un disparo. Hasta este instante no era yo quien volaba en una moto guiando a Ana, no era yo quien reía y escuchaba sus increíbles historias. Había olvidado. Creo que me he ensombrecido porque con su voz chispeante, Ana me pregunta qué me sucede. Cierro un segundo los ojos. Debo hacer que los tramoyistas de mi cabeza cambien el decorado de mi mente, que saquen las cortinas negras y vuelvan a pintar esta noche de colores.
—¿Seguro que estás bien? —vuelve a preguntar Ana, al tiempo que toma mi mano.
—¡Pues claro! —replico con mi mejor sonrisa. Lo he logrado. Vuelvo a ver el rostro expresivo de Ana y su cabello rojo brillando con la luz de la vela; su sonrisa es tan vasta como mi propio deseo de encantarla.
Comemos. Ana picotea un poco de todo: erizos, machas a la parmesana, mariscal de piure. Una gran servilleta blanca cuelga de su cuello. Crece su entusiasmo con el par de locos que el mozo ha traído ocultos entre unas hojas de lechuga, pero su exaltación alcanza su punto más sobresaliente con el caldillo de congrio, del cual toma una cucharada con detenimiento y deleite. Mientras tanto, yo desmenuzo mi escuálido pescado a la plancha con lechuga, acompañado de un montón de cigarros y Coca-Cola light. Ana se regocija al comer, me digo para mis adentros. Pero no es el goce que yo siento en mis atracones. El mío es turbio; el de ella, luminoso. Afortunadamente, Ana no es consciente de la guerra que se lidia en mi interior: diablos y duendes que pugnan por mi voluntad. «Come todo lo que quieras», me dicen los diablos, «después te vas al baño y lo botas», en tanto, los duendes me piden que por una vez sienta el sabor del mar. Y yo en medio de esa batalla me digo que soy incapaz, que si abro la boca ya no podré cerrarla, que soy débil, que soy inútil. No quiero que Ana me vea comiendo desenfrenada. Su modo, en cambio, es delicado y sensual. La diferencia entre nosotras es evidente. Yo vomitando, ella cautivando; yo soñando despierta, ella viviendo; yo mintiendo, ella enseñándome su vida con la soltura de quien despliega un mapa. Yo presa sin saber cómo salir a respirar, Ana, ágil y graciosa aspirando el mundo. No sé si es el vino —que por la insistencia de Ana no he podido evitar— o la luz de la vela, o el mar a cuadritos que me marea, pero de pronto estoy hablando. Escucho mi propia voz. Le cuento mi farsa sin grandes aspavientos. Le digo simplemente que he pretendido tener un gran papel en la obra que estamos montando, aunque la verdad es que apenas me han dado el rol de un mensajero, un mocoso que nadie ve y a nadie interesa. Estoy hablando y las palabras aparecen exentas de lástima por mí misma. Ana me mira con sus ojos límpidos y ríe. Y no es que no le importe o al menos eso creo, solo que lanza mi secreto al canasto de los juegos, de los actos que hacen la vida más divertida. Hay incluso deleite en su expresión, como si al revelarle ese recodo oscuro de mi ser, ella estuviera viéndome por primera vez. Quisiera abrazarla, decirle que por mucho tiempo no me había sentido así. Mi pecado ya no es merecedor del infierno, es un juego como tantos otros, que puedo desbaratar con un gesto cuando se me antoje.
Entonces Ana me dice algo que arroja una nueva luz. Me dice que el desafío de un actor es el de volver memorable un personaje insignificante; es obvio que Yocasta o Edipo con sus palabras, hasta en la más mediocre de las interpretaciones, tiene que producir algún impacto sobre el espectador. Pero no ocurre lo mismo con ese chico mensajero, que solo en manos de una buena interpretación, con su andar sigiloso, con su mirada suspicaz, con su silencio elocuente, puede sobrevivir. Es algo que les he escuchado un millón de veces a mis maestros y a esos grandes actores que en su puta vida desempeñaron un papel secundario, y si algún día lo hicieron, hace tiempo que ellos y los demás lo olvidaron. Lo he sabido siempre, pero de alguna forma en la boca de Ana suena más verdadero de lo que nunca antes me había parecido. ¡Dios, qué fácil suena!
Ana tiene la mirada fija en el horizonte, como si allí hubiera encontrado algo que la transportara con su belleza. Ana es a veces intrincada y leve como una seda llena de encajes. Cuando salimos a la calle me doy cuenta de que yo también me he vuelto leve como Ana. Puedo volver a Santiago y revelarle con esta misma soltura mi secreto a Rodrigo, puedo luego llegar al ensayo y hacer de mi esmirriado mensajero un personaje.
Por una dirección, la calzada desaparece en la oscuridad total; por la otra surge la escalera que se precipita al puerto. Un viento fresco y salino agita unos envoltorios de plástico en los escalones, que revoloteando junto a nosotras, descienden hacia Valparaíso. La noche de luces volantes en los cerros, y de estrellas jugueteando incansables en el agua, tiene un tono fosforescente.