20. Los latidos de mi corazón nunca mienten.
Me sentía en plena crisis de ansiedad y ni siquiera el aire frío del invierno, consiguió abrirme los pulmones. Un dolor punzante se irradiaba desde mi estómago hasta el resto del cuerpo.
Había ido a casa de Samuel cargada de ilusión y me encontré con un hombre atormentado, desconfiado y fuera de sí, y juro que me bloqueé. No supe cómo reaccionar y cómo tomar las riendas de la situación. En el estado en el que se encontraba Samuel, nada de lo que dijese, le habría aportado la lucidez que necesitaba.
Y estaba convencida que Samuel me quería, lo había visto en sus ojos y en sus gestos, y lo había sentido con sus besos y con sus caricias. Pero no quería compartir mi vida con una persona que dudase de mis sentimientos y que creyese que en mi corazón había hueco para otro hombre. La desconfianza nunca presagiaba nada bueno.
Salí del portal de Samuel y esforzándome por mantenerme erguida y controlar mi respiración, caminé hacia la casa de Nuria. El piso que compartía con Marcos ya no me pertenecía. Casi todo lo que había dentro de él había sido fruto de su trabajo y allí ya no había un lugar para mí.
Eran casi las ocho de la mañana y después de una locura de madrugada, no me quedaban fuerzas.
Llamé al timbre y fue Andrés quien me abrió, con cara de dormido, el pelo revuelto y llevando poco más que la ropa interior.
—¡Ufff!, menos mal que eres tú, pensaba que eras “Carlos I, el rey follador”. —Su locuacidad no descansaba ni a horas intempestivas.
—¿Lo conoces? —Que lo mencionase con aquella tranquilidad me había dejado atónita.
—No, no tengo el gusto, pero he oído hablar de él. Afortunadamente, yo gano en las comparaciones —mencionó con una gran sonrisa de satisfacción.
—Sí, eso mismo he oído yo.
—Pero, ¿qué haces aquí? —Preguntó ya sentado sobre el sofá, mientras intentaba despejarse.
—Oye, si quieres me voy. —Estaba demasiado sensible como para no saltar a la más mínima.
—No seas tonta, pero te imaginaba retozando con Samuel, con Marcos o con los dos a la vez —dijo ligeramente impertinente.
—¡Qué gracioso!
Le conté todo lo sucedido, desde cómo le hablé a Marcos de mi aventura, hasta todo lo que había pasado en casa de Samuel.
—¡Mira que nos ha salido blandito el Ken mulato! —dijo con sorna.
—Andrés, no estoy para tus bromas.
—Tienes razón, además, ya sabes que le tengo aprecio —se disculpó.
Nuria apareció frotándose los ojos e intentando ubicarse en medio de su salón. Y sin darle tiempo a decir nada, Andrés le hizo un breve resumen de todo lo sucedido.
—Lara, creo que sé qué le pasa a Samuel —dijo Andrés con una seriedad que no le era propia. Acababa de tener una revelación.
—Ilumínanos. —De él me esperaba cualquier cosa.
—¿Y cómo lo sabes? —Nuria quería conocer el origen de la clarividencia de su chico, su amante o lo que fuese.
—Porque le está pasando lo mismo que a mí —pronunció grandilocuente. —El amor lo está volviendo imbécil.
—¿Cómo?, creo que no te he oído bien. —Nuria sacudió su cabeza de un lado a otro para eliminar las interferencias de sus oídos.
—Sí, que nos hemos enamorado y hemos perdido la poca sensatez que nos quedaba —afirmó con rotundidad.
—Entonces, ¿es verdad?, ¿estás enamorado de mí? —Nuria tenía miedo de que todo lo que le había dicho en la playa no fuese cierto y sólo fuese fruto de la emoción del momento y de sus ganas de recuperarla.
—Sí, igual que tú lo estás de mí —respondió con demasiada rapidez y Nuria le miró con asombro. —
¿Verdad? —le preguntó preocupado por si su enamoramiento no era correspondido.
—Claro que sí. ¿Crees que de lo contrario te dejaría dormir en mi casa y te rogaría que pasases todo el día conmigo? —le dijo con vehemencia.
—No sólo estás buenísima sino que además, eres la mejor —se acercó a Nuria con movimientos gatunos y le dio un delicado beso en la boca.
—Chicos, ¿podéis situaros? ¿No veis que me cuesta respirar y que estoy a punto de perder la cabeza? —Aquella escena de comedia romántica me había disparado el azúcar poniéndomelo por las nubes y estaba a punto de darme un síncope.
—Sí, perdona, tienes razón. —Andrés se disculpó. —¿Quieres que vaya a su casa y le dé una paliza para que espabile?
—Creo que será mejor que le lleves un par de aspirinas para la resaca y contrates a un servicio de limpieza y a un decorador.
—Madre, sí que le ha dado fuerte a nuestro Ken —dijo Nuria. —Andrés, a ti que no te dé nunca por romper cosas, que luego hay que recogerlas; y cuando quieras beber para ahogar las penas, avísame que lo hacemos juntos.
—No sé, chicos, ahora creo que es él el que tiene que dar el siguiente paso. Tiene que demostrarme que confía en mí y que está seguro de que cuando le digo que estoy enamorada de él, lo digo totalmente en serio.
—Tienes razón, pero si quieres podemos darle un pequeño empujón. —Andrés quería solucionarlo todo con violencia. Era un peliculero. Demasiadas películas de la mafia.
—No, no os preocupéis. Tiene que salir de él. —En cuestión de segundos me había empecinado en que tenía que ser Samuel, el que me diese su brazo a torcer, a no ser que quisiera que Andrés se lo rompiese.
—Ahora creo que deberías descansar un poquito. Después de unas cuantas horas de sueño, lo verás todo con más claridad —me aconsejó una Nuria de lo más maternal. El amor la estaba haciendo madurar.
—Sí, necesito poder dormir un rato, estoy agotada, han sido demasiadas emociones. —No me iba a negar a echarme durante unas horas sobre una cama porque estaba a punto de desplomarme.
Cuando me levanté, volvía a ser de noche y Andrés y Nuria estaban preparando la cena entre risas y caricias.
—Hola, corazón, ¿qué tal te encuentras? —me preguntó mi amiga sonriente.
—Mejor, y me encanta veros así a los dos —dije justo antes de llevarme a la boca un trozo de queso que había sobre un plato.
—¿Verdad? —dijo Andrés sorprendido por lo bien que iba su relación con Nuria —Si lo sé, me echo una novia antes.
—¿Somos novios?
—Bueno, no sé, yo pensaba que cuando un chico y una chica cocinan juntos —pronunció divertido —se convierten en novios automáticamente.
—Sí, lo que unen la cebolla y el pimiento verde, que no lo separe nadie —dije espontáneamente.
—Lo importante, cariño, es que te has enamorado en el momento exacto. —Nuria se acercó a él y le dio un beso.
Sonó el teléfono de Nuria mientras vibraba sobre la encimera de granito negro, y por su cara, adiviné el nombre que estaba escrito en su pantalla.
—Hola —dijo con sequedad.
(Silencio)
—Sí, está aquí.
(Silencio)
—Lo sé.
(Silencio)
—No te preocupes, Samuel, estoy segura de que lo entenderá.
(Silencio)
—Sí, por supuesto.
(Silencio)
—Vale. De acuerdo.
(Silencio)
—Adiós.
—¿Qué te ha dicho? —Quería conocer todos los detalles de aquella breve conversación.
—Tengo que llevarte a un sitio dentro de una hora —dijo Nuria sin más.
—¿A dónde?
—Lo siento, prometí guardar el secreto.
—¿Una pista?
—No, si lo hago, tendré que matarte. Y te recomiendo que te pongas guapa.
—Nuria, ¿te das cuenta que no estoy en mi casa y que ni siquiera tengo ropa interior limpia? —dije nerviosa. Afortunadamente, iba a ver a Samuel antes de lo que esperaba.
—¿Y para qué están las amigas?
Puse cara de auténtico pánico. No me veía yendo al encuentro de Samuel enfundada en cuero, látex o cualquier tejido que brillase más que las estrellas.
—Quita esa cara de susto que también tengo ropa normal.
—Ya, pero será mejor que la escoja yo.
—Mi armario está a su disposición, princesita. Pero yo buscaría algo que Samuel deseé arrancarte —Nuria ya usaba los mismos apelativos que Andrés.
—Será mejor que eso te lo pongas tú. —Su nuevo novio interrumpió aquella ridícula conversación sobre ropa.
—Yo había pensado en no ponerme nada —le dijo Nuria rebosando picardía.
—¡Umm!, ¿desnuda? —preguntó emocionado.
—Andrés, deja de relamerte. Ni que fuese la primera vez que la ves desnuda.
—Tú lo que tienes es envidia. Espero que tu Ken mulato te dé su regalito de chocolate —me dijo entre risas.
—Ayyy, déjalo, estoy tan nerviosa que ni siquiera tus chistes me hacen gracias —pronuncié sin poder evitar reírme.
Nuria, Andrés y yo nos montamos en el coche y nos dirigimos a un destino desconocido, por lo menos, para mí.
Atravesamos el centro de Madrid y mi amiga no tardó en aparcar.
—¿Aquí? —¿Samuel quería que nos encontrásemos en el hotel Urban?
—Sí. Me ha dicho que ya sabes a qué habitación debes ir. —Samuel me iba a estar esperando en la habitación en la que habíamos hecho el amor por primera vez. Aquello tenía que ser una buena señal.
—¿Entonces es aquí donde teníais vuestros encuentros clandestinos? —preguntó Andrés con curiosidad.
—Muy buen gusto, chicos.
Estaba tan atacada que no pude ni contestarle. Salí del coche en silencio y antes de cerrar la puerta, mis amigos me desearon suerte.
El corazón me latía tan fuerte que pensé que iba a acabar cayéndome redonda en cualquier momento.
Estaba muy asustada. Sólo unos metros me separaban del hombre del que me había enamorado y no sabía qué iba a encontrarme tras la puerta de la que había sido nuestra habitación, al menos, por unas horas. En el ascensor, para intentar calmar mi nerviosismo, inspiré en profundidad, cerré los ojos y recordé su aroma, que durante un pequeño instante, me envolvió como si estuviese él a mi lado. Añoraba la sensación tan agradable que me proporcionaba el olor de su preciosa piel.
Llamé a la puerta. Samuel me abrió y con un gesto de su mano, me invitó a pasar. Me senté sobre la cama y él, que seguía mis pasos, se agachó y se puso frente a mí. Estaba muy guapo, no se había afeitado y la sombra de barba de la noche anterior se había hecho más evidente. Además, el jersey gris de cuello pico que llevaba puesto resaltaba el contorno de casi todos los músculos de su torso. Lo tenía frente a mí y lo deseaba. Pero no quería dejarme llevar por un impulso fruto de la atracción física, quería que fuese mi corazón el que controlase aquella situación. Sin embargo, con él delante me sentía muy débil. ¿Y si él no sentía lo mismo que yo?, ¿y si no era capaz de creer en mí?
No me valía con que se hubiese enamorado de mí o con que me quisiese. Quería que confiase en mis palabras y que se sintiese seguro a mi lado. Necesitaba que él desease ser todo para mí: mi amigo, mi compañero, mi amante, mi confidente, todo. Y no podía ver miedo en sus ojos, ni angustia, ni dudas, nada; porque yo no las tenía y podía ver detrás de esa pequeña capa vidriosa que enturbiaba sus ojos, que él era el amor de mi vida. ¿Por qué no podía ver él lo mismo y con la misma claridad? ¡Dios mío, necesitaba que sintiese lo mismo que yo!, de lo contrario, nuestra relación no tendría futuro.
Me cogió de las manos que reposaban sobre mis muslos y acarició con sus pulgares la parte superior de mis dedos, mientras yo observaba con detenimiento sus pequeños movimientos. Ese simple gesto consiguió hacerme arder. Levantó su rostro y clavó su mirada en la mía. Soltó una de mis manos y llevó las yemas de sus dedos hacia mi cara para dibujar el camino de mi mejilla hacia mi mandíbula. Sus ojos se centraron en mis labios y no tardó en llevar sus caricias hacia la piel fina y húmeda de mi boca.
De pronto, sus ojos volvieron a posarse sobre los míos y pronunció mi nombre de un modo tan profundo que mi cuerpo se estremeció.
—Lara, Lara… —siguió diciendo con su mirada humedecida por las lágrimas, antes de esconder su cara en la curvatura de mi cuello.
Llevé mis manos a su cabello y lo obligué a poner su rostro frente al mío.
—Perdóname, Lara. He sido un idiota. Perdóname por haberte hablado de ese modo —pronunció esforzándose porque el llanto no impidiese salir a sus palabras.
—Samuel, no tengo nada que perdonarte. Los dos nos hemos equivocado y nos hemos hecho daño mutuamente. Me esforcé tanto por no herir a Marcos, que no me he dado cuenta de que haciéndolo, a quien estaba lastimando era a ti. —Yo también era culpable de aquella situación.
—Ha sido muy duro verte con él porque sé lo mucho que significa para ti —dijo ya entre lágrimas avergonzadas.
—Marcos siempre va a formar parte de mi vida y le deseo todo lo mejor del mundo, pero no es de él de quien estoy enamorada.
—¿Crees que va a renunciar a ti tan fácilmente? Él sigue enamorado de ti —pronunció con dolor.
—Samuel, no sé lo que siente Marcos por mí, pero da igual porque yo no podría corresponderle. Es a ti a quien pertenece a mi corazón. —¿Qué podía decirle para convencerlo de la sinceridad de mis sentimientos?, ¿cuáles eran las palabras adecuadas?
—¿Y si…? —Su mirada se perdió por la habitación y yo lo interrumpí enseguida para rescatarlo de la oscuridad de sus pensamientos.
—Y si, ¿qué?
—¿Y si te desenamoras de mí, igual que lo has hecho de él? —dijo haciéndome partícipe de su gran angustia.
—¿Y si tú te desenamoras de mí, igual que lo has hecho de Cloe? —Con la misma pregunta quise demostrarle lo absurdo de lo que acababa de decir.
—No es comparable, Lara, porque ahora que sé qué es el amor, puedo asegurarte que jamás he sentido por Cloe lo que siento por ti.
—Samuel, yo he querido con locura a Marcos y durante mucho tiempo he creído que mi futuro estaba a su lado, pero a pesar del amor que nos ha unido, lo que siento por ti es diferente y te aseguro que es muy, muy, pero que muy intenso. Era complicidad, sí, él era mi cómplice. No sé cómo explicártelo pero te miro a los ojos y siento que formo parte de ti y me provocan el deseo irrefrenable de abrazarte y acurrucarme en tu cuerpo, porque sé que no hay lugar en el que voy a estar más segura que entre tus brazos.
—¿Y si dejas de sentirlo?
—Escúchame bien, Samuel, sé que si me quieres tanto como yo a ti y si confías en mí, jamás dejaré de sentirlo.
—¡Es que estoy tan asustado! No puedo controlar lo que siento. Jamás me había sentido de este modo.
Estás todo el día dentro de mi cabeza y no puedo arrancarte de mí —su desazón era cada vez mayor.
—No lo hagas. —Le rogué abrazándolo con fuerza. No, no, no debía hacerlo. Yo quería estar siempre pegada a su piel, igual que él estaba pegado a la mía.
—Pero es que es una locura. Creo que si te pierdo, moriré. Es como si fueses parte de mí y te necesitase para poder sobrevivir —confesó afligido.
—Eso no es malo, Samuel, eso es el verdadero amor —quise calmarle. —Y además, a mí me pasa exactamente lo mismo.
—Tengo miedo de que lo que dices sea mentira.
—Puedes dudar de mis palabras, pero jamás debes hacerlo de mi corazón. —Cogí su mano y la puse sobre mi pecho. —¿Lo sientes? —le pregunté.
Él asintió.
—Pues late única y exclusivamente por ti.
Fui arrastrando su mano desde mi pecho hasta la parte baja de mi vientre y él dejó que sus manos cumpliesen con todos sus deseos y con los míos. Y en aquel momento, el amor tuvo que dar lugar a la pasión, que amenazaba con hacer estallar nuestros cuerpos y lo besé.
—Perdóname, Lara, perdóname por no confiar en ti —susurró extasiado de placer con su mano acariciando el interior de mis piernas mientras mis labios recorrían cada milímetro de su boca.
Con un suave movimiento se incorporó y llevó mi cuerpo hacia el centro de la cama, colocándose sobre mí. Samuel me provocaba haciéndome notar su excitación y yo me dejaba provocar.
—Ojalá pudiese pasar el resto de mi vida así —me susurró al oído con la voz ahogada, cuando yo ya no soportaba la barrera que la ropa interponía entre nuestros sexos, pero afortunadamente, Samuel comenzó a despojarme de las prendas que nos impedían estar piel con piel.
Desabrochó, poco a poco, los botones de la camisa negra de seda que me había prestado Nuria y cuando dejó mis pechos al descubierto, los cogió con ambas manos, los masajeó, los juntó y llevó sus boca hacia ellos para acariciarlos con su lengua y obsequiarlos con decenas de besos.
—Eres tan femenina. Adoro todas tus curvas.
Su boca fue ampliando su recorrido hasta llegar a mi ombligo y allí trazó su perímetro varias veces con su lengua juguetona que no se cansaba de bailar sobre mi cuerpo, pero su baile más sensual aún estaba por llegar.
Hice un intento de incorporarme de la cama para llegar hasta el cuerpo de Samuel y arrancarle de una vez la ropa, pero él quería dominar en aquel momento y con sus manos me lo impidió.
Cuando apacigüé mis impulsos, desabrochó mi pantalón y lentamente, y de un modo muy sensual, fue arrastrándolo por mi cuerpo, al mismo tiempo que deleitaba a mis piernas con pequeños besos y caricias que no hacían más que aumentar mis ganas de él.
Mi ropa interior no tardó en desaparecer y la boca de Samuel se perdió entre mis muslos y encontró un nuevo destino. Pero las pequeñas convulsiones de mis caderas y mis gemidos, demostraron sin pudor que no podía seguir soportando los deliciosos movimientos de su lengua y con angustia le rogué que, por fin, formase parte de mi cuerpo.
Y una vez que tuve su sexo dentro, fue tan grande la sensación de liberación y de plenitud que sentí, que a punto estuve de romper a llorar. Palabras como el hombre de tu vida, el amor verdadero, la pareja perfecta, el amante ideal, se resumían en una sola: Samuel.
Los dos estábamos tan excitados y teníamos tantas ganas el uno del otro que no tardamos en rendirnos al placer, pero en aquella ocasión, Samuel no se separó rápidamente de mí liberándome del peso de su cuerpo, sino que se quedó allí, sobre mí, abrazándome con fuerza.
—Te prometo que no volveré a dudar de ti. Sé que tú corazón y tu cuerpo jamás me podrán mentir —me susurró al oído.
Llevó su cuerpo ligeramente hacia un lado y sin dejar de abrazarme, apoyó su cabeza sobre la almohada.
Levantó su mano y con una pequeña caricia sobre mi mejilla, hizo que mi mirada que estaba fija en el techo, se dirigiese hacia él y dulcemente, retiró los mechones rebeldes de cabello que entorpecían mi visión.
—Te quiero, Lara. Te quiero como jamás he querido a nadie y cuando te miro a los ojos yo también siento que formo parte de ti.
Me emocionaron tantos sus palabras que ya no pude contener las lágrimas y para que él no fuese testigo de mi llanto, llevé de nuevo mi mirada al techo y con la palma de mi mano cubrí mis ojos.
—¿Por qué lloras?
—Porque soy inmensamente feliz. —Por un instante había creído que nuestra relación era imposible y que acabaría perdiéndolo, pero justo en aquel momento, supe con total certeza, que nuestro amor sería eterno.
—Pues déjame que sea yo quien seque tus lágrimas —me propuso volviendo a ponerse de nuevo sobre mí. Retiró con ternura mi mano y aunque yo me resistí varios segundos a abrir los ojos, él besó cada una de las lágrimas que humedecían la piel de mi rostro.
Y al tener otra vez su cuerpo desnudo sobre mí, no me pude resistir, era demasiado tentador; sin embargo, en aquella ocasión iba a dominar yo.
—Lara, quería pedirte… —comenzó a decir cuando nuestros cuerpos ya no tenían fuerzas más que para unas simples caricias.
—No se te ocurría pedirme nada de trabajo en este momento —le dije divertida.
—Lo he estado pensado… —A Samuel le estaba costando decir lo que rondaba por su cabeza.
—¿Sí?
—No sé, igual te parece una locura… —Sus frases entrecortadas comenzaban a dotar su petición de un gran suspense.
—¿Y? —Necesitaba que lo dijera de una vez porque mi corazón latía totalmente descontrolado.
—¿Te gustaría vivir conmigo? —Preguntó al fin.
—¿En tu casa rota? —Bromeé con él después del mal trago que me había hecho pasar.
—Bueno, sería la ocasión perfecta para darle un toque femenino.
—¿Estás seguro? Puedo buscarme algo chiquito, de verdad. —No quería que se sintiese presionado.
—No hay nada que me apetezca más que pasar las veinticuatro horas del día contigo —dijo convencido.
—Pero, ¿sabes lo que dices? Trabajando y viviendo juntos, tardarás sólo dos días en cansarte de mí.
—Si me canso de ti, siempre puedo mandarte de viaje. Es lo que tiene ser el jefe. —Él también tenía ganas de bromear.
—Serás… —Ya podía imaginarme a Samuel abusando de su autoridad y, ¡bendita imaginación!
—Pero me iría contigo. No pienso correr el riesgo de que algún artista del tres al cuarto, se quiera ligar a mi chica —dijo mientras colocaba su cuerpo desnudo sobre el mío, demostrándome todo su poder en aquella postura.
—¿Tú crees que teniendo al Ken mulato en casa, voy a poder fijarme en un Madelman o un Geyperman cualquiera? —No podía creerme que le hubiese dicho eso.
—¿Qué me has llamado?
—Son cosas de Nuria. —Mi amiga me iba a matar.
—¿Con que el Ken mulato? —comenzó a forcejear conmigo, mientras yo, entre risas, luchaba por librarme de él.
—Samuel, ¿otra vez?, vas a acabar conmigo en una sola noche. —Aquel hombre era puro vicio.
—Vale, te dejo descansar, pero vas a tener que compensarme con algo que merezca realmente la pena —dijo engatusador, ¿qué pretendería el muy canalla?
Coloqué las dos almohadas sobre el cabecero de la cama y le pedí a Samuel que se sentará apoyando su espalda sobre él. Me senté a horcajadas encima de sus piernas y le pedí que cerrará los ojos. Acerqué mi boca y mis manos a su cara y comencé a darle pequeños besos y caricias y Samuel, no tardó en apretarme con fuerza contra su sexo.
—Shhhh, para, —le ordené divertida —este no es mi modo de compensarte.
—¿No?, pues me estaba gustando mucho y estaba cumpliendo con creces mis expectativas.
—No, cierra los ojos y relájate.
Lo abracé con fuerza rodeando su cuello con mis brazos y con mi boca pegada a su oído le susurré: “Te quiero, Samuel y quiero pasar todos y cada uno de mis días contigo”.
La reacción de su cuerpo me demostró que mi declaración de amor lo había llenado de felicidad: la expresión de su rostro, su abrazo, sus besos. Y no pude soportarlo más. Samuel tenía un don para hacerme morir de deseo.