7. La primera pseudo-cita.

Estaba a punto de sufrir una crisis nerviosa. Sí, era una mujer al borde de un ataque de nervios. Porque Almodóvar no me conocía, sino otro gallo cantaría.

Era de las pocas empleadas de AZ Consulting que apenas solía levantarse de su mesa, pero ese viernes no podía parar de dar vueltas, incluso necesité bajar un rato para respirar aire puro. Aunque lo más apropiado habría sido ir al bar de enfrente y desayunar un par de carajillos para templar los nervios.

Aquella mañana fue la menos productiva de mi vida. Cada vez que me sentaba frente a mi ordenador no era capaz de concentrarme y por mucho que me frotase los ojos e intentase aclarar mi mente, nada de lo que aparecía en la pantalla tenía sentido para mí. Los números se convertían en extraños símbolos que era incapaz de comprender y las tablas bailaban de un lado para otro, enlazándose en un singular tango. Lo único que lograba ver a la perfección era los rasgos marcados de Samuel y su piel de chocolate. ¡Quién fuese fondue para sentir cómo se derretía dentro de mí!, era alguno de los pensamientos que rondaban por mi imaginación atolondrada.

—¿Te encuentras bien? —me preguntó sor Fátima intentando ser amable.

—Sí, no te preocupes. No tengo buen día —respondí con vaguedad, cuando lo único que me apetecía era buscar una bolsa de papel y ponerme a hiperventilar, o vomitar.

—¿Problemas en el Paraíso?

—¿En el Paraíso? —¿A qué venía aquella ridícula pregunta?

—Sí, tener a Andrés como protector tiene que ser como vivir en el Paraíso.

No supe qué contestar a eso, me pareció un comentario tan absurdo que mi única respuesta fue un gesto de incomprensión. ¿Mi protector?, ni que Andrés tuviese el rostro impertérrito de Jason Statham.

—Te recomiendo que tengas cuidado con la jefa, es muy posesiva con él. —¿La jefa? ¿Qué pintaba Marisa Herrera en esa historia?

Aquella conversación estaba entrando por derroteros desconocidos y pantanosos y no me quedó más remedio que pedirle a la mujer de aspecto monjil que me aclarase a qué venía esa advertencia.

—Las malas lenguas dicen que Marisa Herrera y Andrés tienen un lío.

¿La Mata Hari con Andrés? ¡Pero si debía de llevarle más de veinte años! Era una señora muy atractiva, por supuesto, pero a Andrés le sobraban mujeres jóvenes y guapas con las que acostarse y me parecía muy raro que rompiese su norma de tener sexo con la gente del trabajo por Cruela de Vil.

—Quizá sólo sea una de las muchas leyendas urbanas que hay sobre Andrés, pero es mejor que te andes con ojo —me advirtió sor Fátima.

—Y hablando del rey de Roma —dejó caer Raquel, disimuladamente, para avisarnos de que Andrés estaba entrando en nuestro departamento.

—¿Con que hablando de mí, polluelas? Pues a todo digo que sí.

—Entonces, ¿vas a invitarme a cenar esta noche? —Raquel intentó sacar provecho de la situación.

—Querida, eres demasiado liberal para mí y me acabarías rompiendo en corazón.

—Estoy pensando en asentar la cabeza —le dijo Raquel entre risas, sabiendo que Andrés para ella era inalcanzable.

—En ese caso, te lo acabaría rompiendo yo a ti. Una relación entre nosotros estaría avocada al fracaso.

Lo siento, darling, eres encantadora, pero no puede ser. —Incluso para darte calabazas, mi recién estrenado mejor amigo era encantador.

—Me vuelve loca que seas tan engatusador y embustero —pronunció Raquel con exceso de coquetería.

—Sí, ese el secreto de mi éxito, pero… ¡shhh!... No le desveles a nadie la fórmula mágica, no me gustaría tener demasiada competencia.

Andrés se acercó a mi escritorio y se sentó encima de mi mesa, dándoles la espalda a mis compañeras, como si no le apeteciese seguir charlando con ellas.

Vio una manzana verde y brillante al lado de mi ordenador y ni corto ni perezoso se la llevó a la boca.

—¿Me vas a decir qué te pasa? —Debió de gustarle mi manzana porque estaba a punto de darle otro bocado.

—¿Está rico mi desayuno? —pregunté con gesto compungido. Estaba atacada y no podía disimularlo.

—Lo cierto es que sí, además, venía a verte por si tenías algo saludable para comer. ¡Qué casualidad!

No me importaba que se comiera mi fruta. Tenía el estómago tan revuelto que no podría probar bocado ni aunque me forzase. De hecho, estaba tan nerviosa, que ni siquiera su compañía me reconfortaba. Si es que tenía que haberme tomado un par de cafés adulterados.

—¿A qué esperas para contarme qué te sucede? —insistió.

—No me ocurre nada —respondí esforzándome por controlar mi respiración. ¿Era tan evidente que estaba hecha un manojo de nervios?

—Mientes fatal.

—De verdad, no me pasa nada. —No le miré. Tal vez fuesen mis ojos los que me delataban.

—¿Problemas en el Paraíso?

—¿Cómo? —¿Aquello era una broma?, ¿por qué todo el mundo me preguntaba la misma tontería?, ¿era la frase del día?, ¿qué paraíso ni que leches? Ni que mi vida fuese de color de rosa, leñes. Ni era la abeja Maya, ni vivía en un país multicolor, a ver si se enteraba todo el mundo.

—¿Por fin te has dado cuenta de que tu querido novio, el empleado del mes, no es tan perfecto como parece? —siguió indagando.

—Ya hace tiempo que lo sé —afirmé con decepción.

—Pues para saberlo, no se ve que hagas mucho al respecto. —Me clavó una puñalada certera.

—Y tú qué sabrás lo que hago o voy a hacer —le increpé envalentonada. Andrés tenía razón, pero ¿qué se suponía que debía hacer?, las cosas no se pueden cambiar de la noche a la mañana. Si había una mujer valiente en el mundo, esa no era yo. Las heroicidades para Juana de Arco y para acabar en la hoguera. Ya ves tú.

—Eso suena peligroso, ¿vas a correr algún riesgo? ¡Me dejas perplejo! —dijo con sarcasmo.

—¿No me crees capaz de hacer una locura? —le pregunté cargada de un valor inexistente. Hacer una locura, ¿yo? Pero una cosa era que yo supiese la respuesta y otra, que se notara tanto mi impasibilidad y mi resignación.

—No, yo no sé mentir —la sinceridad de Andrés comenzaba a ser bastante dolorosa. —Para empezar sigues aquí sentada y eso demuestra lo conformista que eres.

—Por favor, deja de hablar como si me conocieses de toda la vida, no lo aguanto —pronuncié más enfadada de lo que estaba.

—Aunque… —se quedó pensativo unos segundos mientras me observaba con detenimiento. —Viendo lo tensa que estás, es probable que mi dulce princesita no sea tan buena como parece. Cuéntame, ¿qué vas a hacer? No, déjame adivinar: ¿vas a saltarte la dieta o es que pasas de ir a tu sesión de spinning? Irás al infierno.

Era lo suficientemente inteligente como para saber que con sus comentarios tan mordaces, Sául no quería hacerme daño. Estaba claro que pretendía hacerme reaccionar, pero aun así, escucharle resultaba muy desgarrador.

—¿Mañana vas a volver a dejarme una nota pidiéndome perdón? —No sabía cómo frenar su pequeño ataque verbal.

—Puede ser.

—Pues no me trates tan mal, si luego vas a arrepentirte.

—No me gusta que no tengas la suficiente confianza como para contarme por qué estás tan atacada. —

¿Cómo iba a contarle que había quedado con el novio de mi mejor amiga?

—No puedo, Andrés, es complicado. —A pesar de nuestra recién estrenada amistad, sabía que podía confiar en él, pero no era capaz ni de transformar en palabras lo que estaba a punto de hacer, como si la culpabilidad me impidiese vocalizar.

—¿No será que, por fin, has empezado a ver la luz? —preguntó con sonrisa maliciosa.

—Por favor, no insistas, no ves cómo estoy —le mostré el temblor de mis manos.

—Bueno, vale, te dejaré, pero quiero que sepas que para cualquier cosa que necesites aquí me tienes. —A veces me habría gustado haberle tapado la boca con un par de calcetines sucios para no escucharlo más, pero luego era tan dulce, que compensaba lo mal que me lo hacía pasar con creces.

—Gracias.

—Estoy seguro de que si empiezas a arriesgarte vas a ser capaz de encontrar lo que buscas —sentenció antes de darme por imposible.

Igual Andrés tenía razón. Ojalá la tuviese. Había escuchado decenas de veces que el mayor riesgo que puede tomar uno es no arriesgarse jamás y yo nunca lo había hecho. No me había ido mal en la vida, claro que no, pero no había logrado todo aquello con lo que siempre había soñado. Había llegado el momento de cambiar.

—Tenía muchas ganas de verte —pronunció Samuel en cuanto me vio.

Como siempre, estaba impecable. Llevaba un traje oscuro con un pantalón estrecho por encima del tobillo, camiseta blanca de pico, unas zapatillas deportivas también blancas y relucientes y una gabardina de color camel. ¿Cómo un chico podía tener tanto gusto para vestir? Y esos rasgos, tan finos y delicados mezclados con el color de su piel, hacía que destacara entre la multitud. Jamás lo había visto tan guapo y odiaba verlo de ese modo. Samuel no podía ser ni guapo, ni atractivo, ni sexi para mí; pero por desgracia, mis ojos ya sólo eran capaces de ver todo lo que me gustaba de él. Parecía un modelo de Armani que acababa de salir a la pasarela. Y yo, y yo… era la “viva” imagen de la novia cadáver.

—Yo también tenía ganas de verte. —Estaba muerta de miedo, pero era la verdad.

—¿Dónde te gustaría comer? —¿Comer? Se me había olvidado que ese era el objetivo de nuestra especie de cita.

—Lo cierto es que no tengo mucho apetito, ¿te importa si damos un paseo?

—Claro que no, me parece muy buena idea —dijo antes de rodear mi cintura con su brazo, provocando que un electrizante cosquilleo me subiese de la parte baja de la espalda hasta la nuca.

Lo tenía a escasos centímetros de mí y mi corazón latía descontrolado. Su presencia me alteraba y no era capaz de pensar con claridad. Estaba hecha un lío. No sabía qué significaba todo aquello, o quizá sí lo sabía pero no quería creerlo.

—Samuel —pronuncié su nombre en busca de respuestas.

—¿Sí?

—¿Por qué haces esto? —Aunque mi pregunta tendría que haber sido: ¿qué diablos estamos haciendo?

—¿Porque somos amigos? —Dudó para evitar hablar con sinceridad.

—Samuel, ¿por qué estás haciendo esto? —volví a preguntar mirándole directamente a la cara. Él no era el único causante de esa situación, pero necesitaba que me iluminara con su verdad.

—Porque me apetece estar contigo. Últimamente, no puedo dejar de pensar en ti y necesito estar contigo

—dijo en un arranque de valentía, aunque en su rostro percibí algo muy similar a la amargura.

—No deberías hacerlo. —Él tenía que ser más fuerte y sensato que yo.

—¿Prefieres que no lo haga? —preguntó levantado y juntando sus cejas al mismo tiempo.

No supe qué responder. Seguramente, él se sentía tan culpable como yo, pero no quería que se arrepintiera de haber quedado conmigo. ¿Qué debía decir?, ¿la verdad más escandalosa o la mentira más prudente?

—Por favor, dime que no quieres que volvamos a vernos a solas —me rogó con una voz tan rota que me provocó un escalofrío.

¡No!, ¡no!, no podía pedirme eso, ¿acaso era él el que no quería volver a verme? Vale, soy una mujer, pero jamás me han gustado los juegos de palabras enrevesados.

—No puedo decirte eso —no quería hacerlo, ¡maldita sea!

—¿Por qué? —preguntó curioso y expectante por oír mi respuesta. Tal vez, él también necesitase saber qué significaba todo eso para mí.

—Porque no puedo quitarme de la cabeza el modo en que me miras —respondí con timidez.

—¿Cómo te miro?, ¿qué es lo que ves en mis ojos? —me preguntó con una intensidad estremecedora.

—Que te gusto. —Lo había visto el día en el que nos encontramos fortuitamente y la semana anterior en el pub irlandés. Lo veía en aquel preciso instante. En sus ojos había deseo y atracción.

—Yo veo lo mismo en los tuyos.

Estaba claro que mis ojos eran unos traidores que hablaban más de la cuenta. Tendría que hablar siempre con los ojos cerrados.

—No puede ser, Samuel —le dije perdiendo mi mirada delatadora en el horizonte de una calle transitada por varios grupos de trabajadores que buscan un lugar para comer.

—Mírame, Lara —Samuel me frenó, se colocó delante de mí y me agarró de las manos. —Sé que parece una locura, sé que no está bien, pero los dos sentimos que existe algo entre nosotros. Yo siento electricidad contigo. Quizás deberíamos lanzarnos al vacío y ver qué narices significa todo esto.

—¿Tú crees que merece la pena hacerle daño a las personas a las que amamos sólo porque haya atracción en nuestras miradas? —¿Era aquello suficiente justificación para echar nuestra vida por la borda?

—Para mí merece la pena, porque nunca he mirado a Cloe del mismo modo en que te miro a ti.

—No lo sé, Samuel. —¿Por qué demonios me decía ese tipo de cosas que no dejaban de alterar todos mis sentidos? Quería que mi corazón dejase de latir de ese modo, pero el muy descarado, desoía mis órdenes e iba por libre. No podía latir así por Samuel. —Sólo con estar aquí charlando contigo, siento que estoy engañando a Cloe y a Marcos y este sentimiento de culpabilidad me está destrozando. No estamos haciendo lo correcto.

—Lara, no te estoy pidiendo nada que no me puedas dar. De momento, me conformo con tu amistad y tu confianza, pero por favor, no me cierres todas las puertas —Su voz suplicante encogió mi estómago y llenó mis ojos de lágrimas.

—Cloe quiere que vayamos todos el domingo a comer a la casa que tienen sus padres en la sierra y no he sido capaz de decirle que no —le dije en un intento de que los dos volviésemos a la realidad, al mismo tiempo que me zafaba de sus manos. ¿Cómo íbamos a estar con Cloe y Marcos como si no hubiese pasado nada?

—No te preocupes, Lara, no hemos hecho nada malo. Sólo somos amigos. —¿Me estaba convenciendo a mí o se intentaba autoconvencer?

—Tengo que volver al trabajo. —Un segundo más a su lado y acabaría volviéndome loca de remate.

¿Amigos? Los dos sabíamos que ya nunca podría existir entre nosotros algo tan “simple” como una amistad. Y me sentía muy, pero que muy culpable.

Samuel se ofreció a acompañarme.

—No, no lo hagas. Necesito estar a solas. Tengo que pensar. —Si me quedaba algo de cordura, a su lado la perdía por completo.

Samuel acercó su cara a la mía. Lentamente, rozó mi mejilla con sus labios y consiguió que un escalofrío recorriese mi columna vertebral de principio a fin, como si una descarga eléctrica me hubiese azotado por dentro. Pegó su cuerpo el mío, llevó una mano hacia mi cuello, acercó su boca a mi oído y susurró:

Ojalá no sintiera lo que siento, pero no puedo evitar desear estar contigo.

La electricidad había vuelto a mi vida y a mi corazón. Había una fuerza de atracción que controlaba mi cuerpo y mi razón, pero no era con la variable adecuada, era con una variable extraña, que sin pretenderlo, había comenzado a formar parte de la ecuación. En mi cuento de hadas, había llegado un nuevo príncipe dispuesto a compartir conmigo el trono.