Capítulo 14
Las Tierras Baldías – 2ª parte
Después de un par de horas de vuelo habían atravesado las montañas de norte a sur. Tras ellas descubrieron un río que nacía en lo alto de una serie de picos nevados que se veían a sus espaldas y pararon para beber y asearse. Después de llevar un día y medio bebiendo agua caliente, el agua templada del río les supo a gloria. Los grifos también bebieron a conciencia y colmaron sus reservas naturales.
Salvo la felicitación que Ana había dedicado a Luna por su manera de luchar y la promesa de que a partir de ahora se tomaría las clases para aprender a manejar la espada con mucho interés, no volvieron a sacar el tema de los banshells. Ahora los tres pensaban en silencio qué tipo de criaturas verían en aquel mundo, y si podrían lidiar con ellas o no. Aquello era mucho más peligroso de lo que podían haberse imaginado en un principio.
Al dejar atrás las montañas, el frescor dio paso de nuevo a un calor agotador y el silencio pesó otra vez como una losa sobre ellos. De nuevo fue Ana la que lo rompió, como tantas otras veces, buscando satisfacer su curiosidad y amenizar el viaje.
-Eso que has dicho antes… tienes razón: ¿por qué la Biblia hablará de vosotros? ¿Los que la escribieron sabían que existíais?
–Pues la verdad, es algo que siempre me he preguntado. De pequeña me decían que no me preocupara –se quejaba Luna-, y en el instituto nos aseguran que probablemente algún ángel revelara su presencia a los humanos que se encargaron de hacer la Biblia. Pero siempre nos cuentan esto quitándole importancia y la realidad es que siempre nos hemos mantenido ocultos a los ojos de los seres humanos, y que nos retraten en la Biblia, que es el libro más conocido en todo el mundo, sería entonces nuestro fallo más grande.
-Por no hablar de las Tres Reglas –le recordó Fran.
-Exacto. ¿Para qué la Regla de no mostrarnos a los humanos si lo hacemos de esa manera, dejándolo por escrito en un libro conocido por todos? No tiene sentido.
-¿Os mienten, entonces?
-O nos mienten… o no saben la respuesta.
-¿Y qué hay de eso del Cuarto Reino? ¿Humanos, ángeles y demonios conviviendo? –indagó Fran, mientras se llevaba distraídamente la mano al vendaje-.
-Ya te dije que solo son historias de mi abuelo.
Al poco rato, avisados por la aguda vista de Luna, llegaron a una zona en la que un nuevo elemento modificaba el aburrido paisaje. Bajo sus pies se podían ver los restos de un antiguo asentamiento lleno de casas de adobe en ruinas. Bajaron a echar un vistazo y rápidamente se sintieron a disgusto. Aquello parecía una mezcla de las ruinas de Pompeya y un pueblo del oeste americano en el tiempo de las conquistas. Soledad, aislamiento y desolación por todas partes; el poco viento levantando volutas de polvo y generando espeluznantes gemidos al atravesar por huecos y agujeros en los muros que continuaban en pie. Recorrieron la calle principal y cuando llegaron a lo que parecía la plaza del pueblo, vieron una docena de cruces de madera con esqueletos colgados en ellas. Todos tenían forma humana, pero con una pequeña diferencia: de los omóplatos les salían otras dos extremidades superiores que se extendían hacia los laterales. Al ver aquellos restos de ángeles colgados, montaron sobre Eco del Viento y Estrella Fugaz y se alejaron de allí. Al parecer, la única vida que prosperaba en ese mundo eran las bestias grotescas como los banshell.
-Luna –dijo Ana en voz alta para asegurarse de que Fran también lo oía-, todavía no nos has contado nada de la Ciudad de la Lluvia Eterna.
-Bueno, realmente no sé mucho. También forma parte de la mitología angélica. Historias tan antiguas que no se sabe si realmente sucedieron…
-Cuéntanoslo –pidió Ana-. Porque parece que la ciudad existe. Vamos hacia ella, ¿no?
Luna tosió y se aclaró la garganta. Después se frotó los brazos y giró las muñecas para desentumecerlas.
-A ver, supuestamente, tras la derrota de los demonios y la división de la realidad en los Cuatro Reinos, los ángeles siguieron viviendo en el mundo humano y las Tierras Baldías, que ni siquiera se llamaban así en aquellos tiempos. No había guerra y estas tierras no eran solo desierto y roca. Al contrario, había muchas zonas verdes y pueblos de ángeles. Se cruzaba de un mundo a otro por las puertas que se conocían y la vida prosperaba en ambos sitios. De hecho, una de estas ciudades prosperó tanto y albergó construcciones tan magníficas que se la nombró capital del mundo angelical. Era Jenoza. Fue una ciudad dorada durante muchos siglos. Hasta que la actitud guerrera del ser humano quedó patente, y los ángeles se dividieron en dos bandos: los que pensaban que el ser humano debía ser dominado por su propio bien y el del planeta, y los que confiaban en que predominaría el lado bueno en sus corazones. Así estalló el conflicto.
>>Los ángeles cayeron precisamente en el error de los humanos: la guerra. Se libraron batallas en los dos mundos, batallas que enfrentaron a ángeles, grifos y otro tipo de criaturas oscuras que trajeron los partidarios de someter a la raza humana para tener ventaja sobre el otro bando. El enfrentamiento final sucedió en Jenoza. La que antes había sido la ciudad más hermosa, se convirtió en la tumba de cientos de ángeles y otras criaturas. Tanta fue la sangre derramada y el dolor producido, que el cielo comenzó a llorar. Dicen que sobre la ciudad se formó una espesa capa de nubarrones que empezó a verter lluvia sobre todo el mundo. Solo que no era lluvia. Era sangre. Y sangre de un tipo especial, porque una vez que las criaturas estuvieron empapadas de ella, todas empezaron a moverse con más torpeza, con mayor lentitud y, finalmente, a transformarse en piedra. En cuestión de segundos todo quedó en silencio y sin movimiento.
>>Dice la leyenda que continuó lloviendo durante tres días seguidos. Los tejados de los edificios chorreaban sangre. Ríos del líquido color carmín recorrían las calles y bañaban los pies de las estatuas de cientos de ángeles y otras criaturas, congeladas para la eternidad en las posturas que tenían en el momento de empezar a llover. Unos atacando, otros protegiéndose, unos curándose, otros muertos caídos en el suelo…
-Como en Pompeya –dijo Ana.
-Eso es.
-¿Y qué pasó al final?
-Los supervivientes se marcharon. La zona quedó totalmente abandonada. Se sucedieron más batallas, hasta que finalmente ganamos nosotros y los ángeles partidarios de someteros, o ángeles oscuros, como los llamamos, quedaron desterrados a las Tierras Baldías.
-Qué triste. –Ana lo decía sinceramente, apenada por el trágico final.
-Le pega el nombre que tiene. Lluvia eterna… -comentó Fran, a unos metros de ellas, recostado sobre Estrella Fugaz.
El paisaje era ahora igual que cuando atravesaron la puerta. No se veía nada en ninguna dirección, salvo kilómetros y kilómetros de tierra seca y agrietada. Aunque sabían que iban por el buen camino y habían repuesto agua hacía poco, temían que el viaje se prolongara mucho más. Tenían miedo de quedarse sin comida y de encontrarse con otros peligros a parte de los banshell. Sin embargo ninguno hizo público sus miedos. Decirlo en voz alta sería como admitirlo y aquello les hundiría los ánimos.
Finalmente la tarde seguida de la noche se les echó encima y, esa segunda noche, igual que la primera, acamparon en mitad de la nada. Esta vez ni siquiera había un árbol del que extraer ramas para hacer un fuego, así que les tocó dormir a los tres acurrucados saco contra saco en el interior de la pequeña tienda, ya que las Tierras Baldías funcionaban, a ese nivel, como cualquier desierto de la tierra: por el día hacía un calor infernal, pero por la noche hacía bastante frío.
Como siempre, los primeros rayos de sol les despertaron y ya no pudieron dormir. En los últimos días habían cambiado el horario de sueño, ya que habían abandonado Pompeya de noche y habían entrado en las Tierras Baldías con el día apenas comenzado. A pesar de ello, el cuerpo se había acostumbrado y no acusaban el cansancio. Desayunaron frugalmente con agua y comida compartida y se pusieron en marcha, a lomos de los incansables grifos.
Durante un par de horas volaron sin ver nada en el horizonte, hasta que Luna les avisó de que se acercaban a otra cadena de montañas.
-Esperemos que no haya gusanos mutantes.- Ana puso una mueca de repulsión, estremeciéndose solo de pensarlo.
-Bastará con seguir volando y no pisar tierra –respondió Luna.
A medida que pasaba el tiempo y se iban acercando, la sierra aumentaba de tamaño. Cuando estuvieron lo suficientemente cerca, Fran comentó que no parecían montañas. Para empezar, el perfil que tenían era muy raro. Hacia la izquierda, según podían apreciar, había una zona elevada que mantenía siempre la misma altura. Luego de repente, a medida que se extendía hacia la derecha, la línea de supuestos picos montañosos ascendía enormemente para continuar durante muchísimo trecho a esa misma altura, sin ascender ni descender.
-Qué rara es –dijo Ana-. No será algún nido de monstruos, ¿verdad?
Pero Luna no respondió. Estaba concentrada en aquella enorme formación geológica que se veía en la lejanía. Al poco rato, hasta Fran y Ana pudieron distinguir que aquello no eran montañas. No había picos, nevados o no, ni nada que se le pareciera.
-No me lo puedo creer –dijo una sorprendida Luna, haciendo visera con la mano para no quedar deslumbrada por el sol-. Es un Árbol…
-¿Un árbol?
-Un Árbol de la Vida…
-¿Cómo? – preguntó Fran, incrédulo-. Pero si tiene el tamaño de un portaaviones, por lo menos.
-Ya os dije que los Árboles eran grandes.
Pasado un rato se habían acercado más y podían apreciar claramente la forma de un árbol descomunal caído sobre la tierra. Al principio podían abarcar toda su longitud con la vista, pero a medida que se aproximaban se iba haciendo tan grande que para poder verlo de principio a fin tenían que girar el cuello de un lado para otro.
Finalmente llegaron al inmenso tronco cuya altura, aún tumbado, era la de un edificio de varios pisos, y que a esa hora proyectaba una larga sombra sobre el suelo. Luna palmeó suavemente a Eco del Viento en el costado derecho y el animal arqueó el cuerpo. Viró hacia ese lado y se dirigió hacia la copa del Árbol, seguido por Estrella Fugaz, volando en paralelo al tronco. Vieron que la madera estaba ya reseca y que las grietas propias de la corteza estaban desmoronadas o a punto de hacerlo. De hecho el suelo estaba cubierto de fragmentos de todos los tamaños desprendidos a lo largo de los años. Cuando llegaron a la zona donde se ramificaba retrocedieron con los grifos para poder ir bordeando la línea de perfil de la copa. A Fran se le antojó el típico árbol que venía dibujado en las historias de terror, de silueta tenebrosa, con las ramas desnudas como dedos esqueléticos señalando en todas direcciones, solo que de un tamaño descomunal. Miró a Luna y advirtió su cara de tristeza.
-Supongo que se secó…
-¿De aquí nacíais? –preguntó Ana.
-Aterricemos –fue la única respuesta que dio el ángel.
Planearon en círculos y tomaron tierra en una zona más limpia de trozos de corteza que el resto. Al hacerlo, varios insectos raros y otras alimañas salieron huyendo al abrigo de una rama gruesa aplastada que había unos pasos más atrás. Ana y Fran no pudieron evitar sentir escalofríos, aunque Luna no les hizo caso alguno.
-No nacíamos de este Árbol en concreto. Hay varios repartidos por el mundo.
-¿Cuántos? –quiso saber Ana.
-No lo sé exactamente. ¿Diez? ¿Quince? No es que haya muchos, pero ya habéis visto el tamaño. De un solo Árbol pueden nacer cientos de miles de ángeles. Mirad. –Y, acercándose a una enorme rama que yacía tras ella, señaló a pocos centímetros una especie de carcasa marrón y de forma ovalada que estaba unida a la rama por un pequeño apéndice. Podría haber pasado por un fruto reseco si se hubiera tratado de un árbol normal y corriente-. Esto es una crisálida. Imagináosla transparente, fresca, llena de vida y movimiento, con un pequeño cuerpecito de ángel dentro flotando en un líquido rosado.
-Si estuviera aquí Gus –dijo Fran con tristeza-, diría alguna tontería. Que sois como fruta, por ejemplo…
Tanto Luna como Ana sonrieron con cara de pesar y dejaron morir las palabras en el silencio de las Tierras Baldías. Ana se acercó como hipnotizada hacia la crisálida y la rozó con la yema de los dedos. Al contacto con la piel, casi la totalidad de ella se deshizo en cenizas que se esparcieron por el suelo.
-Oh…
-¿Los plantáis vosotros? –se le ocurrió de repente a Fran.
-Más o menos… Es algo complicado. –Al responder a su custodiado Luna evitó mirarle a los ojos-. Ahora estamos preocupados, porque los árboles se están marchitando y no sabemos por qué. Caen enfermos y eso hace que crezcan menos y que nazcan menos ángeles. Se están…
-Muriendo –terminó Ana-. Pero eso significa que si no encontráis un remedio…
-Dejaremos de existir –y la realidad cayó como una losa sobre ellos. Su amiga y los ángeles que había ahora mismo podrían ser una de las últimas generaciones.
Aunque a Luna no le hacía gracia la idea de parar ahí, la verdad es que ya era hora de hacer un descanso. Así se lo comunicó a Ana y Fran y éstos estuvieron de acuerdo. Mientras los grifos revoloteaban por ahí, ellos practicaron un poco con las espadas de madera. Luna les enseñó nuevas posturas defensivas y movimientos de ataque. Cuando les puso a luchar entre ellos y quedó claro que Fran era mejor y siempre superaba a su amiga, Luna decidió batirse con él. Aunque no era rival para ella, tenía que reconocer que su custodiado le ponía ganas y si seguía así mejoraría mucho y en poco tiempo. Los ángeles eran entrenados en el uso de la espada desde pequeños y eran muy diestros con ella. Sin embargo, Fran aprendía rápido y, si el aprendizaje aumentara en esa proporción durante algún tiempo, meses tal vez, no tendría nada que envidiar a un ángel normal y corriente en el uso de la espada, quizás incluso le superaría. Tenía una gracia innata en esgrima.
Al terminar, Ana y Fran se sentaron en el suelo para recuperar el aliento, alejados de las ramas y los bichos extraños que pudieran pulular por su interior. Luna, cabizbaja, echó a caminar entre los trozos de corteza y ramas caídos, algunos de los cuales eran incluso del tamaño de un coche. Al verla, Ana se incorporó rápidamente y fue trotando hacia el ángel. Fran la observó con una mirada hosca; luego se giró y se tumbó en el suelo, con las manos tras la nuca.
-Luna –dijo Ana al llegar a su altura, y tras sortear un bicho bola del tamaño de una ardilla-. Quiero preguntarte algo.
-¿Sí? –La desgana y la apatía que había mostrado el ángel durante aquel día al final se había hecho notar. En otra circunstancia, Ana se habría interesado por ella, pero ahora le urgía más encontrar respuesta a una cuestión que llevaba más de dos años rondándole la cabeza. Algo le decía que por fin estaba cerca de la respuesta que tanto había buscado.
-Ya sé que las Tres Reglas no permiten a los ángeles mostrarse, y que no significa que no estéis aquí aunque no podamos veros, pero…
-¿Pero?
-Yo sé que no tengo ángel de la guarda.
-Bueno –contestó Luna sin mucho afán-. Echa cuentas. Pon quince Árboles de la Vida a varios millones de crisálidas cada uno. No llega ni de lejos a los siete mil millones de personas que sois en el mundo. –Y luego, añadió con un tono de reproche nada propio en ella:- Lo habéis superpoblado. Y encima no guardáis equilibrio. Consumís sus recursos, lo contamináis y no le dais tregua. Yo no comparto los métodos de los ángeles oscuros, pero les entiendo en parte.
-Yo… bueno… tal vez tengas razón. Pero me refería a otra cosa. Hay personas que tienen ángel de la guarda y otras que no, ¿verdad?
-Sí.
-¿Se podría dar el caso de que una madre tuviera ángel de la guarda y su hija no?
-Perfectamente.
-Y…
-¿Sí? –preguntó Luna algo impaciente. Ana le caía bien, pero hablaba mucho y ahora no estaba de humor. Sólo quería dar un paseo y ordenar sus ideas.
-En ese caso, el de una madre con ángel de la guarda y una hija sin él, si hubiera un accidente de coche, ¿el ángel de la guarda de la madre podría salvar a la hija antes que a la madre?
Al oír aquello Luna se paró en seco y miró a Ana con suspicacia. Ahí había algo más. No era la simple curiosidad que la chica había mostrado desde el momento de conocerse.
-Sí, podría. No estaría rompiendo ninguna regla…
-Luna, ¿dónde van las personas al morir?
El ángel de la guarda arrugó imperceptiblemente el semblante y se echó para atrás. Llevaban varios días viajando juntos, conviviendo veinticuatro horas seguidas, pero seguro que no estaban preparados para entender eso. Rompería todos sus esquemas. Sería algo totalmente inesperado para ellos. No podía responder a esa pregunta. No debía hacerlo, por su bien.
-Luna, respóndeme –le rogó Ana-. Mi madre murió en un accidente de tráfico. Creo que tenía ángel de la guarda y que intentó ayudarla, pero ella dijo que me salvara a mí primero. Seguro que fue un ángel. No pudo regresar a tiempo y mi madre murió porque otro coche que venía detrás chocó contra el nuestro. Sé que fue un ángel. ¡Lo sé!
Luna se había quedado pálida. Le daba mucha pena la historia de Ana. Tenía cierta idea de lo ocurrido por haber oído retazos de conversaciones en momentos en los que estaba junto a Fran, invisible, ejerciendo de guarda y aprendiendo del mundo humano. Pero ahora tenía la historia completa y casi no podía aguantar la mirada de su nueva amiga de pura tristeza que sentía por ella.
-¡Dímelo! ¡Era mi madre!
Los ojos de Ana se llenaron de lágrimas y pronto le cayeron por las mejillas. Su cara siempre alegre era ahora un retrato de la amargura y la añoranza. Le faltaba una de las cosas más importantes de este mundo, una madre, y eso era algo de lo que Luna sabía mucho, por desgracia.
-Ana…
-¡Dímelo! ¡Os la llevasteis! ¡La echo mucho de menos! –grito, cogiendo a Luna de las manos y apretando fuertemente. Después se quedó en silencio unos segundos, se serenó, y miró al ángel a la cara con los ojos inundados de lágrimas brillantes-. Necesito saber que está en un lugar mejor. Quiero saber que está bien.
-Ella está bien, de verdad –respondió Luna sinceramente-. Pero no es como piensas.
-¿A qué te refieres? –Ana estaba algo más tranquila, ya no gritaba, pero seguía llorando sin darse cuenta.
-Los ángeles y los seres humanos tenemos un final común. Nuestras almas van al mismo sitio.
-¿Al Cielo? –preguntó esperanzada.
Luna miró hacia arriba con un semblante de paz.
-Yo creo que sí. Pero no es ahí donde van de momento. Quizá lo hagan al final de los tiempos, cuando todo termine.
-¿Qué dices? No lo entiendo.
-Tanto nuestras almas como las vuestras –dijo Luna-, todas tienen otra función al separarse del cuerpo. Y es preciosa. Todas terminan en el mismo lugar y hacen posible germinar nueva vida.
-¿Dónde está ahora mi madre? –insistió, cada vez más preocupada.
Luna permaneció callada unos instantes, los últimos en los que dudó si contarle o no la verdad a Ana. Ya le daba igual las Tres Reglas. Las había roto, esas y otras de menor importancia. Lo que le preocupaba era que Ana y Fran, como seres humanos, no pudieran aceptarlo. Finalmente cogió aire y lo soltó en un largo suspiró. Después, abrió la boca para hablar.
-Tu madre está en mí. En mi padre. En mi abuelo. En ti. En Fran. En todos nosotros. Todas las almas van a los Árboles de la Vida. Es el alimento de los Árboles. Es el agua que riega sus raíces y les hace crecer. Es el nutriente necesario para que nazcan nuevos ángeles.
>>Entre las muchas actividades de los ángeles, una de ellas es recolectar almas. Cuando una persona o un ángel muere, sus almas quedan en el lugar donde tuvo lugar el último aliento. Emiten unos poderosos rayos de luz blanca que suben hacia el cielo y se ven a kilómetros de distancia, algo así como la Puerta de Pompeya, ¿recuerdas? –Pero Ana no respondió. Se limitó a seguir con la expresión de incredulidad que se había adueñado de su cara-. Así los ángeles encargados de ello las divisan fácilmente y las recogen para traerlas a los Árboles. Las colocan en el Árbol más cercano, en un pozo que riega sus raíces, donde hay otras miles de almas. Así nacen nuevos ángeles. Del mismo modo, de ese pozo cogen muchas para llevarlas a los hospitales del mundo humano y que así cada niño recién nacido sea bendecido con un alma.
>>Eso no significa que un niño recién nacido tenga la mentalidad y los recuerdos de la antigua persona. No. El alma olvida y se transforma. Al ingresar en un bebé humano se transforma en otra alma totalmente distinta y se empieza de nuevo. Da igual que sea un alma humana o un alma angelical; todas riegan el Árbol por igual, y pueden terminar de nuevo dentro de una persona o de un ángel, sin importar su origen.
Ana se había quedado helada. Desde el principio había sabido que conocer a Luna supondría un cambio en su visión de la vida. Dio por sentado que conocería cosas nuevas y otras explicaciones a muchas cuestiones que creía ciertas cuando no lo eran. Sin embargo aquello sobrepasaba con creces sus expectativas y, en este caso, no de manera positiva. Haciendo un gran esfuerzo, logró balbucear:
-¿Me estás diciendo que mi madre no ha ido al Cielo?
-Ha ido donde van todas las almas buenas. Y después, ha servido a un propósito mayor. –Luna vio que su amiga no reaccionaba y empezó a pensar si había hecho bien o no en decírselo. Nerviosa, se frotó las manos-. Si te sirve de algo, yo no conocí siquiera a mi madre. Mi padre dice que murió cuando yo era un bebé. Tú por lo menos disfrutaste de ella más de diez años. –Se llevó las manos al cuello y se agarró una finísima cadena que tenía alrededor. Tiró hacia arriba y pronto un pequeño colgante ovalado surgió de detrás de la túnica. Lo abrió por la mitad y se lo tendió a Ana-. Ésta es ella. ¿A que era guapa?
Aquellas palabras provocaron por fin un cambio en el semblante abatido de Ana. Miró a su amiga y musitó un lo siento apenas audible. Eso era cierto al fin y al cabo: perder a una madre era siempre algo muy doloroso, pero ella por lo menos había conocido y vivido con la suya durante once años.
-Sí, es muy guapa. De verdad.
-Gracias.
-¿Puedo… contarle todo esto a Fran? –preguntó después con timidez-. Necesito desahogarme con alguien que me entienda…
-Sí, ya lo sé. -Luna asintió con la cabeza-. Con alguien como tú. Con otro ser humano. Adelante.
Cruzaron la mirada una vez más y se dieron la espalda. Luna prosiguió con su paseo esquivando ramas y fragmentos de corteza de árbol y Ana regresó donde habían dejado las cosas.
Cuando Luna regresó, tanto Fran y Ana como los grifos estaban esperándola. Nadie hablaba ni emitía sonido alguno y Luna pensó que a Fran no le había sentado bien saber la verdad acerca de lo que sucedía después de morir. Pero tampoco estaba de humor para discutir o simplemente decir palabras de consuelo. Una sombra de duda se había atrincherado dentro de su corazón, y cada vez más se preguntaba sobre los motivos que provocaron la guerra entre ángeles hace ya tanto tiempo y, sobre todo, si la naturaleza del ser humano era tan noble como ella pensaba.
Así, montó sobre Eco del Viento y alzó el vuelo. Desde arriba, dijo a Fran y a Ana:
-Id juntos un rato y así dejamos descansar a Eco.
Después, puso rumbo a la Ciudad de la Lluvia Eterna sin mirar atrás.
***
Gus había empezado a recobrar la conciencia a la vez que comenzaba a sentir un dolor lacerante oprimiéndole los hombros, como si varias cuchillas afiladas le rasgaran constantemente por delante y por detrás. Sabía que se debía a las heridas que le habían infligido las garras de las gárgolas, que ahora veía volando en paralelo a él, sin embargo saberlo no le servía de ningún consuelo.
Iba montado sobre el esqueleto de un caballo alado que tenía dos cuernos en la testa. Delante de él, la sombra que le había raptado en el pueblo abandonado de LagoClaro llevaba las riendas con seguridad. Su túnica hedía a miedo y muerte, y muchas veces tenía que hacer esfuerzos por aguantarse las nauseas. El hecho de que tuviera un hambre tremendo y las tripas le sonaran cada dos por tres no mejoraba la situación. Además, se sentía muy debilitado y febril.
Tan solo en una ocasión había intentado hablar con aquella criatura para decirle que le dolían mucho los hombros, pero no había recibido respuesta. Suponía que le habían curado estando inconsciente, porque tenía dos cataplasmas toscas y malolientes sobre los hombros, atadas con tiras de cuero. Por lo pronto no le prestarían más atención a su herida.
Desde que volaba con la mente algo más despierta, Gus había distinguido bajo ellos una especie de árbol inmenso, caído en el suelo, y un asentamiento derruido de casas antiguas y de piedra, con una edificación circular cuyo techo azulado se veía claramente en contraste con el marrón de la tierra seca. Ahora, a lo lejos, comenzaba a ver una formación rojiza, tirando a color óxido, rodeada por zonas verdes, en el corazón de una sierra montañosa.
Una hora más tarde, las dos gárgolas, el caballo alado, la sombra y Gus llegaban a las puertas de una ciudad abandonada mucho tiempo atrás, cubierta de hiedra y plantas en la mayor parte de los edificios y calles, ajena al paso de las eras. Gus se quedó impresionado ante semejante visión, pero no tuvo tiempo de ahondar en sus sentimientos porque el caballo giró bruscamente y descendió hacia el suelo. La ciudad estaba rodeada por un muro de cinco metros de altura en la parte delantera; la zona de atrás estaba cubierta por una pared casi vertical excavada en la montaña, que seguía hacia arriba durante cientos de metros hasta terminar en altos picos nevados.
Estaban frente a dos enormes portones entreabiertos que franqueaban el acceso al interior y por la rendija que dejaban se podía ver la calle principal que ascendía en línea recta hacia el corazón de la ciudad.
-Vamosss a dejar un mensaaaje a tu hermaaano y sus amiiigos –graznó la sombra, burlándose de Gus.
Dicho eso, sacó una vitela marrón y arrugada de debajo de sus vestimentas y con la punta de su dedo, empezó a escribir sobre el papel. Parecía como si el roce del dedo huesudo con la superficie del pergamino quemara como fuego, pues tras el paso de la falange por la superficie aparecían las extrañas letras seguidas de volutas de humo que se deshacían en el aire. Cuando terminó, sacó un hueso roto y acabado en punta de algún tipo de animal y clavó con fuerza el papel al portón de madera, que crujió indignado. Después, se giró lentamente hacia Gus y le miró maliciosamente.
-Para que no se piiierdan. Tenemos muuucho interés en que nos encueeentren… -aclaró, con su voz rota y cascada, casi mascando las palabras y escupiéndolas. Después hizo un gesto a las gárgolas, que se adelantaron rápidamente y empujaron a Gus de malas maneras. Gus cayó al suelo y se lastimó las rodillas, pero no fue tan tonto como para quedarse allí llorando. No quería que le hicieran más daño, así que se levantó rápidamente frotándose las magulladuras y echó a andar tras la sombra, que ya había atravesado la entrada de aquella misteriosa ciudad.
***
Tras dejar atrás el Árbol y volar durante unas horas más, la noche se les echó encima. Con las últimas luces del atardecer todavía iluminando tenuemente, llegaron a otro asentamiento de mayor tamaño que el que habían visto al comienzo del día. Las construcciones estaban mejor conservadas, si bien se veía que el lugar llevaba años abandonado.
-Tendremos que hacer noche aquí –dijo Luna, sin estar ella misma muy convencida.
-¿Y… si hay… cosas? –preguntó Ana incapaz de controlar el escalofrío que le recorrió la espina dorsal.
-Buscaremos un sitio cerrado y haremos guardias. Los grifos tienen un oído muy fino, serán excelentes perros guardianes.
Desde su posición privilegiada en el cielo, vieron un gran edificio circular de techo azul que destacaba sobre el resto de casas y construcciones que le rodeaban, pero por muy enigmático que fuera, ni Fran ni Ana tenían ganas de preguntar a esas alturas. Cada hora que pasaban en las Tierras Baldías la sensación de peligro crecía más y más. Aunque solo se hubieran topado con dos banshells, sabían que había gárgolas, sombras y otras criaturas mortíferas caminando por ese mundo.
-Si esto hubiera estado poblado, habría sido por ángeles oscuros sin duda. Menos mal que ninguno vive aquí. De ser así no habríamos durado ni diez minutos…
-Sabes cómo animarnos, sin duda. –Fran no pudo reprimir la ironía. Si la tensión hubiera sido sólida, los dos hubieran estado separados por un muro de dos metros de grosor.
-Vamos a pasar la noche en ese edificio circular. Y veréis otra de las cosas que hacemos los ángeles por vosotros –anunció Luna con una voz fría. Al final la curiosidad de Fran y Ana sería satisfecha, después de todo.
Bajaron a tierra y sobrevolaron alrededor del edificio hasta ver la entrada. Al hacerlo, los tres pudieron observar que la fachada estaba decorada con esculturas de ángeles y extraños animales en movimiento, representando escenas diversas. Había un elemento común que se repetía en todas ellas: el viento y las nubes.
Desmontaron de los grifos y caminaron a pie junto a ellos. Luna encabezaba el grupo con Eco del Viento a su altura. Después iba Fran seguido de Ana y Estrella Fugaz cerraba el paso. Atravesaron el umbral de una gran puerta corrediza y se colaron en el interior, en penumbra. Luna iluminó su cuerpo lo suficiente como para alcanzar a ver un par de metros a la redonda y aquello les reconfortó. Pero aun con la luz y la presencia de los poderosos grifos, sus mentes inquietas y rebeldes no paraban de imaginar monstruos acechando en la oscuridad. Sus oídos también les jugaban malas pasadas y más de una vez Luna se paró en seco para escuchar un sonido que nunca se repetía. La única luz natural que iluminaba el interior eran tres líneas de claridad rectas que entraban por el tejado, roto y ajado por el tiempo, que dejaba pasar el resplandor de la luna.
Recorrieron la zona a la que daba la puerta de entrada, un espacio grande y diáfano que a Fran le recordó la nave de la fábrica abandonada donde conoció a Luna, solo que en versión angelical, pues no se imaginaba un almacén humano lleno de estatuas, esculturas y soportes para plantas y un canal de agua que pareció intuir en la oscuridad. Habían rodeado una gran pila circular de diez metros de diámetro y uno y medio de alto en su inspección del lugar. Por lo demás, tan solo habían descubierto una salida al fondo que bajaba hacia abajo y que prefirieron no explorar. Una vez examinado el sitio, regresaron a la entrada y establecieron su campamento a unos cuantos metros de la puerta.
-Vamos a dar otra vuelta y recogemos algo para hacer un fuego –señaló Ana. Luna asintió y dijo a los grifos que se quedaran allí. Los tres se perdieron poco a poco en las tinieblas de aquel lugar.
-¿Qué era eso que nos ibas a enseñar?
-¿El qué? –preguntó Luna, cansada de las preguntas de Ana.
-¿Algo con lo que los ángeles ayudaban al ser humano?
-Ah... Sí, una más de las cosas que hacemos por el planeta. Algo que intentamos por lo menos arreglar, sólo para que vosotros lo destruyáis…
-¿Y bien? ¿Qué es? –preguntó Fran exasperado. Cada vez notaba que tenía menos paciencia con su ángel de la guarda, por mucho que le hubiera salvado la vida hace unos años y aunque ahora les estuviera ayudando a encontrar a Gus. Gus… ¿dónde estaría? ¿Se encontraría bien? ¿Tendría miedo?
-Esto es una antigua fábrica de nubes.
-¿Qué? Anda ya… -soltó Ana, incapaz de dar otra respuesta.
-¿Acaso no habéis visto cosas más extraordinarias en mi mundo?
-Sí, pero…
-Y las que os quedan por ver. Cosas que ni os imagináis –aseguró Luna en un tono más serio de lo normal-. Esto fue una fábrica de nubes. Y los ángeles fabricamos nubes para ayudar a disminuir la contaminación que el hombre lleva creando durante los últimos doscientos años. La lluvia disminuye el humo y la contaminación.
Ni Fran ni Ana pudieron contradecirla. En cuanto a lo del cuidado del planeta llevaba toda la razón; el ser humano podría hacer mucho más de lo que estaba haciendo por la salud del mundo donde vivía.
-¿Hay muchas de estas fábricas por ahí?
-Sí. Aunque ya te digo que no son suficientes.- Luna se agachó a coger unos trozos de madera del suelo y Ana, a su lado, agarró una especie de escultura pequeña que representaba un caballo alado, también labrado en el mismo material.- Si no tuviéramos estas fábricas habría mucha más contaminación y eso que llamáis efecto invernadero sería mucho peor. La temperatura del planeta ya habría subido más grados hace años. También ponemos mucho empeño en influir a vuestros dirigentes en las cumbres que celebran para que opten por energías limpias y renovables, pero ya os dije que la manera más efectiva para ello es que el ángel de la guarda susurre a su propio custodiado, y muchos políticos no tienen ángel de la guarda.
Unos minutos después estaban los tres sentados en torno a un montón de objetos combustibles que habían encontrado por la sala principal de la fábrica de nubes. Como las otras veces, pusieron las astillas y partes pequeñas en la base y lo más grueso arriba y, con el mechero que había traído Fran, encendieron el fuego rápidamente. Algunas de las cosas que habían traído tenían pintura y otros materiales por encima, y el olor que despedía el humo era un tanto desagradable. Lo bueno es que disponían de luz y calor en la fresca noche en el interior de aquella fábrica de nubes.
Sin mucho más que decirse, los tres se echaron en sus sacos, pensando en sus cosas y preguntándose, por separado, qué estaba sucediendo entre ellos, pues ya no parecían los mismos que cuando había empezado el viaje. Algo malo estaba surgiendo. Ya no se trataban tan bien como antes y las miradas turbias y las respuestas secas empezaban a ser la tónica dominante.
Al poco se durmieron y, aunque lo habían hablado un rato antes, ninguno se acordó de montar guardia.
***
A esas alturas no sabía qué pensar. Estaba totalmente perdido acerca de los motivos que podrían haber llevado a Luna y los dos chicos humanos a hacer todo ese viaje para cruzar ni más ni menos que una puerta a las Tierras Baldías. No habría servido de nada interponerse en sus planes y frustrarlos, pues ella era testaruda y tozuda como su padre y lo hubiera hecho en cualquier otro momento. Sin duda era mejor seguirles y ver qué sucedía para poder solucionar el problema de raíz.
Así, había seguido su pista desde España hasta Italia. Siguió su rastro hasta Pompeya y allí, entres las mudas ruinas, cuando había visto el haz de luz que emitía la puerta que comunicaba con las Tierras Baldías, se le pasó por la cabeza que en efecto podían estar dirigiéndose hacia ese lugar prohibido. Había desechado la idea por descabellada y sin embargo, al poco había descubierto que de hecho, así era.
Vio todo el jaleo montado con los grifos y no pudo sino felicitar mentalmente la astucia que habían tenido los tres chiquillos. Probablemente hubiera sido idea de Luna, pues un ser humano habría de ser muy listo para engañar así a un grupo de ángeles guardianes. Lo que en cambio le había defraudado y enojado era la ausencia total de ángeles vigilando la puerta. Todos y cada uno de ellos habían ido a tranquilizar y reunir a los grifos. Ninguno se había quedado junto a la puerta en mitad del anfiteatro. Había tomado nota mental para sancionar al jefe de escuadrón a la vuelta de aquel misterioso viaje y vivía el arcángel Gabriel que lo haría. Creía recordar que el jefe de aquella escuadra era Sekrael, un ángel que había batallado bajo su mando y que después había ido ascendiendo puestos en la Orden de los Guardianes. Tenía una gran cicatriz en la cara, recuerdo de la lucha en Kwilangk, la única gran batalla entre ángeles y ángeles oscuros de esta generación, que había liderado triunfante el entonces joven guerrero Icariel.
Así que había bajado a la arena minutos después de que Luna y sus compañeros entraran por la puerta. Había permanecido un rato más junto a la luminosa entrada de las Tierras Baldías, pero ningún ángel había aparecido; todos estaban ocupados reuniendo a los grifos. Cuando creyó haber dado suficiente ventaja a sus perseguidos, cruzó el umbral y se materializó en un desierto árido y terroso.
Pudo distinguir a lo lejos la silueta de los dos grifos y los niños montados sobre ellos. Se giró y vio el cartel indicador tras la puerta, y su semblante se ensombreció al reconocer el nombre del lugar donde se dirigían: Jenoza, la Ciudad de la Lluvia Eterna. Nada bueno podía salir de ese viaje. De pequeños todos estudiaban que la ciudad era parte de la mitología angélica y así lo creía casi todo el mundo, salvo los ángeles que ascendían a algún cargo de importancia y eran recompensados con la verdad. La ciudad existía, y su historia era tan real como triste. ¿Qué asuntos tenían la hija del Consejero Icariel y dos niños humanos en Jenoza? ¿Y cómo habían llegado a saber de la existencia y la ubicación exacta de la mítica ciudad?
Azuzó a su grifo y remontó el vuelo.
Durante dos días los siguió a una distancia prudencial, rastreando sus movimientos y esperando que no se encontraran con ningún problema. Con la llegada de la primera noche se adelantó a ellos y llegó a unas montañas, primer indicio de un cambio en el paisaje. Esperó su llegada a la mañana siguiente y observó en tensión cómo peleaban contra dos banshells, criaturas que llevaba años sin ver. A punto estuvo de salir en su ayuda, hasta que vio la manera en que la hija del Consejero cortaba a uno por la mitad. Se notaba quién era su padre. El chico humano, sin embargo, había demostrado ser un completo inconsciente; había puesto a todos en peligro. Así que cuando vio que abatían al primer banshell, soltó el aire retenido y no se preocupó por el segundo, del que sin duda darían cuenta los poderosos grifos, que aunque eran jóvenes, tenían mucha fuerza y rapidez.
Volvió a dejar que fueran delante de él y les siguió de lejos para evitar que le vieran. Pasó tras ellos por un antiguo pueblo de ángeles oscuros y finalmente llegó a una ciudad más grande justo a tiempo para ver cómo los jóvenes viajeros se metían dentro de una fábrica de nubes en la ciudad que, esperaba, estuviera abandonada. Rápidamente voló hacia el edificio y esperó con el oído atento sobre el tejado. Al menor indicio de lucha o gritos bajaría a intervenir.
Cuando después de un rato observó que todo estaba en calma y un resplandor anaranjado proveniente de la entrada le indicaba que habían hecho un pequeño fuego, se tumbó cuan largo era sobre la techumbre de la fábrica y se dispuso a dormir al aire libre, con su grifo ya adormilado a unos metros de él. Después de todo, había pernoctado en lugares mucho peores y aquel era un sitio tan bueno como cualquier otro para hacer noche.
***
Fran se despertó a media noche con ganas de ir al baño. Todavía quedaba un pequeño fuego y cogió un trozo de madera llameante por un extremo, comprobando antes que no quemara. Alumbró su camino y salió a la calle para poder vaciar la vejiga. La luz de la luna iluminaba con su claridad y, visto así, aquel lugar le recordó al pueblo de su madre, un pueblo llano de Ávila, de no más de doscientos habitantes, donde el silencio era el rey y la soledad era la reina, y ambos imponían su ley en el lugar. Faltaban solo los círculos de luz blanca de las farolas iluminando cada pocos metros para que la estampa fuera la misma.
Una vez que hubo terminado, regresó dentro. Entonces reparó en que el saco de Ana no estaba. Medio adormilado, se encogió de hombros y se metió en el suyo. Habrá ido al baño…
Cuando a los cinco minutos después, espabilado, se removía inquieto incapaz de encontrar de nuevo el sueño, reparó en lo que habían visto sus ojos y lo comprendió. ¿Qué faltara el saco también? ¿Por qué motivo? Se incorporó y miró hacia el lugar. Todo el polvo que se había acumulado en ese sitio durante años ayudaba a que las huellas de cualquier tipo fueran muy visibles. Podía distinguir las pisadas de Luna, las de Ana y las de él mismo en su ronda de inspección. Se notaban también las pezuñas de Eco y Estrella. Pero había algo más. De donde debiera haber estado el saco de Ana partía una especie de camino de medio metro de ancho, como si algo hubiera sido arrastrado, un rastro que se perdía en la oscuridad.
Se puso en pie como un resorte y corrió a avisar a Luna. Empezó a moverla suavemente pero el ángel no despertaba; hasta en ella había hecho mella el cansancio finalmente. Al ver que no respondía, Fran la zarandeó con fuerza.
-¡¿Qué ocurre?! –gritó sobresaltada, incorporándose de un golpe como si hubiera tenido una mala pesadilla.
-¡Ana no está!
-Habrá ido al baño –contestó perezosa. Miró hacia el lugar donde debería haber estado el saco de la chica y se frotó los ojos enrojecidos, pero nada cambió. Entonces se levantó de un salto-. ¡Se la han llevado! ¡La han arrastrado! ¡Mira las marcas!
-Tenemos que encontrarla –apremió Fran.
Luna corrió al lugar donde dormían los grifos y rebuscó en las alforjas, colocadas en el suelo cerca de los animales. Rebuscó y sacó dos espadas. Se dio la vuelta y le lanzó una a Fran, que la cogió al vuelo por la empuñadura. En cualquier otro momento se hubiera felicitado a sí mismo por los reflejos, pero ahora no había tiempo que perder. Ana podía estar en un grave peligro. Luna, iluminando el camino con el débil resplandor de su propio cuerpo, echó a correr por el sendero libre de polvo que había dejado el saco de Ana al ser arrastrado. Fran le pisaba los talones, temeroso de perderse en la oscuridad.
Las marcas les condujeron hacia el extremo opuesto de la gran sala central, justo a la puerta que habían dejado sin investigar. Ahí la oscuridad era todavía más negra y el resplandor de Luna era menos efectivo. Entraron dentro y se encontraron en un corredor largo y estrecho que seguía de manera indefinida. Por suerte para ellos, el rastro del saco era más visible allí. Sin embargo, ahora había un elemento nuevo: huellas de algún tipo de bestia. De vez en cuando se veían marcas de las patas acolchadas de un animal sobresaliendo por los laterales del sendero marcado en el suelo, como si lo que hubiera arrastrado a Ana camuflara sus huellas con el rastro que dejaba el saco.
Corrieron acompasados durante varias metros y el pasillo dobló un recodo a la derecha. Por la mente de Fran pasaban decenas de imágenes en las que Ana era descuartizada por una bestia de las Tierras Baldías. Un gusano gigante mutante, una larva venenosa como las que había visto en el Árbol, un grifo loco descontrolado, un ángel oscuro y siniestro… En todas y cada una de ellas se le colaba en la cabeza la imagen de su amiga recibiendo zarpazos o mordeduras de fieras grotescas o siendo apuñalada por un ángel que odiara a los humanos. ¿Y si le había pasado algo? ¿Y si Ana estaba… muerta? Se sintió entonces irremediablemente mal por la actitud que había tenido durante los últimos días, por la poca paciencia que había mostrado a sus amigas; por desear cosas que no eran ciertas, como no haber conocido nunca a su ángel de la guarda; por no haber estado junto a Ana y haber evitado que se la llevaran. ¿Y si no volvía a verla? Antes había estado guardándola rencor porque parecía que ella estuviera aquí de visita en vez de para salvar a Gus. Siempre preguntando cosas a Luna, siempre despreocupada… ¿Acaso no sabía el peligro que corría su hermano pequeño? Pero por fin recapacitaba en ese momento en que sentía que Ana podría haber desaparecido para siempre. Más vale tarde que nunca. Ahora haré las cosas bien, lo prometo. No estés muerta, Ana, por favor… En ese momento en que corrían por el oscuro pasillo y el único sonido que les acompañaba era el eco de sus pisadas y su respiración jadeante, por fin había comprendido que alguien tenía que ser fuerte en aquel viaje, y que debía ser él mismo, el hermano mayor. Si todos se dejaran llevar por la apatía y el mal humor, si en los corazones de todos planeara una nube gris de desesperanza, aquella misión de rescate tendría el fracaso asegurado. Ana y Luna habían sido fuertes. Ahora le tocaba a él. Ahora era su turno de tomar las riendas.
-Luna. –Llamó a su ángel de la guarda. Se había parado en mitad del pasillo con los puños cerrados.
-¿Qué quieres ahora? ¡Tenemos que darnos prisa!
Fran no se movió. Se quedó mirándola a los ojos mientras luchaba contra la parte negativa de él mismo.
-¿Me estás oyendo? ¡Ana puede estar en grave peligro!
Finalmente Fran se movió. Avanzó hacia ella con el gesto serio y se plantó a escasos centímetros de su cara. Después, sin previo aviso, la abrazó, estrechándola fuertemente, como si fuera alguien muy preciado para él y de quien no quisiera separarse nunca… y en efecto, así era.
-Lo siento, Luna. Siento haberme portando mal –le dijo al oído-. He sido un idiota. Estoy tan preocupado por Gus que no he sabido apreciar vuestra ayuda, la de Ana y la tuya. Os pido perdón. Os agradezco que estéis aquí conmigo. Y sé que tengo que ser fuerte. Lo voy a ser a partir de ahora. Te lo prometo. Os necesito. –Fran se separó de Luna para poder mirarla a los ojos. El resplandor que emitía su ángel de la guarda empezó a hacerse un poco más fuerte-. Además tú también tienes tus problemas. Tu familia estará muy preocupada por ti. Y te has saltado las Tres Reglas por ayudarme. Yo… yo… te lo agradezco mucho. Os quiero mucho a las dos –terminó en un alarde de sinceridad.
Fran tuvo que cubrirse los ojos con las manos y mirar a Luna de reojo. Su aura azul se había hecho tan intenso que estaba deslumbrando a Fran, quien pudo ver de soslayo cómo la chica se llevaba una mano a la cara para secarse una perla brillante que rodaba por la mejilla izquierda. Rápidamente se dio la vuelta, todavía radiante de luz, y le apremió:
-Démonos prisa.
Siguieron corriendo sin mediar palabra. Gracias al cambio en el aura de Luna ahora veían mucho mejor en la oscuridad. Dejaron atrás, a los lados, tres puertas tras las que no vieron nada, salvo habitaciones llenas de aparatos que Fran no había visto en su vida y que estaban cubiertos por telarañas. Giraron otro recodo a la izquierda y, nada más entrar en un nuevo pasillo, oyeron un gutural rugido que les hizo pararse en seco, erizándoles el vello de la nuca.
-¿Qué ha sido eso? –susurró Fran, su mente de nuevo rápida en idear bestias inimaginables en ese mundo extraño.
Luna le miró y negó con la cabeza levemente. Ella tampoco tenía idea del tipo de criatura que podía haber emitido ese ruido.
-Mierda –masculló Fran-. Tenemos que ayudar a Ana. Rápido.
Pero Luna volvió a negar con la cabeza. Se llevó un dedo a los labios indicándole que guardara silencio y comenzó a caminar despacio. A los cinco metros giraron de nuevo a la izquierda y vieron un largo pasillo que terminaba en una habitación iluminada. Un nuevo rugido, esta vez más parecido a un lamento, vino desde el fondo y les hizo pararse en seco otra vez.
-Adelante. –Luna se lo había dicho más a sí misma que a Fran, pues ni se había girado. Siguió caminando de frente.
Cada vez se acercaban más y al poco pudieron ver que la claridad de la habitación del fondo provenía de la luz de la luna. A voluntad, Luna fue disminuyendo el resplandor de su propio cuerpo para que éste no les delatara. Un tercer aullido lastimero les taladró los oídos, aumentado por la cercanía a la habitación y el eco que rebotaba en las paredes. Esta vez no pararon, si no que continuaron sigilosamente. Recorrieron los tres últimos metros de puntillas, y se asomaron por un lado de la entrada.
Parte del techo estaba derrumbado y a través de él entraba la luz. Por suerte para ellos, la habitación se abría hacia la izquierda, así que no les habían visto llegar de frente. Sin embargo su esperanza terminó en el mismo momento de ver lo que había dentro. Ana estaba apretujada contra un rincón lleno de escombros, con las rodillas encogidas, mirando a lo que se movía en el otro extremo de la habitación. Un enorme cuerpo se hallaba de espaldas a ellos, mirando hacia la pared, moviéndose espasmódicamente. Desde esa posición no se veían ni sus patas ni su cabeza, pero sí una cola musculosa de un metro de largo que yacía flácida en el suelo. Fran no pudo evitar pensar en otro gusano gigante con cola de ratón. La criatura no era blanca, sino negra, completamente negra, y su visión bajo el fantasmagórico resplandor de la luna no hacía sino acrecentar su horrible apariencia. Aquella cosa emitió un nuevo gruñido desesperado y se convulsionó aún más, pero sin girarse lo suficiente como para ver su aspecto delantero.
Fran suspiró aliviado, pues parecía que Ana estaba bien. Pero la tranquilidad le duró poco porque, para su horror, Luna se adentró en la habitación de puntillas. Ana miró en su dirección y un rayo de esperanza cruzó sus ojos. Acto seguido, sin embargo, puso cara de miedo y le señaló con un dedo tembloroso un punto muerto oscuro en la habitación al que no llegaba la luz de la luna. Fran miró hacia allí justo en el momento en el que, por descuido, golpeó su espada contra el suelo.
Durante unos segundos todo quedó inmóvil, como congelado en una película pausada, mientras el eco del golpe moría en el vacío. El enorme cuerpo dejó de moverse, sabedor de la presencia de extraños, y las respiraciones de todos se cortaron. Entonces, cuatro ojos con la esclerótica completamente roja parpadearon en la oscuridad y miraron directamente hacia el lugar donde se encontraba Fran. Acto seguido, cuatro hileras de colmillos afilados emergieron de la oscuridad, insertas en unos hocicos cuyos labios temblaban de rabia. Un hilo de baba caía de una de las bocas dentadas.
Un gruñido amenazador le hizo empuñar la espada fuertemente y el contacto del acero dentro su mano le infundió un valor que no había conocido antes; un valor resuelto y más sensato que el que había poseído aquella misma mañana a la hora de enfrentarse al banshell. Así, se levantó y se adentró en la habitación, a la altura de Luna, codo con codo, y en posición de defensa.
Ana se levantó despacio y se acercó a ellos, hasta situarse al otro lado de Luna. Aquellos pares de ojos sin rostro siguieron mirándoles, pero las criaturas que estaban en la oscuridad no se mostraron ni atacaron. Despacio, los tres comenzaron a retroceder hasta la puerta, siempre con las afiladas espadas frente a ellos. Los colmillos seguían brillando en la oscuridad como estalactitas nacaradas y el ronco gruñido intermitente inundaba sus oídos. Cuando Fran estaba punto de poner un pie en el pasillo, hubo un movimiento en la oscuridad. Los cuatro ojos avanzaron a la vez y se adentraron en la parte bañada por el resplandor de la luna. Fran y Ana quedaron, sencillamente, boquiabiertos, mientras que Luna puso cara de sorpresa. Ante ellos se erguía una especie de lobo de un buen tamaño, cuya característica más notable saltaba a la vista: tenía cuatro ojos, y dos hocicos, porque tenía nada más y nada menos que dos cabezas.
-¡Es un lupus bicéfalo! –había gritado Luna, llena de entusiasmo. Ni Fran ni Luna preguntaron en esa ocasión. Las palabras del ángel y la imagen que tenían ante ellos hablaban más por sí solas que lo que pudiera haberse expresado con palabras.- ¡Creía que estaban extinguidos!
-Vale, genial –comenzó Fran, receloso y sin abandonar la postura de defensa-. Un perro con dos cabezas. ¿Es peligroso?
-No es un perro, es un lobo. Y además es solo una cría… -Y, ante el asombro de sus amigos, bajó el arma y se acercó hacia el animal.
-¡No! –gritó Fran en un susurro, sin poder apartar la mirada de las cuatro hileras de colmillos que las dos fauces de la criatura poseían. Pero ya era demasiado tarde: Luna estaba a dos pasos y se seguía acercando con las palmas de las manos vueltas hacia arriba, para que el lupus bicéfalo no se sintiera amenazado.
El lobo tenía el tamaño de un San Bernardo. Era todo músculo y el cuerpo central era algo más ancho que en un animal humano de este tipo, como pudiera ser un perro o un lobo; después de todo, necesitaba un cuerpo robusto para sostener las dos cabezas. Tenía una larga cola, igual que la criatura que yacía a sus espaldas.
-Es su madre –aclaró Luna-. A lo mejor está enferma.
Como si le hubiera oído y entendido, el enorme animal que estaba de cara a la pared se removió. Levantó su parte delantera y todos pudieron comprobar la existencia de dos cabezas, cuatro ojos rojos y cuatro orejas puntiagudas. Sí, era su madre. Les miró con ojos tristes llenos de dolor, y lanzó un nuevo gemido lastimero. Al oírlo, la cría se arrimó a ella y empezó a lamerle el costado con dos largas lenguas rosadas que salían de sendas bocas.
-Le pasa algo –dijo Ana, que estaba algo más tranquila.
-Se muere –sentenció Luna.
Ana le miró con los ojos como platos.
-¿Y qué va a pasar con su hijo?
-Probablemente morirá. Es una lástima… -Luna se tocaba el mentón pensativa-. Pero tampoco es que se pueda hacer mucho. Aunque se salvara y creciera como su madre, seguramente sea el último de su especie, no podría tener más hijos…
-A lo mejor hay más… -aventuró Ana.
-Creíamos que se habían extinguido hacía trescientos años. No creo…
-¿Crecen hasta alcanzar ese tamaño? –Fran estaba más preocupado por sus dimensiones que por la conservación de la especie, y señalaba espantado el cuerpo moribundo de la madre-. Si parecen caballos.
-Así son las cosas en mi mundo –dijo Luna y, por primera vez desde que empezara a haber ese mal ambiente entre los tres, le dedicó una tímida sonrisa, si bien era algo triste por la circunstancia.
-Podemos llevárnoslo –propuso Ana, libre ya de todo miedo.
-Sí, claro. Sería lo más normal regresar a Madrid con un lobo con dos cabezas. ¿Qué tal el verano? Bien, me encontré un perro abandonado en la playa. Uy, qué mono... ¡Dios mío, tiene dos cabezas! –ironizó Fran, para luego dedicarle una sonrisa a su amiga. Poco a poco también se iba tranquilizando aun a pesar de la extraña situación y la rara familia de animales que tenían frente a ellos.
-Bueno –interrumpió Luna-, mi mundo es invisible, ya lo sabéis. Nadie le vería salvo vosotros. De todos modos sí es un poco locura…
-Me refería a que no podemos dejarle aquí solo. –Ana miraba ahora a Luna con un brillo especial en los ojos-. A lo mejor te lo podrías quedar tú, en tu mundo, ya sabes…
La cría de lupus les miró con pena, desvalida y sola y a los tres se les enterneció el corazón. El gemido con el que acompañó la inclinación de cabezas terminó por convencer a Luna.
-Intentaré curar a la madre. Si lo consigo, nos olvidamos de todo esto. Si no… bueno, primero tenemos que rescatar a Gus y luego a la vuelta podríamos venir a por ella.
La habitación era grande y espaciosa, así que decidieron llevar allí el campamento. Además, así se despertarían con las primeras luces del día que atravesaran el techo agujereado. Regresaron a por las cosas, dejaron a los grifos durmiendo plácidamente en la entrada de la fábrica y volvieron con los lupus bicéfalos. Luna empezó a examinar a la madre, que se había girado para poder mirarles de frente con sus cuatro ojos llenos de dolor y tristeza y ahora, según comprobaban, de una suerte de agradecimiento. Mientras, la cría descansaba recostada en el suelo junto a Ana, a la que había cogido más cariño, y reposaba ambas cabezas sobre el muslo izquierdo de la chica.
-Haré lo que pueda, pero está muy mal. Es algo de dentro, algo que no funciona. Tiene débil el corazón –sentenció Luna con tristeza.
Aplicó sus manos sobre la zona del pecho y musitó unas palabras, igual que hiciera con Fran tras el ataque en las minas. Tras un largo rato de curación, se levantó y se dio la vuelta. Comprobó que Fran, Ana y el cachorro de lupus dormían desde hacía ya un rato. Notó algo suave y pegajoso enlazado en su mano. Lo siguió con la visa y descubrió a la madre del cachorro lamiendo su mano y mirándole directamente, con sus cuatro ojos rojos.
-Está bien, cuidaré de él…
Se retiró exhausta al saco de dormir que Fran había traído para ella y se quedó profundamente dormida, custodiada, como todos en la habitación, por los rayos de luna que se colaban por el techo.
***
Atravesaron la ciudad a paso rápido y llegaron al templo fácilmente. La calle principal ascendía en una suave pendiente, en línea recta desde la entrada en el muro que rodeaba la ciudad hasta el comienzo de la montaña que la resguardaba, y en cuya ladera se hallaba el templo. En cuestión de veinte minutos habían recorrido dicha calle y ahora subían por la escalinata rojiza que daba a la entrada del templo principal de Jenoza.
Aunque sabía que no podrían hacer nada hasta que llegaran los niños humanos, la sombra estaba ansiosa por penetrar en el interior del edificio. Debía hacer ciertos preparativos. El Maestro le había hablado de una salida secreta que tendrían que usar para escapar de allí y quería comprobarla. Además, no estaba dispuesta a correr el riesgo de defraudarle. Por un lado tenía miedo a lo que pudiera hacerle si fracasaba y por otro lado, y más importante, había mucho en juego. Si ayudaba bien al Maestro, si conseguía el vial con la sangre para él, se convertiría en la sombra más poderosa y recuperaría todo lo que perdió al morir, todo lo que le correspondía por herencia.
La sombra subía los escalones del templo pensando en todo aquello y frotándose las manos en su deleite. En ningún momento llegó a acordarse de su hermano, de lo que le hizo hace ya tantos siglos; la razón por la que se convirtió en una sombra al morir, con el alma negra. No. No hacía falta. No tenía remordimiento alguno.
Se giró y miró al niño humano que subía los escalones con la mirada perdida, febril por las heridas de los hombros y lo poco que había comido en esos últimos días. Pero tampoco es que importara, no le necesitarían mucho más…
***
Tal y como esperaban, los primeros rayos de sol les despertaron. Pero el agradable calor en sus rostros dio paso a una triste noticia: la madre había muerto. Durante la noche, sin emitir sonido alguno; en paz. El cuerpo ya no se movía y las dos cabezas yacían exangües sobre una pata. A medida que los tres amigos se fueron despertando, se dieron cuenta de la situación y se quedaron mirando en silencio, apenados. Aunque sólo conocían al lupus de unas horas, no dejaba de ser una madre que dejaba huérfano a su cachorro, el cual estaba todavía dormido, pegado al cuerpo de ella. En algún momento de la noche había despertado y se había tumbado junto a quien había estado con él toda la vida, hasta ese último día.
Fran y Ana empezaron a recoger en silencio mientras Luna iba a despertar a Eco del Viento y Estrella Fugaz. Prácticamente cuando habían terminado, la cría de lupus se despertó. Empezó a mover el cuerpo de su madre con ambas cabezas, pero no obtuvo contestación. Lanzó un gemido para llamarla y, de nuevo, le respondió el silencio. Fran y Ana asistían mudos al doloroso espectáculo, el hijo llamando a la madre que nunca despertaría.
Tras unos intentos más, el pequeño lupus comprendió. Empezó entonces a llorar lastimeramente, a lanzar gemidos desgarradores, hasta el punto de que a Fran se le hizo un nudo en la garganta. A Ana, directamente, se le habían escapado un par de lágrimas que resbalaban por sus mejillas. Se acercó despacio a consolar a la cría. Se agachó a su lado y, cuando fue a acariciarla, ésta se revolvió y le gruñó. Le lanzó una dentellada con la mandíbula izquierda y le mordió el brazo. Ana lanzó un alarido de dolor y sorpresa y recogió el brazo herido en su regazo, manchándose la ropa de sangre. La cría de lupus reculó, temblando, hacia atrás. Después, con el movimiento más rápido imaginable que Fran o Ana hubieran visto en un animal de cuatro patas, salió corriendo al pasillo y se perdió en la oscuridad.
-¿Estás bien? –Fran se arrodilló a su lado y le tomó el brazo con delicadeza. Pudo ver claramente las marcas de los colmillos en el antebrazo derecho. Aunque no salía mucha sangre de ellos, se notaban perfectamente cuatro agujeros simétricos de un centímetro de profundidad.
-Me duele bastante.
-A ver qué puede hacer Luna –dijo Fran. Después, se puso su mochila a la espalda y cargo con la de Ana y otro par de fardos en las manos. Salió entonces por el pasillo seguido de su amiga, a sabiendas de que no se encontrarían a la cría de lupus.
Al llegar a la entrada de la fábrica, la vieron mejor iluminada por la claridad que entraba desde la calle y a través del agujero del techo. Dominaba la vista una especie de estanque circular en el centro de la sala, de metro y medio de altura, adornado también con motivos sobre la naturaleza. En el techo, a cinco metros de altura, había varios conductos suspendidos sobre la pileta, rodeando el agujero a través del cual podía verse el cielo de la mañana. Fran se imagino un enorme caldero y a una bruja gigante añadiendo ingredientes a través de esos tubos y que, al mezclarse en el interior de la pileta, explotaban lanzando nubes de humo que escapaban por el techo.
-¿Habéis comprobado ya lo rápido que corren los lupus bicéfalos? –preguntó una de nuevo jovial Luna. Estaba atando las alforjas a los costados de los grifos-. Son unas de las criaturas más rápidas de mi mundo.
-Y una de las más agresivas –dijo Fran-. Ha mordido a Ana.
Luna corrió a ver su brazo. Echó un vistazo a la herida y, suspirando, regresó donde los grifos. Rebuscó en su equipaje y trajo un poco de emplaste y tiras como las que había usado con Fran tras el ataque del banshell. Después de haber curado a su amiga y que ésta le agradeciera sinceramente, salieron los tres afuera. El sol poco a poco se iba alzando tímidamente sobre la línea del horizonte.
-¿Volveremos a verle? –preguntó Ana preocupada-. No es más que una cría. No me ha mordido aposta.
Fran se giró hacia ella y la miró como no la había vuelto a mirar en muchos días, desde que todas las preocupaciones se centraran en rescatar a su hermano. Vaya, le acaba de herir y siente pena por el lupus… Se me había olvidado lo buena que es.
-Creo que no. –La propia Luna estaba apenada. Después de todo, había prometido a la madre que cuidaría de su cría, y ahora ésta había desaparecido-. De todos modos los lupus comen casi de todo y son muy veloces. Podría arreglárselas solo… -les explicó, intentando animarles a ellos y a sí misma. Después, silbó a Eco del Viento y el grifo vino dócil hasta ella. Montó e invitó a Ana a que le siguiera-. Ahora pongámonos en marcha. Presiento que ya estamos cerca.
Los dos grifos cogieron carrerilla ahí mismo, frente a la fábrica de nubes, levantando nubes de polvo y haciendo saltar chinas de arena con sus poderosas patas. Batieron las alas un par de veces y se encontraron todos volando una vez más, rumbo norte, dejando atrás esa ciudad que en otros tiempos estuvo habitada, cuando todavía no había tenido lugar una guerra civil entre los ángeles que estaban a favor del ser humano y los ángeles oscuros que preferían someterlos.
Luna había tenido razón con su intuición. Una hora después, cuando el sol aún no había empezado a calentar demasiado, vieron otra cordillera en la lejanía. Al acercarse más, comprobaron que, al pie de la montaña central, un ancho muro de gran altura franqueaba el paso a una ciudad construida tras ella. Presentaba un aspecto rojizo, como si estuviera hecha de metal oxidado o como si, efectivamente, una lluvia de sangre la hubiera teñido de color carmín.
-Ahí está –dijo Fran fascinado, y con un sentimiento incontrolable creciendo en su interior-. Jenoza…
Luna le miró, observó el brillo de esperanza en sus ojos y terminó la frase por él:
-La Ciudad de la Lluvia Eterna.