Capítulo 12
El viaje
Volaron durante un largo rato en dirección norte y Fran se encontró de nuevo contemplando los tejados y azoteas de la ciudad de Madrid. Aunque no estaba para nada de buen humor, varias veces miró a su amiga y su corazón se iluminó en parte al ver la media sonrisa que tenía puesta, igual que le sucediera a él mismo la primera vez que voló sobre un grifo. Ahora estaba de nuevo sobre uno, cruzando el cielo de la capital, pero dadas las circunstancias no lo estaba disfrutando. Es más, ni siquiera se había llegado a preocupar por volar solo, sin Luna delante para poder agarrarse o ir más seguro. Simplemente tenía la cabeza en otra parte.
Llegaron a la estación de Atocha y siguieron hacia el nordeste, hasta que al poco llegaron a otra estación con numerosas vías de tren. Fran supuso que sería Nuevos Ministerios, no porque hubiera estado alguna vez, sino porque sólo había oído hablar de esas dos grandes estaciones en Madrid. La dejaron atrás y siguieron dos vías que se perdían en dirección este, sobrevolando a unos quince metros de altura.
-¡¿Dónde vamos?! –gritó Fran.
Luna, diestra en el manejo de los grifos puesto que llevaba montándolos desde que casi era un bebé, movió ligeramente las bridas y se colocó en paralelo a Estrella Fugaz, un metro por encima. Los grifos estaban planeando, así que al no mover las alas no tenían posibilidad de chocarse.
-Tenemos que volar bordeando la costa. Si por cualquier motivo necesitáramos aterrizar, no podemos hacerlo en el agua. Además ningún grifo aguantaría un trayecto tan largo sin descansar.
Fran asintió apesadumbrado. No había caído en ello: una cosa era poder volar y otra muy distinta poder hacerlo durante horas e incluso días, pues atravesar medio Mar Mediterráneo no se hacía en un simple rato.
-Subiremos hasta Cataluña, y después bordearemos los Pirineos por la costa este. Seguiremos por el sur de Francia hasta que lleguemos a Italia y a partir de ahí iremos de nuevo en dirección sur, siguiendo la línea costera, hasta que lleguemos a Nápoles.
Fran asintió en silencio y, casi instintivamente, tiró de la brida derecha de Estrella Fugaz de manera casi imperceptible, comprobando satisfecho cómo el grifo se alejaba un par de metros de Eco del Viento. Mejor. Necesitaba estar solo y pensar.
Al poco rato, ya en campo abierto, un tren se les fue acercando por la espalda y, cuando estuvo a su altura, Luna se inclinó y Eco del Viento empezó a planear hacia abajo. Fran indicó a Estrella Fugaz que hiciera lo mismo inclinando su cuerpo sobre el costado izquierdo del animal y éste comenzó también a planear, hasta que finalmente ambos aterrizaron sobre el techo del tren.
Ahí arriba la fuerza del viento era mayor, pues el tren iba bastante más deprisa que los grifos. Estos estaban anclados al techo como por arte de magia y no se movían un ápice, al igual que la propia Luna. Ana y Fran, en cambio, tuvieron que agarrarse a ellos para no perder el equilibrio. El ángel les indicó que le siguieran y caminaron agachados un par de metros hasta la separación entre vagones más cercana y bajaron a través de una pequeña escalerilla soldada al vagón.
-¿Y los grifos? –preguntó Ana, pálida todavía por aquel acto temerario.
-Pueden cuidarse solos. Si viene algún túnel volarán por encima y volverán a posarse sobre el vagón. Ellos están tan tranquilos- aseguró Luna.
-¿Y ahora qué? –y en el mismo momento de hacer la pregunta, Fran se dio cuenta de lo perdido que hubiera estado si su ángel de la guarda no le hubiera ayudado. Probablemente ni hubiera podido empezar a buscar a su hermano. Aunque, por otro lado, la primera vez que aquel ser que le había raptado se manifestó fue haciendo la ouija, y él hizo la ouija porque Luna estaba dejándose ver más de lo necesario. Sacudió la cabeza para quitarse la idea de la cabeza y miró Luna.
-¿Pasa algo? –preguntó ella.
-No, nada… Gracias por ayudarme a encontrar a Gus.
Luna no dijo nada. Sólo se quedó triste por el tono con que le había dado las gracias y por la extraña mirada que le habían devuelto los oscuros ojos de Fran, que escondían algo más que simple agradecimiento.
Luna abrió la puerta exterior del vagón con fuerza y les hizo pasar al hueco entre vagones. Allí dentro los tres estaban apretados; no podrían hacer el viaje de esa manera. Hizo visera con las manos y espió el interior del vagón. Entonces, y para asombro de ambos, abrió de un portazo y los hizo pasar rápido. Después entró ella. Las pocas personas del vagón habían levantado la vista extrañados pero, al ver cerrarse de nuevo la puerta, volvieron a sus cosas, salvo una pareja de novios que estaban profundamente dormidos y ni se habían dado cuenta. Gracias a la esencia celeste no podía verlos ni oírlos, aunque no sucedía igual con la puerta.
-La gente ya no se extraña por nada. Siempre están ocupados. Todos dejan de creer en la magia tarde o temprano –explicó el ángel-. A todo le buscan una explicación racional.
Así, los tres amigos se sentaron al lado de la puerta por si tenían que salir deprisa y pudieron descansar y viajar más veloces. Cuatro horas después, y con la salvedad de tener que cambiarse de vagón porque una familia ocupó los sitios en los que estaban (y de nuevo ante el espanto de Ana por cruzar de un vagón a otro con el peligro que ello conllevaba), llegaron a Barcelona. Desde allí siguieron volando por la costa. Pararon a la media hora para ponerse ropa de abrigo y hacer sus necesidades en una playa desierta y subieron de nuevo a lomo de los grifos, que habían hecho el viaje sobre el techo del tren sin problemas, tal y como había asegurado Luna. En plena noche, guiados por la poderosa vista de los animales, prosiguieron siempre bordeando la costa hasta que dejaron atrás las zonas montañosas de los Pirineos y entraron en territorio francés. Las poblaciones no eran ahora más que cúmulos de cientos de lucecitas amarillas en mitad de la negra calma y los oídos, aunque acostumbrados ya al embate del viento, no pudieron captar gran cosa ya que a esas horas no había ruido. El mundo dormía. En España, en Francia y en Italia. Todos dormían menos Fran, que era incapaz de atesorar la belleza de aquel paisaje nocturno simplemente porque no podía. Porque mientras todos estaban tan tranquilos ahí abajo, descansando, él iba volando sobre un animal mitológico en compañía de una recién conocida compañera y su propio ángel de la guarda, para rescatar a su hermano pequeño de las garras de una sombra y su maestro, fuera lo que fuera eso… Era simplemente demencial.
Tras volar otro rato más, pararon finalmente en una playa del sur, según Luna cerca de Marsella. Buscaron un parque y Fran montó la tienda de campaña que había traído. Como era para dos adultos, supuso que cabrían los tres. En todo caso, al estar apretujados, pasarían menos frío. Cuando todo estuvo preparado, comieron algo de lo que habían traído en las mochilas e incluso compartieron comida, ante la curiosidad que sentía Ana por el alimento de Luna. Así descubrieron que el alimento de humanos y ángeles era compatible. Luna les ofreció probar de una bola de carne roja, con forma de manzana, que olía a fresa y que les supo deliciosa. Además sacó una especie de pan redondo de color blanco que al contacto con la saliva se deshacía. Aunque parecía una comida liviana, se saciaron con un par de mordiscos.
-Nuestra comida es contundente; alimenta mucho –explicó el ángel lánguidamente-. Con poco que se coma ya estás lleno. Y además es muy sana.
Finalmente, y sin cruzar muchas más palabras, los tres se fueron al interior de la tienda, con bastante frío.
Estaban tan cansados por los nervios y todos los preparativos que cayeron los tres en un profundo sueño. Tanto fue así que Fran, medio dormido y sin recordarlo a la mañana siguiente, se incorporó en mitad de la noche para bajar totalmente la cremallera de la tienda, ya que tras el frío inicial, había empezado a hacer calor al estar los tres juntos en su interior.
A la mañana siguiente los tres se despertaron cuando los primeros rayos del sol empezaron a colarse por la puerta abierta de la tienda y les dio en la cara. Luna y Fran se levantaron rápidamente, pero a Ana le costó algo más. Se cambiaron por turnos en el interior de la tienda para quitarse el pijama, una de las pocas piezas de ropa que habían traído, y después recogieron todo su equipaje.
El efecto de la esencia celeste había desaparecido y ahora Fran y Ana eran visibles, sin embargo no se veía a nadie a esas horas por el parque. Serían alrededor de las siete de la mañana, pleno julio, y era la mejor hora para conciliar el sueño, ya que después el calor sería insoportable, y eso la gente lo tenía en cuenta a la hora de permanecer un rato más en la cama.
-Más adelante, cuando estemos en Italia, deberíamos reponer comida y bebida para cuando atravesemos la puerta, si es que lo logramos –dijo Luna, al tiempo que Ana y Fran asentían en silencio.
Desayunaron frugalmente y se lavaron la cara y las manos en una fuente cercana. Después, con todo empacado, montaron de nuevo sobre los grifos y comenzaron a volar, no sin que antes Luna soplara más esencia celeste sobre sus compañeros de viaje.
Cuando los rayos del sol empezaron a quemar, hicieron una parada y se pusieron una gorra y la sudadera del día anterior. Al rato, aterrizaron sobre un tráiler que seguía la carretera de la costa y se dejaron llevar por él durante un par de horas, parapetados tras los cuerpos de los grifos, que se habían tumbado tranquilamente en el techo del remolque y no se movían un ápice. Dejaron marchar el camión cuando éste empezó a coger carreteras secundarias y a desviarse hacia el norte, y ese fue el momento que eligieron para buscar de nuevo un sitio sin gente junto al mar y comer, pues ya habían pasado unas cuantas horas desde el desayuno. Finalmente se decidieron por una zona con un rompeolas, formado por enormes cubos de cemento superpuestos en hileras en la misma línea de costa. Allí sentados con la carretera a sus espaldas comieron en silencio hasta que Ana, muerta de curiosidad y sin poder ya aguantar ese ambiente pesado, se dirigió a Luna.
-Yo creía que podíais volar. Pensaba que los ángeles tenían alas.
-Y las tenemos, pero sólo cuando alcanzamos la mayoría de edad.
-¿Y eso cuándo es? –quiso saber ella.
-Entre los catorce y los dieciséis años, normalmente. Nos salen alas y ya somos mayores de edad. A partir de ahí empezamos a envejecer mucho más lentamente, podemos usar las redes celestiales y muchas más cosas.
-¿Envejecer lentamente? ¿Redes celestiales?
-Vivimos más que vosotros –respondió Luna con un tono de duda en la voz.
-¿Cuánto más?
Luna miró a los dos y bajó la cabeza, como si estuviera avergonzada. Al levantar la vista estaba un poco colorada.
-Unos trescientos o cuatrocientos años.
-¡Guau! –exclamó Fran olvidando por un momento todo lo que le ocupaba la cabeza-. Cuatrocientos años…
Aunque Ana no había hecho sonido alguno, también se había quedado sorprendida. La boca y los ojos abiertos como platos lo decían todo. Finalmente la cerró haciendo sonar los dientes y se dispuso a seguir satisfaciendo su curiosidad, ahora que se había abierto la veda de preguntas.
-Y además de que os salen alas y vivís más, ¿en qué otras cosas sois diferentes?
-Pues… a ver… -titibueó Luna-. Somos más fuertes. Más ágiles.
-Más responsables –intervino Fran en un tono neutro.
Luna le miró en silencio. De fondo se oían los gritos de las gaviotas que se dejaban mecer en las corrientes de aire hasta que se lanzaban al agua a por una presa, así como algún que otro coche solitario que cruzaba la carretera a sus espaldas. Debido a esa ausencia de ruido, el silencio que llenó ese momento quedó marcado por la tensión, que casi pudo palparse. Luna sonrió a su custodiado con tristeza y no dijo nada.
Ana dio su curiosidad por satisfecha con otro par de preguntas más y después se pusieron en camino. Reanudaron la marcha siempre sin perder de vista la costa, sobrevolando a varios metros de altura sobre la línea de playa y a medida que pasaba el tiempo empezaron a sentir más frío, por lo menos Fran y Ana, ya que Luna en general tenía más aguante para muchas cosas, incluida las temperaturas altas o bajas. Cuando comenzaron a ver las primeras filas de picos montañosos comprendieron por qué. Fran recordó entonces que un brazo perdido de sierras de los Alpes hacía de frontera natural entre Francia e Italia y de ahí que la temperatura estuviera bajando. Hicieron otra pausa para ponerse más ropa de abrigo y continuaron viaje, atravesando finalmente la frontera y llegando a Italia.
Desde que entraran en Francia, habían sobrevolado Montpellier de noche, para llegar hasta Marsella y dormir en aquel parque donde habían instalado la tienda de campaña. Por el día habían dejado atrás Cannes y Niza y ahora, cuando eran cerca de las cuatro de la tarde, estaban ya en Italia, muy próximos a Génova. Pararían todavía dos veces más volando en dirección sur por el litoral italiano. Dejaron atrás aldeas, pueblos, ciudades grandes y pequeñas. Volaron sobre carreteras, granjas, campos y fábricas. Alguna vez incluso bajaron a echar un vistazo al cartel de entrada de la población que cruzaban para comprobar si iban bien encaminados, aunque el sentido de la orientación de Luna era muy bueno y en ningún momento perdieron el rumbo. Volaron por encima de la torre inclinada de Pisa, vieron de lejos, a mano izquierda, la esplendorosa ciudad de Roma y finalmente, al atardecer, llegaron a una ciudad muy grande con el Vesubio de fondo, un enorme monte con forma de cono y con un gran cráter en su centro.
-Nápoles –les explicó Luna.
Ante ellos se extendía una ciudad que, a pesar de la llegada de la noche, dejaba vislumbrar una gran cantidad de edificios apiñados y de colores variados que se empeñaban en destacar unos sobre otros, dando la impresión de caos y desorden. Ahí abajo se mezclaban edificios modernos con palacios e iglesias que contaban ya muchos siglos a sus espaldas. Las callejuelas estrechas bien podían dar a una ancha avenida de carreteras que a una plaza en el casco antiguo, así como a un parque o a una universidad por la que pareciera que no había pasado el tiempo. Se había tratado de conseguir cierta armonía construyendo la red de calles siguiendo un modelo de cuadrícula, con numerosas arterias cruzándose perpendicularmente, pero el conjunto final era un tanto desorganizado.
Se encontraban ya muy cerca y los nervios de los tres amigos iban en aumento. Todos tenían miedo, pero también ganas de llegar a Pompeya y buscar la puerta. Aún así se obligaron a parar para ir a una tienda y abastecerse de comida. Sobrevolaron lo que parecía ser la zona más antigua, con callejuelas estrechas y empedradas y cuando pisaron tierra deambularon unos minutos, dejando atrás talleres, librerías, cafeterías y bares. Aquello era sin duda el corazón de la ciudad, si bien no se cruzaron con mucha gente. Finalmente dieron con una tienda de ultramarinos que todavía estaba abierta y entraron. Vigilando que no hubiera nadie cerca que pudiera gritar de miedo al ver objetos flotando por el aire, se guardaron comida bajo la ropa, invisible gracias a los polvos de esencia celeste y a diferencia de los productos que cogían, que sólo dejaban de ser visibles al colocárselos bajo la ropa. Ante la insistencia de Ana en que aquello estaba mal, tanto ella como Fran dejaron el poco dinero que tenían encima del mostrador cuando el dueño no miraba.
Una vez fuera, antes de subir sobre los grifos que acudieron prestos desde unos tejados cercanos donde estaban descansando, Fran pensó con nostalgia que aquella ciudad y sus gentes eran muy parecidas a las de Madrid, y que él podría estar allí ahora mismo, en España, en su casa de Leganés, jugando a la videoconsola con su hermano, en vez de tratando de rescatarle de las garras de una oscura criatura en un mundo paralelo.
-Bueno –dijo finalmente Luna-, las ruinas de Pompeya quedan a un rato en esa dirección –y señaló hacia el sureste.
-Y cuando lleguemos… -comenzó Ana.
-Habrá que buscar la puerta. Las ruinas son algo grandes pero la veremos desde lejos porque emite un resplandor azulado que en la noche será visible a cientos de metros.
-Menos mal que estabas tú para guiarnos –dijo Ana.
¿Menos mal?, pensó Fran. Todo esto es culpa suya… Y acto seguido se recriminó por haber pensando eso. Miró a su ángel de la guarda sintiéndose culpable y, tratando de alejar sus propios pensamientos, preguntó al azar:
-¿Cómo sabes tanto de esto? ¿Lo estudiáis en el instituto?
-Sí –afirmó ella, deseosa de hablar con su custodiado y serle de mayor utilidad, aunque fuera tan solo por responder a sus preguntas-. Estudiamos dónde están las puertas, aunque no qué hay exactamente tras ellas. Eso sólo lo saben algunos, mi abuelo entre ellos –dijo con cierto orgullo-. Es un ángel importante…
-¿Qué más sabes sobre Pompeya, aparte de que fue enterrada bajo una capa de cenizas y lava de varios metros cuando estalló el volcán? –quiso saber Ana, siempre curiosa.
-Pues sé que sucedió, según vuestro calendario, en el año 79. Murieron miles de personas. Las que no quedaron sepultadas bajo la lava, o se asfixiaron en sus casas, perdieron la vida en la costa, mientras trataban de huir en barco, porque los temblores sísmicos también provocaron un maremoto.
-Fiuuu –silvó Ana-. Vaya pasada.
-Sí –convino Fran-. Y ahora… será mejor que nos pongamos en marcha.
Montaron de nuevo sobre Eco del Viento y Estrella Fugaz y se alejaron del centro de la ciudad. Llegaron al puerto y contemplaron maravillados las cientos de luces que alumbraban todo el paseo marítimo. El puerto deportivo estaba menos iluminado, pero se hacía eco del resplandor que se observaba en toda la zona. Al fondo se veía claramente la enorme mole oscura del cono del Vesubio. Volaron en su misma dirección durante unos minutos hasta que llegaron al final de la extensa playa y viraron a la derecha, al sur, siguiendo la línea costera y bordeando el Golfo de Nápoles, que permanecía dormido y en paz en la calmada noche veraniega.
Tras un rato que se les antojó demasiado largo, llegaron a otra población iluminada ya únicamente por las luces de las farolas y letreros de neón de algunos establecimientos nocturnos. Se dirigieron entonces a una zona más oscura en el corazón de la ciudad, pero todavía con pequeños puntos de luz desperdigados aquí y allá. Al fondo podía verse un haz luminoso que ascendía hacia el negro cielo y perdía intensidad a medida que ganaba altura. El tono azulado de aquella columna de luz le recordó a Fran la noche de hacía dos días en el campamento, en el pueblo abandonado, y sintió que se le erizaban los pelos de la nuca.
Aterrizaron en una zona rectangular rodeada por restos de construcciones antiguas, entre las que destacaban columnas, escalinatas y alguna que otra escultura, así como algunos edificios y templos derruidos en parte. Todos supieron que por fin había llegado la hora de la verdad. Estaban en las ruinas de Pompeya y, si Luna estaba en lo cierto, y el haz de luz azul parecía confirmarlo, estaban a un paso de entrar en las Tierras Baldías, un terreno inhóspito y peligroso que ni los ángeles guerreros solían frecuentar voluntariamente.
Fran bajó del grifo y pisó la hierba. Después de estirar las cansadas piernas, se puso de cuclillas y acarició las suaves hebras, húmedas tal vez por el riego nocturno. Durante unos segundos cerró los ojos y se dejó llevar por la paz de aquel lugar, ausente de sonidos y movimiento. Del ruido constante del viento en sus oídos durante el vuelo habían pasado a aquella quietud insondable, roto sólo por el canto de los grillos.
Cuando sus ojos se fueron adaptando a la poca luz que había, los tres observaron con curiosidad el esqueleto desnudo de una ciudad que había estado viva hacía más de dos mil años. Los restos en piedra y mármol que rodeaban aquella plaza hablaban de un pueblo orgulloso y con respeto por el arte. Los ecos susurraban la historia de un enclave que había crecido gracias al ser el nexo de unión comercial entre Roma y el sur de Italia por vía marítima, crisol de culturas y cuna de la hospitalidad en aquella época de expansión romana. Fran se imaginó a un montón de mercaderes, artesanos y compradores pululando por la plaza en la que estaban y las calles adyacentes. Se les imaginó comerciando con especias o discutiendo acerca de política y religión. Un bullicio y algarabía en su mente que chocaba con el silencio real del lugar.
-Tenemos que ir con cuidado, despacio y atentos, porque hay ángeles vigilando la puerta –explicó Luna en voz baja.
Tras eso, se agachó y habló a los grifos con susurros. Estos se quedaron quietos sin hacer nada, y Fran entendió lo que les había dicho cuando los animales se pusieron a seguirles en silencio, por tierra. Se dirigieron a una esquina de aquella plaza y accedieron a una calle que subía en dirección norte, en una suave pendiente. Una placa sobre el muro de una casa semiderruida rezaba: “Via dell’Abbondanza”.
La calle estaba empedrada con grandes losas de piedra poligonales, con rendijas entre ellas que podrían dar cabida a un pie de niño pequeño. Caminaron lentamente al principio, tratando de no hacer ruido, pero afortunadamente el calzado deportivo que llevaban no producía sonido alguno. Fran se sorprendió de ver aceras a ambos lados de la Vía de la Abundancia, como suponía que se llamaba la calle en castellano. En el colegio había estudiado que los romanos habían sido un pueblo muy belicoso, pero también muy avanzado. Tenían ya un sistema de alcantarillado, otro de calefacción y construyeron todo tipo de edificios imponentes. Ahora, comprobado por él en persona, veía que tenían las calles pavimentadas y con aceras, nada más y nada menos.
-Vamos hacia ese foco de luz azul, ¿verdad? –preguntó Ana, simplemente por llenar el pesado silencio.
Luna se giró y la miró. Caminaban los tres en línea, estando Luna en el lado izquierdo y Fran en el derecho; los grifos, por su parte, les seguían a unos diez metros por aquella larguísima calle.
-Ahora tenemos que ir en silencio, atentos a cualquier ruido. A medida que nos acerquemos nos toparemos con ángeles y no queremos que nos descubran.
Siguieron caminando por aquella vía interminable, sintiéndose intrusos en la ciudad fantasma y casi conteniendo el aliento. Sentían los tres como si el tiempo se hubiera detenido en aquel lugar. Los edificios, las casas, los vanos, los muros semiderruidos, los carteles indicadores… todo parecía una fotografía instantánea tomada en el momento de la catástrofe hacía casi dos mil años. Lo único que desentonaba eran las vallas con cordones rojos que a veces aparecían delante de alguna puerta para evitar el paso a los turistas durante el día.
Entonces Luna se quedó quieta, rígida, con la cabeza ladeada y aguzando el oído, mientras les decía con un gesto que parasen. Cuando Fran y Ana la imitaron, captaron un sonido que venía de lejos, rítmico, y que parecía acercarse de alguna calle perpendicular. A un gesto del ángel corrieron los tres a esconderse dentro de una casa, la cual tenía, por fortuna, las cuatro paredes intactas. En un último vistazo, antes de cruzar el umbral, Fran vio cómo Eco del Viento y Estrella Fugaz, imitándoles, se metían en otro edificio varios metros más atrás. Aquellos sí que eran unos animales inteligentes.
Ocultos en las sombras de la casa, observaron ansiosos el hueco de luz de la puerta. Ana se apretujó contra Fran, pero Luna se quedó separada, vigilante. El sonido empezó a oírse con más claridad y Fran descubrió que se trataba de pisadas. Iban casi al unísono, y parecía como si hubiera varias personas andando a la vez, como si fueran en formación.
-Es una cuadrilla de reconocimiento –susurró Luna, desde algún lugar invisible de la habitación.
Los ecos de las pisadas se hicieron cada vez más claros, más cercanos y los tres se pusieron en tensión. Finalmente se oyeron voces y pudieron captar retazos de una conversación acerca de un torneo de Vientorrayo, fuera lo que fuese aquello. Varias voces de tonos distintos hablaban de participantes de ese deporte, recalcando sus virtudes y sus defectos, como si se tratara de una charla normal de seres humanos sobre fútbol. Atentos a lo que decían, la visión les pilló por sorpresa, sobre todo a Fran y Ana. Cuando oían las voces ya tan claras que casi podían acariciar el rostro de quien las emitía, totalmente enfrascados en la conversación, vieron pasar fugazmente al otro lado de la puerta, por la calle empedrada, a tres ángeles ataviados con túnicas resplandecientes, con adornos de plata y oro y cinturones de los que pendían brillantes espadas. Pares de enormes y hermosas alas a sus espaldas se mecían suavemente al ritmo de sus pasos, contrastando su blancura con la oscuridad nocturna. Llevaban envueltos los pies en sandalias cuyos lazos subían casi hasta la rodilla, al estilo romano, y Fran pensó de nuevo que las dos culturas, la humana y la angélica, estaban más relacionadas de lo que había creído en un principio tras conocer a Luna. Un aura azul brillante les envolvía, igual que a Luna y a ellos mismos por el efecto de la esencia celeste. Finalmente, el sonido de las pisadas y la conversación se fue alejando igual que había aparecido, hasta que ya no se oyó nada y la quietud de la noche volvió a cubrirles con su manto.
-Ufff… -dejó escapar Ana-. Qué nervios.
-Por eso debemos tener mucho cuidado –dijo Luna delante de ellos, al tiempo que su silueta aparecía recortada contra el umbral de la puerta. Salió luego a la calle y llamó a los grifos suavemente, que acudieron a ella. Cuando Fran y Ana salieron fuera, vieron cómo Luna felicitaba a los animales por haberlo hecho tan bien.
-Si patrullan por las calles, seguro que la puerta está totalmente protegida –dijo Fran.
-Ya. Tengo un plan para eso –le contestó su ángel de la guarda-. Esperemos que funcione. Si no… no sé. Ya veremos. A lo mejor por el día la puerta está menos vigilada.
Fran no quedó muy convencido con aquello, pero tampoco tenían muchas alternativas y no se le ocurría nada al respecto. De todos modos era hablar por hablar. Cuando llegaran a la puerta y vieran la situación, ya pensarían qué hacer. Hasta el momento habían hecho un viaje de miles de kilómetros en apenas día y medio y todo había salido bien.
Siguieron caminando por aquella calle hasta que llegaron a lo que parecía el final. Allí giraron a la derecha y siguieron por otra vía más estrecha, y al poco rato dieron a un campo de cultivo vallado con madera. A partir de ahí la calle terminaba y quedaban expuestos, así que empezaron a gatear ocultos por las plantas del pequeño terreno. Había un espacio amplio frente a ellos, iluminado por varios focos dispuestos en distintos lugares y, en mitad de todo, una gran construcción ovalada frente a otro terreno cultivado, donde dormitaban plácidamente una veintena de grifos. Todo el recinto estaba rodeado por árboles, plantados cada cuatro o cinco metros, formando un rectángulo perfecto alrededor de aquella construcción romana y las dos zonas de campo.
-Es el anfiteatro –susurró Luna-. La puerta a las Tierras Baldías está justo dentro –dijo señalando un foco de luz azul que salía disparado hacia arriba y que nacía en el interior del edificio.
Tras permanecer un rato observando, vieron a una pareja de ángeles que daba vueltas al anfiteatro y otros tres que estaban en la parte de arriba, a la que se accedía a través de unas escaleras laterales. Todos charlaban animadamente entre ellos, pero no parecían estar demasiado distraídos y por supuesto no abandonaban su puesto de vigilancia.
-Seguro que dentro hay más –dijo Ana con un hilo de voz.
-Tenemos que distraerlos para poder entrar –afirmó Fran, concienciado con la situación.
Luna, que encabezaba la fila, se dio la vuelta y les miró. Se llevó la mano a la túnica y descolgó un objeto de su cinturón, desapercibido hasta ahora por todos. Fran y Ana reconocieron la familiar forma.
-¿Un tirachinas?
-Sí –afirmó Luna-. Lo novedoso no es eso, sino esto… -y extrajo otro objeto del cinturón, una pequeña bolsa de cuero. Antes de manipularla, rebuscó de nuevo y sacó una especie de guante de piel. Entonces abrió el saquito y vertió el contenido en la mano enguantada. Varias bolas moradas del tamaño de canicas cayeron en su palma-. Se llaman valuras. Son bayas venenosas. No me hace gracia usar esto con los grifos, pero es lo único que se me ha ocurrido.
-¿Los vas a matar? –preguntó Ana preocupada.
-¡Claro que no! ¡Son venenosas, pero no mortíferas! Cuando las lance con el tirachinas y caigan al suelo o choquen contra algo, explotarán. Entonces liberarán una especie de gas tóxico que hará que le escuezan los ojos a los grifos y empiecen a estornudar.
-¿Los grifos estornudan? –preguntó Fran en un arranque de lógica. Acto seguido se acordó de Pedro, pues esa pregunta podría haber venido tranquilamente de su amigo.
Luna le miró alzando una ceja. Ignoró el comentario y continuó explicando el plan.
-En cuanto se arme jaleo, echáis a correr hacia el anfiteatro. Evitad que os vean. Tenéis que llegar a las escaleras, porque no se puede acceder al interior de otra manera –dijo señalando la tierra labrada a sus espaldas y después los escalones adosados al lateral curvo del edificio.
Rápidamente, colocó las bayas una tras otras en el tirachinas y las lanzó. Fran pensó con miedo si habría acertado algún disparo, pues en la oscuridad no se veía la trayectoria de los proyectiles.
Al principio no sucedió nada. Después, un par de animales emitieron unos gruñidos que hacían pensar en un mal despertar en mitad del plácido sueño. Finalmente, y en cuestión de segundos, se desató un infierno. Decenas de graznidos se sucedieron seguidamente y se repitieron sin parar como si fueran ecos surgidos de otros ecos. La masa de carne y alas se agitó y se encrespó, moviéndose de lado a lado como si les meciera el viento. Finalmente, un graznido más alto que el resto, seguido por el salto de uno de los grifos abrió pasó a la huida desenfrenada de los animales, que empezaron a alejarse en todas direcciones, ya fuera a galope o directamente volando.
Varios ángeles se asomaron en ese momento por encima del anfiteatro y saltaron al aire. Volaron hacia los grifos para atraparles y calmarles. Al instante se unieron a la tarea los dos ángeles que daban vueltas al edificio y otros cuatro más que aparecieron volando en la oscuridad, probablemente volviendo de patrullar las ruinas.
-¡Ahora! –gritó Fran, dando un codazo a Ana.
Atravesaron agachados y a paso rápido el campo de cultivo, que estaba lleno de espigas de grano, dejando a su paso un surco de pajas aplastadas. Tras ellos había una línea de árboles, detrás de los cuáles se escondieron. Allí echaron un vistazo y comprobaron que los ángeles seguían ocupados reuniendo a los grifos, así que, sin pensárselo dos veces, recorrieron los últimos metros que les separaban de la pared del anfiteatro y corrieron pegados a ella hasta las escaleras que subían hacia las gradas, casi ocultas a la vista desde la zona que había sido hasta hacía unos minutos la parcela de reposo de los grifos.
Fran empezó a subir los escalones todavía encorvado. Al llegar al final de la escalera de piedra entraron por un pequeño arco de unos tres metros de largo y cuando salieron de él pudieron contemplar el interior del anfiteatro. Estaban en la última grada de arriba y ante ellos se extendía un gran espacio con forma de óvalo que descendía en pendiente hasta la arena central. Lo que deberían haber sido escalones y asientos de piedra estaba cubierto en su mayor parte de hierba y pequeños matojos. Los adornos del friso corrido de los arcos en la grada superior estaban gastados y apenas visibles. A ambos laterales de la arena se abrían dos túneles que probablemente llevaran a las celdas donde esperaban los gladiadores hacía dos milenios, así como fieras o cualquier cosa con que pudieran crear espectáculo. En el centro mismo, un haz de luz de unos tres metros de diámetro nacía alrededor de un arco de piedra y ascendía en la oscura noche hasta perderse en las estrellas. Un par de focos de luz instalados por seres humanos iluminaban tenuemente los extremos del anfiteatro, probablemente para facilitar las rondas nocturnas a los guardas italianos encargados de vigilar las ruinas.
-La puerta –susurró Fran, sobrecogido por la belleza y la magia de la visión. Aquel arco de piedras desgastadas y envueltas en un aura fantasmal le atrapaba y le hablaba de lugares prohibidos y secretos ancestrales.
-Parece que no hay nadie –dijo Luna, tras echar un vistazo al interior.
-Pues bajemos –contestó Fran sin poder apartar la mirada de la puerta.
-¿Pero la puerta no se ve por el día o qué? –preguntó Ana-. ¿Los turistas no se chocan con ella?
-No. Ya os dije que compartimos mundo, pero las leyes físicas no son del todo iguales para ángeles y humanos. Esa puerta no la puede ver ni tocar ningún humano, a menos que esté en compañía de un ángel –dijo clavándoles la mirada-. Y ahora, démonos prisa.
Segundos después los tres recorrían unos metros siguiendo la gradería para llegar a un tramo de escaleras que bajaba recto hasta la arena. Empezaron a bajar por ellas, lanzando miradas esquivas a todos los rincones del lugar para volver a posarla de nuevo sobre la escalera que bajaban, no fueran a tropezarse. Para su alivio, no vieron nada. Estaban solos.
Cuando llegaron por fin a la arena el eco sordo de sus pisadas se torno en un siseo provocado por el roce contra la arena, casi incluso más molesto que el choque contra las losas de piedra. Corrieron todo lo deprisa que pudieron hasta el centro del anfiteatro, donde se levantaba la puerta, y la observaron con una especie de devoción. Mediría unos cuatro metros de alto y dos metros y medio de ancho. Las piedras que lo formaban eran más o menos regulares y estaban deterioradas. Parecían sostenerse unas sobre otras sin estar unidas por cemento ni ningún tipo de argamasa. Simplemente estaban allí, formando primero dos columnas paralelas y luego un arco que terminaba juntándose en una piedra central con extraños símbolos dibujados. Se podía ver a través de ella, pero a la vez se notaba una especie de densidad extraña en el aire, como una fina cortina de gel transparente que era sensible a las ondulaciones del viento.
-Tenemos que atravesarla –apremió Luna-. Estarán a punto de regresar.
En ese momento, se llevó las manos a la boca, las puso en forma de bocina y gritó imitando el sonido de una lechuza, que le salió a la perfección. Un instante después, sobre el lateral más alejado del anfiteatro, justo el contrario a donde se había desarrollado toda la acción de las bayas venenosas y la captura de grifos, aparecieron volando Eco del Viento y Estrella Fugaz, majestuosos, las alas extendidas en un suave planeo hacia ellos. Aterrizaron a pocos pasos y se acercaron trotando.
-Vamos, aprisa –dijo de nuevo Luna.
Montó sobre Eco del Viento e indicó a Ana que se sentara detrás, cosa que la chica hizo sin protestar. Fran hizo lo propio y se subió al otro grifo.
-No os asustéis. –Y después, mirando a Fran:- Nos vemos al otro lado.
Tras eso, con un movimiento de correa hizo que su grifo empezara a moverse y se internó bajo el arco de la puerta, desapareciendo al instante. Por un momento Fran pensó que le hubiera gustado ver aquello justo en el perfil de la puerta, para ver entrar al grifo por un lado y no verle salir por el otro.
Dejó las tonterías a un lado y agarró con firmeza las riendas de Estrella Fugaz. Aunque el animal sabía que debía seguir a su compañero, esperaba mansamente las órdenes de su jinete. Cuando sintió el tirón del arnés, inició su trote hacia la puerta. Fran, por su parte, se giró sobre la silla de montar y echó un último vistazo al anfiteatro, para asegurarse de que nadie los observaba. No vio a nadie, así que miró hacia delante. Y en ese momento, segundos antes de atravesar el umbral de la puerta que le conducía a las Tierras Baldías, vio una silueta emerger del túnel de enfrente.
El ángel salió de las sombras con las alas parcialmente plegadas y avanzó un par de pasos. Le miraba fijamente a él, a Fran, el chico humano montado en un grifo de ángel. Tenía el pelo cortado a cepillo, al estilo militar y un cuerpo musculoso y definido. Una enorme cicatriz le surcaba la cara desde la mejilla derecha hasta la frente sobre el ojo izquierdo, casi llegando al nacimiento del pelo. El ángel le sonrió. Le sonrió directamente a él. Sabía que estaba ahí. Les había descubierto. Y sin embargo se había quedado allí sonriéndole y sin impedirle el paso.
En ese momento su cara cambió de expresión y miró con temor hacia arriba, a un punto lejano situado detrás de Fran. Se ocultó de nuevo rápidamente en las sombras y desapareció. Fran se giró y vio una sombra que planeaba hacia el anfiteatro. Pero no pudo observarla con más detenimiento, pues Estrella Fugaz cruzó el umbral de la puerta y chico y grifo abandonaron aquel lugar en mitad de la noche.