Capítulo 2

 

Un día cualquiera - 2ª parte

 

 

Luisa, la profesora de matemáticas, se movía de un lado para otro escribiendo fórmulas llenas de números y letras por toda la pizarra. La mujer era menuda y un tanto descuidada, y si no fuera por la bata blanca que usaba, tendría toda la ropa manchada con polvo de tiza.

              -El algebra es como un juego de claves. Es una especie de acertijo o adivinanza, en el que hay que averiguar el valor de la “X” –una amplia sonrisa dibujaba su rostro; cualquiera podía notar que realmente le gustaba impartir esa asignatura-. ¿Qué número multiplicado por sí mismo más la suma de cinco es igual a 14? O, ¿cuál es la edad de mi sobrino, si tiene la mitad de años que yo menos cuatro y yo tengo 32? Es sólo cuestión de plantear bien los datos…

              Como el tercer bloque de matemáticas siempre se daba en la última evaluación y deprisa y corriendo, Luisa había decido cambiarlo por el segundo bloque. Era por eso que el trimestre pasado habían visto trigonometría, y ahora, a un mes de finalizar 1º de la ESO, estaban comenzando con álgebra básica.

              Fran estaba distraído mirando hacia la calle. La luz del sol de junio entraba a raudales por las cuatro ventanas de la clase y la ligera brisa hacía ondear las cortinas, un tanto ennegrecidas por el paso del tiempo y la falta de un buen lavado. Acababan de subir del recreo y concentrarse con aquel calor era algo imposible, por lo menos para él. Echó un vistazo a la clase y pudo descubrir a Lorenzo bostezando disimuladamente, con los ojos llenos de lágrimas por abrir tanto las mandíbulas; vio a Rosa, la empollona, atendiendo sin perderse una palabra, con los ojos aumentados por los gruesos cristales de sus gafas; Ana “la Loca” estaba mirando también por la ventana, distraída como de costumbre; Arturo estaba tomando notas en su cuaderno; y, al final del todo, vio a Víctor, Sebas y José cuchicheando entre sí, como siempre, sin prestar atención ni trabajar. Fran no entendía cómo podía haber chicos así, siempre buscando bronca y fastidiando las clases. Una cosa era estar distraído o sacar malas notas porque no se había estudiado, culpa de uno mismo por ser un vago, y otra muy distinta era portarse mal y contestar a los profesores, como hacían ellos tres. Él se consideraba un chico normal, con sus bienes, sus notables y algún que otro sobresaliente. Sabía que no era brillante, aunque podría sacar mejores notas si trabajara más. En cualquier caso, aunque estudiar no fuera lo más divertido del mundo, sí sabía  que los profesores estaban ahí para ellos y por eso les tenía el respeto que se merecían.

              -Quizás quieras explicar tú el tema –dijo la profesora, dirigiéndose a Víctor, el líder de aquel pequeño grupo de gamberros.

              -No me apetece mucho… -respondió éste con ironía.

              -Entonces haced el favor de callaros y dejad atender a vuestros compañeros –dijo Luisa con cierta acidez.             

              Víctor, entre dientes, respondió que nadie en clase la atendía, pero la profesora optó por ignorarle. Al poco rato sonó la sirena que anunciaba el fin de esa asignatura. Ahora les tocaba educación física.

              Víctor, Sebas y José eran un año mayor que el resto y estaban allí porque habían repetido 6º curso en el colegio del que provenían. Qué gran suerte la del resto de la clase: la ilusión de todos y cada uno de ellos de empezar el instituto y tener nuevas experiencias se había esfumado cuando tuvieron que lidiar con aquellos matones del tres al cuarto. Nadie se había salvado de sus insultos, empujones o miradas cargadas de amenazas. Como si quisieran marcar su territorio, habían ido dejando las cosas claras a cada estudiante con los que compartían aula. Era muy curioso que, siendo los mayores, teniendo ya de antemano la sartén por el mango, en vez de tratar de hacer amigos e integrarse con el resto, hubieran optado por el papel de matones y avasalladores.

              Roberto, el profesor de educación física, explicó como pudo el juego que iban a hacer para calentar, sin parar de llamar la atención a Víctor y sus dos compinches. Cuando sentó a José en el banquillo y le prohibió hacer el juego, los otros dos dejaron de molestar.

El juego de calentamiento era una mezcla de fútbol y beisbol. Lo principal era del segundo deporte; es decir, tenían que batear y hacer carreras. Pero no usaban bates, sino el pie. Y no había pelotas duras de piel cosida, sino balones medianos de espuma. Si por casualidad, al batear, la pelota llegaba hasta la portería del campo de fútbol sala, la puntuación era doble.

              -Lánzalo a la derecha, que está Ana –le decía Pedro a Fran-. Seguro que ni la ve…

              Fran sonrió, aunque pensó que la chica, aun siendo un poco rara, era una buena persona.

              Dio una patada a la pelota y efectivamente, ésta salió disparada hacia la zona que protegía Ana. La chica trotó hacia el lugar donde, según la trayectoria de la pelota, pensó que caería.

              -¡Corre más, loca! –chilló Víctor, quien no era muy partidario de perder en los juegos.

              -¡Víctor! –rugió el profesor-. Al banquillo. Vamos simpático, hazle compañía a José.

              Ana había errado el cálculo y no había atrapado la pelota al vuelo. Cuando llegó hasta ella, se la lanzó al pitcher y, bajando la cabeza, regresó hacia su posición. Víctor se aseguró de que el profesor estuviera ya lejos y no pudiera oírle y empezó a canturrear: “Ana la loca, con mierda en la boca, amigos no tiene, nadie la quiere”. José le secundó. La chica les escuchó perfectamente y agachó la cabeza sin decir nada. Después encogió el cuello y se quedó mirando el suelo, como si quisiera atravesarlo y ocultarse bajo tierra.

              La clase de educación física transcurrió sin más altercados, exceptuando un par de zancadillas que Víctor puso a Fran y a Noelia en otro juego, y que ambos prefirieron ignorar. Regresaron a clase y todos se dispusieron a afrontar la última asignatura del día, la sexta de la mañana. Fran se alegró de que fuera Geografía, ya que inglés, aparte de no gustarle mucho, era un caso aparte. La profesora que impartía inglés estaba realmente mal por culpa de los tres matones y más de una vez había salido llorando de clase. La primera vez que eso sucedió Víctor, José y Sebas se quedaron un poco pálidos, sin saber qué hacer. Después, con la indiferencia que da la costumbre adquirida y con la malicia y mezquindad de quien siente placer al molestar a otros, tomaron como hábito sabotear las clases de inglés. La semana anterior, de hecho, le habían puesto chinchetas en la silla y, cuándo la profesora se levantó de un salto y gritó por la sorpresa y el dolor y nadie se rió excepto Víctor, supo que se había metido en un problema. Terminó en el despacho del director y juró venganza contra la clase en general, por haberle acusado de manera tan clara, al no seguirle en las risas. Y debía andarse con cuidado, pues ya tenía dos faltas graves…

              Pero ese día, por lo menos, la señorita María Jesús estaría bien, pues no daba clase a 1º C. No tocaba inglés, sino geografía. Le tocaba el turno a don Miguel, un profesor con un ojo ligeramente bizco, pero de un contundente metro noventa y con la voz potente como la de un tenor. En una época en la que ya nadie llamaba de “don” a los profesores, los propios alumnos que habían pasado por sus clases le habían puesto el apodo por lo mucho que imponía su presencia. Con él los matones molestaban mucho menos que con otros profesores. Lo más curioso de todo es que, estando de buen humor, don Miguel era un trozo de pan. Pero cuidado del que se portara mal…

              -Buenas tardes –tronó con su potente voz al entrar por la puerta-. ¿Por dónde íbamos? –La misma pregunta con la que cada día empezaba sus clases.

              -Página ciento veintitrés –respondió Rosa rápidamente-. Países y capitales de África y principales industrias. –En la fila de atrás, Víctor hizo una mueca e imitó a Rosa.

              Don Miguel sonrió a la alumna de la primera fila y le dio las gracias.

              -Carlos, repaso. Dime la capital de Nigeria.

              -Ehh... ¿Niamey?

              Don Miguel sacudió la cabeza y soltó un pequeño suspiro.

              -Segunda oportunidad –dijo dirigiéndose de nuevo a Carlos-. ¿Qué país africano tiene por capital Argel?

Carlos dudó unos instantes y luego, resuelto, respondió:

-¡Marruecos!

Don Miguel hizo una mueca de dolor, como si le hubieran dado una patada en la entrepierna y chasqueó la lengua.

              -Si esto fuera el examen te estarías luciendo… -y el alumno bajó la cabeza sonrojado.

              Preguntó a tres estudiantes más y después pidió a Fran que comenzara a leer. Entre él y dos chicas más leyeron la página de un tirón. Después don Miguel empezó a explicarla, pero al poco se calló, pues en la parte de atrás Víctor cuchicheaba con José y el ruido era muy molesto.

              -¿Nos hará usted partícipe de sus preocupaciones, señor Zafra? –cuando se enfadaba siempre se dirigía a los alumnos por sus apellidos-. Tal vez podamos ayudarle entre todos.

              Víctor no dijo nada. Se limitó a agachar la cabeza. Don Miguel continuó con la explicación pero, a los cinco minutos, se paró de nuevo, cuando oyó la carcajada ahogada de José.

              -Zafra y López, nos les aviso más. Si les llamo otra vez la atención mañana se quedan sin recreo, como los niños pequeños del colegio.

              El brillo en la mirada de Víctor reflejaba rabia y maldad. ¿Quién era ese tipo para decirle a él nada? Si se atrevía a castigarle mañana no vendría al colegio y listo. Agachó de nuevo la cabeza y continuó con lo que estaba haciendo y que había provocado la risa de José. El tercero en discordia, Sebas, de momento estaba entretenido dibujando unos grafitis en su cuaderno y no molestaba.

              Don Miguel empezó a hablarles de las minas de oro, diamantes, cobre y otros minerales, así como de carbón, gas y combustibles fósiles que había por toda África. Les habló de cómo el primer mundo se había adueñado de ellas en su mayoría y las había explotado desde hacía siglos y que eso mismo explicaba que, siendo un continente con tanta riqueza, fuera el más pobre. Algunas caras de comprensión se dibujaron en los alumnos, al entender la injusticia a la que estaban sometidos muchos países tercermundistas; cómo teniendo tantos recursos eran tan pobres, simplemente porque las personas “civilizadas” se los habían robado. Rosa levantó la mano para hacer una pregunta y, cuando don Miguel le dio el turno de palabra, otra carcajada estalló en la parte de atrás de la clase.

              -¡Bueno ya está bien! –tronó el gigantesco profesor-. Mañana los dos sin recreo. Y Carlos, acompaña a Víctor al despacho del director. –Después, dirigiéndose a éste-: Coge el libro y subrayas las dos páginas siguientes y haces los ejercicios.

              Don Miguel decía estas palabras a medida que se aproximaba a la mesa de Víctor quien, nervioso, arrugó corriendo una hoja de papel y la lanzó por debajo de la mesa. El profesor vio el movimiento, pero no sabía exactamente qué había tirado el alumno al suelo. La bola de papel fue a parar a los pies de Fran.

              Don Miguel empezó a buscar en la dirección en que vio moverse la mano de Víctor y al poco llegó hasta la mesa de Fran. Se agachó y recogió el papel arrugado. Lo desdobló y los colores asomaron a sus mejillas. La clase contuvo la respiración.

              Miró a Fran.

              -¿Esto es tuyo?

              Fran levantó la vista sin decir nada. Ahí sentado, con la enorme figura de su profesor de Geografía ante él, le parecía que estuviera hablando con un auténtico titán. Si en ese momento hubiera visto a don Miguel comerse a un niño pequeño de un bocado no se hubiera extrañado lo más mínimo.

              -Fran, ¿has dibujado tú esto? –y le tendió la hoja arrugada. En ella se veía, echándole un poquito de imaginación, a una figura alta abriendo el coche, el cual tenía las cuatro ruedas pinchadas porque había navajas clavadas en los neumáticos. La figura alta tenía la cara hecha con más detalle, y se veía que tenía los ojos bizcos. El autor, además, se había encargado de dibujar el resto de rasgos faciales para darle un aspecto de idiota.

              Fran bajó la vista y, de reojo, miró a Víctor. Éste tenía la mirada clavada en él. Nervioso, se pasaba una mano por el pelo, negro como el carbón y cortado al estilo militar. Sobre el color tostado de su piel el rubor había aflorado a sus mejillas por la situación tan comprometida en la que se encontraba. Tenía las manos agarradas al borde de la mesa, con los dedos blancos de tanto apretar. Los músculos de los brazos en tensión le asomaban por debajo de la manga corta de la camiseta negra que llevaba puesta.  Sus ojos, fijos en Fran, parecían decir: si te chivas te la cargas. Fran, pálido y sin saber qué hacer, pensó en la mala suerte que había tenido. Don Miguel había cogido el dibujo prácticamente junto a su pie derecho. No había visto a Víctor tirarlo. No tenía pruebas. Por lo que a él respectaba, la bola de papel podía ser perfectamente suya. Pensó que podía decirle que había sido él y luego, a solas, explicarle a su profesor lo que había sucedido realmente. Así no tendría problemas con Víctor. Podía hacer eso, sí… Pero también podía delatarle y, con un poco de suerte, conseguir que fuera su tercera falta grave y le expulsaran unos días del instituto. Y que les dejara en paz una temporada. ¿Qué le iba a hacer? ¿Ponerle más zancadillas en educación física? ¿Insultarle? Todo eso ya lo hacía cada día, con cualquiera. ¿Buscarle en el recreo y amenazarle? ¿Darle un empujón? ¿Darle un puñetazo? Se estaría jugando una expulsión definitiva con eso. Además, ya era hora de que alguien le plantara cara. Si lo hacía él y poco a poco todos le apoyaban, al final sería toda la clase contra Víctor, José y Sebas. No podrían hacer nada. Todos se unirían contra ellos y sería él, Fran, quien lograra esa unión. Sería el principio del fin de Víctor… Animado por esos pensamientos, le echó valor.

              -Ha sido él –dijo con voz ronca, señalando hacia la zona donde se sentaba el matón. Se oyeron algunos silbidos y un par de “oh, oh”. Después, reuniendo todas las agallas que le quedaban, Fran levanto la vista y miró a Víctor a los ojos.

              -Muy bien –asintió don Miguel-. Señor Zafra, acompáñeme.

              El matón se levantó refunfuñando y siguió al profesor. Cuando salían de clase, Víctor se giró y miró a Fran con una mirada cargada de odio. Entonces se llevó el dedo pulgar al cuello y lo paseó de un lado a otro, como si fuera un cuchillo cortando su garganta. Después, moviendo los labios sin sonido alguno, dijo: estás muerto.

             

 

              El final del curso estaba al llegar, y muchos chicos y chicas se quedaban a comer en el instituto para ayudar con los preparativos de la fiesta final. Así lo habían hecho ese día Fran y su mejor amigo, Pedro. Aunque los dos eran igual de buenas personas y sacaban notas parecidas, no podían ser más distintos en su apariencia física. Mientras que Fran era delgado, de pelo moreno y piel pálida, su amigo Pedro tenía una media melena rubia como el oro, era moreno de piel y tenía un ligero sobrepeso. No obstante, la altura de ambos era similar.

Después de ayudar a decorar el gimnasio, la tarde había caído ya sobre ellos. Se encontraban en el aparcamiento quitando las cadenas de sus bicis para regresar a casa.

              -Te has metido en un lío bien grande –dijo Pedro-. ¿Cómo se te ocurre chivarte del Cabezón?

              -Estoy harto de que nos trate como basura –respondió Fran-. Si nos uniéramos todos podríamos con ellos. Son solo tres contra toda la clase.

              -Nadie se va a meter. Todos les tienen miedo –contestó Pedro.

              -¿Y vosotros dos no me tenéis miedo? –rugió una voz. Víctor, con José y Sebas a los lados, estaba tras ellos con los brazos en jarra sobre la cintura.

              -¡Me iba a castigar a mí! –se quejó Fran, que de repente había perdido el valor que había demostrado en clase.

              -Dicen que se están pensando si ponerme otra falta grave –dijo Víctor despacio, masticando las palabras-. Y esa sería la tercera. Y me expulsarían. Y tú no quieres eso, ¿verdad?

              Fran se quedó callado. ¿Que si quería que le expulsaran? Por supuesto. Era lo que más deseaba.

              -¡He dicho que tú no quieres eso, ¿verdad?!

              -¡No! ¡No! –exclamó Fran. Vio de reojo que un grupo de chavales de otros cursos estaban mirando la escena a una distancia prudencial.

              El matón, bastante alto y musculoso para su edad, chocó el puño derecho contra la palma de la mano izquierda, sonriendo maliciosamente. En ese momento, sin saberlo, Fran y Pedro habían pensado lo mismo: el motivo por el que habían puesto la segunda falta grave a Víctor. Se había peleado con un chico dos cursos mayor que él y aún así el chico de tercero había terminado con la nariz sangrando y un ojo hinchado.

              -Estoy dispuesto a perdonarte si vas ahora mismo donde la directora y le dices que has sido tú. Que me echaste la culpa para que el Bizco no te castigara. Si no lo haces… -y volvió a estrellar su puño contra la mano.

              Fran notó que un escalofrío le recorría la espalda. Lo meditó un instante. Tampoco era tan malo. Admitiría que fue él y aunque se llevara una bronca en casa y en el cole, Víctor lo dejaría estar. Tal vez incluso le dejara en paz para siempre, sabiendo que si le había puesto en un aprieto esa vez podría hacerlo en más ocasiones. Abrió la boca para decir que vale, que lo haría, cuando vio el miedo reflejado en la cara de su amigo Pedro, que estaba parado a su izquierda sin hacer nada. Se volvió entonces hacia los chicos que miraban desde lejos, también con miedo, y un resorte se activó en su estómago; en sus agallas. No quería pasar así el resto de la Secundaria. No era justo. Y él podía remediarlo…

              -No.

              -¿Cómo? –preguntó Víctor entre dientes, apretando la mandíbula con fuerza.

              -No. Estoy harto de ti y de tus amenazas. Te digo que no. Y ojalá te castiguen y mucho. Y te aviso de que pienso convencer a todos para que se unan a mí. Para defendernos todos a la vez en cuando te metas con alguien de clase –a medida que hablaba, Fran se daba más coraje a sí mismo-. Eres un matón y te aprovechas porque eres más grande y porque sois tres. Pero en realidad sois unos cobardes. –José y Sebas se miraron sorprendidos y algo nerviosos. Sin embargo en los ojos de Víctor sólo había una furia creciente-. Sois más grandes, sí, pero si nos peleamos toda una clase contra tres, ¿quién crees que va a ganar? ¿Cómo crees que vais a acabar?

              Fran dio un paso al frente y se encaró con Víctor. Sin perder un instante, Pedro se puso a su altura. Hubo murmullos entre los chicos y chicas de alrededor, que se acercaron un par de pasos, pero manteniendo todavía una distancia prudencial. Una parte de Fran pensó que estaban dispuestos a ayudarle, que se pondrían hombro con hombro para enfrentarse por fin a los tres matones. Pero durante unos segundos horribles, nada de aquello sucedió. En vez de eso, las cosas se volvieron de color negro.

              Víctor se acercó y de un empujón fortísimo mandó a Pedro al suelo. Después cogió a Fran del cuello de la camisa y le zarandeó como si fuera un guiñapo.

              -No sería una pelea de toda la clase contra nosotros –dijo marcando la palabra. Su voz estaba cargada de odio y malos sentimientos-. Porque tú ya no cuentas…

              Pedro, desde el suelo, vio como Víctor se llevaba la mano izquierda al bolsillo y sacaba una pequeña navaja. Horrorizado, la señaló y gritó:

              -¡Fran, tiene una navaja! ¡¡Correee!!

              Y Fran no se lo pensó dos veces. Dio un manotazo a la garra que le sujetaba del cuello de la camisa y se zafó. Echó a correr hacia la puerta del instituto. Víctor, José y Sebas se lanzaron en su persecución. Al llegar a la valla, giró a la derecha y, esquivando a un par de chicas que iban hablando de sus cosas, corrió calle abajo. Cuando terminó esa calle, giró de nuevo a la derecha. No sabía qué hacer, solo sabía que tenía que seguir corriendo y que cuantas más veces girara más posibilidades tendría de despistarlos. Sin saber a ciencia cierta el camino por el que le llevaban sus zancadas, terminó en las afueras de la ciudad, tres calles más al sur del colegio, una zona con un gran solar y un bosque cercano donde solían ir a jugar él y los de su pandilla. Pero ahora era diferente. Ahora no iba a jugar al fútbol allí. Ahora corría porque tres chicos de su clase le perseguían con muy malas intenciones.

 

 

 

 

 

 

-¡Ya verás cuando te pille! –gritaba Víctor, el mayor de todos.

Fran, pálido por el miedo y el esfuerzo, pero veloz como el viento, huía de los tres matones, que le pisaban los talones. Aunque corría mucho, sus perseguidores eran más grandes que él y sus zancadas mayores. Perdía ventaja por momentos…