Capítulo 6
Un nombre escrito en el espejo
Había empezado la última semana del curso y se notaba en el ambiente. Los ánimos estaban por las nubes y la gente sonreía más y se tomaba las cosas con más calma. Los alumnos del último curso andaban con caras largas debido a que esa era la última semana que pasarían juntos antes de ir a la universidad, antes de que muchos de ellos se separaran para siempre. Sin embargo, las cinco clases de 1º de la E.S.O. estaban exultantes; sólo terminaban su primer año en el instituto.
Los profesores vestían colores más alegres y se tomaban con filosofía las salidas de tono de los alumnos conflictivos. Los propios alumnos problemáticos molestaban menos a sus compañeros y, cuando lo hacían, parecía que se propusieran realmente bromear, y no fastidiar de verdad o hacer daño. Todo se veía desde un punto de vista mejor. Atrás quedaban los agobios de los exámenes, la presión de las muchas asignaturas o los comportamientos molestos de los matones del colegio. Hasta parecía que los pájaros cantaban más y arropaban con su trino las aulas de los cuatro edificios.
Sin embargo no todos estaban tan contentos. Fran y Pedro habían llegado el lunes callados a clase y, a mitad de semana, seguían cabizbajos y pensativos. Sobre todo Fran. Todavía no podían olvidar la sesión de espiritismo.
Fran y Gus se habían llevado la peor parte. Habían disimulado junto a Pedro durante la tarde y la noche del sábado: conversaron con los padres, jugaron a la video consola, cenaron y vieron una película tratando de poner la mejor cara posible y, a la hora de dormir, Gus había cogido el colchón y se lo había llevado a la habitación de su hermano, donde habían dormido los tres a ratos, por miedo a lo que había pasado en el desván y, en ocasiones, por los ronquidos de Pedro. El domingo, Pedro se había marchado a su casa tras dedicar a los hermanos una mirada afligida; no quería dejarles allí solos, aunque sentía cierto alivio al abandonar aquel lugar.
Ese día Fran y Gus estuvieron en tensión a todas horas, pegando botes cada vez que escuchaban ruidos inesperados. Varias veces les preguntó su madre si les pasaba algo. Fue así hasta el punto de que, para que se tranquilizaran, les llevó al cine a ver una película de animación que no tenían previsto ver hasta la semana siguiente, como parte del premio por haber finalizado bien el curso escolar (en el caso de Gus, solo relativamente bien, pues sus notas eran muy bajas respecto a sus capacidades, según su padre).
Hacia la mitad de la última semana de clases las cosas habían ido a peor. Gus permanecía cabizbajo, apesadumbrado y solía responder con monosílabos. Eso si llegaba a articular palabra, porque otras veces incluso en mitad de una conversación, se quedaba callado y se le iba el santo al cielo, dejando con un palmo a quien hablara con él en ese momento. Dejaba una frase a medio terminar o no respondía cuando tenía que hacerlo. Simplemente se olvidaba de que estaba hablando con otra persona. Los padres veían su comportamiento con preocupación desde fuera. Fran, sin embargo, sabía la verdad y sufría viendo a su hermano pequeño así, tan indefenso, tan aislado en su mundo interior. Él trataba de hablarle, de hacerle reír y echar tierra sobre el asunto, pero pocas veces lo conseguía. Y cuando recordaba que todo había sucedido por su culpa, se le llenaban los ojos de lágrimas.
En clase Pedro le había preguntado a menudo, pero cuando comprendió que Fran no se sentía a gusto hablando del asunto de la ouija, dejó de indagar. A la altura del miércoles, tan solo cuatro días después del terrible incidente, y tras unas cuantas pesadillas y malas noches sin dormir, su amigo decidió dejar de preguntar.
-Seguro que cuando lleguen las vacaciones se le pasa todo –le había dicho, intentando consolarle-. En cuanto se tire todo el día en el sofá jugando a la consola, os bajéis a la calle u os vayáis al pueblo, se le olvidará todo.
-No ha cogido la consola desde entonces –había respondido Fran-. Está todo el día sentado en la cama, mirando al infinito. Mis padres han pedido una cita urgente con su tutora. Y mi madre, como es tan escandalosa, hasta ha hablado ya de llevarle al psicólogo. No paran de preguntarme que si ha pasado algo, que si sé que le ocurre…
Por lo menos Ana no había intentado retomar la conversación que tenían pendiente, aunque sí que es cierto que de vez en cuando la pillaba mirándole con curiosidad.
Fran no había podido dejar de pensar cómo habían llegado hasta ese punto; todo lo que había ocurrido desde la persecución en la fábrica hasta el sábado pasado en que practicaron aquel terrible juego, si se le podía llamar así. Había llegado a la conclusión de que había varios espíritus, entidades, presencias o como fuera que fuesen. Y tenía claro, también, que eran distintas. No podían ser lo mismo aquella chica que le había salvado la vida en la fábrica abandonada que lo que poseyó a Gus en su casa. Tenía que creer eso. La otra opción era declarar al mundo que había perdido la cabeza; y su hermano pequeño con él. Tal vez todo sea un sueño. Tal vez es mi imaginación y en realidad estoy en un psiquiátrico, dentro de una celda acolchada, se decía con frecuencia. Por otro lado, desde el sábado no había tenido ninguna otra visión y ni había oído voces, lo cual le desorientaba todavía más.
Decidió entonces intentar contactar de nuevo con la entidad que suponía era buena, la misteriosa chica de la luz azulada, pero sin usar la tabla, que había dejado olvidada por completo bajo su cama.
Así, el jueves, el día anterior a la fiesta de fin de curso, hizo el primer intento. Durante el mes de junio la jornada escolar era más corta y al terminar en el instituto fue con Pedro a buscar a Gus al colegio. Regresaron a casa y calentó la comida para los dos, pues su madre tardaría todavía una hora en llegar y su padre volvería a media tarde. Después de comer y comprobar que Gus dormía la siesta, se fue a su habitación y cerró la puerta. Cogió la silla de su escritorio, la puso en el centro del cuarto y se sentó, mirando hacia la ventana. Respiró hondo un par de veces y se aclaró la garganta. Después, con voz clara y serena, dijo:
-Hola.
En otras circunstancias se habría sentido estúpido, pero después de todo lo que había pasado en las dos últimas semanas, sintió aquella situación como algo de lo más normal.
-¿Hola? –repitió.
El motor del coche le avisó de la llegada de su madre. Oyó que abría la puerta y entraba en la cocina, remoloneaba un rato y subía después las escaleras. Escuchó cómo abría la puerta del cuarto de Gus y suspiraba. Y después supuso que entró en el dormitorio y se cambió de ropa porque no volvió a oír más los tacones de los zapatos. Estaría en zapatillas de andar por casa y además, para no despertarles, andaría con cuidado. Como vio que no venía a su habitación, con voz un poco más baja, continuó:
-¿Hola? ¿Hay alguien ahí?
Aquellas preguntas le recordaban terriblemente a la sesión de espiritismo y un escalofrío le recorrió la espalda. Oyó un crujido tras la puerta pero no le dio importancia. Supuso que sería la casa asentándose.
-¿Por qué me salvaste en la fábrica?
Había decidido que esa era la presencia con quien quería hablar, y que lo haría sin necesidad de usar el tablero de Pedro. O al menos esa era su intención. Si había oído voces en muchos sitios, ¿por qué no allí en su habitación? Sin embargo sólo obtuvo el silencio de su cuarto por toda respuesta. Entonces se le ocurrió algo. Se levantó y cogió un rotulador de su bote de lápices. Limpió de cachivaches el escritorio y lo dejó en el centro. Se alejó unos pasos y se sentó de nuevo en la silla, diciendo con voz alta y clara:
-Si estás ahí… mueve el rotulador.
Esperó con ansia, con cierta ilusión, pero nada pasó.
-Mueve el rotulador…
Se removió incómodo en la silla e insistió, con cara de ansiedad:
-Por favor…
No sucedió nada. En parte ya lo sabía. Se puso en pie, colocó la silla bajo el escritorio y bajó al salón, apesadumbrado. Al pasar por la puerta de la cocina saludó a su madre sin mucho afán y ésta respondió de la misma manera. Fran se encogió de hombros y se tumbó en el sofá, mirando la tele pero sin prestarle realmente atención.
En la cocina la madre, pálida como un cadáver, fregaba nerviosa los platos de la comida y repasaba mentalmente lo que había oído al acercarse a la habitación de Fran a hurtadillas. Ya no se trataba solo del extraño mutismo de su hijo pequeño; ahora el mayor además hablaba solo…
Instantes después de que Fran saliera de su habitación, un halo azul envolvió el rotulador que descansaba en mitad del escritorio. De repente, sin nada visible que lo empujara, sin que hubiera una brisa de aire que lo impulsara, el rotulador comenzó a rodar hacia el borde de la mesa. Al caer rebotó en la silla y terminó en el lustroso parqué barnizado.
Una vez en el suelo el rotulador no se movió más y el resplandor azul desapareció en unos segundos.
El ruido de la puerta le desveló ligeramente. Cambió de posición y se puso de cara al respaldo del sofá. Sólo captó las primeras frases, y su mente, adormilada, no procesó la información. No en ese momento.
-Andrés –dijo ella preocupada-. Ven a la cocina, tenemos que hablar.
-Espera que me cambie.
-No, ahora. Es importante.
El tono en la voz y la mirada de su mujer hicieron al padre de Fran y Gus entrar en la cocina.
-Hace un rato he pillado a Fran hablando solo en su habitación. Desde detrás de su puerta le he escuchado decir que si había alguien ahí con él, que por qué le salvó en la fábrica…
-¿Qué? –preguntó el padre totalmente extrañado.
-Que tu hijo mayor habla solo. Que le pasa algo. Y no es solo eso. Ayer llamé a Gloria y me dijo que Pedro está igual. Que desde el sábado está más callado y como ausente. Ha pasado algo, Andrés y los tres están muy raros. El sábado sucedió algo aquí en casa.
Nada más despertarse, Fran supo que algo raro pasaba. Sus padres estaban en los sillones, junto al sofá, pero la tele estaba apagada y tampoco leían. No; le miraban a él. Estaban esperando a que se despertara.
-Fran –dijo el padre-. Sabemos que pasa algo. Queremos que nos lo cuentes.
-Hablé con Gloria y me dijo que Pedro está igual –añadió su madre.
Fran tragó saliva. La garganta se le había secado repentinamente.
-¿Qué pasó el sábado? ¿Qué hicisteis?
Fran sintió que los colores asomaban a su cara. Es cierto que se habían comportado de manera extraña los últimos días pero, ¿cómo podían sus padres estar tan cerca de la verdad? ¿Habría dejado pistas en el desván? ¿Algo desordenado? La ouija… ¡la ouija! Se había olvidado por completo. Tenía que sacarla de casa en cuanto pudiera.
-No pasó nada… -balbuceó. Y luego, para salir del atolladero-: He quedado con Pedro. Tengo que irme a duchar ya o llegaré tarde.
La madre fue a protestar pero el padre, tan tranquilo como calculador, le dijo que se fuera al baño, haciendo caso omiso de que Fran ya se había duchado por la mañana y que no podía saber si llegaba tarde sin haber mirado siquiera la hora, ya que acababa de despertarse.
-Despéjate bien y al salir nos lo cuentas, hijo –y el tono de voz no admitía réplica.
Fran se levantó farfullando algo inteligible y fue escaleras arriba. El sonido de la puerta de su habitación al cerrarse hizo que la madre dejara de guardar silencio.
-¿Esa es tu idea de interrogar a alguien? ¿Dejar que se vaya? –le dijo molesta.
-Si pasó algo tan gordo como para que estén de esta manera, el modo de que lo cuenten no va a ser presionándolos. Ahora ya sabe que estamos preocupados y que esperamos una respuesta. Un rato en la ducha le hará pensar. Y además, mientras tanto, podemos buscar algún tipo de pista en su habitación, aunque es algo que no me convence del todo…
A la madre se le iluminaron los ojos.
-¡Es verdad! A lo mejor en su habitación hay algo que explique su comportamiento de estos últimos días.
Al entrar en su habitación, Fran fue directo a los cajones inferiores del armario. Sacó un par de calcetines, unos calzoncillos y una camiseta. Aunque lo de la ducha había sido una excusa de último momento, lo cierto es que con la siesta se había levantado sudado. Se centró en qué diría a sus padres al salir, cuando vio el rotulador en el suelo. Se dejó caer en la cama y se quedó callado unos segundos. Alguien o algo había movido el rotulador, y no se imaginaba a su madre tirándolo y dejándolo en el suelo, sobre todo porque, casi como cualquier madre, era una fanática del orden y la limpieza.
Aunque eso era lo que había esperado, una prueba de la presencia del espíritu a través del movimiento del rotulador, no dejaba de ponerle los pelos de punta.
-¿Quién eres? –preguntó en voz baja, tras asegurarse de que la puerta estaba cerrada-. ¿Qué eres?
Pero, desgraciadamente, volvió a responderle el vacío.
-¿Eres la chica de la fábrica?
Preguntó un par de veces más y, al obtener la misma contestación, suspiró. Estaba claro que la entidad no iba a hablar con él cara a cara.
Así que se dirigió al baño. Una vez allí, se desnudó y entró en la ducha. El chapoteo del agua ahogó cualquier otro ruido y Fran no pudo oír el familiar sonido de unos dedos deslizándose por el espejo.
Mientras tanto, ajenos a esto, los padres subieron al cuarto de Fran y comenzaron a buscar algún tipo de indicio, sin saber exactamente qué. Después de mirar en los cajones del escritorio y en el armario empotrado, la madre se hincó de rodillas en el suelo y miró bajo la cama.
-¡Lo tengo, Andrés! –exclamó con un pequeño grito de victoria. El sábado por la mañana había barrido bajo la cama y sabía que no había nada debajo así que en cuanto vio la bolsa supo que se trataba de lo que buscaban. Sin embargo la sensación de triunfo se esfumó en cuanto la sacó de debajo de la cama y vio su contenido-. ¿Un tablero de ouija? –preguntó, mirando a su marido, que esperaba impaciente.
-Vamos al salón –dijo él-. Hablaremos con ellos allí.
Aunque estuvieran casi en verano, le encantaba ducharse con agua caliente. Abrió la mampara de la ducha y observó todo el vapor que se había formado en el baño. Si lo veían sus padres encima le echarían la bronca, porque con tanta humedad se fundían los halógenos del techo.
Se secó rápidamente y se vistió. Cuando fue al lavabo a peinarse, se quedó de piedra. Sobre la superficie del cristal, en mitad del vaho que se había formado, aparecían siluetas de letras, claramente visibles, que mostraban una palabra. Un nombre.
Con voz ronca, Fran leyó en voz alta:
-Luna.
¿Luna? … ¿Luna?
No conocía a nadie que se llamara así, ni amigos, ni familiares. Y tampoco se imaginaba a sus padres escribiendo un nombre al azar en el espejo. ¿Su padre, qué razón tendría para hacerlo? ¿Su madre, que siempre les decía que no dejaran los dedos en los cristales? Tal vez Gus, dejando constancia por escrito del nombre de la chica que le gustaba… Sí, seguro que es eso.
Pero no podía engañarse a sí mismo. Llevaba casi dos semanas oyendo voces y teniendo visiones. Antes de la siesta había pedido a la entidad que moviera el rotulador y al subir al cuarto lo había encontrado en el suelo. Y ahora había preguntado un nombre y en el espejo del baño aparecía eso mismo, la respuesta a su pregunta. Luna. No sabía qué tipo de criatura era la chica que le había salvado la vida en la fábrica; podía ser un fantasma, un regresado, un espíritu… Lo que sí conocía ahora era su nombre: Luna.
Por fin iba haciendo progresos. Y aunque sabía que no corría peligro con esa entidad, aquella situación no dejaba de resultarle escalofriante. Una chica fantasmal pululando por su instituto, su casa e incluso su baño no le hacía la menor gracia.
Respiró hondo, se peinó y regresó a su habitación, no sin antes borrar el nombre escrito en el espejo.
Los padres se habían sentado en el sofá y esperaban a sus hijos. La madre ya había ido a despertar a Gus y le había dicho que se espabilara y bajara a merendar. También Fran estaría a punto de aparecer.
Ella se frotaba las manos, nerviosa. ¿Qué ha sucedido con la ouija? ¿Y de dónde la han sacado? De todos modos, ¿qué ha impresionado tanto a Gus para que se haya comportado así durante estos días pasados?, se decía la madre. Los niños a su edad son muy influenciables, pero esto no deja de ser un juego tonto, de mentira.
El padre permanecía más tranquilo, con los brazos cruzados sobre el pecho, pensando que todo aquello tendría una sencilla explicación y que tras la charla todo volvería a la normalidad.
Mientras, los segundos pasaban lentos e inexorables.
Bien. Luna. Perfecto, pensaba Fran. Se quiere comunicar. Ya sé su nombre. Ahora tengo que encontrar una manera más rápida de hacerlo. Con el espejo del baño sería muy lento. Tal vez pueda escribir con el rotulador sobre papel… Hablaré con ella y veré de qué va todo esto. Le diré que me deje tranquilo y todo volverá a la normalidad. Y le preguntaré si puede explicarme qué pasó en el desván.
Fran iba dándole vueltas a los nuevos acontecimientos y llegó hasta el salón distraído. Allí se dio cuenta de que su hermano ya estaba sentado en el sofá con cara de sueño.
-Bueno –dijo el padre-, ahora que estamos los cuatro vamos a charlar un rato. Sabéis que os queremos muchísimo y que siempre os vamos a ayudar en todo lo que podamos. Lo sabéis, ¿verdad?
Los dos hermanos asintieron en silencio.
-Entonces –continuó-, decidnos qué está pasando. Contadnos por qué lleváis cuatro días de esta manera.
Gus miró a su hermano mayor. Su cara ya no mostraba sueño, sino temor. Fran se preguntó de qué tenía más miedo, si de recordar lo que pasó o de contárselo a sus padres.
-Nada… -comenzó Fran.
-¿Nada? –preguntó su madre-. ¿Nada de nada? ¿No hicisteis nada el sábado? –Esperó a sus reacciones y añadió:- ¿No jugasteis a nada en especial?
Gus volvió a mirar Fran, quien de nuevo se preguntó por los miedos de su hermano. Además sopesó las palabras de su madre. Les había preguntado que si habían jugado a algo.
-No…
-Entonces, ¿qué es esto? –dijo la madre, mientras se inclinaba sobre el brazo izquierdo del sofá y sacaba de detrás una bolsa grande; la bolsa en la que estaban la tabla y los demás elementos de la sesión de espiritismo.
Los hermanos se quedaron de piedra, rígidos y mudos como estatuas.
-¿Qué es esto? –volvió a preguntar el padre, autoritario.
Fran bajó la vista y deseó que el suelo se abriera bajo él y se le tragara para siempre. ¡Se le había olvidado sacar todo de debajo de la cama! Una parte de sí mismo se reprendía y lo asumía, por idiota y por descuidado. La otra parte pensaba rápido qué hacer y qué decir. No podía contar lo de la fábrica y lo que sucedió en los días posteriores. Le meterían en un psiquiátrico. Y si dijera que un espíritu maligno había poseído a Gus, igualmente le tildarían de loco. No le creerían de ninguna manera. Estaba atrapado, sin saber cómo salir de aquella situación.
Agachó la cabeza sin decir nada, estrujándose el cerebro en busca de alguna excusa creíble.
-Algo tuvo que pasar, chicos. Contádnoslo porque queremos ayudaros –casi pidió el padre.
Su madre se levantó y se acercó a Fran.
-No sé si serás consciente –dijo levantándole la barbilla-, de que eres el hermano mayor y debes cuidar de Gustavo. Y en cambio, mira cómo está. A lo mejor no lo sabes pero lleva tres días durmiendo con tu padre y conmigo. Le da pánico estar solo. –En ese momento fue Gus el que agachó la cabeza y se dejó caer en el sofá.
De repente le estaban entrando muchas ganas de llorar. Por supuesto que era consciente. ¿Cómo no? Quería a su hermano con locura y le había metido en aquel lío. No quería ni imaginarse qué hubiera sucedido si no lo hubieran podido parar; si no hubiera derramado la sal sobre el tablero por accidente. Solo recordar a Gus con los ojos envueltos en esa luz roja fantasmal le ponía los pelos de punta. Pero, ¿cómo contar lo que había pasado en las dos últimas semanas sin que pensaran que estaba mintiendo o que había perdido el juicio?
-Jugamos a la ouija y nos asustamos –intervino entonces Gus, para asombro de todos-. El triángulo se movía solo y señalaba las letras.
-¿Y qué más? –quiso saber el padre.
-Nos dijo algo.
-¿Qué? –padre y madre se inclinaron hacia delante.
-La ouija nos habló –dijo el hermano pequeño, y cuando lo pronunció, el nombre sonó parecido a “güija”.
La madre hizo un gesto de incredulidad, pero el padre levantó la mano y le indicó que le dejara hablar.
-Dijo que iba a ocurrir un accidente y justo en ese momento dos coches chocaron en la calle.
Ahora fue el turno de Fran de sorprenderse. Miró a su hermano pequeño: éste había levantado la vista del suelo y miraba a sus padres directamente a los ojos, sin siquiera pestañear. El silencio cayó como una losa y durante unos segundos los cuatro se dejaron llevar por sus ideas.
-Esas cosas no son reales, hijo –habló por fin el padre-. Está estudiado. Es una especie de influencia psicológica. Para empezar, sois los tres los que movéis el puntero o el vaso de manera inconsciente. Y segundo: el cerebro tiende a formar palabras completas, con sentido. A lo mejor aparece una “c”, luego una “a” y luego una “b” y ya es seguro que va a salir “caballo”, porque vosotros lo estáis pensando y sin daros cuenta vais a deletrear esa palabra. Seguro que no salen palabras más difíciles como “cábala” o “cabestro”; sólo palabras que conocéis vosotros.
-¿Y el coche? –se quejó Gus.
Fran no sabía a qué jugaba su hermano, por qué se había inventando esa mentira y por qué la estaba defendiendo tan bien.
-Pura coincidencia –aseguró su padre.
-Pero es que chocaron justo después de que nos lo dijo…
-Después de que vosotros de manera inconsciente escribierais que iba a haber un accidente -recalcó.
-¿Francisco? –se dirigió su madre a él-. ¿Tienes algo que decir?
Fran miró a su hermano con cariño, pero también con una pizca de comprensión. No le gustaba mentir a sus padres; es más, nunca lo hacía. Pero estas últimas semanas les había ocultado cosas porque no había más remedio. Ahora Gus estaba en la misma situación y el cariño y la comprensión dejaron paso a algo parecido a la admiración.
-No. Nos asustamos los tres un montón con lo del coche. La culpa es mía porque fui yo quien tuvo la idea de jugar. Sólo íbamos a ser Pedro y yo, pero Gus nos pilló y con tal de que no dijera nada le dejamos jugar.
-Ah, o sea que encima les chantajeaste… -se enfadó su madre, esta vez con su hijo pequeño.
Gus volvió a bajar la vista al suelo y la clavó en sus calcetines.
-Pero, ¿entendéis que todo esto no es real? –insistió el padre-. Fue una gran coincidencia, es verdad. Pero no podéis dejar que os asuste y que no os deje dormir bien o que os quite el buen humor. Es una tontería. No es de verdad.
Ojalá fuera cierto… pensó Fran. Gus, por su lado, tenía en mente una idea mucho más concreta y oscura. Ni sus padres ni su hermano sabían qué había sentido él al notar esa presencia malvada dentro de él, ocupándole, forzándole, sin dejarle gritar ni llorar ni hablar, simplemente haciendo de él lo que quería. Se había sentido indefenso, manipulado… pero sobre todo, y eso era lo peor, se había sentido malvado.
-¿Lo entendéis, entonces?
-Sí… -dijo Gus. Fran también asintió con un gesto.
-De todos modos, tal vez lo que necesitéis sea un cambio de aires –dijo la madre y miró a su marido como buscando aprobación-. La última vez que fuimos a hablar con tu tutora –esta vez miró a Fran-, vimos en el tablón de la entrada un anuncio de un campamento en la sierra que tenía muy buena pinta. Es de ocho a catorce años, o sea que podríais ir los dos. Vimos que ya se habían apuntado dos compañeros de tu clase.
-¿Un campamento? ¿En la sierra? –preguntó Fran confundido-. Yo no quiero ir. Quiero ir al pueblo –de repente se había olvidado de por qué estaban allí reunidos.
-El caso es que ya estáis en lista –atajó el padre-. Cuando empezasteis a comportaros así, nos lo planteamos. Pensamos que os haría bien, conocer más gente, convivir y jugar en un ambiente de naturaleza y olvidaros de lo que fuera que os preocupaba. Ya está hecho.
-Pero… -comenzó Gus.
-Son solo dos semanas. Después iréis al pueblo.
Los dos hermanos sabían que no había mucho que replicar. Además, se sentían mal por haber mentido y una parte de ellos incluso les daba la razón: un cambio de aires les haría bien. Con aquel sentimiento de culpabilidad aceptaron el cambio de planes en sus veranos y se relajaron. El interrogatorio había terminado y habían logrado salir de la complicada situación en que se encontraban.
-Por cierto –el padre clavó su mirada en Fran-, no sé de dónde habréis sacado esta tabla, pero me voy a permitir el lujo de tirarla a la basura, visto lo visto. Supongo que tendrás que pagársela a su dueño con el dinero de tus pagas.
Fran puso cara de dolido y se levantó. Otra cosa que sin duda sabía que tenía que asumir. Descubierto todo el pastel, ahora tocaba pagar los platos rotos.
-¿Cuándo nos vamos al campamento? –preguntó.
-El próximo lunes.
-¡¿El próximo lunes?! ¡Eso es dentro de cinco días! ¡No me va a dar tiempo ni de ir al Parque de atracciones con los de clase!
Su padre se encogió de hombros. El gesto parecía decir: así están las cosas…
Resignado, Fran se dirigió a la puerta y les dijo que iba a jugar a la calle con Pedro. Salió por la puerta bajo la atenta mirada de sus padres y recordándose a sí mismo que en cuanto se quedara a solas con su hermano tenía que preguntarle el porqué de su actuación.
***
Esa misma noche. En algún oscuro lugar.
La sombra acude de nuevo a la pila bautismal de mármol negro con vetas blancas. Al asomarse, sus ojos hundidos en las cuencas huesudas se encuentran con los de su maestro. Éste, impasible, espera las noticias, mientras sus múltiples rostros van pasando uno a uno al otro lado del agua.
-Ella no se ha dejado notar últimamente.
-Da igual, el daño ya está hecho. Ya ha tenido contacto con humanos –habló el rostro de ojos inyectados en sangre.
-Si llegara una nota anónima al Consejo e investigaran a fondo, descubrirían fluctuaciones en su aura. Saben cómo averiguar si ha habido contacto –dijo otra cara demoníaca diferente.
Tras esas palabras, otra cara infernal apareció en el agua. Pero no era una cara con ojos, boca y nariz lo que se veía. Al contrario. Ésta estaba cubierta por una tela raída y sucia, tan apretada que marcaba los rasgos que había debajo: pómulos, cejas, colmillos y frente. La visión era la de un rostro atrapado en una malla de tela, en un gesto interminable de asfixia y dolor.
-¿Qué hay del hermano menor de su custodiado? –preguntó-.
-Aunque no completaste la posesión, maestro, la oscuridad ya ha anidado en el corazón del niño –respondió la sombra-. Poco a poco se extenderá. Sólo hemos de alimentarla y podrá completar la posesión más adelante.
-Y después, le usaremos de cebo… -concluyó el primer rostro de ojos rojos y colmillos amarillentos-. Bien. Cada vez nos acercamos más a nuestro objetivo. Romperemos los dos sellos que quedan y la Puerta será abierta…
Aquel rostro demoníaco miró a la sombra con unos ojos llameantes cargados de odio y de deseo. La propia sombra se estremeció. No temía a la muerte, pues ya había superado ese estado. Pero sabía que su maestro y los de su raza conocían métodos mucho más efectivos para causar dolor, miedo y locura. La muerte no era lo peor, ni de cerca.
-No les pierdas de vista –dijo-. Después de tanto tiempo, por fin seremos libres de nuevo -y el rostro desapareció.
Las ondulaciones en el agua cada vez se hicieron más pequeñas, hasta que finalmente la superficie del líquido quedó tan muerta como las almas de la sombra y de su amo de múltiples rostros.