Capítulo 9
El mundo de Luna
-Hoy para comer tenemos plato único: escarabajos crujientes con gusanos. De acompañamiento una deliciosa ensalada aliñada con saltamontes y, de postre, cucarachas rellenas de vainilla –se oyó a través de los altavoces repartidos por todo el campamento. Tras eso, comenzó otra canción para despertar a los veraneantes y dar comienzo al nuevo día.
-¡Están todos locos! –exclamó Gus, bajando al suelo de un salto. Después se estiró a la vez que bostezaba sonoramente.
-Tú siempre tan educado –le reprochó Fran, pero con una sonrisa de oreja a oreja; estaba de excelente humor. De hecho, lo único negativo es que ya era viernes y en tan solo dos días terminaría el campamento. El domingo por la mañana llegarían las despedidas y, probablemente, las lágrimas.
Fueron al baño a lavarse la cara, regresaron y se vistieron. Luego fueron al comedor a desayunar. Escucharon el cotilleo de aquel día y Antón les recordó las actividades que harían a lo largo de la mañana para después regresar a las habitaciones, hacer las camas y cepillarse los dientes. Fran terminó rápido y salió fuera a disfrutar del sol y, sin haber borrado todavía la sonrisa de su cara, se quedó así, sentado en el porche, a esperar al resto de la gente.
-¿Te atreves a hacer una excursión? –dijo una voz conocida en su oído.
Fran se giró en la dirección de donde provenía la voz, pero no vio nada. Obviamente, Luna no se mostraría a esas horas donde todo el mundo pudiera verla.
-Necesito que hagas una cosa –continuó-. Después del desayuno, cuando todo el mundo haya salido, avisa al monitor que vaya a estar en tu grupo y dile que si te puede acompañar dentro de la habitación un momento, que le tienes que decir algo.
Tras eso no la volvió a oír más. Media hora después, con el estómago lleno, las camas hechas y los dientes lavados, todas las chicas y chicos estaban reunidos en el patio central, así como los cuatro monitores del turno de la mañana y Antón. Les dividieron en grupos para las actividades de la mañana y Fran vio que le tocó con Teresa, así que hizo lo que Luna le había dicho: pidió a la monitora que le acompañara dentro. Una vez allí, Teresa se paró y esperó a ver qué tenía que decirle. Fran, que no tenía nada preparado, se quedó en blanco. Justo cuando pensaba ya en abandonar y disculparse con alguna excusa falsa, vislumbró la silueta de Luna junto a su monitora. El ángel extendió un brazo y puso la palma de su mano en la frente de Teresa, quién relajó los músculos de la cara y del cuerpo, y adoptó una curiosa expresión de paz.
Luna se inclinó sobre Fran y le dijo que repitiera lo que iba a susurrarle. Y así lo hizo:
-Si algún niño o niña pregunta por mí, estoy enfermo en la habitación de arriba, junto a la sala de los monitores. Estoy durmiendo, y no se me puede molestar para que pueda descansar.
-Vale, Fran. Mejórate –dijo Tere, mirándole a los ojos pero con la vista perdida, como si despertara de un agotador sueño. Tras eso se dio la vuelta y se marchó.
Segundos después no quedaba un alma en el patio central y Fran seguía sorprendido.
-¡Qué pasada! Quiero decir, ¡la has hipnotizado! ¿También podéis hipnotizar a la gente?
-Bueno… -dijo ella sonrojándose-. Sólo yo. No sé, a veces hago cosas… fuera de lo normal, pero mi padre me dice que lo mantenga en secreto. –Levantó de nuevo la vista, añadiendo-: De todos modos normalmente los ángeles pueden influir en cierto grado en las personas que custodian.
-¡Entonces podéis hacer lo que queráis! –exclamó Fran realmente asombrado-. No sé, hacer que un árbitro pite a favor de vuestro equipo favorito o decir a alguien que os de todo su dinero.
-¿Y por qué habríamos de querer nosotros dinero? ¿O que ganara un equipo u otro? –preguntó Luna, extrañada.
Fran se quedó pensándolo un momento. Los ángeles tenían forma humana: una cabeza, dos brazos, dos piernas. Hablaban y pensaban como ellos. Compartían el mundo en que vivían, aunque normalmente no les vieran. Pero de ahí a que tuvieran las mismas preocupaciones, o los mismos trabajos, o las mismas debilidades que los humanos, había un trecho. Entonces se le ocurrió algo:
-Vale, bien. ¿Y qué hay de Hitler? Podíais haberle hecho cambiar de opinión y que la Segunda Guerra Mundial jamás hubiera ocurrido.
-Ah, vale –asintió Luna-, ahora te entiendo. No, no funciona así. Verás: no es algo que solemos hacer, lo de manipular a la gente. Además, depende mucho del corazón de cada persona. Un ser humano malvado tiene muy poca capacidad de escucha; jamás oiría a un ángel. En todo caso, podría escuchar a alguna criatura de la oscuridad.
-¿Criatura de la oscuridad?
-Sombras y ángeles oscuros, sobre todo, aunque hay más clases.
-¿Sombras? ¿Ángeles oscuros? –Fran estaba cada vez más confundido.
-Ya te lo explicaré –respondió Luna-. ¡Quieres saber mucho en muy poco tiempo! Ahora nos vamos de excursión –repuso alegremente.
Fran había pasado las últimas semanas preguntándose si había algo o alguien más ahí fuera y por fin lo sabía. Eran ángeles. Y su propio ángel de la guarda se había mostrado y parecía que iba a hacerlo muy a menudo. Sabía que solo era cuestión de tiempo conocer más cosas sobre su mundo, así que aceptó la propuesta de Luna y dejó de hacer preguntas.
-¿Dónde nos vamos?
-A Madrid.
-¿Y cómo, si puede saberse?
-Volando.
-Ya… -dijo Fran, incrédulo.
Luna le mostró una amplia sonrisa y le enseñó dos hileras de dientes perfectos. Le indicó con la mano que no se moviera, y extrajo un saquito atado de un bolsillo de su túnica, que era diferente a la del día anterior. Ésta era de color verde claro y le llegaba hasta las rodillas.
-Esencia celeste –dijo mientras deslizaba el cordel que ataba la boquilla-. Se extrae de los prados y plantas que crecen alrededor del Gran Árbol. Estuve allí la pasada primavera de excursión con mi escuela y recogí un poco. Me alegro de haberlo hecho.
-No preguntaré… -aceptó Fran, con una ceja alzada.
Luna le miró sonriente y asintió satisfecha. Muy bien, el alumno va aprendiendo, parecía que decía su gesto. Volcó parte del contenido del saquito en la palma de su mano izquierda. Era una especie de polvo de color azul y brillaba con el reflejo de la luz de los fluorescentes del techo de la habitación. Sin previo aviso, tomo aire y lo sopló sobre Fran, que cerró los ojos en un acto reflejo. Cuando volvió a abrirlos, se encontró de nuevo con la sonrisa nacarada de su ángel de la guarda.
-Mírate –dijo ella con satisfacción.
Entonces Fran volvió a quedarse con la boca abierta. Al echar un vistazo a su propio cuerpo, vio que todo él estaba envuelto en el halo azul que había visto tantas veces rodear a Luna. Además, su figura parecía perder consistencia por el momento. ¡Se estaba volviendo transparente!
-Ahora pasarás desapercibido en mi mundo, serás uno más y no te verán ni te oirán en el tuyo –continuó-. ¡Venga, sígueme!
Salieron al patio central y fueron hacia la piscina. Antón estaba apoyado en la barandilla mirando hacia abajo, donde reían y gritaban los chicos y chicas con los que hubiera estado esa mañana, pues se podía ver a Tere dirigiendo ese grupo.
Luna fue hasta la barandilla y se apoyó en ella, a escasos centímetros del director del campamento. Empezó a hacerle gestos y aspavientos, pero el hombre no se inmutó. Entonces se giró y llamó a Fran para que se acercara. Una vez ahí, Luna le habló:
-Venga, compruébalo –y se movió para dejarle sitio.
Con mucho cuidado, Fran se colocó junto a la barandilla. Para empezar era una buena señal, pues Antón no se había girado. No parecía notar su presencia. Entonces levantó una mano y la situó despacio frente a los ojos de Antón. No pasó nada. Empezó a agitarla con fuerza y los ojos de su monitor ni pestañearon. ¡No podía verle! ¡Era invisible!
Incapaz de contener su entusiasmo, Fran corrió hacia Luna, que se había retirado, y le puso las manos en los hombros. Empezó a saltar con ella, que se le unió enseguida. Curiosamente, el aura azul de la chica empezó a brillar con una fuerza inusitada, mientras miraba a Fran a los ojos sonriendo.
-Guay, ahora brillas mucho más –dijo éste.
Ella se apartó, con las mejillas encendidas.
-Los ángeles brillamos más cuando estamos alegres o felices. Pero cuando estamos tristes, nos apagamos.
Ya no dejó hablar más a Fran. Le cogió de la muñeca y echó a correr a través del campamento. Dejaron atrás las pistas de baloncesto y fútbol sala, atravesaron el campo grande de arena donde otro grupo hacía juegos y llegaron a la playa del lago, donde el resto de niños estaba practicando tiro con arco y piragüismo. Desde allí Luna se dirigió hacia la izquierda, en dirección hacia el cobertizo y al llegar a él pasó de largo, siempre con un animado Fran tras ella.
Se metieron en pleno bosque y caminaron unos cinco minutos. Entonces Fran empezó a oír unos graznidos poderosos que creyó reconocer. Miró al cielo en busca de las águilas pero el espeso manto de ramas y hojas le impidió verlas.
-¿Dónde vamos? –preguntó, pero Luna no respondió.
Cada vez se oían más graznidos y más fuertes. Empezó a distinguir además el sonido de una cascada. Giraron hacia la derecha sobre un estrecho sendero que apenas se veía y más adelante, más allá de la silueta de la chica, Fran pudo ver que se acercaban a un claro, pues veía un haz de luz al fondo. Supo por instinto que allí se dirigían, a la fuente de la luz. Calculó que quedarían veinte metros para llegar.
Tropezó con un tronco pero mantuvo el equilibrio.
Quince metros.
Una rama perdida le rozó la mejilla, pero no se dio cuenta; intuía que ahí delante había algo mágico y la emoción lo embargaba.
Nueve metros.
Empezó a correr más aprisa, dando alcance a Luna.
Cinco metros y acercándose.
Varios árboles de tamaño menudo impedían el paso; permitían ver la luz de detrás pero nada más allá de eso.
Tres metros. Luna se paró y se dio la vuelta con una enorme sonrisa. Se llevó la mano a la boca en señal de silencio y se agachó. Fran hizo lo propio y se puso a su altura. Juntos, en cuclillas, recorrieron los últimos pasos y se situaron tras el tronco de un árbol para espiar lo que había más adelante. Por tercera vez en poco más de quince minutos, Fran abrió la boca y puso los ojos como platos ante la increíble imagen que tenía frente a él.
Vio un enorme y hermoso claro en mitad del bosque inundado con los rayos del sol, los cuales se reflejaban en el reluciente césped que cubría la zona, pero sobre todo en el agua cristalina de la laguna que había justo en la mitad. Una parte de la laguna estaba llena de burbujas, espuma y ondas, debido a una preciosa cascada que arrojaba agua desde un grupo de piedras a unos dos metros de altura. Pero lo que sin duda le había cortado la respiración era la manada de animales que pastaban armoniosamente y metían la cabeza en el agua para beber o refrescarse. Los cuadrúpedos de poderosas patas se asemejaban a los caballos, pero eran de menor tamaño. En cambio, su cabeza, sus garras y sus alas eran las de un ave.
-Son…
-¡Grifos! –terminó Fran-. Mitad leones, mitad águilas. Lo sé por las películas de mitología griega. ¡Es increíble! ¡Tenéis grifos!
La respuesta de Luna fue una orgullosa sonrisa.
-¿Preparado, entonces?
Luna rodeó el tronco y salió al claro, seguido de un entusiasmado pero nervioso Fran. Algunos grifos levantaron la cabeza y les examinaron de arriba abajo; después de decidir que los recién llegados no eran peligrosos, dejaron de prestarles atención. Alguno lanzaba un graznido de vez en cuando, pero en general se les oía menos ahora que tenían dos visitantes. Y todos, según pudo comprobar Fran, tenían esa especie de aura azul rodeándoles.
-Son enormes –dijo Fran-. ¿Puedo acariciarlos?
-Claro, son muy mansos. Con nosotros al menos, porque en batalla son fieros luchadores. Y en cuanto a su tamaño, tienen el cuerpo real de un león.
Había un grupo más alejado y uno de ellos levantó la cabeza. Al ver a Luna, se acercó trotando alegremente. El suave pelaje amarillo brillaba con la luz del sol, al igual que los ojos verdes y el delineado pico en toda su longitud.
-¡Eco del Viento! –exclamó Luna, abrazándolo-. Este es mi grifo. Quiero decir, que no es como los demás, que son propiedad del campamento. Eco del Viento es mío y me lo han dejado traer.
El animal emitió una especie de arrullo al oír su nombre mientras el ángel le acariciaba el lomo. Fran comprobó cómo cerraba los ojos y agitaba las poderosas alas en un claro signo de que aquello le gustaba.
-¿Son inteligentes? –preguntó.
-Inteligentes y leales. Como los mejores perros o caballos de vuestras películas. Eco del Viento tiene dos años y medio. Es como si fuera un adolescente entre los de su especie.
El grifo se acercó hasta Fran y arqueó el lomo. Fran entendió el gesto y empezó a rascarle el pelaje, a lo que el grifo respondió con un arrullo.
-Ya veo que son muy inteligentes –dijo Fran divertido.
Entonces el animal regresó hasta ponerse al lado de Luna y se tumbó en el suelo, dócil, y esperó a que Luna se sentara a horcajadas sobre él. Fran se situó detrás de ella cuando le hizo una señal. Entonces Eco del Viento se levantó y cargó con el peso de los dos como si nada. Se quedaron con los pies colgando, Luna aferrada al plumaje del cuello de Eco del Viento y Fran, a su vez, agarrado a la cintura de Luna.
Mientras el grifo caminaba con paso lento hasta un extremo del claro, Fran iba pensando que era la primera vez que tocaba a Luna. Ella le había sostenido de la mano en la fábrica aquel día en que salvó su vida y que ahora se le antojaba tan lejano. Y ahora mismo era él quien se aferraba a su cintura. Y el tacto, aunque normal como el de cualquier ser humano, no dejaba de ser algo mágico debido a la situación y a la sedosa tela de su túnica, hecha de un material que no había visto en su vida.
-¡Agárrate fuerte! –exclamó el ángel, cuando vio que el grifo empezó a mover sus alas arriba y abajo.
-¿Qué dices?
Pero no le dio tiempo a más. Perdido como estaba en sus pensamientos, le pilló por sorpresa la carrera que inició el animal. Mientras batía sus poderosas alas enérgicamente corría hacia el otro extremo del claro, sus fuertes patas galopando sobre el césped. Fran se agarró a Luna con más fuerza, temiendo perder el equilibrio y caerse. Hacia la mitad del claro ya llevaban una considerable velocidad. Cuando hubo recorrido unos metros más, el grifo saltó hacia arriba y ya no tocó más el suelo.
Fran notó una clara impresión de subida repentina y apretó fuerte las piernas contra los costados de Eco del Viento, que graznaba con su estentórea voz a los cielos, libre como ave que era, al menos en parte. El viento le devolvía el eco y Fran pensó que su nombre estaba más que merecido. Surcaban el aire como un avión hendiría el espacio o una tabla de surf peinaría las olas: girando, acompasándose al ritmo del medio en el que se movía, acariciándolo, sintiéndolo... cada vez más lejos del suelo y más cerca del cielo y la libertad.
-¡Guau! –gritaba Fran, emocionado-. ¡Estamos volando!
Luna se inclinó sobre el cuello de Eco del Viento y le susurró algo al oído. Entonces iniciaron un descenso en picado. Cuando estuvieron cerca de las copas de los árboles que sobrevolaban, giraron el rumbo para de nuevo ascender hacia el cielo, aunque Fran pudo oír con claridad el roce de las garras del grifo contra las hojas y ramas más altas de los árboles.
Una vez arriba se estabilizaron y Eco del Viento, con sus cinco metros de envergadura, se dejó llevar por las corrientes de aire y planeó en dirección sur. Fran cerró los ojos. Sintió el viento refrescándole la cara y silbando en sus oídos. Sintió además un nudo en el estómago, no del todo desagradable, que como si pensara con mente propia, le decía sin palabras que atesorara aquel momento. Entonces soltó los brazos y los extendió, echó la cabeza hacia atrás y gritó con fuerza, aferrado fuertemente con las piernas al grifo, que gritaba igualmente en su lenguaje, sumado a la alegría del pasajero que llevaba, compartiendo ambos esa sensación de libertad absoluta.
Veinte minutos después, Eco del Viento ya había dejado atrás algunos pueblos del norte de Madrid y comenzaba a sobrevolar los primeros edificios altos y apiñados de la gran ciudad. Para satisfacción de Fran, atravesaron por medio de las torres KIO tan cerca de una de ellas que pudieron ver oficinas tras los oscuros cristales. Sin embargo, lo que más complacido le dejaba era el hecho de que venían volando en línea recta desde la sierra, sin aguantar nada parecido al tráfico, y haciendo piruetas, subiendo y bajando y volviendo a subir siempre invisibles a las miradas de todos, con total libertad.
Siguieron en paralelo al Paseo de la Castellana, una enorme vía que atravesaba el centro de la ciudad y Fran pudo distinguir lejos, a la derecha, la plaza de la Puerta del Sol y a mano izquierda el Parque del Retiro. Dos minutos después pasaban por encima de los trenes que entraban y salían de la estación de Atocha y, justo cuando iba a preguntar por el destino al que se dirigían, Luna le habló.
-¿Ves ese edificio alto de allí? -tuvo que decirlo en voz alta para hacerse oír por encima del viento-. -Es el Hospital “12 de Octubre”. ¿Ves las letras?
Sí que lo veía. Un conjunto de edificios color ladrillo se alzaba hacia el cielo sobre todos los demás elementos a su alrededor, como si se tratara de un árbol alto y frondoso rodeado de vegetación de menor tamaño en mitad de un extenso bosque. Eco del Viento terminó de acercarse y aterrizó en el más alto de ellos con un ligero trote, debido a la inercia del movimiento. Fran y Luna se bajaron del lomo del animal y se giraron hacia él.
-Si te vas a ir, no tardes mucho en volver, ¿vale? –le dijo Luna mientras le acariciaba la cabeza. Entonces el grifo se dio la vuelta y corrió hasta el borde, para luego desaparecer de un salto tras la cornisa. Al poco se le pudo ver planeando varias decenas de metros más lejos, en dirección sur.
Fran se giró hacia Luna.
-Todavía no me lo creo.
Ella sonrió y le restó importancia.
-Menos mal que a esta altura no se oye mucho el tráfico. ¡Qué ciudad más ruidosa! –se quejó-. Bueno, y también se ve la capa de contaminación…
-Ya –convino él, lacónico-. Por cierto, ¿no te echarán de menos a ti en el campamento?
-No, qué va. No te preocupes. Nosotros podemos quedarnos solos más tiempo que vosotros. Somos más…
-¿Independientes? ¿Responsables? ¿Maduros? –apuntó Fran, con sorna.
-Tú lo has dicho. Además hoy iban a practicar otra vez inmersiones en el lago y ya me aburre.
-¿Inmersio…? Bueno, da igual. Ya me lo explicarás. Mejor dime qué venimos a hacer aquí.
-Vas a ser testigo, con un poco de suerte, de una vinculación –respondió ella.
-Ajá. Vale. Vinculación. Muéstrame, entonces –dijo Fran, totalmente dispuesto a ver más maravillas del mundo de Luna.
En otra circunstancia Fran se habría quedado un rato asomado a la cornisa del edificio, pero ya había tenido su dosis de vistas y paisajes viniendo a lomos del grifo, así que se limitaron a recorrer los metros que les separaban de la puerta de emergencia y bajaron por las escaleras. Cuando hubieron descendido dos plantas, entraron en uno de los pasillos a través de un ángulo muerto del mismo y al girar por una esquina cercana ya vieron algo de movimiento: enfermos y visitantes que entraban y salían de habitaciones; médicos y enfermeras atareados y haciendo sus rondas de cada día; y, por último, personas, no muchas, envueltas en un halo azul y con dos alas blancas y grandes que nacían en sus espaldas.
-¡Ángeles! – dijo Fran con un grito apagado, tironeando a Luna de la túnica.
Ella se volvió alzando una ceja, con cara de fingida sorpresa.
-¡No me digas!
Fran se quedó parado sin saber muy bien qué decir, dándose cuenta de lo absurdo de su comentario.
-Me refiero a que hay más, y están entre la gente…
-Ya te lo dije, compartimos el mundo y muchos humanos tienen ángeles de la guarda –le susurró-. Ahora les ves porque estás conmigo, pero siempre ha sido así. Y se supone que tú ahora eres uno de nosotros y no te debes sorprender al vernos –concluyó con un gesto severo.
Fran asintió, ligeramente avergonzado.
-¿Y lo de las alas? –quiso saber.
-Nos salen en algún momento de la adolescencia, al ir haciéndonos mayores. Y a partir de ahí van aumentando de tamaño.
Fran supo entonces que aquella excursión era posible, sobre todo, gracias a que Luna y él eran adolescentes y ninguno tenía por qué tener alas. Si Luna las hubiera tenido y él no hubiera sido muy sospechoso.
-¿Y podéis volar entonces, sin ir montados en grifos?
Luna asintió en silencio, dándole vueltas a algo en la cabeza. Dudó durante unos instantes. Entonces Fran comprendió lo que pasaba.
-A partir de ahora no tendrás que preocuparte –le tranquilizó-. Seré uno más de vosotros. No nos pillarán.
Luna pareció relajarse y finalmente sonrió. Después le dijo que le siguiera.
Atravesaron pasillos y escaleras y cogieron incluso un ascensor en el que bajaron junto a un enfermero que llevaba una silla de ruedas vacía, sin que éste se diera cuenta de su presencia. De hecho, en una ocasión Fran vio cómo un par de ángeles salían del ascensor y los humanos que estaban cerca, habiendo visto abrirse y cerrarse las puertas sin que nadie saliera o entrara, se habían limitado a encogerse de hombros y seguir a lo suyo.
-La gente está ocupada, con la cabeza en otra parte. Hoy en día las personas no se sorprenden por nada –le explicó Luna.
Algunas plantas eran muy bulliciosas y tenían mucho ajetreo; en otras, en cambio, reinaba un absoluto silencio. Se notaba que Luna había estado allí más veces, pues caminaba con seguridad a través del edificio, planta a planta. Fran se había perdido hacía un rato y no hacía más que ver carteles con flechas sobre su cabeza: traumatología, geriatría, cardiología, medicina interna… Al pasar por Urgencias Fran aguantó el tipo y no mostró asombro cuando vio a varias personas corriendo por un pasillo, junto a una mujer adulta ensangrentada tumbada en la camilla y un ángel detrás de todo el grupo. Cuando unos metros más adelante Luna se aseguró de que nadie les oía, le dijo:
-Ya ves, que no somos infalibles, hacemos lo que podemos.
Doblaron otro recodo más, en un pasillo cercano a Urgencias y Luna le señaló un indicador en el techo. UVI de neonatos, rezaba.
-Es aquí.
De nuevo comprobó que ningún ángel adulto estuviera cerca de ellos y le habló rápidamente:
-Bueno, ya te daré más detalles, pero de momento con que sepas que los ángeles nacemos del Gran Árbol, te basta. La vinculación es el momento en que un ángel recién nacido se une al ser humano recién nacido y del que será guardián. Las vinculaciones suceden en muchos lugares y en distintos momentos, pero aquí en los hospitales es donde más claro se ve.
Tras las palabras dichas, Luna le indicó que le siguiera. Llegaron a una especie de salón que parecía una sala de espera. Pudo ver a un par de ancianos, siete personas de mediana edad entre hombres y mujeres, un chico de unos diecinueve años y una niña pequeña de unos diez. Los ancianos esperaban sentados en unas sillas que no parecían muy cómodas, pero los demás estaban con la cara pegada a un gran ventanal en la pared. No había ningún ángel por allí.
-Aquí traen a los niños que han nacido antes de tiempo –le explicó Luna-. Algunos tienen algún problema, porque sus órganos no han terminado de desarrollarse y les ponen en incubadoras.
Esperaron unos minutos hasta que quedó hueco tras el cristal y finalmente se asomaron. Fran contó diez cunas, de las cuales seis estaban ocupadas. Dos de ellas, como había dicho Luna, eran incubadoras, y el resto estaban al descubierto. Todas sin excepción tenían en la parte frontal el nombre del bebé y una carpeta con el historial clínico. Fran vio a uno que tenía muchos cables y vías clavadas en sus pequeños bracitos y muslos y le dio mucha impresión. Todos aquellos niños parecían muy desvalidos.
-Hay que reconocer que tenéis muchos adelantos –le dijo Luna, como si le hubiera leído los pensamientos-. Sois una raza inteligente y adelantada, con mucha capacidad para el bien. Es una pena que tengáis la misma capacidad para hacer el mal…
Fue entonces cuando Fran se dio cuenta de que, en el techo, había varias cunas angelicales. Como en el campamento, eran camas hechas de lo que parecía ser nubes, solo que en este caso eran muy pequeñas. Había también diez, todas en paralelo a las cunas de los bebés humanos. Tan solo dos estaban ocupadas y Fran pudo ver sus nombres en sendas placas: Isis y Adael.
-No todos tenemos ángeles de la guarda –recordó Fran.
En ese momento, dos ángeles adultos aparecieron por el fondo del pasillo. Eran hombre y mujer y venían cogidos de la cintura, mirándose y sonriéndose con cariño, envueltos en el halo azul. Parecía como si flotaran al caminar y ver las alas tras los hombros ayudaba a dar esa impresión de ingravidez. Al llegar a su altura, saludaron a Luna y a Fran con simpatía pero centraron su atención en la habitación al otro lado del cristal: estaban mirando fijamente al que parecía ser su bebé: Isis.
Vaya, me han saludado normalmente, pensó Fran. Han pensando que soy uno de ellos. Sin embargo, la idea se fue pronto de su cabeza. Se fijó en la cuna que estaba justo debajo del bebé ángel; su inquilina era una niña que no pesaría más de dos kilos y cuyo nombre era Raquel. De repente, con los ojos a medio abrir, y aunque los niños recién nacidos no enfoquen bien, Raquel se quedó mirando hacia arriba, a la cuna angelical sobre su cabeza. Estiró un pequeño bracito para tocarla, pero como no alcanzaba empezó a llorar. Isis, dormida en la cuna y ajena a la gravedad, se despertó y miró a su vez hacia abajo. Como había hecho Raquel un instante antes, alargó el bracito para agarrar a su pareja humana, pero, al no llegar, comenzó también a lagrimear primero y después a llorar abiertamente. Los dos bebés, ángel y humano, se miraban y estiraban la mano para tocarse, pero no lo lograban. Una lágrima brillante como una perla resbaló por la mejilla de la pequeña Isis y, ahora así, cayó por efecto de la gravedad. Realizó su recorrido a cámara lenta, lanzando destellos en su trayecto, y finalmente terminó en la frente de Raquel. En ese momento ambas pararon de llorar. Del cuerpo de Isis se empezó a desprender un resplandor azulado que fue extendiéndose hacia abajo, formando una columna, hasta que envolvió por completo la cuna de Raquel. El tiempo pareció detenerse. Se miraron un instante más y sonrieron. Entonces volvieron a descansar sus pequeños bracitos y, con una expresión de paz en sus lindos rostros, cerraron los ojos y siguieron durmiendo. Poco a poco la columna de luz azul fue desvaneciéndose.
-Acaban de vincularse –le susurró Luna al oído-. Ahora Raquel ya tiene ángel de la guarda. Y ella, a su vez, será custodiada por la pequeña Isis.
Los padres de aquel bebé ángel seguían tan embelesados mirando a su hija que cuando Luna y Fran se marcharon no se dieron apenas cuenta. Rehicieron el camino hasta la azotea en silencio; él tenía mucho que asimilar y ordenar en su cabeza y ella, que lo sabía, le dejaba pensar. Al llegar a arriba encontraron a Eco del Viento tumbado a la sombra de unos grandes extractores de aire del hospital. Luna corrió junto a él y empezó a acariciarle, a lo que el grifo respondió con un arrullo de satisfacción.
-Todavía tenemos tiempo –dijo ella pensativa.
-¿Para qué?
-Para dar una vuelta por la ciudad.
Volaron de nuevo a lomos del grifo y regresaron en dirección norte. Unos minutos después aterrizaron en los jardines frente al Palacio Real, rodeados de decenas de personas que paseaban por el lugar y turistas que hacían fotos sin parar. Luna dio una palmada a Eco del Viento en los cuartos traseros y éste se elevó de nuevo, perdiéndose rápidamente de vista.
Comenzaron a deambular sin rumbo por la zona ajardinada y rodearon la estatua ecuestre del rey Felipe IV. Allí vieron a un hombre sentado en el suelo y con la espalda apoyada en la fuente, tocando una guitarra con los ojos cerrados. Un ángel de su misma edad y vestido con ropa humana, pantalones y camiseta de manga corta, estaba sentado a su lado y le susurraba algo al oído.
-¿Has oído alguna vez esa expresión que dice que a los artistas les visitan las musas? –le preguntó Luna a Fran cuando se hubieron alejado.
-Eso era la inspiración, ¿no?
-Sí. Pues ya sabes que no son musas, sino nosotros –y le guiñó un ojo.
Fran sonrió y sintió de nuevo admiración por los ángeles. Después cayó en la cuenta de un detalle que acababa de ver.
-¿También os vestís como nosotros?
-Sí. De vez en cuando. Los que quieren –se limitó a contestar.
Cuando llegaron a las escaleras de los Jardines de Sabatini contemplaron la bonita vista y comprobaron que había muchas personas sentadas en el césped. Muchas eran parejas y otras, solitarias, estaban simplemente leyendo o tomando el sol, quizás en un descanso del trabajo. Aquel pequeño paraíso parecía estar insonorizado y el ruido más alto consistía en el golpeteo rítmico de los chorros de agua de las pequeñas fuentes. Al pasar junto a un banco de piedra vieron a un chico y una chica discutiendo, elevando la voz sin que les importara que varias cabezas se hubieran girado en su dirección. Ella estaba gesticulando muy deprisa y con la cara algo colorada, mirando con rabia a quien parecía ser su novio. Finalmente se levantó airada y se fue a paso rápido, mientras el novio se quedaba sentado, mirando su partida con desaprobación.
Justo entonces apareció un ángel de detrás de unos matorrales y se acercó al novio. Le susurró algo al oído e, instantes después, el chico salía tras los pasos de su novia.
Fran se giró y vio al fondo de los jardines a un par de ángeles más. Aunque no sabía a ciencia cierta qué estaban haciendo, se les imaginó susurrando cosas al oído de sus custodiados para que arreglaran problemas que pudieran tener o simplemente para que se esforzaran en mostrar su lado positivo ante cualquier situación.
-El mundo debería ser un lugar mejor con vosotros –dijo Fran entonces, volviéndose hacia Luna, que paseaba tranquilamente con las manos a la espalda-, pero no lo es. Ha habido guerras y hay gente muriéndose de hambre en los países subdesarrollados.
-Ya te lo dije, tenemos nuestras limitaciones. Sólo podemos influir de manera importante sobre nuestros custodiados, y aún así no siempre es efectivo. A veces incluso es la persona quien dirige al ángel, ya que la vinculación va en los dos sentidos –al oír la palabra, Fran recordó la columna de luz azul en la sala de neonatos-. Si una persona es mala de corazón, puede incluso que llegue a convertir al ángel en un ser malvado.
-¿Hay ángeles malos, entonces? –preguntó sorprendido.
-Ya lo creo, pero están en unos sitios especiales. Son lugares libres pero las entradas están vigiladas por soldados. Espadas, escudos, armaduras y lanzas –aclaró Luna, cuando vio la expresión de curiosidad que se había formado en el rostro de Fran-. No llevamos pistolas ni nada por el estilo. Y lo que te decía de estos lugares donde están los ángeles malos –continuó-, es que están como en otra dimensión, comunicada con la nuestra sólo por las puertas que te he dicho. Ellos no nos molestan a nosotros y nosotros no nos metemos en lo que hacen.
-Ah…
-Otra razón por la que el mundo no va mejor es porque hay sombras.
-Sombras… –repitió Fran, como si fuera el eco de su voz.
-Sí. Son seres oscuros. Una vez fueron humanos, pero vivieron una vida de maldad y al morir sus almas se quedaron vagando por este mundo, sin más afán que seguir sembrando el mal. Se dedican a influir en los humanos para que cometan maldades o locuras y, como se burlan de todo lo bueno que representamos, lo hacen imitándonos: manipulan a los humanos susurrándoles también cosas al oído.
-¿Y por qué no les cogéis y acabáis con ellos?
-No es tan fácil. Sólo actúan cuando saben que no les pueden pillar. De noche y en sitios apartados. Son como los seres humanos que infringen la ley. Los policías humanos hacen patrullas y a veces cogen a los criminales y a veces no; pues nosotros igual. Y al final, cuando capturamos a alguna sombra las encerramos en lugares donde ya no puedan hacer más daño, pero siempre aparecen más.
-No me molestaré en preguntar –dijo Fran, sabiendo a ciencia cierta que, cuando llegara el momento, Luna se lo explicaría.
-De todos modos, como te decía, muchas veces no necesitáis la ayuda de las sombras o los ángeles oscuros para provocar desgracias; vosotros solitos os encargáis muy bien.
Fran se quedó un rato meditando, sopesando las palabras de su ángel de la guarda.
Como Luna le viera demasiado callado, se le ocurrió algo para animarle.
-Ven, te voy a enseñar una cosa –dijo-, y posó su mano en la frente de Fran.
Fran sintió una especie de mareo, como si se hubiera levantado rápidamente, y se dejó caer en la hierba. Se tumbó y cerró los ojos. Notaba todavía la mano de Luna sobre su frente y la sensación agradable que ésta le producía. Entonces comenzó a ver imágenes en su cabeza. No había sonido alguno, pero las escenas hablaban por sí solas. Se vio a sí mismo en Leganés, regresando a casa después de jugar al fútbol en un parque cercano con Pedro y otros compañeros del colegio.
Recordaba aquel día perfectamente por el susto que se había llevado. Había tenido lugar hacía casi tres años. Volvían alegremente pasándose el balón, distraídos y hablando sobre un video juego. En un cruce a unos quinientos metros de su casa, la pelota se escapó a la carretera. Fran se coló entre dos coches y salió a por ella. En el momento justo antes de cruzar, se paró y se giró sobre sí mismo, pues había sentido un pinchazo en el cuello. Un instante después, un Seat rojo frenó a su altura haciendo chirriar las pastillas y deslizándose unos metros sin control, helándole la sangre durante el proceso, pasando por encima del balón y reventándolo. El chico joven se bajó y le preguntó que si estaba bien. Cuando Fran asintió despacio con la cabeza, impactado y con un fuerte shock, éste empezó a gritarle que si estaba loco por lanzarse así a la carretera, que si quería que le atropellaran o si tenía algún problema.
Fran volvió en sí y abrió los ojos. Se giró y miró a Luna.
-Ese día casi me atropellan. Me salvé por los pelos.
-Mira mejor –dijo ella, enigmática, y le puso de nuevo la mano en la frente.
Con la cálida mano encima, se sumergió de nuevo en aquella especie de sueño provocado dentro de su cabeza. Vio de nuevo las imágenes de aquel rato de vuelta a casa y, cuando llegó a la parte en la que se colaba entre los coches, comprobó que había algo más. Una luz azul se materializó tras él y reconoció a una Luna unos años más pequeña de lo que era ahora. Vio que se abalanzaba sobre él y le pinchaba con algo en el cuello. En ese momento apareció el coche frenando y dejando marcas de neumáticos en el asfalto.
Fran abrió los ojos y se incorporó. Se quedó sentado, mirando a Luna, de nuevo sin saber qué decir.
-Estaba jugueteando con el buscador –se disculpó mientras agarraba nerviosa el colgante de su cuello- y fue lo primero que se me ocurrió. Te pinché con tu propio colmillo.
-¡Me salvaste la vida!
-Fue pura suerte. Estaba ahí en ese momento.
-Pero estabas –dijo Fran testarudo-, y me salvaste. No sé qué decir. Eres increíble… muchas gracias Luna.
Ella sonrió y bajó la cabeza, algo colorada, aunque Fran no se dio cuenta porque estaba mirando a una mujer ángel que paseaba cerca de una madre con su carrito. Sin embargo al volver a mirarla, notó que su aura azul era mucho más brillante que de costumbre.
-Haces bien tu trabajo –le dijo-. Me cuidas muy bien –y le sonrió con cariño.
Un rato después, subieron de nuevo al parque y divisaron a Eco del Viento tumbado en uno de los rectángulos de césped, tomando el sol. Se acercaron hasta él, montaron sobre su lomo y emprendieron el vuelo de regreso al campamento, invisibles a todas las miradas.
Poco a poco dejaron la gran ciudad, ruidosa y ajetreada incluso en verano, y enfilaron hacia la sierra. Eco del Viento batía sus alas con fuerza y se dejaba mecer por las corrientes de aire. Aunque no hubo piruetas en el camino de regreso ni gritos de felicidad, Fran no pudo dejar de pensar en lo afortunado que era.
-Mira –dijo Luna-, justo a tiempo.
El ángel estaba cogiendo agua en la pequeña charca para refrescarse y miraba a Fran que, a su vez, contemplaba al grupo de grifos y la paz que desprendían.
-¿Qué?
-Que hemos llegado justo a tiempo. Mira tu cuerpo.
Fran miró sus manos y sus brazos y luego el resto de su cuerpo, y comprobó que la luz azul había perdido brillo. Levantó la vista de nuevo buscando a Luna para una explicación y descubrió que ya no veía a los grifos del todo bien; parecían estar borrosos, perdiendo nitidez.
-El efecto de la esencia celeste se acaba. Ya no verás más ángeles, ni grifos ni nada de mi mundo, salvo a mí.
-Pero…
-Ya haremos más excursiones –le tranquilizó ella-. Y ahora harías bien en ir corriendo hasta las habitaciones, para no aparecerte en mitad de la nada. Yo tengo cosas que hacer. Ya nos veremos.
Y lentamente empezó a desvanecerse delante de sus ojos, hasta que no quedo más que un rastro de luz azul que igualmente desapareció. Ahora el claro del bosque era un claro normal y corriente, sin criaturas mágicas ni ángeles. Aunque Fran supiera que estaban ahí mismo, ya no las veía. Y probablemente si se acercara hacia ellas, hacia donde recordaba que estaban antes de desvanecerse, éstas se apartarían para que no hubiera contacto.
Con una sonrisa de oreja a oreja y pensando de nuevo en la suerte que tenía, Fran echó a correr a través del bosque hacia la playa del lago.
-¿Estás mejor? –le preguntó Samuel, mientras se llevaba un trozo de filete empanado a la boca.
-Sí. Estaba mareado y con dolor de tripa –mintió Fran.
Todo había salido bien. Nadie le había echado de menos y Tere, como ahora Samuel, se había limitado a preguntarle que si ya se había puesto bueno. Y no le gustaba engañar a sus amigos, pero era del todo necesario. Lo último que haría sería contarles algo de lo que había sucedido en los últimos días. Lo mínimo que podía pasar era que le tildaran de loco. Todos, salvo Ana.
El bullicio del comedor lo había traído de nuevo a la realidad y de manera tan contundente que pudo darse cuenta de la cara de extrañeza de su amiga, que le miraba como si le examinara en busca de alguna evidencia inculpatoria. No me cree, pensó Fran. Y sabe que yo lo sé…
-¿Qué habéis hecho vosotros? –dijo rápidamente, intentando desviar la atención.
-Samuel y yo, ruta en bici y piscina –respondió Lucía.
-Yo he estado con Tere, como ya sabes –contestó Ana, dedicándole una mirada indagadora-. Te tocaba con nosotros. Hemos hecho piscina y juegos variados. Además te lo pregunté yo a ti ayer y me lo dijiste. ¿Ya no te acuerdas?
Fran mintió de nuevo y dijo que no se acordaba. Se reprochó a sí mismo el descuido. De ahora en adelante debería tener más cuidado con su doble vida, sobre todo con Ana, que sabía mejor que nadie que los ángeles existían y compartían el mundo con los seres humanos. Por mucho que quisiera contárselo, Luna le había advertido que no debía hablar de esto con nadie y, si no lo cumplía, dejaría de verla.
Después de comer tuvieron su rato libre y con la llegada de los monitores de la tarde se separaron de nuevo. Ana, Fran y Víctor coincidieron con Andrés y practicaron kayak. La anécdota graciosa llegó cuando estaban todos sobre el embarcadero, recibiendo unas nociones nuevas sobre el manejo de la embarcación y de repente, sin que nadie lo esperara, Víctor se cayó al agua. Todos empezaron a reírse hasta que el matón asomó de nuevo la cabeza escupiendo y gritando que quién le había empujado. Lo curioso es que Víctor estaba algo alejado del resto, mohíno y enfadado como siempre y nadie podría haberse acercado lo suficiente como para empujarle sin que él lo hubiera visto. Entonces el matón fijó su mirada en Fran, pero no hizo ni dijo nada. Cuando empezó a nadar hacia la orilla, Fran ahogó una risa y miró hacia el lugar donde había estado Víctor antes de caer al agua, escudriñando en busca de Luna. No la vio en ese momento, pero sabía que había sido ella y que aquello significaba un aviso de que estaba por ahí, una especie de saludo.
De lo que no se dio cuenta Fran fue de que Ana le miraba con recelo.
En la siguiente actividad fueron al salón de actos a realizar un taller. Andrés los dividió en cuatro grupos. A la mitad les dio tijeras, pegamentos, revistas y pinturas; y a los dos grupos restantes sólo papel y unas pinturas de colores, no muchas. El objetivo era hacer carteles para decorar el salón para el baile del día siguiente, pero esa actividad contaba para ganar puntos y, por tanto, era una competición. Entonces, los grupos empezaron a negociar. Los que tenían tijeras las prestaban a cambio de conseguir colores, y los que tenían pegamento pedían más papel pues carecían de él. Víctor se levantó y robó folios de uno de los dos grupos y, cuando se quejaron a Andrés, éste se encogió de hombros y alzó las cejas enigmáticamente.
Finalmente terminaron varios carteles, pero sin duda alguna los que mejor estaban eran los que habían hecho los grupos que tenían más material.
-Lo que hemos aprendido con este taller –dijo Andrés mientras iba por las mesas recogiendo los carteles y dibujos-, es cómo funciona el mundo de verdad. Los que teníais tijeras y celo erais los países industrializados y habéis conseguido hacer mejores carteles porque habéis prestado –y marcó la palabra- material a los países pobres a cambio de que ellos os dieran materias primas. Ahí se ve claro cómo están las cosas. Pero es más, en muchísimas ocasiones, países extranjeros llegan a otro menos industrializado y empiezan a explotar sus recursos a través de engaños y amenazas. O directamente les roban –y aunque todo el mundo esperaba que el director del campamento señalara o identificara de alguna manera a Víctor, no le prestó más atención que al resto-. Lo único que le importa a esta gente es el dinero. ¿Sabéis que muchos países venden armas a otros países que están en guerra? En vez de ayudarles de cualquier otra manera, enseñándoles a cultivar la tierra, dándoles educación o echando a la gente mala del país con su poder, les dan armas para que luchen entre ellos.
>>Hay muchos países en África que son pobres, pero curiosamente tienen muchas minas de metales preciosos o yacimientos de petróleo. Algunas empresas han ido allí, les han comprado los terrenos a muy bajo precio, y luego han sacado ellos el beneficio de explotar sus recursos. Es decir, les han engañado, comprando sus minas por mucho menos dinero del que valían.
Un murmullo recorrió la sala y se vieron caras de sorpresa e incredulidad.
-Ojalá algún día muchos de vosotros estéis en una situación en la que podáis cambiar las cosas. ¿Quién sabe? A lo mejor se esconde entre vosotros una persona con ideas tan brillantes que logre acabar con la pobreza y el hambre y haga entrar en razón al resto del mundo.
-Pues yo me alegro de que estén así –dijo Víctor desde el fondo, columpiándose en su silla-. Si no hubiera pobres en el Tercer Mundo y nosotros no les quitáramos las materias primas que dices, seguro que nosotros viviríamos peor.
Varias caras con expresiones de escándalo se giraron en su dirección.
-Espero que no pienses eso de verdad –dijo Andrés, tranquilo-. Ahora mismo podría haber un chico de tu edad con un arma en la mano en vez de con una pintura. Y en una ciudad en ruinas en vez de en un campamento de verano. Y esperando a matar a alguien, quizás otro niño. Y mientras, nosotros podemos estar aquí o bien hablando de esta situación y queriendo cambiar las cosas… o bien alegrándonos de que finalmente mate a alguien o sea él el que muera. Espero sinceramente que te encuentres en el primer caso, Víctor, donde estamos todos los demás.
El director se quedó unos segundos mirándole intensamente a los ojos y, al ver que no respondía, miró al resto y les dijo que recogieran. Se acercó a la mesa de Víctor para supervisar y vigilar que todos ayudasen. Le indicó al matón unos papeles bajo su sitio, y éste se agachó a regañadientes. En ese momento un chico se acercó a preguntarle algo a Andrés y éste se dio la vuelta. Momentos después, Víctor estaba gritando como un loco. Quiso incorporarse tan rápido que se golpeó la cabeza contra la mesa y gritó aún más de rabia. Se encaró con Andrés y le gritó en la cara:
-¡Me han echado pegamento en el pelo!
El monitor miró al chico y tuvo que contenerse para no reír. Tenía la cabeza llena de papelitos y virutas que se habían quedado pegados al pelo con el pegamento. Echó después un vistazo a la zona en la que Víctor había estado sentado y efectivamente, vio un bote transparente de pegamento líquido tirado en el suelo, con el contenido hacia la mitad. Miró después a los chicos que se habían sentado en la mesa del matón, y todos mostraban una cara de susto en la que se podía leer que no sabían nada; que lo último que harían sería provocar a ese chico problemático de esa manera.
-¿Estás seguro?
-¡Pues claro que sí, joder!
Entonces la cara de Andrés empezó a ponerse colorada. Logró contenerse y se acercó a Víctor, hasta que sus frentes casi se rozaron. Víctor hizo el amago de apartarse, como si hubiera esperado que Andrés le pegara. Con un evidente esfuerzo por su parte, el monitor le cogió del brazo e hizo que le mirara:
-Mira a tu alrededor y dime quién crees que ha sido.
Víctor, pálido por el susto de ver por primera vez al director enfadado de verdad, miró alrededor y descubrió un montón de caras asustadas. No pudo identificar a nadie que se estuviera riendo o que tuviera una mirada maliciosa.
-No lo sé, pero me han echado pegamento en el pelo –insistió.
-Pues yo tampoco lo sé –respondió Andrés-. De todos modos, tal y como tratas a la gente, podría ser cualquiera de ellos. Que no te extrañe que el resto de tu vida sea así, si sigues haciendo enemigos en cada sitio al que vas. –Y antes de que pudiera replicar, señaló con un brazo musculoso la puerta y añadió:- Y ahora vete a la ducha a ver si sale eso.
El matón salió al patio inundado ya por la luz del atardecer, no sin antes dedicar una mirada de odio concentrado a Fran.
Lentamente todos fueron saliendo después de recoger y se dirigieron a sus habitaciones para ducharse antes de cenar.
Fran iba distraído, pensando en lo magnífico que había sido cabalgar sobre Eco del Viento, cuando una mano le tiró de la manga desde atrás.
-Eh –dijo Ana.
-Hola.
-Qué raro lo de Víctor, ¿verdad? Y esta tarde también con lo del embarcadero. Y me contó Samuel lo de la gorra también, cuando os conocisteis.
-Sí. No sé. Pero vamos, que no me da pena si le pasan cosas así.
-Ya, ya lo sé. Pero digo que es raro.
Fran se quedó pensando unos segundos. Salvó algún chico lento, todos estaban ya dentro de las habitaciones. La tarde empezaba a caer y el silencio se había adueñado del patio central. Sin embargo, podían oírse amortiguados los gritos de los primeros grillos y chicharras tras los edificios, en la espesura del bosque.
-Tú… ¿sabes algo? –le dijo finalmente Ana.
Aquello le pilló desprevenido. Sabía que Ana sospechaba, pero esa pregunta era casi una acusación.
-¿Sobre qué? –logró decir, con evidente nerviosismo, lo cual no ayudaba mucho a su coartada.
-Pues sobre las cosas inexplicables que le pasan. A lo mejor tiene algo que ver con lo que tú y yo sabemos.
-Pues no –mintió-, no tengo ni idea. No creo que los ángeles bajen aquí a fastidiar a Víctor, por muy idiota que sea. –Y, arrepintiéndose en el mismo momento, añadió:- Si supiera algo te lo diría.
-Eso espero…
Y entonces, tratando de cambiar de tema rápidamente, casi sin pensarlo, Fran le hizo una pregunta que llevaba guardándose hacía ya un tiempo.
-¿Quieres venir al baile conmigo? –y acto seguido los colores comenzaron a subirle a la cara.
Ahora fue Ana la que se quedó callada, sin saber muy bien qué decir. Y como el silenció no era roto por ninguna afirmación por su parte, Fran retomó la palabra, haciendo un esfuerzo porque el temblor de su voz a causa de los nervios no se notara mucho.
-Ahora que nos hemos conocido más, me he dado cuenta de que eres… una tía guay. Y eres muy simpática. –Por un momento su mente le jugó una mala pasada y a punto estuvo de decir que también era muy guapa. ¿Por qué no? Sólo era un comentario, no una declaración en toda regla. Sin embargo recapacitó en el último momento y no dijo eso-. Me gustaría mucho que fuéramos juntos. ¿Te apetece? ¿Serás mi pareja?
Ana le miró a los ojos, con una media sonrisa y respondió:
-Me siento halagada…
Fran se quedó esperando a que terminara la frase, pero su amiga no volvió a hablar. Se sentía halagada, ¿no? Se habían hecho muy amigos en esas dos semanas. Y realmente tenía ganas de ir con ella a la fiesta de despedida.
-¿Pasa algo? –preguntó finalmente Fran.
Y con un hilo de voz, Ana contestó:
-Samuel ya me lo ha pedido.
Fran se quedó mudo, sin saber qué decir. Pero sobre todo, se quedó desilusionado. Sabía que había tardado mucho en preguntárselo, pero no había caído en la posibilidad de que alguien se le adelantara.
-Yo pensé…
-Ya –dijo ella, sonriendo con tristeza-. Que esto era como en el instituto: que nadie quiere hacer trabajos conmigo ni jugar en el recreo. ¿Cómo me iba a invitar alguien a un baile? –no lo decía con malicia, pero cada palabra fue como una daga para Fran.
-No lo decía por eso –se excusó, pero sabía, en lo más hondo de su corazón, que era así. Había estado un año ignorándola por completo y en su mente la veía como una chica inadaptada y olvidada por el resto. Ahora la había conocido mejor y sabía que estaba equivocado, pero sólo habían pasado dos semanas y había cosas que todavía tenía que cambiar en su forma de verla.
-Otra vez será, no te preocupes –le dijo Ana y se fue hacia su habitación.
Fran entró en la suya, cogió las cosas de la ducha y fue al baño. Se cruzó con Gus, que le dio con la toalla y se fue corriendo por si le perseguía, pero no le hizo caso. Una vez bajo el chorro de agua caliente se quedó pensando en todo aquello. Ana era su amiga. Ahora que sabía cómo era y por lo que había pasado, sólo tenía palabras de alabanza hacia ella. Sabía que el próximo septiembre probablemente a él le miraran mal si se iba con ella en el instituto, pero le daba igual. Por otro lado había conocido a Samuel y sabía que era un buen chico. Vale, la había invitado al baile, ¿y qué? Sólo era un baile. Y todos eran compañeros. Pero entonces, si Ana era sólo una amiga, y aquello era lo que más le extrañaba, ¿por qué sentía ese dolor ahora mismo en la boca del estómago? ¿Por qué parecía que tuviera ganas de llorar ahora que sabía que Ana ya tenía pareja para el sábado?
Algo más relajado después de la ducha, se vistió y se preparó para ir al comedor a cenar. Tendría que enfrentarse a los dos y mirarles a la cara. Ana y Samuel eran sus amigos, pero no dejaba de sentirse extraño. En cierto modo, se sentía perdedor, como si hubiera dejado escapar una oportunidad.
-¿Te pasa algo? –le preguntó Gus, que terminaba en ese momento de atarse los zapatillas. Fran miró a su hermano y se asombró del moreno que había cogido en aquellas dos semanas de campamento. No tenía pensado contarle nada, pero tampoco le hubiera dado tiempo, porque llegaron otros tres chicos pequeños y se le llevaron para jugar al fútbol hasta que llegara la hora de la cena.
Salió al patio y de repente fue consciente de que había algo raro en el ambiente. Las chicas estaban en grupos de dos o de tres, y cuchicheaban entre ellas, mirando nerviosas a algún chico y apartando la vista al momento. Tapaban sus risas con las manos y se iban corriendo para volver al rato. Muchos chicos pululaban por el patio, siguiéndolas también en parejas y hablando sobre ellas, aunque ellos no lo hacían tan bajo.
Fran hizo su camino hasta la piscina para hacer tiempo y captó algunos comentarios de algunos chicos y chicas: no iría contigo al baile ni loca; ya me lo han pedido; pensé que nunca me lo ibas a decir…
Iba tan distraído que al girar la esquina no se dio cuenta de que venía alguien y se tropezó de lleno con un cuerpo robusto. Levantó la vista y vio un rostro conocido. Aunque muy pequeños, Fran pudo ver todavía restos de papeles pegados en su pelo. Víctor no habló, simplemente se quedó callado mirándole, rodeado en los flancos por sus dos seguidores. Se puso rígido y apretó los puños, pero no hizo ningún movimiento. Fran vio perfectamente cómo se le tensaban los tendones del cuello y, por primera vez desde que sucediera lo de la fábrica, volvió a tener miedo del matón. Para más colmo, no había nadie por las cercanías.
-No sé cómo lo haces, pero sé que eres tú –dijo finalmente.
-¿De qué hablas?
-Las cosas que me pasan. Sé que eres tú. Seguro que tiene que ver con lo que pasó aquel día.
-No sé a qué te refieres –mintió Fran. Y automáticamente, aunque no lo supiera con seguridad, en su mente se formó una imagen de Luna echando pegamento líquido a Víctor por el pelo-. De todos modos, Víctor, deberías empezar a portarte mejor y tratar bien a la gente. Serías mucho más feliz –añadió, en un arranque de sinceridad.
Víctor le cogió por la pechera de la camiseta y le empujó contra la pared. Fran no lo esperaba y el susto que se llevó no le hizo notar el dolor de su espalda chocando contra la piedra. Encarado con él, frente con frente, notó su aliento y las palabras escupidas con maldad.
-Tú no sabes nada de mí, o sea que no me digas cómo tengo que hacer las cosas. Ya me has hartado del todo, enano.
Tras eso, le dio un puñetazo en el estómago.
Mientras Fran se agarraba la tripa y se encogía, pudo ver las caras sorprendidas de los amigos de Víctor, que se esperaban eso tanto como él mismo. Terminó de rodillas en el suelo, cogiendo a bocanadas el aire que no llegaba sus pulmones, mientras los tres matones se alejaban tranquilamente. Tras unos instantes de ver las estrellas y en los que pensó que se desmayaría asfixiado por la falta de aire, un hilillo del preciado elemento llegó hasta su interior. Poco a poco recuperó la respiración y se quedó así, apoyado contra la pared, hasta que se recompuso del todo.
Con rabia contenida, Fran se levantó. No le dolía el estómago pues el problema había sido sobre todo la falta de aire; sin embargo, temblaba ligeramente por el susto y la adrenalina. Pensando si debía dejarlo pasar, intentar asustarle con lo de las cosas raras que le pasaban o directamente devolverle el puñetazo, se dirigió hacia el comedor.
Durante la cena no surgió el tema del baile. Lucía, Ana, Samuel y Fran comían tranquilamente, hablando de muchas cosas, aunque el tema recurrente era la pena que sentirían cuando terminara el día de mañana. Aunque la mayoría era de Madrid, varios incluso de Leganés, sabían que no volverían a levantarse juntos y tirarse todo el día jugando y haciendo actividades.
-Tenemos que escribirnos todas las semanas –dijo Lucía, intentando animarles.
Después de servirles la comida, las dos cocineras regresaron a la parte de atrás de la cocina. Dos monitores fueron a comer a una pequeña sala en un extremo alejado del gran comedor y otros dos se quedaron, como siempre, supervisando. Los únicos amigos de Víctor en el campamento, los dos matones que le seguían a todas partes, se levantaron a la vez, y fueron a hablar cada uno con un monitor; nadie se dio cuenta de cómo les hacían salir fuera, quizás con la excusa de hablar en privado con ellos.
Víctor se levantó y se dirigió hacia la mesa de Fran.
-¿Qué quieres? –dijo Samuel, a la defensiva, al verle llegar.
-Tú te callas, conguito.
-¡No, cállate tú! –le gritó Ana, mientras sujetaba a Samuel que ya hacía el gesto de levantarse.
El matón avanzó un paso más y se puso frente a Fran, para mirarle de frente.
-Es a ti a quien quiero, no a la loca y a su nuevo novio –dijo maliciosamente-. ¿Qué? ¿No me vas a hacer algún truquito de magia ahora? –le retó.
Fran intentó serenarse. La cabeza le bullía con muchos pensamientos. Primero, recordaba el odio reflejado en los ojos de Víctor cuando le había estampado contra la pared antes de entrar al comedor. Y recordaba sobre todo el puñetazo que le había dado. Por otro lado, una parte de él deseaba que estuviera allí Luna e hiciera algo para asustarle, pero otra parte le decía que tenía que defenderse solo. Las voces de sus padres le martilleaban la cabeza advirtiéndole de que siempre hablara las cosas y no se metiera en problemas. Por si fuera poco, había visto el gesto de Ana para defender a Samuel, y de nuevo sentía esa sensación extraña en la boca del estómago.
Logró sobreponerse a todo aquello y dijo:
-Víctor, te digo lo mismo de antes. Es mejor para todos que nos llevemos bien.
-Perdona –respondió el matón-, ¿puedes repetirlo? Es que tienes algo en la boca y no te he entendido –y metió su mano en el puré de patatas que acompañaba al filete en la bandeja de Fran y, cogiendo un buen montón, le embadurnó toda la cara.
Un murmulló recorrió la sala. Los cubiertos dejaron de sonar y las conversaciones cesaron por completo.
Haciendo el esfuerzo más grande que recordara en años, Fran cogió la servilleta y se limpió, rojo de la ira y bajo la atenta mirada de sus compañeros de mesa y del resto de chicos y chicas y habló con voz calmada:
-No quiero problemas –dijo sencillamente-. Tú ganas. Yo estoy manchado y tú no. Yo no quiero broncas. Tú quedas por encima.
Por toda respuesta, Víctor cogió el filete de Fran con la mano y, para asombro de todos, le abofeteó con él. El propio Samuel hizo otro amago de ir a por el matón, pero Ana le retuvo nuevamente.
Despacio, Fran se levantó y se alejó un par de pasos, sin dejar de mirar a Víctor.
-Con permiso –le dijo a Samuel y metió la mano en su puré y, devolviéndole la jugada al matón, le lanzó un puñado a la cara. Finalmente había sido incapaz de contenerse.
Víctor intentó esquivarlo pero fue demasiado lento y el puré de patatas voló hasta impactar contra su mejilla izquierda y parte del cuello. Esa fue la excusa perfecta. Apretó los puños y se lanzó contra Fran. Rápidamente se puso a su altura y le empujó con gran fuerza, derribándole. Sin embargo, al pasar junto a Samuel, éste le puso la zancadilla y el matón cayó también al suelo. Acto seguido Samuel se lanzó a por él y los tres terminaron rodando por el suelo, agarrándose de la ropa y del cuello, intentando darse puñetazos y patadas y hacerse daño de cualquier manera.
Sin embargo no les dio tiempo a mucho, pues aparecieron corriendo los monitores que habían salido con los secuaces de Víctor y les separaron. Les gritaron que qué hacían, que qué había pasado y que por supuesto estaban castigados. Con las voces salieron los otros dos monitores que estaban cenando y las cocineras, dedicando a los cinco chicos miradas reprobatorias. Sin embargo con quien más se enfadaron los monitores que estaban al cuidado del comedor fue, precisamente, con los secuaces de Víctor, que les habían engañado de aquella manera y les habían hecho salir del comedor precisamente para que Víctor pudiera iniciar la pelea.
-Cada uno a su habitación –sentenciaron. Y ninguno de ellos rechistó.
***
Había decidido esperarle pacientemente en el baño. En la habitación no podría hacerlo pues al final del día los ángeles también dormían allí. En cambio el baño era el lugar ideal: allí no entraban los orgullosos seres alados. Si el chico no iba ahí durante los juegos nocturnos, lo haría más tarde al lavarse los dientes antes de acostarse. Eso supondría la ventaja que necesitaba.
Sabía que si le cogían podían mandarle al Abismo o cualquier otro sitio peor, pero tenía que arriesgarse. Además, si tardaba demasiado, el Maestro podría enfadarse y castigarle. El Abismo sería una tontería comparado con las torturas que le infligiría. Habían estado muy cerca la última vez, y ahora no podía dejar pasar la oportunidad. Estaba seguro de que su plan funcionaría.
El odio y el medio eran buenos conductores, y los utilizaría a su favor.
El chico entró en el baño y se encontró allí solo por primera vez en las dos semanas de campamento. Normalmente los baños estaban siempre a rebosar, pues todos regresaban a la habitación a la misma hora. Ahora que tenía los servicios enteros para sí mismo, descubría que tanto silencio le hacía sentir incómodo.
El chico había llegado antes de lo planeado. No supo por qué, porque aquella no era la hora en que regresaban al dormitorio por la noche. Tampoco le importó. Así como estaba, oculto a los ojos humanos, esperó el momento adecuado. No había más niños alrededor lavándose los dientes ni haciendo pis, y su presa estaba apoyada en el lavabo, mirándose distraídamente en el gran espejo.
Agarraba el cepillo con fuerza y se frotaba los dientes despacio. Miraba su reflejo sin pensar en nada en concreto; la mente en blanco. De repente escuchó un siseo a su izquierda y se giró asustado, temiendo encontrar una serpiente. No sabía si habría muchas en la sierra de Madrid, y de qué tamaño serían, y si serían capaces de entrar en una habitación, pero era algo que no podía soportar. Les tenía fobia.
Cuando hubo comprobado que no había nada, volvió a bajar la cabeza y escupió los restos de pasta de dientes que tenía en la boca. Cogió agua, se enjuagó y volvió enderezarse. Se miró para ver si tenía algún resto en la comisura de los labios, sin reparar en la figura oscura que había tras él.
Vio entonces un hombre a su espalda, envuelto en una túnica negra que permanecía inmóvil y silencioso, mirándole a través de su imagen en el espejo. El chico no pudo ver su cara, pues quedaba oculta en las sombras de la capucha, pero sí que vio el brillo de sus ojos. Quedó atrapado por aquellos dos puntos luminosos que lucían desde aquella oscuridad donde debería haber estado su cara y se supo perdido.
El horror se alojó en su corazón cuando vio, a través del cristal, que aquel hombre levantaba un brazo y que una mano esquelética, de un color mortecino, se acercaba lentamente hacia él. Iba a estrangularle. A lo mejor sólo quiere poner la mano sobre mi hombro, pensó en un arranque de locura. Sea como fuera, el chico pensó que si aquella cosa le tocaba, moriría de miedo en el acto. Durante unos instantes se paró el tiempo. El chico creyó oír los sonidos nocturnos del bosque al otro lado del muro del edificio. Sintió como si desarrollara el oído y escuchara el lejano tic tac de un reloj perdido en algún lejano lugar. La punta del dedo índice de aquella cosa se acercó lentamente a su hombro y una lágrima de puro terror resbaló por su mejilla derecha. Sintió el roce del dedo en su camiseta y en ese momento todo volvió a su ritmo normal y el silencio dejó paso a un desagradable gorjeo emitido por aquel ser. Movido por un resorte, el chico saltó hacia su izquierda y se giró para no perder de vista al hombre de la túnica. Reculó hacia atrás y, sin darse cuenta, se metió en el pasillo de los baños, arruinando toda posibilidad de huida hacia los dormitorios y la calle. Sin dejar de mirarle, siguió caminando de espaldas, retrocediendo hasta que chocó contra la pared del fondo y saltó del susto.
Aquel ser, ahora lo sabía, no podía ser humano. Vio que no se había movido del sitio. Seguro de su victoria, había permanecido quieto, observando cómo el chico retrocedía aterrado y seguía llorando descontroladamente.
-¿No tendrás miedo de mí, verdad? –dijo una voz de ultratumba, y el chico pudo ver cómo, bajo la sombra de la capucha, una hilera de blancos dientes sonreía maliciosamente.
Acto seguido, el chico se encerró en el último retrete de un portazo.
Se había atrapado él mismo. Como si una puerta pudiera defenderle. Tanto mejor. Todo sería más fácil. Todo estaba marchando según lo planeado, mejor incluso. Olía el miedo de ese pequeño humano y aquello le encantaba. En ese estado, lo que quedaba por hacer no le supondría ningún problema. A él, una de las primeras sombras, una de las más antiguas…
Empezó a caminar lentamente hacia el retrete.
El chico oyó un leve siseo y supo que aquella cosa había empezado a acercarse. El vello de la nuca se le erizó y un escalofrío recorrió su columna vertebral. Sentado sobre la taza del váter con las piernas encogidas, se movía hacia delante y hacia atrás, como si estuviera meciéndose a sí mismo. Se repetía mentalmente que aquello no podía estar sucediendo, que era imposible, que el hombre del saco no existía. Por un momento llegó a pensar que se trataba del fantasma del que habló Andrés y que habitaba en el pueblo abandonado sierra arriba.
Entonces dejó de oír el siseo.
Aguzó el oído e intentó captar algún sonido, por mínimo que fuera, pero aquella cosa ni siquiera respiraba. ¿Y si todo era una alucinación? ¿Y si se lo había imaginado? Tal vez tenía alguna especie de estrés por lo que sucedía constantemente en su casa. Tal vez finalmente la situación familiar que llevaba viviendo durante un tiempo le había pasado factura y le había hecho perder el juicio.
Con un hilillo de voz, preguntó al vacío:
-¿Hay alguien ahí?
No se oyó nada. Y nadie le respondió. El chico seguía quieto, conteniendo el aire. Los segundos pasaron lentos, interminables.
Como si de un presagio funesto se tratara, empezó a oír una risa siniestra.
-Sí, sí hay alguien aquí. Ya lo creo… ¿No quieres que seamos amigos? Aquí se está tan solo…
Y en ese momento, mientras las lágrimas del chico volvían a desbordarse, se oyó un portazo a unos metros. No le hizo falta saber que el sonido había sido el de la puerta de los baños cerrándose, aislándole completamente de los dormitorios y de cualquier ayuda que pudiera provenir del exterior. Volvió a oír el siseo de la túnica en el suelo y supo que ya venía a por él.