Capítulo 11

 

El plan

 

 

              Lentamente los sonidos del bosque fueron regresando. Como si hubieran movido las mandíbulas para destaponar los oídos, los tres empezaron a oír con mayor claridad el chisporroteo de las llamas de las antorchas, el sonido del viento y los ruidos nocturnos de los animales insomnes. Ana y Luna miraban a Fran que, de rodillas sobre la hierba, todavía de cara a la oscuridad, se limpiaba las lágrimas con el dorso de la mano. Durante unos segundos interminables nadie dijo nada. Fran sólo pensaba en cómo se había complicado todo y habían llegado a aquella situación: su hermano poseído y secuestrado por dos criaturas de fantasía. Ana, angustiada por el rapto de Gus, trataba a su vez de asimilar todo aquello: ángeles, posesiones, bestias aladas… Sin embargo no tenía mucho éxito. Por su parte, Luna estaba sopesando las últimas palabras de la sombra y lo que ello suponía. Y mientras sus mentes trabajaban, el silencio seguía reinando entre ellos.

              Por fin Fran se levantó del suelo, con los ojos enrojecidos por el llanto, pero con una mirada firme y decidida. Ignorando por completo a Ana, se encaró con su ángel de la guarda.

              -Llévame allí.

              -¿Qué? –contestó Luna. Sabía de sobra a qué se refería, pero necesitaba tiempo para ordenar sus ideas y explicarle la situación.

              -Llévame a la Ciudad de la Lluvia Eterna –insistió él.

              -Fran…

              -Esa cosa dijo que tú sabías dónde estaba la ciudad –le cortó, impasible.

              -Sé que está en las Tierras Baldías –concedió ella-, pero no sé dónde exactamente…

              -¿Puedes encontrar el lugar exacto?

              -Sí… Puedo preguntar a mis profesores. O a mi padre. O a mi abuelo. Pero no es tan fácil. Querrán saber por qué me intereso por ese lugar. Harán preguntas.

              -Preguntas… -repitió Fran, dejando morir lentamente la palabra en el aire.

              -Sí…

              Fran miró con mayor intensidad a su ángel de la guarda. Y ella sintió como si la atravesara de lado a lado. Entonces le puso una mano sobre el hombro y apretó sin muchos miramientos.

              -Se trata de Gus. Mi hermano pequeño. Tiene nueve años y no tiene a nadie que le pueda ayudar –dijo fríamente-. ¿Qué le vamos a decir mañana a mis padres? ¿Qué dos gárgolas le han secuestrado y que la única que podía ayudarle era mi ángel de la guarda y no ha querido?

              Luna torció el gesto ante las palabras de Fran. 

              -¡A eso me refiero! Tú no puedes ir por ahí hablando de gárgolas y ángeles… ¡pero yo tampoco puedo hablar de ti y de tu hermano! ¡La primera norma de los ángeles es que no podemos hablar con seres humanos!

              -¡¿Y qué hago con mi hermano?! ¡¿Le abandono?!

              -¡Claro que no! –contestó ella angustiada-. Pero tenemos que pensar con claridad y hacer bien las cosas. Los dos tenemos mucho que perder si nos equivocamos.

              -Los tres –intervino Ana en ese momento, que había estado callada y atenta a la conversación-. No voy a dejaros solos en esto. Tú eres mi amigo –dijo mirando a Fran- y la pérdida de Gus también me duele a mí.

              Luna se zafó de la mano que le apresaba el hombro y comenzó a caminar nerviosa, para arriba y para abajo, cerca de Fran y Ana. Todo esto se estaba complicando demasiado. Sombras, gárgolas… ¿y una posesión? Cuando Fran le había contado lo que sucedió al hacer la ouija no le dio más importancia de la necesaria. Probablemente un espíritu se hubiera comunicado con ellos pero, ¿una verdadera posesión? Y sin embargo hacía unos minutos lo había visto con sus propios ojos. Una sombra hablando con temor y respeto a un ser humano con la voz cambiada y un poder oscuro emanando de él a oleadas. A ella siempre le habían enseñado que los demonios eran cosas de la mitología angélica; pura superchería e historias del folclore. ¿Acaso los demonios fueron reales? ¿Acaso toda esa maldad y poder concentrados en cuerpos deformados y grotescos no sólo había existido, sino que además había perdurado hasta nuestros días?

              -¿Y bien? –preguntó Fran impaciente, luchando por no gritar a su ángel de la guarda.

              Luna seguía perdida en sus pensamientos. Ella quería ayudar a Fran. No es que se sintiera obligada, sino que directamente deseaba ayudarle. Por otro lado, también tenía un ligero sentimiento de culpa. Si no se hubiera aparecido a su custodiado, no hubieran hecho la ouija y por tanto no hubieran tenido contacto con ese demonio o lo que fuera. Pero era todo tan complicado, por no decir peligroso… ¿Y qué diría a su padre? ¿Cómo evitaría que se diera cuenta? Porque está claro que rescatar a Gus llevaría tiempo. No podían viajar por redes celestiales, y eso implicaba desplazarse como mucho en grifos, hasta alguna de las puertas que había ubicadas por todo el mundo, y encima no sabían exactamente cuál era. Y suponiendo que superaran todos esos inconvenientes, ¿qué iban a hacer ellos tres contra un demonio y una sombra? No tenían ninguna posibilidad.

              -Tenemos que ver qué decimos a nuestras familias para no levantar sospechas –comenzó Fran, esta vez dirigiéndose a las dos chicas.

              -Y asegurarnos de dónde está esa dichosa ciudad –confirmó Ana, dirigiéndose sobre todo a Luna, a la que no dejaba de mirar con cierta admiración.

              El ángel dejó de dar vueltas y soltó un largo suspiró. Aquello era una locura, casi un suicidio. Sin embargo la alternativa, dejar al pequeño Gus a merced de esas criaturas oscuras, era mucho más cruel. Se acercó por fin a los dos y habló:

              -Está bien. Lo haremos.

              -Gracias –dijo Fran, de manera totalmente sincera. Y Ana observó que el débil aura azul que rodeaba al ángel se volvía un poco más intenso.

              -Tenéis que pensar algo que decir a vuestras familias; una excusa –les aconsejó Luna-. Que os vais de viaje o algo así.

              -Y les hipnotizarás –terminó Fran-. Como hiciste con Tere el día que fuimos a Madrid.

              -Exacto.

              -¿Cómo? –preguntó Ana, llena de curiosidad.

              Fran agitó las manos hacia ella, mostrando de nuevo impaciencia, en un gesto que decía: ya te lo contaré.

              -Yo ya veré qué les digo a mi padre y a mi abuelo –continuó el ángel-. Tengo que conseguir que me digan, sin levantar sospechas, dónde está la puerta más cercana a la Ciudad de la Lluvia Eterna. Y conseguir un medio de transporte, ya que no podemos utilizar las redes celestiales.

              -A lo mejor no es el momento –interrumpió Ana-, pero si me explicarais las cosas más generales podría aportar ideas…

              Luna miró a Fran, como pidiéndole permiso y él movió la cabeza afirmativamente.

              -Verás, los seres humanos no sois los únicos que habitáis este mundo. Lo compartís con nosotros, los ángeles. Nosotros a su vez tenemos ciudades, pero están… cómo decirlo, en otra realidad. Y hay además otro mundo paralelo, al que llamamos Tierras Baldías. A lo largo del planeta hay varias puertas que conectan con dichas Tierras Baldías y a través de una de ellas llegaremos a la Ciudad de la Lluvia Eterna. Pero tengo que averiguar cuál es.

              -Bueno, no parece tan difícil –interrumpió Fran, esperanzado.

              -Las Tierras Baldías están habitadas por ángeles oscuros; es decir, ángeles que se han separado del resto y cuya única misión es esclavizar a los seres humanos. Además hay otro tipo de criaturas peligrosas que viven allí. Ya habéis visto a las gárgolas de antes.

              -¿Hay ángeles… malos?

              -Sí. Y además –continuó explicando-, atravesar la propia puerta será un gran problema, porque hay tropas de ángeles guerreros custodiándolas, ya que si no los ángeles oscuros podrían salir de las Tierras Baldías y sembrar el caos en el mundo.

              Los tres guardaron unos instantes de silencio, asimilando la situación.

              -También debemos coger provisiones –prosiguió Luna-. No sé si podéis comer nuestra comida o yo la vuestra. Ah, y sacos de dormir o algo por el estilo –dijo pensando en la acampada y en el resto de ángeles que había dejado arriba en las montañas.

              -Vale –convino Fran-. Sacos de dormir, comida, una forma de llegar hasta allí. Me parece bien. Vamos al campamento a ver qué podemos encontrar. Luego nos montamos en unos grifos y nos marchamos.

              Luna le miró consternada. Era normal que no pensara con claridad. La pérdida de su hermano pequeño le cegaba.

              -Todavía no podemos, Fran.

              -¿Por qué? Te repito que mi hermano está ahí fuera, solo con esas cosas.

              -¿Y qué van a decir mañana tus padres cuando vengan a por vosotros y no os encuentren a ninguno de los dos? Y lo mismo va por ti, Ana –dijo dirigiéndose a ella por primera vez-. Además, yo necesito tiempo para averiguar dónde está la ciudad a la que se le han llevado.

              -¡¿Y qué hacemos?! ¡¿Dejamos que pase la noche con esas criaturas?!

              De nuevo su ángel de la guarda se quedó en silencio, su aura azul cada vez más difuminada. Le miraba con verdadera tristeza, sin saber muy bien cómo decir lo que venía a continuación.

              -Fran, aun haciendo todo bien, probablemente pasen días antes de que demos con tu hermano…

              -¡¿Qué?! ¡¿Días?! –Apretó los puños con fuerza, sin sentir siquiera cómo las uñas se le clavaban en las palmas de las manos, y los ojos se le llenaron de lágrimas de pura impotencia, los cuales brillaron en medio de aquella noche oscura-. ¡Tiene que haber alguna otra manera! ¡Tenemos que encontrarle ya!

              Luna negó lentamente con la cabeza, sosteniendo su mirada. Él apartó la vista, se sorbió la nariz y dejó escapar un gemido casi imperceptible. Los hombros se le sacudieron con un nuevo acceso de llanto que logró controlar a duras penas.

              -El viaje hasta la puerta –explicó Luna-. Atravesar la puerta. Y una vez que estemos en las Tierras Baldías, viajar hasta la Ciudad de la Lluvia Eterna. Aunque sea volando sobre grifos, podemos tardar varios días.

              Fran asintió de mala gana, comprendiendo la situación en la que estaban inmersos. Lo que decía Luna tenía sentido. Y por mucho que le doliera, no podía cambiarlo.

              -Entonces, ¿cuándo empezamos?

              -Mañana. Mañana nos recogen nuestras familias en el campamento a primera hora. Tened pensada una buena excusa para que nadie pregunte por vosotros en varios días, tal vez incluso semanas y yo haré que vuestros padres se la crean. Cuando lleguéis a vuestras casas preparad una mochila grande con el saco de dormir, comida y cualquier cosa que nos haga falta. En cuanto tenga las respuestas, iré a buscarte, Fran. Luego, te recogeremos a ti –le dijo a Ana- y nos iremos volando hacia la puerta.

              Fran estaba desolado. Una parte de él conservaba la esperanza y estaba dispuesto a intentarlo todo por salvar a Gus. Otra parte era derrotista; quería haber salido ya en su busca. Con aquellos sentimientos encontrados y sabiendo que poco más había que decir, echó a andar hacia el centro del pueblo. Ana y Luna le seguían de cerca sin hablar. Aunque en cualquier otra situación cualquiera de los tres hubiera estado aterrado, ahora no pensaban ni en la oscuridad, ni en el pueblo abandonado ni en los ruidos nocturnos. No había miedo, pues otros sentimientos y sensaciones ocupaban sus mentes y sus corazones: tristeza, impotencia, incertidumbre… La tarea que tenían por delante no era precisamente fácil, pero tenían que hacerlo, costase lo que costase. De hecho, y de esto Fran era consciente, para lo delicado de la situación, se habían organizado bastante bien.

              Desanduvieron el camino y dejaron atrás el pueblo, el claro y el bosquecillo. Llegaron a la bifurcación y comenzaron a bajar por la cuesta del lago. A falta de nada que decir, los ruidos que poblaban su marcha eran únicamente el sonido de sus pisadas arrastradas sobre el camino. Allí bajo la luna parecían tres almas en pena dirigiéndose hacia su verdugo.

              Cuando se encontraron en el campo de fútbol, Luna les explicó de nuevo el plan y ultimaron más detalles, temiendo que les quedara algún cabo suelto. Después apretó fuerte el buscador dentro de su mano para desaparecer a los pocos segundos. Entonces Fran y Ana continuaron hacia las habitaciones. En el patio central, ambos se quedaron mirando frente a frente, mientras el sonido de la música de la fiesta se oía de fondo, escapándose por las ventanas abiertas.

              -Le encontraremos, Fran –dijo Ana tratando de animarle-. Te lo prometo.

              Fran trató de sonreír, pero no pudo. Cabizbajo, se marchó a su habitación y cerró la puerta tras de sí. Ana le vio irse y, después, hizo lo mismo. Ninguno de los dos podía conciliar el sueño y, cuando terminó la fiesta y el resto de chicos y chicas regresaron a las habitaciones, ambos se hicieron los dormidos, a pesar de las conversaciones y las luces encendidas, pues no querían hablar con nadie. Ana logró dormirse a eso de las dos de la mañana con un sueño ligero e intranquilo. Fran, en cambio, estuvo llorando en silencio a intervalos, y no fue hasta las cuatro de la madrugada cuando por fin cayó en los brazos de Morfeo, completamente agotado.

 

 

              La mañana había llegado por fin, aun cuando la noche anterior le hubiera parecido imposible que eso sucediera. Fran se había levantado con los ojos enrojecidos y algo legañosos a causa de las lágrimas que se habían secado bajo los párpados en sus lloros intermitentes, causados por un sueño ligero y poblado de terribles pesadillas en las que su hermano era raptado por aquella sombra y sus secuaces.

La música surgió potente de los altavoces y, por una breve fracción de segundo, Fran se imaginó a sí mismo levantándose de la cama y despertando a Gus en la litera de arriba. Sin embargo, pasados los primeros instantes de desconcierto, todos los recuerdos de la noche anterior vinieron a su cabeza y tuvo que reprimir un acceso de llanto. La litera de arriba estaba vacía y no podría despertar a su hermano pequeño.

Como todos los días anteriores, los chicos y chicas del campamento se lavaron la cara en el baño y fueron al comedor a disfrutar de su último desayuno y comida en aquel idílico lugar. En general todos comieron con menos apetito y los cotilleos fueron acogidos con menos entusiasmo que en los días anteriores. Con cara de sueño, Antón y los monitores les dijeron que había sido una quincena inolvidable, y que les echarían mucho de menos. Les invitaron a repetir el próximo verano y a que siguieran siendo tan buenas personas.

De nuevo en las habitaciones, mientras hacían las maletas, los amigos de Gus fueron a preguntar a Fran que dónde estaba su hermano.

-Ayer se puso malo y mis padres vinieron a buscarlo –había respondido él-. Y para un día, ya se ha quedado en casa. –Sin embargo, no pudo sostener la mirada de los niños al mentirles de esa manera sobre Gus, que llevaba ya varias horas en compañía de aquellos malvados seres.

Tal y como habían acordado la noche anterior, Luna madrugó para buscar a Antón y el resto de adultos y susurrarles al oído que no tenían por qué esperar a ningún chico llamado Gustavo. Y así, de nuevo conteniendo las lágrimas, Fran hizo su maleta y la de su hermano ausente. Cuando Samuel le preguntó por Gus, de nuevo contó la misma historia falsa que había dicho a los amigos de su hermano. En cuanto a Víctor, aquella mañana no se hizo notar en absoluto. Caminó todo el rato con la cabeza gacha, quizás también para ocultar la nariz y el labio superior inflamados por el puñetazo de Fran, y la paz reinó durante toda la mañana.

Finalmente todos montaron en los autobuses y entre aplausos, sonrisas, lágrimas y algún que otro bostezo, abandonaron LagoClaro. La vuelta nada tenía que ver con el viaje de ida de hacía dos semanas, cuando la mayoría era completos desconocidos y pocos hablaban. Ahora todos charlaban animadamente, y ni siquiera el visionado de la segunda parte de Harry Potter consiguió que los más dicharacheros dejaran de hablar. Por su parte, ni Ana ni Fran se dirigieron la palabra. Él observó en varias ocasiones que ella le miraba apenada y apartó la mirada incómodo todas y cada una de las veces. Se quedó mirando la película pero sin verla realmente y de vez en cuando su mirada perdida se posaba en el asiento vacío de su izquierda, mientras soltaba un largo suspiro.

Finalmente, a la una del mediodía, los dos autobuses llegaron a la Plaza Mayor de Leganés, donde ya estaban esperando decenas de familiares. Nada más bajar, todos corrieron a abrazar a sus padres, hermanos, tíos y abuelos. Tras el saludo inicial, las miradas se buscaban para dedicarse un último adiós y varios fueron los que se anotaron a última hora las direcciones de correo para seguir manteniendo el contacto. Entre tanta algarabía, Fran llegó cabizbajo donde le esperaban sonrientes sus padres.

-Bueno, ¡cuánto tiempo! Sí que se te ha pegado el sol –le saludó su padre socarronamente.

-¿Y tu hermano? –preguntó la madre mirando tras él.

Tal y como lo habían planeado, Fran llevó a sus padres a un lugar más apartado e hizo un gesto a Luna, que había llegado unos minutos antes de la hora y esperaba alejada con Eco del Viento bufando amistosamente a su lado. El ángel se acercó y puso sus manos invisibles sobre las cabezas de los padres de Fran. Después, poniéndose de puntillas por la diferencia de altura, susurró a ambos. Según lo acordado, les dijo que Gus estaba en Londres haciendo un cursillo de inglés con una maestra del colegio y otros compañeros, y que Fran se iba esa misma tarde con otro grupo. No hacía falta llevarle al aeropuerto porque un autobús le recogería a la entrada de casa esa misma tarde y, de igual modo, no hacía falta que llamaran para preguntar por ellos; ya tendrían de nuevo contacto cuando regresaran de Inglaterra.

Las miradas de los dos se tornaron vidriosas durante unos segundos; después, recuperaron su brillo natural y asintieron apaciblemente.

-Venga Raquel –dijo el padre-, que hay que hacer la maleta y prepararse.

-Sí –convino ella revolviendo el pelo de Fran-. El curso de inglés os va a venir fenomenal.

Aun por lo triste y desesperada de la situación, Fran no pudo dejar de asombrarse por esa capacidad de Luna para hipnotizar a los seres humanos. Haciendo de tripas corazón, sin perder más tiempo, Fran abrió la marcha y caminaron entre la gente, que ya empezaba a dispersarse. Reconoció su coche y hacia allí se dirigió, aparcado en doble fila. Buscó a Ana con la mirada, quien en esos momentos contaba algo a su padre, un hombre muy delgado y de cara ojerosa. Ella no le vio, pero daba igual; podría disfrutar de su vida normal hasta que más tarde Luna y él fueran a buscarla.

Por su parte, Luna regresó con Eco del Viento y montó sobre él. Se elevó rápidamente sobre el suelo y se dirigió de vuelta hacia la sierra. Atrás quedaban Leganés y los niños que habían compartido campamento con ella y sus otros compañeros ángeles. Atrás quedaban esos seres humanos con sus familias y sus problemas. Atrás quedaba Ana y su padre viudo. Atrás quedaba Gus y su familia, que volvía a casa con un miembro menos  y sin sospechar nada.

Pero aquellos pensamientos duraron poco en su cabeza, pues tenía que ordenar sus ideas y pensar con claridad. Volar sobre Eco del Viento le ayudaría a despejarse. Debía regresar al campamento y organizar las cosas para hablar con su padre o su abuelo y descubrir dónde estaba la Ciudad de la Lluvia Eterna, recoger luego a Fran y Ana y volar en grifo hacia la puerta más cercana a la ciudad y que les conduciría sin remedio a las Tierras Baldías, un lugar lleno de peligros y leyendas que hacía ponerse nervioso hasta a los ángeles más curtidos en las batallas.

 

 

Una hora más tarde, la totalidad del campamento de ángeles, salvo los monitores adultos que poseían alas, voló sobre grifos para regresar al centro de Madrid. Al llegar al conocido estadio de fútbol Santiago Bernabeu, giraron ligeramente y ascendieron para dirigirse a lo alto de la Torre Picasso, el edifico más alto de la ciudad antes de que construyeran las nuevas torres del norte. Allí les esperaban sus padres y madres que les abrazaron y besaron cuando desmontaron de los animales voladores.

Tanta altura evitaba que el ajetreo y el ruido de la bulliciosa ciudad llegara hasta ellos en todo su esplendor, sin embargo sí lo hacía en cantidad suficiente como para que los ángeles quisieran marcharse rápido de allí. Con sus hijos en brazos o a la espalda, los adultos volaban hacia arriba, en vertical al edificio, hacia una bola de luz de unos cinco metros de diámetro suspendida sobre sus cabezas, a unos treinta metros por encima de la azotea. De aquella bola de luz partían varios haces en distintas direcciones, y cada vez que alguien atravesaba el campo de energía, un rápido destello en cualquier saliente de la esfera indicaba la dirección que habían tomado los viajeros.

-Benditas redes celestiales –comentaba una mujer menuda al que parecía ser su marido.

-Sí. Los seres humanos habrán inventado muchas cosas, pero no un método de transporte casi instantáneo a cualquier parte del mundo…

En otra circunstancia Luna habría respondido a aquel desprecio por la raza humana, pero simplemente no tenía ganas ni fuerzas para hacerlo, teniendo en cuenta lo que se le venía encima.

Poco a poco todos se fueron marchando, hasta que finalmente quedaron Luna y los monitores. El director del campamento les dijo que regresaran a la sierra con los grifos y él se quedó acompañando a Luna, mientras Eco del Viento graznaba desde la azotea a sus compañeros y amigos que se alejaban surcando el cielo azul, de vuelta al campamento.

Aquello no era nada nuevo para ella. Muchas eran las veces en que su padre, por trabajo, no podía venir a recogerla a los campamentos, las excursiones o a la salida del instituto. En esos casos, por ejemplo, a veces eran los propios profesores los que habían tenido que acercar a Luna a algún nudo en la red celestial y viajar con ella hasta la Ciudad de las Nubes, para que no fuera sola a casa. Afortunadamente, había otro nudo en Getafe, en el Cerro de los Ángeles, el centro geográfico de España.

-¿Esperamos a tu padre o vamos para allá? –le preguntó el director.

Justo cuando Luna iba a abrir la boca para responder, un pequeño fogonazo brillante les hizo mirar hacia arriba, en el momento en que Icariel se materializaba fuera de la radiante bola de luz sobre sus cabezas.

-Perdone el retraso –se disculpó con el director del campamento.

-No se preocupe –respondió este prontamente, nervioso de nuevo ante la presencia de un miembro del Consejo.

-Hola hija –dijo dirigiéndose luego a Luna.

-Hola papá.

El director se despidió y la invitó a que regresara el verano siguiente, tal y como los monitores humanos habían sugerido a los chicos y chicas de LagoClaro y tras dedicar casi una reverencia al Consejero, se alejó volando. Después, mientras el padre de Luna le hacía preguntas sobre el campamento, ambos se elevaron en círculos hasta el nudo de Madrid. Ella iba montada sobre Eco del Viento y él movía sus largas alas majestuosamente, impulsándose casi sin esfuerzo.

 

 

Unos segundos después Luna, su padre y Eco del Viento se materializaron en el centro neurálgico de las redes celestiales del mundo angelical: el nudo sobre la Gran Torre de la Ciudad de las Nubes. Aunque habían sido muchas las veces que Luna había llegado de aquella manera a su ciudad, no podía dejar de asombrarse ante la hermosa belleza de su hogar. Con Eco del Viento manteniéndose estático en el aire, observó con cariño los altos techos y tejados, las catedrales, el lustroso mármol blanco que predominaba en las paredes de las casas y edificios; no obstante la Ciudad de las Nubes era conocida también como la Ciudad Blanca. La enorme urbe estaba rodeada por unas altas murallas y, más allá, se extendían verdes campos, bosques y montañas hasta donde alcanzaba la vista. Y aunque Luna sabía que tras las montañas se terminaba aquel mundo, aun así le parecía infinito. Al estudiar mitología humana en el instituto, se había dado cuenta de que la Ciudad Blanca era una mezcla entre las antiguas ciudades amuralladas medievales y las urbes humanas en la actualidad, solo que rodeado todo de una atmósfera de lujo, magia y magnificencia.

Mientras descendían girando alrededor de las tres torres de aguja de la Gran Torre, majestuoso edificio central  y sede entre otras cosas del Consejo, su padre le dijo que fuera sola a casa porque tenía cosas que hacer. Ella le miró triste y, sin pensarlo, le dijo:

-Dame un beso papá. Todos los demás abrazaban a sus padres cuando les han recogido en el nudo…

Icariel, un tanto azorado por aquel requerimiento, giró ligeramente un ala y se acercó con suavidad hacia el grifo de su hija, acompasando su vuelo. Alcanzó a sentarse sobre su grupa y abarcó el cuerpo de su hija en un abrazo cariñoso. Luna se aferró a él con fuerza y se dejó impregnar por el olor que la envolvía, tratando de atesorar aquel momento con todos los sentidos, pues algo en su interior le decía que no volvería a ver a su padre.

-Bueno, bueno… estás un poco mimosa hoy, ¿no? –dijo Icariel apartándose.

Ella se limitó a mirarle con ternura.

-Iré en un rato a casa. Dile a tu abuelo que vaya preparando la comida… -y tras eso se dejó caer por un lateral de Eco del Viento y unos metros más abajo, en plena caída libre, extendió las alas y terminó de descender en un gran arco. Luna se inclinó sobre el grifo y se quedó contemplando a su padre. Cuando le perdió de vista, acercó la boca al oído izquierdo de Eco del Viento y susurró: “A casa”.

 

 

-Abuelito, dime: ¿los humanos pueden ser poseídos?

Adariel le miro sorprendido ante la inesperada pregunta. Sin duda alguna Icariel había heredado de él sus rasgos, pues el abuelo de Luna también tenía una presencia imponente, acentuada por unas alas de gran envergadura, si bien algo ya caídas y descoloridas por la huella del tiempo. Tenía el pelo completamente blanco y profundos surcos de vejez poblaban su piel, pero un par de ojillos vivos azules miraban desde el interior de las cuencas y avisaban de una mente todavía muy ágil y despierta.

-¿Y se puede saber a qué viene eso? –preguntó él mientras se llevaba a la boca una cucharada de sopa de galdino.

-Simple curiosidad –y no quiso mirar a su abuelo para no aguantar la mirada de esos ojos claros que pensaba podían captar cualquier tipo de mentira.

-Realmente sí. No sucede muy a menudo, pero para eso están los vigilantes, para evitarlo o ponerle remedio si ya es demasiado tarde.

Luna ya conocía ese cuerpo de seguridad del mundo angélico y sabía que se dedicaba a más cosas aparte de las posesiones humanas, así que aquella respuesta no le decía nada nuevo.

-¿Y cómo exactamente ayudan a los seres humanos que han sido poseídos?

-Tienen sus métodos.

-Sí, ¿pero qué hacen exactamente?

Su abuelo se quedó pensativo y paseó la mirada por aquella sala de la casa, muy parecida a una cocina humana, mientras buscaba las palabras adecuadas. Las viviendas de los ángeles eran bastante parecidas a las casas de los hombres: tenían habitaciones, cocina, baño… incluso jardín. La diferencia estribaba en que no se veían aparatos de tecnología por ningún sitio. Por el contrario, las casas angélicas estaban recargadas con pinturas, esculturas, cuadros y demás obras de arte, todo muy colorido y de gusto exquisito. Sin ir más lejos, la casa de Luna era de tipo mansión señorial, ya que el alto cargo desempeñado por su padre le permitía llevar ese tipo de vida. La mansión en sí contaba con tres salones, dos comedores, varias habitaciones y un sótano enorme. Fuera, en el extenso jardín, había dos piscinas: una de agua y otra de nubes. Vivían en la zona rica de la ciudad.

-Los espíritus a veces se meten dentro de los seres humanos. Ocupan sus mentes y corazones. Para echarlos es necesario…

-Me refiero a posesiones demoniacas –le interrumpió ella-. ¿Existen los demonios?

Su abuelo le miró incómodo, y se removió en el asiento. Nunca jamás le había preguntado su nieta acerca de este tema y con tanta vehemencia. Se quedó callado, sin saber muy bien qué responder.

-O por lo menos, ¿existieron en el pasado? ¿Qué sabes tú de ellos?

-Ya lo sabes, Luna. Los demonios no existen. Hay algunos ángeles oscuros muy poderosos, pero nada más. Y están a buen recaudo en las Tierras Baldías. Y las puertas que llevan a ellas están muy bien vigiladas –añadió-. Os enseñan eso en el cole, ¿no?

-Sí, sí –contestó Luna impaciente-. Ya me sé la teoría, abuelo. Lo que pasa es que no termino de creérmela. Además me parece sospechoso que todo el mundo niegue la existencia de demonios tan a la ligera. Tiene que haber algo más.

Adariel, con todos sus siglos de experiencia y sabiduría acumuladas, se quedó de nuevo sin palabras, luchando consigo mismo por no ceder al interrogatorio de su nieta y decirle lo que opinaba del asunto. El Consejo había prohibido totalmente hablar sobre los demonios y, generación tras generación, lo habían logrado. No había registro en los libros de historia, pues ellos se habían encargado de ocultar  todo rastro. Cualquier escultura o mural referido al tema había sido destruido o guardado en lugares perdidos. Cualquier pista había sido borrada. Habían hecho un buen trabajo. El recuerdo se había perdido en el tiempo y las pruebas habían sido borradas de la memoria de todos. Sin embargo su abuelo le había contado a él mismo que su padre, el bisabuelo de Adariel, había tenido acceso a documentos en los que se hablaba de la existencia de los demonios y de una gran guerra milenaria en los que se les hizo frente y se les encerró en el Infierno. Ah, el Infierno, otro mito según el Consejo, pero algo muy real si hacía caso de las habladurías de su bisabuelo, el cual había sido ayudante de un Consejero y cierto día, por casualidad, había encontrado varios archivos clasificados como secretos, escondidos en una habitación oculta en la biblioteca del Consejo Angelical, en el sótano de la Gran Torre.

-No sé a qué viene todo esto. ¿Has encontrado algún tipo de libro… raro? –aventuró, recordando el incidente de su bisabuelo.

-Es simple curiosidad. Ya sabes que no siempre pienso como los demás –le dijo mientras ponía una mano en su antebrazo y apretaba afectuosamente-. Solo quiero saber tu opinión, abu; te prometo que no se lo contaré a papá.

Adariel suspiró, miró con ternura a su nieta y decidió darle su punto de vista. Después de todo, ya era lo suficientemente adulta como para seguir creyendo en la versión infantil de los cuentos de hadas.

-Está bien, pero que quede claro desde el principio: esta es solo mi opinión y no implica que sea verdad, ¿vale?

Luna asintió enérgicamente y esperó en silencio, sin querer presionarle de ningún modo.

-Personalmente creo que los demonios sí existieron, pero fue hace muchísimo tiempo, tanto que no hay nadie vivo para confirmarlo. Te hablo de miles de años. Tu tatarabuelo afirmaba rotundamente su existencia, y eso es algo que le trajo algunos problemas, sobre todo en su época. Y es mejor que tú no digas nada tampoco.

-¿Y por qué él sí creía en los demonios?

Adariel prefirió guardarse el pequeño secreto de su bisabuelo para él, algo que ni siquiera había contado a Icariel, su propio hijo, por mucho que fuera Alto Consejero.

-Se fiaba de las antiguas historias –dijo sin más-. Cuenta la leyenda que hubo una tremenda batalla por todo el planeta, en la que lucharon ángeles y demonios. Las bajas fueron enormes en los dos bandos, pero finalmente ganamos nosotros y los destruimos. O sea que sí, creo que sí que existieron, pero hace varios milenios que están todos muertos –sentenció.

Luna se le quedó mirando pensativa. Asintió lentamente y le dijo:

-Sí, abuelo, eso es lo que pensaba yo, que en el pasado estaban por aquí… –y esa media verdad fue como una mentira entera, porque apostaría sus futuras alas a que lo que había metido dentro de Gus era de hecho un demonio-. Y cuándo poseían a un ser humano, ¿cómo hacían los ángeles para sacarle del cuerpo?

-Bueno… había varias cosas a tener en cuenta. Por supuesto, disponían de un ritual, que se ha perdido con el paso de los siglos. Además en aquella época era sabido que los demonios no soportaban el olor a lavanda y lirio blanco, que representan la pureza y la bondad. Embadurnar al ser humano con esencia de estas flores siempre era un comienzo. A veces incluso con eso bastaba, si el demonio no era muy poderoso. También había pequeños trucos para engañarlos, como por ejemplo hacerle salir con la promesa de ocupar un cuerpo mejor y esperarle con una trampa, o poner dos monedas en los ojos del poseído, para que se pensara que el humano estaba muerto y ya no iba a serle de utilidad.

-¿Dos monedas en los ojos? ¿Eso no es el mito del barquero del infierno?

-Exacto –dijo su abuelo, orgulloso de lo inteligente que era su nieta.

-Pero eso es una leyenda humana –dijo Luna, interesada.

-Nuestros caminos se entrecruzan con los de nuestros custodiados más de lo que muchos piensan… -respondió Adariel enigmáticamente. Después se levantó y empezó a recoger la mesa, pues ya habían terminado ambos de comer.

Luna se apresuró a ayudarle. Le dio unos minutos más antes de volver a la carga con más preguntas, pues necesitaba respuestas con urgencia y sabía que su abuelo se iría en un rato con los amigos a las afueras de la ciudad para pasar la tarde entre charlas y juegos. Y antes de eso, Luna debía engañarle una vez más para hacer que le llevara a través de las redes celestiales de nuevo a Madrid, aduciendo que iba a pasar el fin de semana con la familia de su amigo Daniel, porque en breve iba a tener lugar la vinculación de su hermano recién nacido.

 

 

Eran cerca de las cinco de la tarde y Fran estaba repasando todo lo que había organizado encima de su cama. El saco de dormir, una linterna, un mechero, unos pantalones y una camiseta de repuesto, una sudadera, varios calzoncillos y toda la comida que había podido reunir. El tamaño y peso de la mochila de montaña una vez rellena era adecuado. Justo cuando echaba el último cierre, un golpecito en la ventana le llamó la atención.

Se giró y no vio nada. Entonces se aproximó hacia allí y pudo ver cómo una pequeña piedra golpeaba contra el cristal, produciendo un segundo sonido parecido al anterior. Se asomó y vio a Luna en el jardín de entrada de su casa, junto a Eco del Viento y otro grifo que no conocía, ambos con una especie de alforjas colgando en los laterales. Los animales se movían libremente por el césped, piafando y deteniéndose a oler distintos lugares del jardín. En otras circunstancias, Fran se habría mostrado sonriente y animado, pero se limitó a hacer un gesto con la cara queriendo decir que bajaba en un momento.

Lo siguiente que hizo no fue fácil. Bajó al salón con la mochila al hombro y se encaró con sus padres. Fue hasta ellos y les abrazó con fuerza, conteniendo las lágrimas que pugnaban por salir.

-Os quiero mucho.

-Y nosotros a ti, hijo –le contestó la madre. Aunque no hizo ademán de levantarse. La hipnosis de Luna seguía haciendo su efecto y de hecho probablemente lo hiciera durante un mes más, cuando terminaba el plazo de la mentira que su ángel de la guarda les había hecho creer. ¿Qué pasaría si no regresaban antes? ¿Dónde llamarían para buscarles? ¿Dónde se informarían del supuesto cursillo de inglés al que habían ido sus hijos hacía cuatro semanas? Quizás hubiera sido mejor decirles que ellos no habían tenido hijos.

-No llores, hijo –dijo su padre. Fran se limpió rápidamente los ojos. Con aquel último pensamiento finalmente se le habían saltado las lágrimas y no se había dado ni cuenta-. Ya verás como aprendéis un montón y conocéis mucha gente, como en el campamento. Va a ser una experiencia muy buena.

-Ya…

Cogió de nuevo la mochila y se acercó al pasillo. Sus padres no hicieron gesto de levantarse, pues algo en su cabeza les decía que no hacía falta que salieran a despedir a su hijo. En el umbral de la puerta, Fran volvió a girarse y les habló por última vez.

-Gus y yo os queremos muchísimo.

Sus padres, sentados en el sofá, se miraron y sonrieron.

-Nosotros también. Portaos bien y no os peleéis. Recuerda que eres el mayor y tienes que cuidar de él –dijo su madre.

Fran se dio la vuelta y enfiló hacia la puerta por el pasillo secándose las lágrimas que habían salido de nuevo. El hermano mayor… Cuidar de Gus… Y unos padres hipnotizados que se despedían de él como si nada, y que quizás no volvieran a ver a sus hijos nunca más. Antes de salir por la puerta trató de serenarse. Basta de lamentos, se dijo. A partir de ahora se acabaron las lágrimas. Debo ser fuerte si quiero rescatar a Gus. Debo ser un buen hermano mayor. Lo lograremos.

Y tomó el picaporte entre sus manos y abrió. Dejó atrás el frescor de la casa y salió al amable sol de verano de sobremesa, aunque su espíritu no estaba tranquilo en absoluto. Se dirigió hacia donde le esperaba Luna, que le saludó con una sonrisa triste.

-Hola Fran.

-Hola.

Y no se dijeron más. Luna cogió el saquito con la esencia celeste, vertió un poco en su mano y espero a que Fran diera su consentimiento con un gesto de cabeza. Después sopló sobre él y al poco Fran se volvió invisible a su propio mundo. Tras eso, montaron sobre Eco del Viento tal y como lo hicieran hace unos días para salir de LagoClaro y se lanzaron hacia arriba, seguidos de cerca por el otro grifo.

Con las indicaciones de Fran, llegaron en unos minutos a la casa de Ana, que estaba en la otra punta de la urbanización. Tras el brusco aterrizaje al galope, se acercaron a la entrada y Fran llamó tres veces seguidas, tal y como habían acordado. Se oyeron unos pasos apresurados tras la puerta y ésta se abrió, asomando la cara de Ana, un tanto pálida y cetrina. Miró a través de ellos sin ver nada. Luna se aproximó a ella y le rozó el brazo, a la vez que decía:

-Estamos aquí, no te asustes. Vas a empezar a vernos lentamente…

Y así fue. Fran pudo ver de cerca cómo su amiga arrugaba el entrecejo al percibir unas formas que antes no estaban allí, y cómo después sus pupilas se dilataban para enfocar los nuevos cuerpos que estaban surgiendo de la nada. Su cara dio paso a una de sorpresa, aunque no dejó traslucir ninguna emoción más, ya que rápidamente vio a Fran con el gesto serio.

-Tengo la mochila preparada en mi habitación –dijo pausadamente-. Tú… -dijo mirando a Luna-. Bueno, haz lo que tengas que hacer. Está en el salón.

Luna entró y caminó por el pasillo. Se asomó a la primera puerta a la derecha y pasó de largo, pues se trataba de la cocina. Luego miró por la siguiente puerta, en la pared izquierda, y entró. Fran le siguió. El padre de Ana estaba dormido en el sofá, ajeno a los chicos invisibles que habían entrado en su salón. Luna se aproximó hacia el padre y le puso una mano en la frente, al tiempo que le susurraba algo en el oído. Fran se giró al notar a Ana tras él, que había bajado justo a tiempo de ver todo el proceso.

La chica se acercó hasta su padre y besó tiernamente su mejilla. Hasta dentro de unos días, papá, le dijo en voz baja. Después se giró resuelta y salió del salón, dejando a Fran con un palmo de narices, al ver lo poco que había dudado su amiga y el hecho de que ella no había derramado siquiera una lágrima.

Una vez fuera, Luna sopló esencia celeste sobre Ana, quien hizo el amago de algo parecido a una sonrisa, el gesto más alegre que había mostrado cualquiera de los tres desde la noche anterior en que Gus fue raptado.

-¡Soy invisible! –exclamó al mirarse las manos y el resto del cuerpo.

Luna dibujó también una pequeña sonrisa, pero duró unas décimas de segundo. Miró a Fran apesadumbrada y acto seguido se puso  a comprobar el contenido de las alforjas. Ana, por su parte, animada por su nueva condición de transparencia y sorprendida por todo aquel mundo nuevo para ella, trató de hablar con el ángel.

-¿Cómo te las has arreglado? ¿Sabes ya todo lo que necesitamos?

Fran le miró sorprendido. A él ni se le había ocurrido preguntar. Había dado por supuesto que Luna estaba ahí porque todo marchaba según lo planeado.

-Tuve que engañar a mi abuelo –admitió el ángel-. Le hice traerme hasta Madrid por las redes celestiales con Eco del Viento. Y luego le dije que se volviera porque me iba a recoger la madre de un amigo. Entonces volé con Eco del Viento hasta el campamento y cogimos a Estrella Fugaz –dijo señalando hacia el segundo grifo-. Es hembra, y creo que a Eco del Viento le gusta… -y nada más decir estas palabras, el grifo emitió un graznido agudo de desaprobación y se removió incómodo.

-¿Dónde tenemos que ir? –preguntó Fran, sorprendido ante la gravedad de su voz.

-Tendremos que volar durante un día y medio, más o menos. Nos vamos a Italia.

-¡¿Italia?! –exclamaron Fran y Ana a la vez.

-Eso está lejísimos –repuso Fran-. Tardaremos un montón. ¿Y Gus? ¿Cuánto tiempo tendrá que pasar secuestrado? –de nuevo se sentía hecho polvo aunque Luna ya le había advertido de que podía pasar algo parecido.

-Hemos tenido suerte. Hay varias puertas a lo largo del mundo y la de Italia es una de las más cercanas a Madrid. Desde allí podremos entrar en las Tierras Baldías y buscar la Ciudad de la Lluvia Eterna.

-¿Y por qué no vamos en avión? –preguntó Ana-. Podemos colarnos, nadie nos ve…

-Demasiado lío. Somos invisibles, pero ocupamos espacio –explicó Luna-. Podríamos colarnos en un avión pero tendríamos que estar pendientes de no chocarnos con nadie en un espacio tan pequeño. Tal vez ni siquiera pudiéramos sentarnos. Además, y esto es lo más importante, necesitaremos un medio de transporte rápido cuando entremos en las Tierras Baldías –dijo mirando a los grifos.

Los tres se quedaron en silencio unos segundos. El ángel terminó de comprobar los grifos y sus cargas y luego se dirigió a su custodiado y su amiga.

-Fran, tú irás montado sobre Estrella Fugaz. Es muy dócil y ya has cabalgado dos veces. No tienes más que decirle lo que quieras que haga y lo hará. Ya sabes que son muy inteligentes. Tú –dijo mirando a Ana-, vienes conmigo sobre Eco del Viento.

Ninguno de los tres dijo nada más. Ya tendrían tiempo de hablar durante el viaje. Ahora había que partir cuanto antes. Cuando estuvieron preparados, los grifos cogieron carrerilla y se impulsaron hacia arriba batiendo sus poderosas alas. Ana sonrió de alegría al notarse volar y Fran, aunque no tuviera motivo, se notó menos tenso, más liviano, como si dejara los problemas atrás en el suelo. Ya estaban en marcha. Rescatarían a su hermano. Y si tuviera la oportunidad, mataría a aquello que se había apoderado de él, para que nunca más volviera a molestarle. Con esos pensamientos se sintió un poco mejor y se permitió el lujo de tener esperanza.

-¡¿A dónde vamos exactamente?! –gritó Ana para hacerse oír por encima del sonido del viento.

-¡A Nápoles. La puerta está cerca del monte Vesubio! –gritó Luna a su vez.

Fran y Ana se miraron boquiabiertos, a varios metros desde sus respectivos grifos. Luna les miró de reojo y añadió:

-¡La puerta está en las ruinas de Pompeya!