MAGOS Y HECHICEROS
Tanto en tiempos antiguos como ahora en los modernos, la hechicería se ha entrometido en los caminos de la Medicina. Aún hoy en día hay quien cree más en salmos, conjuros, saludadores y curanderos que en médicos, por famosos que sean, y en remedios, por probados que estén. Claro está que esto tiene lugar en nuestros tiempos en forma esporádica y excepcional, y antiguamente era cosa de cada día y propia de cualquier estamento social.
Mademoiselle Margarita Perier, sobrina de Blas Pascal, nos narra cómo éste en su niñez debió la vida a una hechicera. Estaba, dice, el niño tan grave que su padre, Etienne Pascal, fue a consultar a una bruja. Ésta le contesta que hay remedio, pero que era preciso que otro muriese por él, transfiriendo la muerte.
—¡Oh! —dice Etienne Pascal—. Prefiero que muera mi hijo que hacer morir a una persona.
—Se puede cambiar la suerte con una bestia —responde la hechicera.
Según sigue contando mademoiselle Perier, luego de sacrificar un gato y de una serie de laboriosas y extravagantes manipulaciones, el niño Blas Pascal fue salvado.
A muchos extrañará que un hombre como Etienne Pascal, reputado por sabio, presidente del palacio de Contribuciones de su provincia, hijo del tesorero de Francia en Riom, un hombre de elevada cultura, que pertenecía a la burguesía rica y considerada, pudiese dar crédito a los hechiceros. Nada tiene de raro. Si se leen las obras de su tiempo, asombrará la, para nosotros, increíble mezcla de ideas falsas y verdaderas que, sobre esta cuestión, en ellas se exponen.
Fray Martín de Castañega, en su Tratado de las supersticiones y hechicerías, dedica todo un capítulo, el XII, a probar que «los saludadores no son hechicero, y qué virtud sea la suya». Afirma que «las virtudes naturales son tan ocultas en la vida presente a los entendimientos humanos, que muchas veces vemos la experiencia y obras maravillosas y no sabemos dar la razón dellas, salvo que es tal la propiedad de las cosas naturales y que a nosotros es oculta», y añade: «E así tienen algunos hombres tal saliva en ayunas que basta matar las serpientes; y cada día vemos que la saliva en ayunas cura las sarnillas y algunas llagas sin aplicar otra medicina». «E así podrían los cuatro humores, que son cólera y sangre, flemma y melar eolia, estar en algún cuerpo humano, en tal temperamento y armonía que de allí resultase una virtud oculta natural, que, como está dicho, fuese bastante medicina para curar las ponzoñas y diversas, según la diversidad que se hallaría en el temperamento de los humores». (Castañega, cap. XII, passim).
A continuación de este capítulo viene otro dedicado a probar que los reyes de Francia no podían tener la virtud de curar los lamparones. A éste sigue otro cuya tesis es de «que el aojar es cosa natural y no hechicería», y otro que muestra «cuáles empíricas de los médicos no son supersticiones y hechizos». Merece leerse el prólogo de A. G. de Amezua a la edición de este libro en la Sociedad de Bibliófilos Españoles, en el que alaba la ponderación, mesura, equilibrio y serenidad críticas de fray Martín de Castañega, En una nota de la página XV, transcribe unas palabras de Llórente: «Cependant Fr. Martin de Castagnaga [sic] moine franciscain, composa dans ce templá un livre en langue espagnole intitulé: Traite sur les superstitions et les enchantements. J'ai lu cet ouvrage, et j'avoue que (si Fon retranche quelques articles oü l'auteur se montre trop crédule), il me semble qu'il serait difficile, méme aujourd'hui, d'écrire avec plus de moderation, de discerne-ent et de sagesse». (Llórente, Histoire critique de l'Inquisition d'Espagne, II, 4.)
Sobre la curación de lamparones por los reyes de Francia e Inglaterra, he aquí lo que sir John Evelyn, caballero de gran cultura y amigo del rey Carlos II, nos dice refiriéndose a lo que presenció el día 6 de julio de 1660 en Londres:
«Su Majestad empezó a tocar para ahuyentar el Mal, de acuerdo con la costumbre, que era así: Su Majestad estaba sentado bajo dosel en la sala de los banquetes y los cirujanos dieron señal de que se acercaran los enfermos o los llevaran hasta el trono, donde se arrodillaban; el rey entonces dábales una palmada, en la cara o en las mejillas, con las dos manos a la vez, mientras un capellán solemnemente dice: “Él pone sus manos sobre ellos y Él los cura…” Luego que todos hubieren sido tocados, volvieron a adelantarse en el mismo orden, y el otro capellán, arrodillándose dale al rey, una por una unas cintas blancas de las que pende una medalla de oro y que el rey cuelga alrededor del cuello de los que habían sido tocados, y mientras éstos van pasando el capellán va repitiendo: “Ésta es la luz verdadera que viene al mundo.” Sigue luego una epístola con liturgia, oraciones por el enfermo y bendiciones perdurables; y entonces el lord camarero mayor y el mayordomo de la real casa traen una jofaina, una palangana y una toalla para que Su Majestad se lave las manos».
Antonio de Torquemada dice: «Del rey de Francia a todos es notorio que tiene gracia particular en sanar los lamparones. Y así como Dios repartió estas gracias por muchos y diversos géneros de gentes, pudo ponerla también en los que saludan para remedio de un mal tan pestilencial y rabioso como es el de la rabia; y para que mejor entendáis el provecho que hacen, os quiero decir lo que a mi padre le aconteció con un saludador y fue, que, siendo mozo, y yendo un camino largo, salió a él un mastín, tan dañado, que antes que pudiese apartarlo de sí le mordió en una pierna y si no fuera la bota que llevaba calzada, que era gruesa, se la pasara toda, pero todavía llegó a tocarle en la carne y le sacó un gota o dos de sangre. Mi padre no hizo caso dello, u así, caminó tres o cuatro días, y una mañana pasando por una aldea vio que tañían a misa, y apeándose del caballo, entró en la iglesia, y ya que se quería salir, un labrador se llegó a el y le dixo:
»“—Decidme, señor, ¿a vos haos mordido algún perro?”
»Mi padre, que casi ya lo tenía olvidado, le respondió:
»“—Un perro salió a mí, pocos días ha, y me quiso morder; pero ¿por qué lo preguntáis?”
»El labrador se rió y le dixo:
»“—Pregúntooslo porque Dios os ha traído por aquí, para que no perdieseis la vida, porque yo soy saludador y ese perro que decís que os saca sangre de la pierna, estaba rabiando, de manera que si pasárades de los nueve días, no teníades remedio alguno. Y para que entendáis que digo verdad, el perro tenía tales y tales señales”.
»—Y diciendo las mismas que mi padre había visto, de lo quedó poco maravillado.
»Y el saludador le tornó a decir:
»“Si queréis aseguraros, conviene que por hoy os detengáis en este pueblo”.
»Y así le llevó a su casa y le saludó y todo lo que comieron.
»Y después de comer, lo tomó a saludar otra vez y a la tarde dixo:
»“—Vos habéis de tener paciencia si queréis ir sano, que yo tengo de daros en las narices tres picadas, que de cada una de ellas ha de salir sangre”.
»Mi padre que estaba con grandísimo temor le dixo que hiciese todo lo que quisiere; y así el saludador, en presencia de los más vecinos del lugar, le picó tres veces con una punta muy aguda de un cuchillo, y de cada picada cogió una poca de sangre y la puso de por sí en un plato, y después le hizo lavar con un poco de vino saludado, y, deteniéndose todos, parlando cosa de media hora, miraron la sangre que estaba en el plato, que no la habían quitado de su presencia, y hallaron en cada una, así como estaban apartadas, un gusano vivo bullendo; y entonces el saludador le dixo:
»“—Señor, por la gracia de Dios vos sois sano, que veis aquí todo el daño que el perro os había hecho, y tened por cierto que vos rabiaríades, si vuestra ventura, o, por mejor decir Dios, no os guiara por este camino”.
»Mi padre le dio las gracias lo mejor que supo, y al otro día se partió de allí y aunque todo lo que este saludador hizo me parecía que pudo ser por la gracia que tenía, en cuanto a decir la color del perro, no puedo dexar de tener alguna sospecha de que no iba en todo por el camino derecho». (Torquemada, p. 189.)
El padre Nieremberg, en su Curiosa y oculta filosofía, trata de «Si se aoja con alabar», «Si uno se puede aojar a sí mismo y si el Basilisco se puede matar mirándose a un espejo», «Por qué el muerto vierte sangre en presencia del que le mató», «No solamente en presencia del homicida, sino a vista de sus amigos derraman sangre los ahogados», «Si es cosa natural verter sangre las estatuas, sudar y dar gemidos», «Si el Oplochysma o ungüento Anuario sana naturalmente al que está ausente», etc. (Todos los entrecomillados son títulos de capítulos).
Paracelso, no obstante su sentido de la crítica, creía en la Astrología, en la existencia de un espíritu en la empuñadura de su espada y en la de salamandras que andaban sobre el fuego sin quemarse.
Una de las supersticiones médicas del siglo XVII eran los maravillosos polvos de la simpatía, que explotaba sir Kenels Digby.
Digby había sido, en diferentes ocasiones, estudiante en Oxford, embajador de Inglaterra, delegado en la Marina, partidario de Cromwell y cortesano de Jacobo I, Carlos I y Carlos II; todo lo cual da una idea de su habilidad. Era un hombre activísimo que inventó unos polvos para curar heridas, que, en vez de aplicarse sobre ellas, se aplicaban sobre las armas que las habían producido.
En el fondo no era más que una variante de los ungüentos del mismo estilo de Paracelso. Pero lo más curioso del caso es que tantos unos como otros daban resultado. Las heridas curábanse mejor con esta clase de tratamiento y ello llevó a ambos facultativos a buscar la explicación de este fenómeno en una fuerza sobrenatural y misteriosa que irradiaba del arma a la herida.
Su teoría era equivocada, mas sus observaciones eran justas, los ungüentos que se usaban en aquel entonces estaban hechos de ingredientes asquerosos, las más de las veces de tripas de animales podridos y hasta de estiércol, y así una herida curábase mejor cuando el ungüento se aplicaba a cualquier objeto, salvo a la herida misma. (Vaughan).
Enrique VIII de Inglaterra tenía gran fe en unos anillos, llamados «anillos para los calambres», que llevaba para los dolores de estómago. Guillermo de Orange que padecía de consunción, usaba como medicamento ojos de cangrejo secos y después molidos; y las supersticiones de la reina Ana la llevaron a convertir en especialistas de los ojos a sastres y hojalateros para que le cuidaran la vista que iba perdiendo.
Contra la epilepsia se usaban remedios como el que sigue: «Cuando alguno está en el paroxismo, díganle a la oreja tres veces estos versos y sin duda luego se levantará: Gaspar iert myrrham thus Melchor, Baltasar aurum».
Contra la esquinancia (lumbago): «Aquellas cosas que aprovechan según nuestros maestros, son: El estiércol de las golondrinas, el estiércol del perro, del niño y el del lobo. Estas cosas algún tanto desecadas sobre una teja, sean sopladas en la boca o sean cocidas con hidromiel y hagan gargarismo. Tomen una víbora y la ahorquen con un hilo y cerquen con él el cuello, que mucho aprovecha». (Comenge, Clínica egregia).
Es triste que una araña metida en un saco para sanar las convulsiones; despellejar un gato y la piel aún caliente, aplicarla al abdomen para curar las apendicitis; la telaraña para curar las hemorragias; matar una gallina, ponerla bajo un altar y, terminada la misa que en el mismo se diga, darla a comer al atacado de fiebres; siete escarabajos hervidos y dados a comer al enfermo para curar pulmonía, etc., sean supersticiones que todavía se conservan por los pueblos y ciudades de España. Y no es éste mal propio sólo de nuestro país, sino de todos los del mundo. Para convencerse léanse, por ejemplo, los anuncios que de videntes, hechiceros, médiums orientales u occidentales, septentrionales o meridionales, publica cualquier revista o diario de un país en que la censura no se preocupe de estas cosas.
La ciencia combatió cuanto pudo la ignorancia, que es la base de la vivencia de las supersticiones; el pueblo bajo y las personas incultas son los más adeptos prosélitos. No hay que olvidar que algunas de las prácticas que hoy llamamos supersticiosas fueron, en algún tiempo, los medios que los hombres de ciencia pagana empleaban; tales son las ciencias astrológicas, que en Medicina tuvieron singular influencia, y fundado en aforismos hipocráticos, se daba como regla la siguiente:
No dio sangría Galeno
en conjunción, cuarto lleno
ni estando luna en León
ni en el signo de Escorpión.
Los médicos prohibieron
el purgar, cuando está en Aries
o en Virgo, o León, la luna,
en frío o caniculares.
Consejos que en el siglo XVI eran fielmente seguidos, al punto de que se cuenta de Francisco Valles, médico de Felipe II, que habiendo propuesto en una junta de médicos purgar al monarca, fue rechazada la indicación por estar la luna en fase no adecuada, a lo cual respondió con sorna el divino Valles —tal era su fama—: «¡Cerrad la ventana! Yo se la daré sin que la luna se entere». (Castillo, Folklore).
Con creencias tales fácil es que se diese verosimilitud a casos como el siguiente del siglo XVIII.
Un hombre muy rico había perdido su nariz en un accidente y no queriendo rehacérsela con la carne de su propio brazo, alquiló un pobre. El cirujano abrió el brazo de este último y metió en el agujero la nariz del rico, que se rehízo con la carne del pobre hasta su completa formación. Pero, poco después, murió el pobre y la nariz del rico se corrompió y se deshizo completamente.
Hace unos años se publicó en Barcelona un libro titulado La brujería en Barcelona. De él extraigo los siguientes párrafos. (Copio sólo un par de recetas y algunas oraciones contenidas en este libro y que he podido comprobar que se usan todavía. Para ello he visitado e interrogado a varios curanderos y similares de Barcelona, cuyos «secretos» me propongo divulgar en un próximo libro de esta colección).
Habla un curandero:
«El excremento de lobo seco y bien machacado y luego mezclado con vino, se bebe y no hay cólico que resista: desaparece deseguida.
»—¡Cosa más rara!
»—Pues no, señor, no lo es, porque en los excrementos de los animales hay mucha virtud, y con ellos se curan muchas cosas; yo no empleo otras medicinas y me va muy bien, y lo puede atestiguar muchísima gente que hoy estaría en el cementerio si no fuese por mí. Mire usted: ahí tiene usted la boñiga de vaca o buey, es lo mesmo, reciente y calentada al rescoldo, puesta entre unas hojas de col, encima de una herida, la cura deseguida; mezclada con vinagre cura la ciática y hace supurar las escrúfulas o lamparones. Puesta sobre un tumor lo ablanda a la carrera; y si al que tiene hidopresía se la ponen caliente en la tripa, se curará. Pa las picaduras de avispas no tiene igual.
»…coge excrementos de cabra, lo mezcla con harina de cebada y si tiene usted un tumor en la rodilla se lo pone usted y se lo ablanda; mezclado con manteca fresca y heces de aceite de nueces, cura los panadizos y los callos. El de oveja tiene cualidades muy parecidas, y si se mezcla con vinagre cura todos los forúnculos…».
Son innumerables las recetas que se usan basadas en excrementos de diversos animales, y aún humanos. Yo poseo cerca de cien que sirven para toda clase de males desde la ictericia a los males venusinos.
Añádanse las oraciones supersticiosas que acompañan a la mayoría de mejunjes y que a veces por sí solas «curan» las enfermedades más rebeldes. He aquí unas cuantas en las que no se sabe si admirar más la tontería de sus palabras o la estupidez de los que las rezan.
Oración para curar el cáncer. El cáncer y Jesucristo se van a Roma; el cáncer se va y Jesús vuelve, y viva Cristo. Muera el cáncer y viva la fe en Jesucristo.
Contra la erisipela. En nombre de Dios t Padre, y del Hijo de Dios t y de San Marcial t que ni por fuera t ni por dentro t le hagas ningún mal.
(Hágase sobre la parte del paciente en que haya aparecido la erisipela las cruces que se señalan y récense tres padrenuestros a la Beatísima Trinidad).
Contra las anginas. En Belén hay tres niñas: una cose, otra hila y otra cura las anginas; una hila, otra cose y otra cura el mal traidor.
(Se repite tres veces en otros tantos días seguidos).
Contra quemaduras. El fuego no tiene frío, el agua no tiene sed, el aire no tiene calor, el pan no tiene hambre; san Lorenzo, curad estas quemaduras por el poder que Dios os ha dado.
(Se persigna y se reza un padrenuestro a san Lorenzo).
El número de los necios es infinito, dice la Biblia (Eclesiastés, I, v. 15), concepto repetido por Petrarca: «Infinita e la schiera degli sciocchi» (Trionfo del Tempo, v. 84. Una frase semejante se encuentra en Galileo en Opere, Ed. Naz., vol. VI, p. 237) y por Casimiro Delavigne: «Les sots depuis Adam sont en majorité» (Lettre sur la question: L'étude faitalle le bonheur dans toutes les situations de la vie?). Los hechos se encargan de probarlo.