EPIGRAMAS (IV)

Mas, al festivo ingenio deba sólo

el sutil epigrama su agudeza;

un leve pensamiento,

una voz, un equívoco le bastan

para lucir su gracia y su viveza,

y cual rápida abeja, vuela, hiere

clava el fino aguijón, y al punto muere.

Esta definición que Martínez de la Rosa hace del epigrama no es del todo exacta pues, si es conveniente que así se escriban, no siempre se han seguido sus consejos. Así por ejemplo J. Iglesias en el que sigue:

Al bosque fue Inés por rosas

una mañana de mayo;

cogióla un cierto desmayo

divertida en ciertas cosas.

¿Qué desmayo ése sería?

Juguete acaso de amores,

y es que cuando fue por flores,

perdió la que ella tenía.

o el anónimo:

Con aire de gran señor,

dijo un casado a Perico:

«A ciertas mujeres, chico,

las conozco en el olor».

Pedro, que en su casa ha entrado,

dice al punto:«Entonces, Blas,

siempre que a tu casa vas,

debes estar resinado».

Más centrado en el de G. Moran —un escritor del siglo XIX que, según creo, no tiene nada que ver don Fernando Moran el de los chistes, novelista y en este momento que escribo ministro—:

De la cortesana Luisa

diez hombres iban en pos,

y ella dijo con sonrisa:

«No tengan ustedes prisa,

que para todos da Dios».

A veces se cae en lo burdo y escatológico. Amancio Peratoner recoge un epigrama anónimo del siglo pasado que, versificando un antiguo cuento, hacía reír a nuestros bisabuelos:

De un espléndido banquete

salía don Melitón,

y un grandísimo «apretón»

en la calle le acomete.

Alivio fue de su mal

un portal que abierto halló:

pero el cuitado no vio

que era de un «Grande» el portal.

A castigar su insolencia

sale el portero irritado,

y le dice:«¡Descarado!

Daré parte a Su Excelencia».

Mas don Melitón con modo

al portero respondió:

«¿Qué dice usted?… parte no;

puede usted dárselo todo».

Más intencionado, o peor intencionado según se mire, es el de Fernando Folzeda, un escritor festivo también del siglo XIX:

Subióse a un manzano Inés

y observó con extrañeza

que de Pascual la cabeza

casi tocaba a sus pies.

«¿Qué miras?», le preguntó;

y él dijo con faz astuta:

«Estaba viendo la fruta

que tanto a Adán le gustó».

Y más fino y punzante el anónimo de la misma época:

«¿Por qué amor es ciego, madre,

y nos le pintan vendado?».

«Ve, pregúntalo a tu padre,

que está mejor enterado».

Ingenuo, en cambio, el que sigue propio de revistas «festivas», ya que no humorísticas, que sin autor conocido aparece en una vieja antología:

Diole a un mendigo Bartolo

un pantalón destrozado,

diciendo:«No lo he llevado

sino dos veces tan sólo».

«¿Dos veces?», dijo el pobrete,

y exclamó el otro:«Sí a fe;

pero una vez lo llevé

seis años y la otra… siete».

Hoy este humor ni siquiera nos hace sonreír; pero es característico de una época. Es como el que sigue, anónimo también:

Jugando en la casa del tío

y al ver les iban en pos

Luisa y su primo Darío

escondiéronse los dos

en un gran mundo vacío.

Luisa era niña y hermosa,

y hoy ya vieja y achacosa,

dice en su dolor profundo

que ella no ha sido dichosa

más que una vez en el mundo.

¡Hay que ver lo picarones que eran los sesudos señores de aquel tiempo! Los libros conteniendo composiciones como la transcrita se vendían por entregas —por fascículos diríamos hoy— y cada semana los suscriptores o los compradores se quedaban con ganas de saber qué picardías se publicarían la semana siguiente.

De Miguel Agustín Príncipe es la picardía siguiente:

A solas Juan con Lucía

no sé qué hacían los dos

que ella dijo:«¡Ay santo Dios!

¡Qué mano tenéis tan fría!».

Cuando ella así de repente

fría la mano encontraba,

lo que Juanita tocaba

¿sería frío o caliente?

y de Juan A. Barral la que sigue:

Quejándose Paz Sarmiento

al juez don Serapio Gil,

de que Juan de Villamil

la violara en su aposento

el día primero de abril.

Dijo el juez:«¿Y usted gritó

en trance tan lastimero?».

A lo que Juan contesto:

«No, señor, ¡cá!, no gritó

hasta el primero de enero».

¡Uy qué verdes eran aquellos escritores! Por cierto que la palabra «verde» no era en un principio nada indecoroso. Se decía un señor verde de aquel que a pesar de su edad ofrecía un buen aspecto. Este significado se conserva todavía en francés; pero eso de los colores tiene también su miga. En Italia se llaman «amarillas» aquellas novelas de crímenes o misterio e incluso se denomina «amarillo» cualquier hecho delictuoso o misterioso que aparece en las páginas de los periódicos. Se debe a que las primeras novelas de este tipo se publicaron en una colección de tapas amarillas por la editorial Mondadori. En cambio en Francia la literatura «amarilla» es la que se refiere a los cornudos y así existe un catálogo de obras «amarillas» que existen en la Biblioteca Nacional de París.

A la puerta de la Inclusa

dos novios se daban besos,

y al verlos una reclusa:

—«La carne se comen esos»,

exclamó toda confusa,

«y aquí roemos los huesos».

Este epigrama es de V. M. Muller, del que también ignoro quién fue.

Otro cuentecillo popular, o mejor dicho chascarrillo, puesto en verso por Antonio de Gironella es el siguiente:

Lucas, mercader ricacho,

de su graciosa mujer

llegó por fin a tener

un gordísimo muchacho.

Lleváronle a bautizar;

el acta registró el cura,

quien, porque es ley de cordura,

al padre la hizo firmar.

Mas Lucas, en su manía,

por su negocio obcecado,

firmó muy preocupado:

«De Lucas y compañía».

Y para terminar con uno picarón de J. M. Palacios:

Hablando del himeneo,

una joven dijo así:

«Es un gusto, según creo,

pues se forma con la I,

y después viene el meneo».

Claro está que estas picardías lo eran hace cien años. Hoy, con las revistas que se ven en los quioscos, con las conversaciones que se oyen por la calle, con las películas «S» y «X» que se pueden contemplar en los cines, estas «picardías» son casi «hoja parroquial».