LA CEGUERA

Es célebre la respuesta que Massieu, ciego de nacimiento, dio a la pregunta de qué idea tenía sobre el color rojo. Después de haber reflexionado un instante, dijo:

—Creo que debe parecerse al sonido de la trompeta.

Parecida es esta clásica frase al verso de Rimbaud sobre la analogía entre los colores y la pronunciación de las vocales:

A noir, E blanc, I rouge, U veri, O bleu, voyelles,

Je dirai quelque jour vous naissances latentes.

El escultor Gonelli era ciego: durante mucho tiempo se creyó que su enfermedad era una treta para adquirir renombre. Un artista, habiéndole encontrado en Roma en un jardín público ocupado en copiar una estatua de Minerva, le preguntó si era verdad que nada veía, incapaz de comprender que pudiera modelar con tanta exactitud.

—No veo nada —respondió Gonelli—, mis ojos están en las yemas de mis dedos.

—Pero ¿cómo es posible que siendo ciego, pueda hacer cosas tan bellas?

—Palpo el original —replicó Gonelli— y examino con atención las dimensiones, las eminencias, las cavidades y procuro retener todos estos datos en mi memoria; luego al llevar mi mano a la arcilla comparo mentalmente lo que palpan mis dedos y los datos que tengo en mi mente y poco a poco termino mi obra.

Pocas enfermedades han conmovido tanto a la humanidad como la ceguera. Nuestra vida está organizada de tal forma, que indiscutiblemente es el sentido que más falta nos hace para desenvolvernos en el cotidiano vivir. Por ello nos emociona como pocas la historia que nos cuenta el escritor árabe Razis, según Safadi.

Un hombre se había casado con una mujer que había perdido la vista a causa de la viruela que padeció pocos días después del compromiso.

El novio se cubrió los ojos y dijo a sus amigos que estaba padeciendo una fuerte oftalmía. Poco después añadió que su enfermedad se había complicado gravemente y que le había conducido a la ceguera.

La boda de la pareja, ya en situación igual, fue celebrada en medio de una manifestación general de simpatía y de conmiseración.

Tal unión duró veinte años, sin que la paz conyugal fuera interrumpida.

Al cabo de este tiempo, la mujer pagó su tributo a la naturaleza humana, y entonces ocurrió un prodigio inesperado. El marido se quitó la venda que le cubría los ojos que estaban perfectamente sanos y sin ninguna huella de sufrimiento.

Interrogado sobre los motivos de su proceder, respondió:

—Yo no me quedé ciego, pero quise pasar por tal a fin de no afligir a mi desgraciada compañera.

Y —añade Razis— hubo unanimidad en proclamar que la conducta caballeresca había sobrepasado a la de todos los proceres.

Hellen Keller era una joven norteamericana que a los dieciocho meses, después de una grave enfermedad, se encontró ciega y sorda, y casi muda a consecuencia de la sordera. Su alma parecía casi cerrada a las impresiones del exterior, su bagaje intelectual se limitaba a muy pocas ideas, la de los objetos que se encontraban al alcance de su mano, y aun éstos eran dudosos en medio de las espesas tinieblas que la rodeaban. No obstante esta dificultad, al parecer insuperable, Hellen Keller, siempre sorda y siempre ciega, logró a los treinta y dos años ser una personalidad distinguida y muy instruida, siguiendo los cursos en una universidad y obteniendo brillantes notas en los exámenes de idiomas. Fue suficiente hacerle ciertos signos en la mano mientras ella tocaba los objetos para que en veinte días comprendiese que toda idea estaba representada por un signo especial, gracias al cual los hombres podían comunicarse entre sí. Un mes y medio más tarde conocía por el tacto los caracteres del alfabeto Braille. Pasado un mes más, lograba escribir una carta a uno de sus primos; y al cabo de tres años había adquirido una cantidad de ideas y de palabras suficientes para sostener una conversación, leer con inteligencia y escribir en buen inglés. Se tuvo entonces la idea de hacerle tocar los movimientos de la faringe, de los labios y de la lengua que acompañan a la palabra, e imitando estos movimientos logró reproducir los sonidos que se articulaban en su presencia. Un mes le fue suficiente para aprender a hablar correctamente el inglés, y con sólo poner la mano sobre los labios de su interlocutor comenzaba a leer con los dedos las palabras que él emitía.

Así, con la sola ayuda de su tacto, Hellen Keller abrió tres caminos hacia el mundo de las ideas: el alfabeto manual, la lectura en relieve y la palabra humana; y gracias a estos tres medios de adquisición se colocó en esa aristocracia intelectual, tan poco numerosa, que forman los hombres muy cultivados. En fin, no contenta con hablar su propio idioma, estudió el alemán, para conocer directamente las grandes obras de la literatura germánica, el francés, que escribe correctamente, y hasta el latín y el griego, que le exigieron para sus exámenes universitarios. (Ésta y las anécdotas que siguen sin nota están entresacadas de la obra El mundo de los ciegos, de Pedro Villey. Traducción a algo aproximado al castellano por A. Butolucci y publicada en Buenos Aires. He procurado corregir algo el texto, pero aun así…).

El resumen de esta vida admirable lo hace la propia Hellen Keller en una de sus cartas: «Soy tan feliz que quisiera vivir siempre, porque hay muchas cosas hermosas que aprender».

Existen muchas leyendas sobre la habilidad de los ciegos. La más común es la que nos los presenta distinguiendo los colores al tacto. El simple sentido común basta para demostrar la puerilidad de tal creencia. Jamás el tacto podrá dar informes sobre la luz y el color, que son de dominio del nervio óptico. Si los ciegos llegan a tejer con lanas de diferentes colores y a distinguir entre ellas para emplearlas adecuadamente, lo hacen no por el color, sino por algunas diferencias sensibles al tacto: diferencia de espesor, suavidad, grano, densidad, rigidez, etc. Si los nombra como los videntes, lana roja, negra, blanca, etc., es que adopta el lenguaje de los que le rodean, a fin de hacerse comprender. Esta puerilidad es frecuentemente repetida. Diderot ha hablado de «un ciego que conocía al tacto cuál era el color de las telas».

Mucho más criterio que Diderot demuestra el genio popular autor de aquel cuento tan conocido:

—En mi pueblo hay un ciego que pasando la mano por el lomo de los caballos dice: éste es bayo, éste ruano, éste blanco, etcétera.

—¿Y acierta?

—Ni por casualidad.

(Excuso decir que este cuentecillo popular no está sacado de la obra de Villey).

¿Cómo se orientan los ciegos? He aquí una anécdota muy curiosa. Yves Guégau, célebre intelectual ciego francés, afirma que las sensaciones olfativas son las que le guían. Su olfato es muy sutil. «Esta mañana —escribía—, estando ante la ventana de mi habitación, percibí el olor de un paquete que el cartero acababa de dejar en un piso debajo del mío». Pues bien, este ciego, a petición de Pedro Villey, se prestó a una experiencia. He aquí cómo la relata el propio Guégau:

«He hecho quitar del comedor la mesa y las sillas para evitar que la prueba fuese turbada por los efectos de mi memoria muscular, que es de una precisión extremada, y me he hecho llevar sobre la espalda de un amigo, el cual me ha paseado y me ha hecho dar vueltas en todos sentidos, a fin de desorientarme dentro de la pieza. En cada ocasión adiviné exactamente la posición que ocupaba y fui capaz de decir a qué distancia aproximadamente se encontraba tal o cual mueble o pared. He vuelto a hacer la misma experiencia después de haberme tapado la nariz, y entonces no pude orientarme y di con mi cabeza contra la lámpara que está suspendida en el centro de la habitación: fue preciso abrir una ventana para que al contacto del aire fresco me reanimase».

Los antiguos sabían bien que a través de una bola de vidrio se veían mayores los caracteres, y que se acostumbraba a mirar a través de objetos aptos para aumentar las imágenes parece señalarlo Plinio, al afirmar que Nerón miraba a través de una esmeralda.

No se sabe exactamente quién inventó los anteojos, pero, según Aldous Huxley, quien tal hizo, hizo mal. El caso de Huxley es muy curioso. Padecía de una enfermedad de los ojos que paulatinamente le iba dejando ciego. Los cristales de sus gafas alcanzaban grosores de vidrios de claraboya. Cayó un día en sus manos un librito de un autor americano en el que sentaba la teoría de que curar una debilidad ocular mediante cristales graduados era como curar una lesión en una pierna con una muleta. Cuando un miembro, se encuentra enfermo, razonaba, lo que se hace es procurar devolverle el uso corriente de sus fuerzas, no dejar vencer a la enfermedad y sustituirlo por un miembro artificial. En consecuencia, trazaba una serie de sistemas y métodos para devolver a los ojos la fuerza perdida. Huxley le hizo caso, siguió sus consejos y empezó una serie inacabable de ejercicios. Más de dos años de pacientes esfuerzos le costó, pero, después de estar abocado a la ceguera leyó y escribió perfectamente sin necesidad de ninguna ayuda artificial.

Luis XIV, que apreciaba mucho al abate Boneys, autor del Grondeur, le pedía un día noticias de su vista, que era extremadamente débil.

—Señor —dijo Boneys—, mi sobrino, médico, dice que veo muchísimo mejor.

Parece ser que una de las causas más importantes de las enfermedades visuales es el abuso del alcohol. Pero es lo que decía mi amigo Rivero, bohemio empedernido que, medio cegato, recorre cada tarde y noche las mejores tabernas de Barcelona:

—Quizá tengan razón y me arruino la vista. Pero, comprende, amigo Carlos, que para lo que hay que ver…

Y se zampaba un cuartillo de jumilla.

Él me explicó la historia que sigue:

—La falta de vista de que usted se queja es debida al abuso del alcohol.

—No lo crea, doctor. Precisamente cuando bebo mucho es cuando lo veo todo doble.