LA PORTADA

Creo que se puede ser frívolo a condición de no ser superficial. La mayoría de las personas y la mayoría de los diccionarios consideran a ambas palabras como sinónimas, y a mí me parecen que no lo son.

Frívolo es aquel que sabiendo que existen algunas cosas serias, muy pocas, las reputa, aunque las conculque. Sabe que lo absoluto no puede confundirse con lo contingente. Las cosas importantes las respeta, las otras las contempla a través del prisma de la ironía y con cierto escepticismo condescendiente.

El superficial no distingue entre unas cosas y otras, a todas las juzga por igual, es incapaz de ironía y de humor. Es aquel que se cree serio y en realidad no posee sentido del humor. Se cree un cedro del Líbano y no es más que un tarugo. No sabe sonreír y se reputa como persona grave. No es serio, es estólido. Como un buey o una vaca.

En la Historia este último no ve más que héroes, batallas y hechos trascendentales. El otro en cambio, con sonrisa comprensiva, ve hombres y mujeres que se debaten entre los bastidores de la gran historia. Y para todos tiene un grado inmenso de comprensión.

El siglo XVIII francés ha sido motejado de frívolo y superficial. De acuerdo con lo primero pero no con lo segundo. Los aristócratas frívolos de finales del setecientos cuando se encontraron frente a la muerte en la guillotina supieron aceptar su destino con serenidad, corrección y ejemplaridad. No hubiera sucedido lo mismo si en vez de ser frívolos hubieran sido superficiales. Frivola lo fue María Antonieta, superficial la Dubarry. Y la ejecución de una y otra lo demostró fácilmente… y trágicamente.

El cuadro que reproduce la portada de este libro tiene una frívola historia. Se trata de El columpio de Fragonard, que se encuentra en la colección Wallace en Londres. Su gestación nos la cuenta Charles Collé, autor de canciones y poesías hoy justamente olvidadas, pero cuyo Diario ilumina muchos recovecos de su época.

En octubre de 1766 el barón de Saint-Julien encargó al pintor Doyen, entonces en boga y hoy relegado a las buhardillas de la historia del arte, un cuadro en el que el propio barón podía contemplar las interioridades de su amante, que, al parecer, lo era también de un obispo, de tal forma que los tres figurasen en la tela. Saint-Julien sugirió el tema: en un columpio, movido por un obispo que sobre sí llevaba todo el trabajo, figuraría su amante que en sus movimientos ofrecería al barón el encanto de sus bajorrelieves.

Doyen no se atrevió a pintar el cuadro, le pareció demasiado licencioso y recomendó al barón que se dirigiese a Fragonard, entonces en la cúspide de su fama y con reputación de ser inimitable en escenas galantes. Fragó, que así era conocido en París Fragonard, convenció a Saint-Julien para que sustituyese la figura del obispo por la de un marido complaciente, pues la dama era casada. Y así se hizo. El cuadro, tras varias visicitudes debidas a la Revolución francesa, pasó a la galería del duque de Morny, hermano bastardo de Napoleón III, quien lo ofreció al Louvre. La oferta fue rechazada, ¡en tan poco se consideraba la pintura del siglo anterior!, y fue adquirido por 3 200 francos por lord Hertford. Hoy se considera como una de las joyas de la pintura francesa del siglo XVIII.

Jean-Honoré Fragonard había nacido en Grasse en 1732. Tuvo una vida de gran intensidad y cierta extensión, ya que murió a los setenta y cuatro años en 1806. A los treinta y siete años se enamoró locamente de la bailarina Guimard, amor que no fue feliz ni duradero. Duró solamente tres días, tras los cuales la bailarina lo despachó fríamente. Ello causó gran impacto en el ánimo del pintor. No tenía ganas de pintar, ni de comer, ni beber, ni siquiera de vivir. Varias veces se presentó en casa de su amada que no le quiso recibir. Un buen día se fijó en una alumna suya, de dieciocho años, era hermosa e ingenua y, como quien se lanza al río, le propuso el casamiento. La pobre María Ana Gerard, que así se llamaba la alumna, estuvo a punto de desmayarse de alegría pues hacía tiempo que estaba enamorada de su profesor. El matrimonio se celebró el 7 de junio de 1769.

Pero, como decía Lenótre en su libro Femmes, la ingenua María Ana se dio cuenta en seguida de que Fragonard se había casado con ella sólo por la desilusión de su anterior amor y pidió consejo al pintor Boucher, amigo de su marido, para que le dijese cómo había de comportarse. Boucher imaginó una estratagema. Llamó a Fragonard y le dijo:

—Mi querido Fragó, tengo un amigo muy rico que quiere visitar Italia y necesita un buen guía. Está dispuesto a pagarte el viaje a ti y a tu mujer para que le acompañéis. Tú conoces Italia como nadie puesto que has estado allí como Premio de Roma. Ahora volverás como gran pintor y con la fama que has alcanzado. ¿Qué te parece? ¿Aceptas?

Fragonard aceptó. Pasó diez meses en Italia con María Ana y, a su regreso, no se acordaba ya de la bailarina y concentró todo su afecto a su esposa. La ingenua muchacha había demostrado poseer un talento y una picardía excepcionales y eficaces.

Pero Fragonard no era hombre de una sola mujer. Era frívolo y, aun conociendo el valor de la pasión amorosa de su esposa, sentía debilidad extrema por el sexo opuesto. María Ana recurrió a un nuevo subterfugio. De su pueblo hizo ir a París a una hermana suya de dieciséis años, bella, encantadora… y tonta. Fragonard se encaprichó de ella y empezó a darle clases de pintura no saliendo nunca de casa para estar siempre al lado de la cuñadita. Un día se animó y, junto al costurero que ella usaba, dejó una cartita amorosa. Margarita, que así se llamaba la cuñada, entregó el billete a su hermana y ésta le dictó la contestación. Se inició así una correspondencia sentimental que María Ana dirigía a su antojo. Pasaron meses durante los cuales el pintor abrigaba esperanzas, pero con el tiempo se dio cuenta de que el amor se había convertido en platónico. Es decir en nada entre dos platos.

Cuando enviudó, Fragonard había ya perdido la popularidad de otro tiempo. Sus cuadros no se vendían, su estilo había pasado arrollado por la Revolución. Era otra época, en la que él ya no tenía cabida. Una tarde, mientras tomaba un refresco en la terraza de un café, y admiraba las gentiles paseantes, tuvo un ataque al corazón y murió a los pies de una jovencita que pasaba por la acera.

Los vestidos de las mujeres eran distintos a los que él pintaba. Los escotes pronunciados y las telas transparentes dejaban ver lo que en otro tiempo se debía adivinar.

El columpio, el cuadro reproducido en la portada, quisiera ser el símbolo de este libro que intenta escudriñar en la ropa interior de la Historia. Hombres y mujeres célebres, momentos cumbres de la vida humana retratados en ropa interior. Unas veces limpia, otras sucia. Ropa de seda, de sarga, delicada, áspera, ruda, de todo hay. Como el mirón de la portada miremos juntos.