EL MONJE DEL MONASTERIO DE YUSTE
Éste es el título de una novela de Leandro Herrero muy celebrada en el pasado siglo. Yo recuerdo haberla leído en el colegio en una edición del Apostolado de la Prensa. Ignoro si aún figura en los catálogos.
El monje en cuestión es Carlos I de España y V de Alemania. Entre 1554 y 1556 el emperador ha ido abdicando de sus títulos y dignidades. La totalidad de su herencia pasa a su hermano Fernando —Alemania— y a su hijo Felipe —el imperio español.
La más patética de las ceremonias se celebra en Bruselas. He aquí cómo la describe el autor francés Robert Courau en su libro Historia pintoresca de España, vol. II, p. 74 (Luis de Caralt, Barcelona, 1973):
«En la gran sala del castillo de Bruselas, iluminada a través de elevadas ventanas y adornada con tapices flamencos, se coloca un estrado con unos escalones, bajo un baldaquino en el que campean escudos de armas: allí hay tres sillones, para Carlos V, su hijo Felipe (llegado exprofeso de Inglaterra) y su hermana (gobernadora en su nombre de los Países Bajos). Más de mil personas llenan la sala y en las primeras filas están los dignatarios de los diversos países del imperio austro-español y los delegados de las diecisiete provincias. El emperador, desde la pequeña casa en la que reside, sólo ha de atravesar el parque del castillo en una mula muy corta de patas, sostenida por las bridas por ambas partes y al abrigo de las miradas del público. Después, a través de la sala, sumida en expectante silencio, el emperador avanza despacio, apoyándose con una mano en un bastón y con la otra en el hombro de un joven príncipe neerlandés —que un día dará bastante que hablar—. Cuando Carlos empieza a hablar (totalmente vestido de negro, con sus grandes y redondos anteojos montados en la nariz y un memorándum en la mano), su discurso —en francés— tiene todo el aspecto de una rendición de cuentas realizada por un gerente de empresa. Recuerda que en aquella misma sala, cuarenta años antes, había proclamado la emancipación; presenta una larga lista de dificultades que desde entonces le han salido al paso y da la exacta estadística de sus viajes por Europa y hasta África, sin omitir el descuento de sus travesías marítimas. Después, con voz más emocionada, deplora no haber podido llevar a buen fin esa prosecución de la paz, a la que ha consagrado toda su vida, y el decaimiento de sus fuerzas que le obliga a abdicar, dejando una labor inacabada. Se vuelve entonces a su hijo y le transmite la soberanía de los Países Bajos, exhortándole al cumplimiento de sus deberes, tanto para con sus súbditos como para con su fe cristiana.
»Vencido por la emoción, muy pálido, visiblemente extenuado, Carlos no puede contener las lágrimas que corren por sus marchitas mejillas y se excusa por ello; su hijo se echa llorando a sus rodillas; su hermana, con la cara velada por un pañuelo, solloza; la asamblea se conmueve —muchos tosen y suspiran—. Pero hay una reacción de descontento cuando Felipe toma la palabra incapaz de expresarse en francés, limítase a declarar que aunque entiende el idioma no osa hablarlo, y a una señal suya un consejero flamenco arenga brevemente en nombre del príncipe a sus nuevos súbditos».
El papa Paulo IV al saberlo exclama:
—¡Verdaderamente el emperador se ha vuelto loco!
El pontífice ignora, o finge ignorar, que Carlos I está cansado, abatido y sin ganas de vivir. El que tantas veces ha vencido ha sido derrotado dos veces, la última vez en Innsbruck en donde tuvo que huir a uña de caballo y disfrazado. El que tanto ardor había puesto en luchar contra la herejía ve cómo el luteranismo invade y triunfa en las naciones en donde le había combatido. Está enfermo y débil y sólo ansia a morir tranquilo en un rincón. Este lugar es Yuste al lado de Cuacos, en Extremadura.
El propósito es edificante. El hombre más poderoso de la tierra termina su vida humilde como un monje. Pero la realidad es muy diferente.
Cuando la litera en que se traslada llega a Yuste el prior emocionado le llama:
—Vuestra Paternidad.
Un fraile rectifica:
—Vuestra Majestad.
Y, efectivamente, mutatis mutandis el emperador no deja de serlo ni un momento. Incluso en sus humillaciones se nota que no ha abdicado del todo de su realeza. Hace que omitan en la misa su nombre en el Canon e intenta una vez comer en el refectorio con los monjes y como los monjes, pero su bulimia es superior a sus propósitos y organiza unas comilonas pantagruélicas inimaginables hoy en día y totalmente inadecuadas para un gotoso. Treinta platos en cada comida con cerveza y vinos escogidos. Cuando de Tordesillas le envían un cajón de chorizos abandona lo que está dictando a un secretario para contemplarlo.
Entresaco del libro de Courau (pp. 79 a 81) los datos que siguen:
«Los primeros días en Yuste fueron melancólicos, obsesionados sobre todo por el sentimiento de haber “debilitado su reputación” al no haber abdicado inmediatamente después de su victoria sobre el ejército de los príncipes luteranos; reprochándose el haber conservado el poder cuando se acercaba a los cincuenta, repetía con amargura: la fortuna sólo ama a los jóvenes. Pero no tarda en rehacerse, recurriendo al tónico más eficaz: un ritmo invariable de vida. Se levanta al amanecer, reza con su confesor, se entretiene después con el mecánico relojero, rodeado de relojes, de lentes y de diversos instrumentos de física. Hacia las diez llega el barbero y los ayudas de cámara, con lo que empieza la jornada oficial. Cuatro misas —por su padre, su madre, su esposa y por él mismo—, una meditación piadosa, un eventual ensayo de la escolanía del convento y la lectura de algunos despachos. Llega después la hora más esperada: la de la comida. Con gran acompañamiento de especias, Carlos devora con el mismo apetito que en su juventud, gozando de las especialidades regionales, nuevas para él, como cierta variedad de perdiz conservada a base de echarle orina en el pico; mientras come escucha distraídamente la conversación de sus “intelectuales”. A veces está invitado a su mesa algún huésped de categoría, llegado a Yuste a pesar de las dificultades del camino; pero muy pronto sólo se aventurarán hasta allí algunos miembros de su familia».
Las primeras horas de la tarde después de la siesta, el ex soberano las dedica a su voluminosa correspondencia: su secretaria lee las cartas recibidas y Carlos dicta un número considerable de respuestas e instrucciones y al pie de cada texto se excusa por no poder escribir de su puño y letra… Se ha encontrado su correspondencia dinástica con su hijo Felipe, casado con la reina de Inglaterra, con su hija que ha reemplazado a Felipe en la regencia de España, con su hermano, el archiduque de Austria y emperador de Alemania; y esa correspondencia demuestra que hasta sus últimos días fue el jefe indiscutible para toda la familia hispanoaustríaca, en la que gozaba de una autoridad casi religiosa y en la que era consultado en toda clase de dificultades.
Al cabo de quince meses de estancia en Yüste, la salud del ilustre ermitaño “prematuramente avejentado”, hace tiempo bastante precaria, declina visiblemente. Torturado por sus habituales enfermedades, ahora sufre unos temblores que lo dejan helado de la cabeza a los pies. Poco eficaces resultan las tisanas de diversas y raras esencias que su médico le administra, y los baños de vinagre y agua de rosas que toma por consejo suyo para ayudar a sus piernas atacadas por la parálisis. De la misma eficacia son los numerosos talismanes medicinales con los que se cubre para “alejar la enfermedad”: piedra azul contra la gota; piedras engarzadas en oro, contra las llagas supurantes; brazaletes y anillos de oro contra las hemorroides.
El segundo verano en Yuste fue especialmente agotador; Carlos, consciente de su próximo fin, confía a su barbero el deseo de ver celebrar previamente sus propias exequias. La leyenda nos lo ha mostrado vestido con hábito de monje, haciéndose colocar en su féretro mientras canta De profundis. No son éstos los rasgos de un cerebro bien organizado —comentará Voltaire—. Pero la verdad es que tales detalles no pasan de ser invenciones de novelistas de la Historia. La realidad es menos melodramática; las exequias, encargadas por Carlos con la autorización de su confesor, se limitan —sin hábito y sin féretro— a la “vigilia de difuntos” (con lectura de la Biblia y cánticos) y, a la mañana siguiente, la misa de Réquiem. Carlos expone en esa ocasión su deseo de ser enterrado bajo el altar mayor de la iglesia de Yuste, “de manera que el sacerdote al decir misa tenga mis pies sobre mi pecho y cabeza”, en señal de eterna humillación. En los días siguientes, postrado por la intensa fiebre, no quiere ver a nadie; no puede comer y a veces pierde el conocimiento. Pero recibe con toda lucidez la extrema Unción. El arzobispo de Toledo acude a su lado; conociendo los escrúpulos del moribundo y solícito para confortarlo, le muestra un crucifijo, diciéndole: “He aquí al que responde de todo; no hay pecado, todo está perdonado.” Palabras impregnadas de una fe generosa, pero en las que sus enemigos verán una afirmación luterana de la redención por sólo la fe, sin necesidad de buenas obras: es decir, lo esencial de la “perniciosa doctrina de Lutero”. Estas palabras serán motivo de que un día sea encarcelado el arzobispo por orden de la Inquisición y acusado de herejía protestante, cosa que le hubiera valido la hoguera de no haber intervenido enérgicamente el papa. Era el obispo Carranza.
Carlos, perfectamente lúcido hasta el último aliento, pide el crucifijo que había tenido su esposa al morir y ya no se separa de él; hace encender cirios bendecidos en torno a su lecho y determina los cantos religiosos que desea oír. Hacia las dos de la mañana, apretando con una mano el crucifijo sobre el pecho, pide que le pongan un cirio en otra, sostenida por su mayordomo.
»Poco después murmura: “Ya es tiempo”. Y suspira profundamente: “¡Ay, Jesús!” Con lo que entrega su alma. Era el 21 de septiembre de 1558».