El moscardón
IMAGINEMOS a una vieja. Vive sola, ve la tele, tiene un canario. Sus sobrinos van a visitarla de vez en cuando. No le pasa nada. Nada grave, al menos. Está a punto de cumplir ochenta y siete años y su salud es de roble. Pero cada vez resulta más difícil hablar con ella. El mundo al completo —a excepción de sus sobrinos— le parece, en días de especial buen humor, un disparate. Y se lo hace saber —al mundo— sin moverse de su casa, sentada en un sillón, con los ojos fijos en la pequeña pantalla. «¡Mamarrachos!», «¡Payasos!», «¡Botarates!»… No ignora que no pueden oírla, pero se desahoga. A veces se calma. O se entusiasma. Tiene sus preferencias, sus ídolos. En los programas de debate, por ejemplo, se muestra arrebatada ante una de las contertulias habituales, una abogada belicosa que «habla muy bien», que «convence». Rechaza en cambio a otra, una juez, calmada, medida, respetuosa con los turnos de intervención. «Ésta no sabe nada. Es una sosa.» Ocasionalmente, uno de los sobrinos, a quien no le va ni le viene el programa, rompe una lanza a favor de la supuesta ignorante. «Pues lo que dice está bien. Tiene su lógica.» La tía, entonces, preguntará de inmediato: «¿Ah sí?». Y cambiará de bando. Lo que dice un sobrino es sagrado (por lo menos cuando está delante). Después, sola y siempre frente a su televisor, seguirá aplaudiendo en silencio a la letrada agresiva —«¡Qué bien habla! ¡No le tiene miedo a nadie!»— y compadeciendo para sus adentros a la correcta y pausada juez. Es una televidente de encuesta, un modelo, la base misma de los índices de audiencia. La abogada, con su griterío, le parece una estrella de televisión. La juez, que en ningún momento pierde la compostura, un desastre. Cuando vuelvan los sobrinos, ante un debate semejante y tras la posible defensa de la denostada de turno, ocurrirá exactamente lo mismo. «¿Ah sí?» Paso a las filas enemigas durante un rato y olvido de su traición en cuanto cierre la puerta. Son ya muchos años de vivir sola.
Da de comer al canario con auténtica dedicación. Pshiu, pshiu, pío, pío, tshi, tshi. De joven, que se recuerde, no era precisamente una entusiasta de los animales. Pero nadie debe sorprenderse: el tiempo pasa. Y con los años las personas cambian, adquieren nuevos gustos o descuidan antiguas aficiones. Un día recibe a sus invitados con una apetitosa tarta de queso. Son las cuatro de la tarde, ninguno de los sobrinos tiene hambre, pero, atentos, alaban la presentación, recuerdan su buena mano para masas y pudding, y, aunque protestan —las raciones que está sirviendo son mastodónticas—, se disponen a agradecerle el detalle. «Es de queso», dice la anciana sonriendo. Los sobrinos, durante unos segundos, se han quedado con el tenedor en la mano sin saber adónde mirar ni qué decir. La tarta no es dulce; tampoco salada. La tarta no sabe absolutamente a nada. «Se ha olvidado del queso», murmuran consternados en cuanto se cercioran de que la tía no puede oírles. «¿Entonces?» Aire. La tarta está hecha de aire cuajado. Es un homenaje al vacío. A la nada. Da lo mismo comerla que dejarla. No es ni buena ni mala. En realidad no es. «¿Cómo la has hecho, tía?» La pregunta es sincera. Como pastel resulta desconcertante; como creación un milagro. «Con queso, ya lo he dicho.» Y se sirve un trocito minúsculo. Come como su canario. Pshiu, pshiu, pshiu… Y parece que le gusta, que no nota nada raro, porque, por una vez —«y sin que siente precedente», dice orgullosa—, repite.
La merienda de la nada, a las cuatro de la tarde, no será durante un tiempo más que una anécdota, la ilustración de cómo con la edad se pierden ciertas facultades (y se adquieren otras), el recuerdo risueño de unos instantes de estupor compartido. Pero bien puede ocurrir que un día cualquiera, semanas después o quizá meses, la visita de los sobrinos no concluya de forma tan festiva. Y una vez hayan tomado el ascensor, alcanzado la calle y respirado oxígeno, resuelvan que la tía «no carbura», que «no rige», que «a la pobre se le ha ido la olla». Y todo porque, en medio de iras e improperios ante los debates a los que es adicta, un moscardón se ha colado por la ventana abierta, ha recorrido zumbando la sala para detenerse en el televisor, para rodearlo, para, de nuevo, instalarse en la pantalla. Y entonces la tía, olvidada de sus tomas de partido, lo ha mirado con cariño, con familiaridad, como si lo conociera de toda la vida e hiciera tiempo que no la visitara.
—¡El Anticristo!
Lo ha dicho sonriendo. Como el día que indicó que cierta tarta era de queso. Y también como aquel día ha repetido:
—Sí. Es el Anticristo.
(La vieja soy yo. No voy a andarme con rodeos. Por lo menos ellos me ven así, vieja. Palabra repugnante sobre la que ahora no me voy a detener ni cambiar por otras todavía más asquerosas. Anciana, tercera edad, gente mayor… ¡Eufemismos! Me he apuntado la palabra —«eufemismos»— que supongo que querrá decir «pamplinas». Se la oí el otro día a una abogada muy guapa, muy arreglada, muy pintada. Una chica listísima que habla muchas tardes por televisión y a la que mis sobrinos, que no tienen nada mejor que hacer, le han cogido manía. Dicen que si siempre sale en la tele, de dónde sacará tiempo para atender a sus clientes. ¡Qué sabrán ellos! Pues bien, seré vieja, pero no tonta. A veces me confundo —¡y qué!—, o de repente se me va el santo al cielo —¡ya volverá!—, o quiero explicar las cosas y no logro juntar las palabras. Lo único grave es que siempre me sucede en el momento más inoportuno. Es decir, cuando están ellos aquí. Si vinieran más seguido no me pasarían estas cosas. Pero no, aparecen cuando les da la gana y, aunque me llaman antes por teléfono, es como si me pillaran por sorpresa, con la guardia baja. Y eso es lo que ocurrió el otro día. Nada más. ¡Como si no supiera que un moscardón es un moscardón! Pero se les puso tal cara de estúpidos que todo lo que les iba a decir se me fue de golpe. Y cuando me volvió, ya se habían ido. Cuestión de minutos. Pero no me quedé tranquila. No, esta vez no me quedé tranquila. Me asomé a la ventana y, a pesar de que vivo en un séptimo piso, les vi perfectamente en el momento en que salían del portal. María, la pequeña —es un decir, está mucho más arrugada que yo—, se llevó un dedo a la frente y lo movió repetidas veces, como si ajustara o aflojara un tornillo. ¿Qué se ha creído esa mocosa? Más vale que vigile a sus hijos —que cada día van vestidos más raros— y no se meta en los asuntos de los demás. Lo curioso es que la mayor, Magda, que siempre ha sido muy buena, no salió en mi defensa, o, por lo menos, no me lo pareció desde aquí arriba. Los chicos tampoco. Pero seguro que ellos —que son estupendos— no se dieron cuenta. ¡De la que se libró la tontaina de María! De todas formas tengo que estar preparada. De un tiempo a esta parte, aunque la gente no hable, a mí me parece leer sus pensamientos. Los oigo, vaya. Y no me fio un pelo. Por eso, en la misma libreta en la que he apuntado «eufemismos», escribo ahora «asociación de ideas». Lo escuché el otro día por la radio. A veces una cosa —una mesa, una silla, una palangana— nos recuerda a otra. Y eso es lo que me pasó con el moscardón. Ojalá el próximo día me pregunten, y yo me acuerde, y pueda contestarles. Si ni siquiera preguntan, malo.)
La vieja, ahora, lleva la cabeza vendada. El día anterior, domingo, se estropeó la televisión y no se le ocurrió otra cosa que subir al terrado y manipular la antena. No recuerda si se desvaneció o fue el viento el que movió la maraña de cables y le asestó un golpe en plena frente.
—Nada grave —dice—. Aunque en muy mal sitio.
Los sobrinos han vuelto. No tenían noticia del accidente, pero sospechaban algo. Magda, esta mañana, dio la voz de alarma: «Ha llamado la tía. Se ha quedado sin televisión y está histérica. No se entiende una palabra de lo que dice». De modo que han venido todos. En grupo. Lo hacen a menudo así. Se ponen de acuerdo y aparecen juntos. Saben que es absurdo, que mejor sería establecer turnos y, en lugar de una vez cada quince o veinte días, visitar a la tía semanalmente. Pero también que ciertas obligaciones, asumidas entre cuatro, resultan más llevaderas que en solitario. Además, a la salida, se van a tomar una copa y aprovechan para comentar. En la última ocasión, incluso, terminaron cenando juntos.
—Cada vez peor.
—Habrá que pensar en algo.
—Sacarla de su casa sería matarla.
—Pues buscarle compañía.
—Le gusta vivir sola.
—Una cosa es que le guste y otra que pueda.
En algo están de acuerdo. Es vieja, pero no se da cuenta. Duerme una media de quince horas, lo cual, francamente, es extraño. Como también el que conserve un inquietante cutis terso, de niña, de muñeca. O quizá lo segundo no sea más que la consecuencia de lo primero. En todo caso hay que estar preparados. El lunes, cuando les recibe con la cabeza vendada, después del consiguiente susto ven el cielo abierto. Ha llegado la hora de hablar.
—¿Cómo se te ocurre encaramarte a una antena? Es peligrosísimo —empieza Magda.
La vieja le quita importancia al accidente. Sólo le interesa la televisión y el hecho de que los chicos estén allí. Ellos sabrán cómo arreglarla. Jorge toca un par de teclas. Luego se agacha y mira algo. Cuando se incorpora, la pantalla se ilumina. Siempre han sido estupendos. Jorge y Damián, los chicos.
—Estaba desenchufada —dicen.
(He vuelto a meter la pata. En vez de reconocer que yo misma desconecté el aparato —el sábado por la noche amenazaba tormenta—, le he echado todas las culpas a la pobre asistenta. Enseguida María, que no pierde comba, me ha preguntado con voz de mosquita muerta: «¿Cuántas veces a la semana viene la chica?». «Dos», he dicho. Y, tonta de mí, para demostrar que tengo memoria, he añadido: «Los lunes y los jueves». Magda, que mejor hubiera estado callada —no sé lo que le pasa a esta niña últimamente—, me ha mirado con incredulidad: «¿Y aguantaste desde el jueves sin televisión?». Aquí he estado a punto de arreglarlo. «A veces, cuando no puede los jueves, viene los sábados.» No se lo han creído porque, de nuevo, tonta de mí, he añadido «por la mañana», y entonces ha quedado claro que me lo acababa de inventar. De haber sido así —el sábado por la tarde dan uno de mis programas favoritos— no hubiera esperado al domingo para subir al terrado. De todos modos, han perdido enseguida el interés por la televisión y se han concentrado en la asistenta. ¡Qué perra les ha entrado con la asistenta! Que cómo se llama, que si me parece buena persona, que si me gustaría que viniese más días… Pero yo estaba ya en guardia. «Imposible. Tiene muchísimo trabajo. Sufre de reuma…» Y ellos dale que dale. Que por qué no les doy el teléfono, que, quizá, pagándole un buen sueldo… Me he mantenido firme. Sólo faltaría que ahora se descubriera no ya que la pobre no desconectó ningún enchufe, sino otras muchas cosas que a veces le cuento para pasar el rato y que también son inventadas pero muy bonitas. Entonces Damián me ha dado un susto de muerte.
—Tía —ha dicho—. Lo único claro es que no puedes pasar tanto tiempo sola.
Y ahí sí, la habitación ha empezado a dar vueltas y he creído que iba a desmayarme. Porque, aunque no han dicho nada más, yo —que leo sus pensamientos, que los oigo, vaya— he visto la terrible palabra a todo color, como el título de una película, con música de fondo y con un eco. Sí, los cuatro, por un momento, han pensado lo mismo. «Re-si-den-cia.» Y la tonta de la pequeña, como una gramola rayada, se ha puesto a repetir «cia, cia, cia…».
—¿Te encuentras bien, tía?
Me he llevado la mano a la cabeza para serenarme. Pero ellos se han creído que me dolía.
—Claro que estoy bien. Cosa de días. El médico me ha recetado unas pastillas.
Tampoco es verdad. No he ido a ningún médico. Ni pienso.
—Esto no puede volver a pasar.
¿El qué? De pronto me he olvidado de lo que estamos hablando. Estos críos tienen la virtud de confundirme. Pero la palabra seguía allí. En sus cabezas. Sobre todo en la de María. He cerrado los ojos.
—Vamos a buscarte compañía. Por un tiempo, al menos.
Bueno, mejor eso que lo otro. Ya me quitaré «la compañía» de encima. Pero ¿qué quiere decir «por un tiempo»? El canario se ha puesto a cantar y yo, de repente, he recordado que tenía que explicarles algo. «Asociación de ideas.» Pero no, no era del canario de lo que quería hablarles.
—No, canario no —digo mirando al canario.
—Pues si no es un canario, ¿qué es? —pregunta la estúpida de María.
Me he encogido de hombros desconcertada. Siempre terminan saliéndose con la suya.)
Los sobrinos, esta vez, no toman un taxi. El otro día, a un par de manzanas, se fijaron en un rótulo: AGENCIA DE EMPLEO. Ha llegado la hora de pasar a la acción. «Ni un día más», dice Jorge. «Ahora mismo lo solucionamos», confirma Magda. De nuevo están de acuerdo. La tía no ha opuesto resistencia a la idea de tener a alguien en casa (porque se siente débil), pero en cuanto se recupere (cosa de días) se negará en redondo. Hay que aprovechar la ocasión. «Hechos consumados», sentencia Damián. Y se encaminan a la agencia. A los pocos pasos María se vuelve y alza la vista. Las ventanas del séptimo están cerradas, pero le ha parecido ver una sombra tras las cortinas.
(En cuanto desaparecen por la puerta, consigo acordarme de todo. De lo que quería hablarles era del moscardón. De aquel bicho tan simpático que entró un día por esta misma ventana y que era igual —parece imposible—, exactamente igual, a uno que conocí de pequeña. El de mi infancia aparecía cada día en clase de religión, daba unas vueltas por el techo y se ponía a revolotear en torno al crucifijo. Un día Teresa Torrente, que era muy mandona pero sabía bastantes cosas —casi todas las semanas le daban banda y muchos meses cordón de honor—, me dijo en voz baja: «Cada día lo mismo. No se separa de la cruz». Y enseguida, como si hablara sola o acabara de descubrir algo muy importante: «¿Será el Anticristo?». Yo entonces no sabía lo que quería decir «anticristo» —ahora tampoco, se me ha olvidado—, pero cuando me enteré, cierto tiempo después, me quedé perpleja. ¿Estaba loca Teresa Torrente? ¿Y cómo podía ser yo tan idiota para dejarme impresionar por sus palabras? Pues bien, aquí está el misterio. Sé perfectamente que un moscardón es un moscardón y que un anticristo, sea lo que sea, es un anticristo. Y no había por qué poner aquellas caras de mamarracho. Fueron ellos —como siempre— los que me liaron. Parece mentira. Tantos años de universidad y, a la menor asociación de ideas, se quedan pasmados.)
—Soy Jessica —dice la chica. La vieja la invita a pasar.
—Siéntate, hija, estás en tu casa. ¿Cómo has dicho que te llamas?
—Jessica —dice Jessica.
—Bien, Jesusica, escribe tu nombre en esta libreta y así no me olvido.
La chica deja el bolso en un sofá y mira disimuladamente a su alrededor. La casa es luminosa, lo cual le gusta. Pero también bastante más grande de lo que había imaginado. ¿Tendrá que ocuparse ella de la limpieza? ¿O todo su trabajo consistirá en dar conversación? Es el primer empleo de su vida y quiere hacerlo bien. Por eso, en el papel cuadriculado en el que lee «Eufemismos» y «Asociación de ideas», escribe su nombre, «Jessica», también entre comillas, por si acaso. Mientras, mira de reojo a la anciana. Es amable, pero un poco rara. Parece una muñeca. No tiene una sola arruga. Y, según la familia, va para los ochenta y tantos.
—Duermo mucho —dice la vieja.
¿Será, además, adivina?
—Y como duermo tanto —continúa— apenas necesito compañía. Vendrás sólo por las mañanas. ¿Qué te parece?
A Jessica le parece bien. Los sobrinos le han dicho: «Al principio te será un poco difícil. Está acostumbrada a vivir sola». Pero, la verdad, su primer día de trabajo no se presenta complicado. Todo lo contrario.
—¿Un café con leche, Jesusica?
No le ha dado tiempo a contestar. Enseguida se encuentra sola en el comedor, como una invitada, y ella, la dueña, la señora a la que se supone que ha ido a cuidar, removiendo cacharros en la cocina y cantando un villancico.
—Además es alegre —dice en voz muy baja.
Está encantada.
(La tengo en el bote. Ahora, al llegar a su casa, llamará a Magda o a María y les contará maravillas de mi persona. «Su tía es encantadora. Una señora agradable y guapa. ¡Con qué agilidad se mueve por toda la casa! ¡Qué bien puesta tiene la cabeza! ¡Y cómo les quiere a todos! Habla de la familia y se le hace la boca agua.» Ja. Desde el primer momento he comprendido que era una espía. Una buena chica, sí, pero una espía. Al servicio de los que le pagan —que, desde luego, no soy yo—. Por eso le cuento todo al revés —que María es estupenda, por ejemplo—, para que luego ella lo repita como un loro. Mañana, antes de que me prepare la comida, iremos a dar una vuelta por el barrio. Le diré: «Siempre lo hago». Y nos detendremos, como por casualidad, en un escaparate de la calle de atrás. Hace tiempo que le tengo echado el ojo a un vestido. Debe de ser caro, porque pasan los días y sigue allí. Que Jesusica entre y pregunte el precio. «Nunca se sabe», diré. También esto, como buena correveidile, se lo contará a mis sobrinos. Y a ver si captan. ¡Estoy harta de colonias y pañuelos!)
—Hola —dice Teresa Torrente—, pasaba por aquí y me he dicho: «Voy a hacerle una visita a mi amiga Emi».
La vieja mira el reloj. Las siete y cuarto. A esa hora tendría que estar ya en la cama, durmiendo. En realidad está en la cama. Y si no recuerda mal (porque algunas veces se hace líos) antes de acostarse ha cerrado con tres vueltas de llave y ha puesto la cadena de seguridad. ¿Por dónde ha entrado Teresa?
—Por la puerta —explica tranquilamente.
Teretorris está igual. No ha cambiado en nada. Lleva el uniforme de invierno, aquel azul oscuro que picaba un poco —con el cuello marinero impecable y el corbatín recién planchado—, y se ha puesto encima todas las bandas y cordones de honor que ha ganado en la vida. Parece un almirante. El almirante Canaris.
—Espera a que encuentre la bata —dice la vieja.
No son horas para recibir a nadie, pero la culpa la tiene ella por no avisar. Tampoco es el momento de tomarse un café, que después no se pega ojo. Una manzanilla, mejor.
—Prefiero Agua del Carmen —dice Teresa—, ¿Te acuerdas, Emi, cuando bebíamos a escondidas?
Emi asiente. Se acuerda de todo. Como también de que un día las pescaron y Teretorris aquella semana se quedó sin banda.
—Me acuerdo de todo —dice—. De todo lo de antes.
Y para demostrarlo recita la lista de reyes godos. A la altura de Chindasvinto, Teresa la interrumpe.
—No llegaste a casarte, ¿verdad?
La vieja frunce el ceño. La pregunta le ha parecido una impertinencia. Presentarse a estas horas y, ¡zas!, lanzar el dardo.
—Pretendientes nunca me faltaron —protesta.
Teresa se encoge de hombros.
—No estabas mal. Pero como guapas, guapas, tus hermanas mayores. Pobrecitas. Cuando leí sus esquelas me llevé un disgusto. Pero, en fin, tarde o temprano…
Bebe un sorbo de Agua del Carmen y dos de sus bandas, una a la derecha y otra a la izquierda, se deslizan por los hombros hasta alcanzar el codo. La vieja parpadea. Parece como si se hubiera puesto un traje de noche, con el escote algo desbocado, sobre la marinera.
—En el fondo las envidiaba —prosigue—. Sobre todo a la mayor, tan rubia y con aquel admirador que se permitió rechazar. Rubén. Guapo, alto y millonario. Un hacendado argentino. Todas, en clase, soñábamos con Rubén.
—Eso es agua pasada —dice molesta la vieja.
—A nuestra edad, Emi, ya todo es pasado.
Teresa Torrente sigue tan sabia como siempre. Pelín pedante. Pero ahora la vieja comprende que se encuentra ante una ocasión providencial para aclarar una duda. Intenta recordar. ¿Cuál era esa duda?
—¡El Anticristo! —dice al fin.
La amiga la mira con sorpresa. Vacila. Entorna los ojos.
—Me suena, sí, pero ¿qué era?
También a ella —a la sabia— le falla la memoria.
—¿El demonio, quizás?
La vieja se encoge de hombros. Para dudas se basta sola.
—Sí —dice Teretorris ahora con voz firme—. El demonio. Uno de los nombres del demonio.
Y se va. Un tanto apresurada porque sobre el sofá ha quedado abandonada una de las bandas. «Bueno», se dice la vieja, «ahora a dormir. Ya volverá otro día.» Y, extenuada, se mete en la cama. Casi enseguida suena el timbre. ¡La pesada de Teresa! ¿No podía esperar a mañana? Recoge la banda, se interna por el pasillo, da tres vueltas a la llave y descorre la cadena de seguridad.
—¿Qué hace con un calcetín en la mano? —pregunta sorprendida Jessica.
(Luego ordenaré los acontecimientos de la noche. Ahora, con la espía delante, se me han quitado las ganas. Como nota que no estoy para conversaciones empieza a limpiar. Eso sí lo hace bien, las cosas como son. Al principio la asistenta se puso un poco celosa. «Si le han buscado ayuda, ¿para qué quiere que vaya yo ahora por las tardes?» Lo de tener gente en casa por las tardes nunca me ha gustado demasiado. Pero peor sería que coincidieran las dos. ¡Ah no! Eso imposible. Fui rápida (a veces aún lo soy). «Sólo una tarde a la semana», le dije por teléfono en voz muy baja para que Jesusica no me oyera. «Nos sentaremos frente al televisor, charlaremos y usted podrá ir limpiando la plata.» «¿Qué plata?», preguntó ella. También había previsto este detalle. «La plata», repetí. «Cuando llegue la tendrá preparada en la mesita.» Esperé a que la espía desapareciera y busqué entre todos los llavines el que abre el cajón del aparador. Saqué un juego de cucharillas, dos ceniceros, una tetera rota, el servilletero de la primera comunión, un salero y la medalla de Hija de María. Creo que se quedó contenta con sus nuevas tareas (lo cual es comprensible: no hace nada) porque al despedirse me comentó: «¡Ay, doña Emilia, hablando con usted se me pasan las horas volando!». En fin, a lo que iba. Jesusica limpia y lo hace muy bien. Pero hoy, de vez en cuando, me dirige una mirada rara, como de control, que me pone nerviosa.
Cuando estoy nerviosa lo mejor es no hablar demasiado, no sea que me pase aquello tan desagradable de querer decir las cosas y de que no te salgan. Además, me conviene tenerla a buenas. La observo de reojo mientras pasa la aspiradora. La pobre chica viste que da grima. Hoy calza unos zapatones de plataforma que le hacen parecer un gigante lleva un suéter tan canijo que cuando levanta los brazos se le ve el ombligo. Ha llegado la hora —decido— de hacerle un regalo. En parte porque soy así, buena, y en parte para borrar de su cabeza la impresión que le he causado esta mañana. Cuando faltan unos minutos para que se vaya la llamo desde el dormitorio.
—Mira —digo abriendo el armario de par en par.
—Qué guay —dice la chica.
Supongo que ha sido el orden lo que le ha llamado la atención. El orden y también la variedad y el colorido. Porque ahí están, perfectamente alineados, mis zapatos de distintos modelos y de diferentes épocas de mi vida. De tacón fino, de tacón grueso, forrados de satén, con hebilla y sin hebilla. Unos con una borla plateada. Como en una tienda. Igual. Sólo que ya va siendo hora de renovar el escaparate.
—Tengo los pies hinchados y no puedo usarlos. A ti te quedarían muy bien.
Jesusica protesta, pero no le hago caso. Es más, completo el lote con dos blusitas muy monas que compré hace años en unas rebajas y nunca me he puesto. Se queda mirando una de la época de Brigitte Bardot, a cuadritos y con chorreras.
—Qué auténtica —dice.
Pero me parece que no ha entendido aún que se trata de un regalo. Por eso le pido que traiga bolsas del cajón de las bolsas y tengo que repetirle (de pronto parece tonta) que el cajón de las bolsas está, como siempre, en el armario de la cocina. Llenamos tres y todavía quedan zapatos. Una funda de abrigo que hace tiempo que no uso —ya no me molesto en guardar los abrigos— nos va de perlas para recoger los últimos pares y las dos blusitas.
—¿Está segura?
Pobrecilla. Yo aprovecho para decir: «Sí, ahora tengo otro estilo», y recordar, como quien no quiere la cosa, aquel conjunto tan apropiado que vimos hace unos días en la tienda de la esquina. Jesusica se va a casa emocionada, cargada como un Papá Noel. Y yo me derrumbo en el sofá. Esta noche, entre una cosa y otra, apenas he descansado.)
—Estábamos en lo del argentino —dice la asistenta—. El día que cayó de rodillas, desesperado, ofreciéndole el oro y el moro, y usted (que aquí se equivocó, perdone la franqueza) terca como una mula: «Lo siento, Rubén. Por nada del mundo cruzaría el charco».
La vieja carraspea. No está de muy buen humor.
—Agua pasada. Hoy hablaremos de Teresa Torrente.
Y le cuenta la anécdota del moscardón revoloteando en torno al crucifijo, las palabras de su compañera de pupitre, y lo parada que se quedó ante aquella revelación inesperada.
—Anticristo quiere decir «demonio».
—Ah —dice la asistenta.
No le ve la gracia a la historia. Preferiría seguir con Rubén o con cualquiera de los muchos pretendientes de doña Emilia. Suspira resignada, se concentra en su trabajo y saca por tercera vez brillo a una cucharilla de plata.
—Teresa Torrente sabía muchísimas cosas. O se las inventaba, para darse pisto. Pero eso del demonio… Ayer vino a verme y noté en ella algo raro. Me acordé de una película. Gente que hace pactos con el infierno. Porque lo curioso es que han pasado muchos años y el uniforme del colegio le sigue quedando bien. De maravilla.
—Pero ¿todavía lleva uniforme esa señora?
El frasquito de limpiametales acaba de derramársele sobre la mesa. Corre a la cocina, vuelve con una bayeta, frota y refrota, y mira un tanto cohibida a la vieja. En el mantel ha quedado un cerco rebelde. Lo tapa con un periódico.
—No, claro que no —prosigue doña Emilia como si no hubiera reparado en el percance—. Pero a veces, en su casa, se lo prueba frente al espejo. Lo hace para comprobar que no ha ganado ni perdido un solo centímetro.
—Eso sí que se parece a una película —dice la asistenta ya más relajada—, Una historia de dos hermanas. Dos señoras mayores. Una, que de pequeña fue muy mona, se prueba un vestido de niña ante el espejo y canta. Daba un poco de miedo.
El canario, como la señora mayor de la película, se pone a cantar —¡menos mal!— y la asistenta intenta concentrarse ahora en la tetera rota. Ya no puede brillar más de lo que brilla. Pero algo hay que hacer. Lo de la película no parece haberle gustado demasiado a doña Emilia. Mejor volver a Teresa Torrente.
—Pero también usted —dice ahora con voz pillina— algún secreto debe de guardar bien guardado. Porque tiene un cutis…
La vieja sonríe con su perfecta cara de luna. Pero, más que una sonrisa de niña, hoy, por primera vez, compone un rictus de anciana. Se levanta para dar de comer al canario. Psiu, psiu, psiu… De nuevo parece de malhumor. Lo está. Algo no acaba de salir bien esta tarde. ¿Qué puede ser? El canario, pobre infeliz, no tiene la respuesta. Vuelve a la mesita de la plata. La asistenta acaba de cruzar las piernas y se dispone a atacar el salero. Entonces —¿estará soñando?— lo ve.
—¿De dónde ha sacado estos zapatos? —pregunta con un hilo de voz.
La mujer sonríe orgullosa. Después baja la vista.
—Me da un poco de vergüenza…
Disimuladamente se desprende de uno. Es notorio que le quedan estrechos.
—De un contenedor —confiesa.
Y se pone colorada como un tomate. De pronto ha entendido la magnitud de su error. ¡Comportarse como una indigente, una trapera, una vulgar fregona, ahora que, como por milagro, había ascendido a dama de compañía! ¿Qué estará pensando doña Emilia? Por nada del mundo querría contrariarla. O perder el trabajo, que es lo mismo. Las horas más descansadas de toda su vida limpiando plata limpia. Por lo cual se decide a desembuchar.
—Y había muchos más.
La vieja aprieta los dientes.
—Y un par de blusas.
Los ojos de doña Emilia lanzan fuego.
—He dejado las bolsas abajo. En la portería.
(La hipocritona de los zancos aparece hoy, a las diez en punto, tan pimpante. Ja. Prepara el desayuno y me pregunta de qué queremos hablar. «De nada», digo. «Esta noche no he dormido bien.» Se pone a limpiar y yo, para matar el rato, hojeo una revista de chismes. A las once llama María.
—¿Cómo va todo, tía?
Me cuenta tonterías de sus hijos, de su hermana Magda, de sus primos Jorge y Damián. Ha amanecido conversadora. O lo que pasa es que tiene remordimientos. Desde que me enjaretaron a la espía no han vuelto por aquí.
—Dentro de poco es Nochebuena, no te olvides.
¿Cómo me voy a olvidar?
—Y enseguida Reyes —preciso.
—Claro. Nos reuniremos todos. Como siempre.
No quiero que me enternezca, que me líe o que me aparte de mis objetivos. Por lo cual hago como si no la oyera bien.
—Te paso a Jesusica —digo.
La chica coge el teléfono y se pone a reír. ¡Qué bien se llevan las dos! María y la espía a sueldo.
—Ella me llama siempre así, Jesusica.
Recorro con los ojos el saloncito. Ella debo de ser yo.
—Y, a veces, Jacinta.
¿Será mentirosa? Me entran ganas de llamarla Jerónima, que es mucho más feo que Jacinta. Pero no quiero perder la calma. Todavía no.
—Entendido —dice ahora—. El veinticuatro en su casa.
Y cuelga. Asiento con la cabeza para que no me repita lo que ya sé —Nochebuena en casa de María— y sigo aburrida con la revista. Las artistas de ahora no valen nada. Como las películas.
—Me voy —oigo al cabo de un rato, pero resulta que han pasado varias horas—. Tiene la comida preparada en la cocina.
He dado unas cabezadas, mema de mí. ¡Menos mal que he sido despertada a tiempo! Dejo la revista en la mesita y, con un gesto, le indico a la chica que me acompañe al dormitorio.
—Mira —digo abriendo el armario—. Todo para ti.
Jesusica se ha quedado muda (no es para menos). Ahí están los zapatos perfectamente ordenados. De tacón fino, de tacón grueso, forrados de satén, con hebilla, sin hebilla… Faltan los de la borla, pero no lo nota. Añado al lote un par de blusitas y espero un poco. Inútil. No oigo ningún guay ni tampoco qué auténtico.
—Coge unas cuantas bolsas del cajón de las bolsas —ordeno.
Esta vez trae muchas. Pero hago como que no me doy cuenta y descuelgo un guardabrigos.
—Hace tiempo que no guardo los abrigos —explico.
La estudio con el rabillo del ojo. No me había fijado nunca en que fuera tan pálida. Ahora dobla cuidadosamente la blusita de vichy, la de las chorreras, y no tardo en apreciar (mejor no mirarla directamente porque me delataría) un creciente temblor en sus dedos tatuados. Como parece algo mareada (y sigue muda) la acompaño hasta la puerta.
—Hasta mañana, hija. Ahora mismo almuerzo y enseguida me meto en la cama.
Pero no lo hago. Espero a que tome el ascensor y corro al balcón para no perderme detalle. Mi plan, de momento, está saliendo a la perfección. Me sabe mal por la asistenta, con lo contenta que estaba con su hallazgo y lo triste que se puso luego, cuando la convencí de que yo misma —para evitarle el bochorno— me encargaría el domingo por la mañana de entregar el botín a la parroquia. Únicamente transigí en los zapatos de boda —después de todo ya los había deformado— y ella, roja como la grana, me lo agradeció efusivamente. (Con toda razón, porque son míos). La chica acaba de salir a la calle. Anda algo patosa —no sé si por las plataformas, el peso de las bolsas, o es que sigue mareada—. El contenedor de marras está dos calles más abajo. Si va hacia allí, fatal. Pero no, claro que no. ¡Cómo va a ir hacia allí! Con aires de sonámbula cruza la calle. ¡Bravo! Una moto frena bruscamente. Ha ido de un pelo, pero ella ni se entera. Sigue impasible en dirección a su casa. Lo dicho: parece un zombi. Ahora se detiene en una esquina para tomar aliento —o para meditar, ¡quién sabe!— y prosigue su camino tambaleante.
Jerónima —pobrecilla— está aterrada.)
—Cu-cu —oye la vieja a sus espaldas—. ¿A que no sabes quién soy?
Tarda sólo unos segundos en reaccionar. Se creía en la cama, durmiendo. Pero no. Debe de estar tumbada o sentada en la butaca, y la oscuridad procede únicamente de unas manos que le oprimen los ojos y que ella recorre ahora con sus dedos.
—¡Teretorris! —dice. Y enseguida se hace la luz.
Teresa Torrente ha vuelto. ¡Qué cosas! Tantos años sin verla y en menos de una semana aparece dos veces. Seguro que viene a por la banda.
—¿Cómo te encuentras, Emi?
No. No parece acordarse de la banda —lógico; tiene muchísimas—, y mejor así: ahora mismo no sabría decir dónde la ha guardado. La mira de arriba abajo. Va vestida de fiesta, con zapatos de medio tacón, y empieza a girar sobre sí misma como si bailara o quisiera darle envidia con su vestido. La sala, de repente, parece mucho más grande.
—Y hoy no he venido sola.
Corre las cortinas de la galería —¡qué curioso!, Emi hubiera jurado que hacía años que había suprimido las cortinas— y entran de sopetón, riendo como locas, las compañeras del colegio. Las más amigas. El grupo al completo. Menos mal que la sala es ahora enorme. De pronto lo recuerda. Claro. Hace unos meses hizo obras. Tiró tabiques y acristaló la terraza. ¡Qué buena idea!
—Esto sí que es una sorpresa —dice.
Beben Agua del Carmen y hablan sin hablar (porque lo saben todo). Loles es viuda, Laurita estudia en la universidad, Merche… Pero ¿no había muerto Merche?
—No, claro que no —dice muy tranquila Merche—. Aquello fue un bulo.
También ellas van vestidas de fiesta y todas sin excepción —incluso Teresa Torrente, no se había fijado— llevan colgada al cuello la medalla de Hija de María. Emi abre el cajón del aparador y coge la suya. Pero ¡qué raro! La cinta no es azul cielo como la de sus amigas, sino verde.
—No sirve —dice Teresa Torrente—, Es sólo de aspirante. Y fíjate, está casi borrada.
Es cierto. De tanto frotarla apenas se aprecia el relieve. Pero nadie más lo ha visto. Ahora las amigas la esconden dentro del escote, en la cintura, entre los pliegues del vestido. Casi había olvidado esa costumbre. En verano, lejos del colegio, siempre con la medallita puesta. La sujeta con un imperdible en la parte interior de un bolsillo. No se nota. A ninguna se le nota. Porque ya están en la fiesta y parecen salidas de las páginas de Menaje o de Mujer o de La Moda Ilustrada. Los camareros sirven ponche y tisana, y el jardín huele a verano, a los primeros días de verano. Emi aspira el olor olvidado. ¡Verano! Por primera vez en mucho tiempo se siente feliz. Y al fondo, apoyado en la pared de un cenador, acaba de descubrir a Rubén.
—¡Atrápalo! ¡Sé valiente! ¡Tal vez no tengas otra ocasión!
De nuevo Teretorris.
—Además… Tu medalla no sirve.
(Hoy no estoy para charlas. A la abogada —esa chica tan lista— le han dado un programa para ella sola. ¡Ya era hora! Se trata de una especie de consultorio. Ella lee unas cartas, o hace como que las lee; cartas que le preguntan sobre las cuestiones más raras del mundo. Seguro que ya lo trae preparado, pero aun así, ¡qué gusto da escucharla! Lo sabe todo.
—Sí —concede la asistenta—. Tiene mundología.
Preferiría estar a solas con la tele. Pero ¡qué remedio! Hoy, lunes, toca asistenta. Pues bien, aguantemos a la pobre asistenta. He conseguido, para entretenernos, un par de almohadones de punto de cruz. Una labor tirada. Pero la pobre no tiene ni idea. Sus dedos, gordos y amoratados, no hacen más que pasearse por el bastidor sin decidirse a hundir la aguja. El almohadón tenía que ser blanco, pero, sospecho, terminará siendo gris. Y no precisamente gris perla.
—Nunca hasta hoy había bordado —se excusa.
Le ruego silencio. La abogada acaba de leer por encima una de las cartas y ahora, quitándose las gafas, nos mira muy resuelta.
—A veces uno se despierta bruscamente en la mitad de un sueño. En el momento más inoportuno. El preciso instante en que algo maravilloso, o apasionado, o deliciosamente erótico, va a ocurrir. No culpemos al despertador ni a las obras de la casa de al lado. Los únicos responsables de que aquello no llegue a realizarse somos nosotros mismos. La censura. La au-to-cen-su-ra que habíamos dejado olvidada a los pies de la cama, como unas zapatillas o un batín, y que de pronto invade el mundo onírico haciendo acto de presencia. «Aquí estoy yo», nos dice. Pero como no puede con el embrujo de los sueños, acude a su único medio al alcance. Interrumpirlos.
Vuelve a calarse las gafas y cabecea con comprensión.
—¿Frustrante? Quizá sí. Pero, por otra parte, nos libera de algo aterrador. Enfrentarnos a un hecho que moralmente no podemos aceptar.
La asistenta se pincha un dedo (porque no sabe manejar la aguja) y yo también (pero por otros motivos). Ahora resulta que fui sólo yo, yo-mis-ma, quien decidió que aquello no ocurriera nunca. Bien, pero ¿qué era exactamente aquello? Teretorris siempre se me adelanta. Me lleva de sorpresa en sorpresa y no me deja pensar. Y luego, enseguida, aparece la espía. O la asistenta. O María y Magda al teléfono. Esta casa, en los últimos tiempos, parece el vestíbulo de un cine. Tendré que consultarla. A ella. Escribirle una carta. Por cierto, ¿cómo se llama? ¿Lisarda?
—Leandra —dice la mujer con su lanza en ristre—. Se llama Leandra Campos. Y las cartas se envían a Prado del Rey, Madrid.
Antes era más fácil. Cuando había varios invitados. Cada vez que uno tomaba la palabra —y Leandra lo hacía todo el rato— aparecía su nombre escrito en letras muy gordas. Ahora no. Un momentito al principio y otro al final. Así cualquiera se confunde.
—La última carta del día —dice Leandra—. «Soy una señora mayor y me siento muy sola…»No me interesa. Para viejas me basto y me sobro. Sólo me faltaría más gente en casa. Por eso me pongo a cantar y sigo bordando. Pero a la «señora mayor» le pasan más cosas.
—«No consigo acordarme de casi nada. La memoria me falla. No en las cosas antiguas, sino en las de ahora. Ya no me acuerdo, por ejemplo, de lo que hice ayer…»Ajá. Ahora sí entramos en materia. A ver qué se le ocurre a la abogada.
—Voy a proponerle dos soluciones. La primera, una libreta. Un cuaderno en el que apunte todo lo que no desea olvidar. Nombres, aniversarios, días de la semana, las cosas que debe hacer y las que ya ha hecho… Una especie de diario.
Lo mismo que hago yo. Sólo que hace días que no encuentro la libreta.
—Y la otra, la mejor. Acostumbrarse a emplear el sistema mnemotécnico.
Escribe «mnemotécnico» en una pizarra (cosa que le agradezco) y yo lo copio sobre la caja de los hilos. Ya lo pasaré en limpio cuando aparezca el cuaderno. El nombre se las trae, pero la abogada lo explica muy sencillo. Se lo inventó una diosa antigua para acordarse de todo, y, en el fondo, se parece bastante a la «asociación de ideas». Pone algunos ejemplos y yo me invento otros. «Leandra Campos, Prado del Rey, Madrid.» Pues bien: ¡ladrona! (espero que no se lo tome a mal). Una ladrona del campo que va a la ciudad (Madrid) a robarle al rey mientras cabalga por su prado. De ladrona a Leandra no hay más que un paso —Ldrrr—, y si vuelve a aparecer Lisarda la elimino.
—¡Ladrona! —digo en voz alta para no olvidarme.
La zafia ha vuelto a clavarse la aguja (a este paso terminaremos en urgencias). Miro el almohadón. ¡Vaya birria! Gris subido y encima, ahora, salpicado de motitas rojas. Pero, como estoy de buenas, disimulo.)
No sabe cómo ha podido ocurrir. De nuevo es verano, se encuentra en un jardín y la fiesta no ha hecho más que empezar. Rubén sigue al fondo, junto al cenador, y Teresa Torrente no se ha movido de su lado. Sin embargo, hay algo que no acaba de entender.
—¿Cuántos años tenemos, Teretorris?
La amiga se encoge de hombros.
—Dieciséis, quince… Los que tú quieras.
—¿Y dónde estamos?
—En el jardín de Loles. ¡Dónde va a ser!
—Claro —dice Emi.
Y es verdad. De repente lo ve todo muy claro. Los padres de Loles —que todavía no es viuda porque aún va al colegio— las han invitado a la puesta de largo de la hija mayor, la amiga de sus hermanas. Por eso visten de fiesta y por eso Emi, para la ocasión, se ha rizado el pelo en la peluquería. Se encuentra guapa. Aparenta, por lo menos, un par de años más. ¡Qué suerte! Porque ahora le parece que Rubén, desde el cenador, la mira sonriendo.
—¡Hoy o nunca! —ordena Teresa Torrente.
En las manos lleva arrugada una cinta azul celeste que Emi reconoce al instante. Pero ¿qué está haciendo? La entierra en una maceta y disimula.
—Pschit —dice—. Cuidadito.
Y con los ojos señala hacia una sotana. El cura del colegio, enfrascado en la lectura de un breviario, acaba de pasar muy cerca de las dos. Teresa Torrente aguarda unos segundos, respira aliviada, mira al cenador y vuelve al ataque.
—Lo malo de tu historia es que no tiene historia. ¿No le envió tu hermana a freír espárragos? ¡Eres libre!
Emi va a protestar. A decirle a su amiga que siempre se adelanta. Que va demasiado aprisa, y que eso —lo de las calabazas de su hermana a Rubén— todavía no puede haber ocurrido. De la misma forma que Loles aún no es viuda ni Merche ha muerto. Pero ya Teretorris se ha ocultado tras un seto y besa ahora apasionadamente a un muchacho. ¿De dónde ha salido el muchacho? Emi busca desconcertada a las demás amigas. También ellas han enterrado sus medallas en macetas y, riendo, se han refugiado en la oscuridad. ¿Y Rubén? ¿Adónde ha ido Rubén?
—Aquí —oye a sus espaldas.
Rubén está a su lado. Huele a verano. Rubén es el verano. Y ella siente el cosquilleo de muchos veranos.
—Vayamos donde ellos —dice con su dulce acento, mirando hacia el seto.
¡La ocasión tantas veces esperada! Aquello. Rubén está a su lado, acaba de tomarla de la mano y le repite: «Vamos». Emi recuerda que su medalla es sólo de aspirante, que no sirve, que no tiene por qué enterrarla en una maceta como sus amigas. A punto está de ceder, pero se detiene. ¿Qué es lo que desea realmente? De nuevo hay algo que no cuadra. Ella sabe lo que Teresa sabe (que su hermana mayor, la guapa, terminará dándole calabazas), pero él, Rubén, por lo visto, también lo sabe. ¡Cómo si no perdería el tiempo con una mocosa, en vez de hacerle la corte a su hermana! Así no. Así no vale.
—Pídemelo de rodillas —dice orgullosa.
Rubén obedece. Y ella ahora comprende perfectamente lo que debe hacer. Aquello.
—Lo siento. Nunca cruzaría el charco.
Y, súbitamente inspirada, añade:
—Y menos con un hombre que se pone de rodillas.
Suspira feliz. Su historia ya tiene historia.
(La asistenta lleva hoy los dedos cubiertos con esparadrapos. De vez en cuando mira con envidia la blancura de mi almohadón y yo, para no ofenderla, evito detenerme en el suyo. Pero sé lo que piensa; lo veo como si estuviera escrito. «Unas tanto y otras tan poco.» Se refiere a nuestras labores, desde luego, pero sobre todo a la forma diferente como nos ha tratado la vida. A pesar de todo no es rencorosa. Disfruta con mis recuerdos como si fueran suyos, y la verdad es que no me extraña. Hoy se lo he contado todo muy bien (lo tenía fresco). Por eso no para de comentar y se resiste a cambiar de tema.
—Fue usted muy valiente, doña Emilia. Hace falta coraje para rechazar un partido como aquél.
Eso es lo que dice, pero piensa: «¿Y qué diferencia hay entre un millonario de pie y otro de rodillas?». Lo lleva escrito en la frente —ahora en redondilla—, y también: «Seguro que se arrepentiría después, cuando ya era tarde».
—¿Y no se arrepintió nunca? —pregunta como si se le acabara de ocurrir.
—Jamás —respondo—. Me gusta vivir sola. Aquí, en mi casita. Con mis recuerdos…
La buena mujer se queda meditando y yo me levanto con la excusa de que hace rato que no oigo cantar al canario. Sé que he soltado una frase un tanto liada. «Contradictoria», que diría la abogada. Porque, veamos, si no me arrepiento de haberle dado calabazas a Rubén y estoy encantada de vivir sola, no acabo de entender del todo que lo bueno de vivir sola sea, precisamente, poder recordar a Rubén.
—¡Qué vida la suya, doña Emilia! —suspira admirada la asistenta. Y ya no dice más. Es la hora de Ldrrrrrr… ¡Leandra! El sistema mnemotécnico funciona de maravilla. Ahí está la ladrona, el rey burlado, el caballo al trote… Y ni sombra de Lisarda. «Leandra Campos. Prado del Rey. Madrid.» Un día de éstos me animo y le escribo. «Querida Leandra.»
—Queridas amigas —dice ahora Leandra.)
Suena el teléfono. Es María.
—Hola, tía. ¿Cómo estás?
—Divinamente —dice la vieja—. ¿Por qué? ¿Pasa algo?
No son ni las diez de la mañana.
—¿Has dormido bien? —pregunta María con voz preocupada.
—Muy bien. Pero poco.
La vieja mira con recelo el auricular. Algo raro pasa, seguro. Pero ella, por si acaso, se la ha clavado. «Poco», ha dicho. Lo que es muy parecido a soltar: «Y menos dormiré si te empeñas en llamarme a estas horas».
—Jesusica no viene hasta las once —añade para dejar las cosas claras de una vez.
Hasta las once es como si ella no existiera, salvo que ocurra algo muy importante.
—Nada importante —dice María (entonces, ¿por qué la molesta?)—. Pero es que me ha llamado una de tus vecinas…
La vieja frunce el ceño. ¿Una vecina? Sí, hace tiempo tuvo la ocurrencia de dar los teléfonos de la familia a un par de vecinas. Por si le pasaba algo. Pero esto fue antes de estar tan acompañada. Y ahora, ¿qué quería la vecina?
—Dice que por las noches no paras de mover muebles, abrir y cerrar armarios, pasear… Que no pueden pegar ojo, vaya.
¿Serán mentirosas? La vieja sigue con el ceño fruncido.
—Mira, tía, si alguna noche no puedes dormir, te lo tomas con calma. Paciencia…
¿Ha dicho paciencia? La tía aparta el auricular. Ahí está otra vez. La palabra fatal. «Re-si-den-cia.»—O le pedimos al médico que te recete alguna pastilla…
—No la necesito. Duermo como una niña de quince años —responde orgullosa.
—La vecina dice también que te has pasado la noche cantando himnos. A grito pelado.
Pero ¿se habrá vuelto loca la vecina?
—Ja —dice resuelta la vieja—, la tendrían que internar en una…
No llega a acabar la frase. Se para en seco. Un poco más y se le escapa la palabra maldita. Pero a lo mejor, quién sabe, María no se ha percatado. Por si las moscas, toma aliento y prosigue:
—Nunca me han gustado los himnos ni me acuerdo de la letra de ninguno. Sólo la del colegio. La del himno del colegio.
Lo ha dicho para defenderse, pero enseguida cae en la cuenta de que acaba de cometer un desliz. Sí, recuerda perfectamente la letra —palabra por palabra— del himno del colegio. Y es posible, aunque no seguro, que una de las noches en que la han visitado sus amigas se empeñaran en evocar viejos tiempos y lo cantaran a coro. Pero, más a su favor: hace ya unas semanas que no aparecen sus amigas.
—Te repito que por las noches duermo. Y además hace ya mucho que no viene a verme Teretorris.
—¿Quién?
—Teresa Torrente. Y Merche, Laurita, Loles… Las amigas del colegio. Amigas que tienen la delicadeza de visitarme…
A punto está de añadir: «No como otras», pero se detiene a tiempo. Como respuesta estaría bien. Sólo como respuesta. Pero lo que menos desea es que aparezcan Magda o María. Y esta conversación hace ya rato que le está cansando.
—Y estas amigas tuyas… —María, de pronto, parece dudar— ¿te visitan por las noches?
El reloj marca ahora las diez en punto. La vieja aprieta los dientes. Siempre igual. Siempre la pillan desprevenida. ¿No podía haber esperado hasta las once para interrogarla? Porque esta llamada no es más que eso: un interrogatorio. Ni siquiera lo de la vecina debe de ser verdad. María pretende acorralarla, pescarla en un error… ¿Qué haría Leandra en su lugar?
—Querida María —responde pausadamente, con voz de locutora—. Permíteme decirte que, a veces, pareces tonta. Deberías saber, como saben tu hermana y tus primos, que para mí la noche —y se toma la molestia de subrayar noche— empieza en cuanto se va el sol. Y en invierno oscurece muy pronto. A las seis de la tarde ya es de noche.
Le ha salido redondo. Casi como el día en que le dio calabazas a Rubén. María dice «Ah» y otras cosas que la vieja no se molesta en retener. Al colgar respira hondo. La sobrina, en cambio, se ha quedado intranquila. Después de todo, ¿qué sabe de la vecina? Tenía voz de joven y se expresaba con toda corrección. Pero ¿y si fuera ella la que sufre de insomnio? ¿Y si le faltara un tornillo? Duda en volver a llamar a tía Emilia. ¡Pobre mujer! O se le ha desarrollado un ingenio súbito o ha tenido más paciencia que un santo. Decir que mueve muebles y canta por las noches… Tiene que estar furiosa. Pero teme incomodarla y no se decide a llamar. Hace bien. Ahora la vieja acaba de sacar el paño negro de la jaula, mira al canario —Pshit, piu, piu, piu, pshit, pshit…— y le dice en secreto:
—Si vuelven a molestar nos haremos los muertos.
(Aquel traje tan mono —el conjunto de la tienda de enfrente— ya no está en el escaparate. ¿Buena señal? No estoy muy segura. Miro a Jesusica de reojo, pero ella, que mucho gusto no tiene, se ha quedado embobada ante una birria de suéter, de esos que parecen encogidos antes de la primera lavada. Como veo que nos podemos pasar allí, como tontas, media mañana, decido ir directamente al grano.
—Aquel vestido tan mono, el vestido azul marino con su chaqueta ribeteada a juego… ¿Te acuerdas?
Jesusica sale de su encantamiento y dice: «Sí». Pero no sé si lo hace para seguirme la corriente.
—¡Lo han vendido!
Nada. Ni media sonrisa cómplice (que me daría a entender que ha cumplido su cometido de correveidile) ni la más leve expresión de susto (que indicaría a las claras que se le ha olvidado).
—A lo mejor dentro tienen más… —responde simplemente.
Pienso, para consolarme, que tal vez los chicos quieran darme la gran sorpresa y le han pedido que no suelte prenda. Pero no acabo de convencerme. A ratos Jesusica me pone nerviosa. La asistenta, en cambio, me parece mucho más lista. Entiende las cosas. Y tiene sentido común. Me gustaría que ya fueran las cuatro y estuviéramos frente al televisor escuchando a Leandra. «Todos, en la vida, necesitamos contar con un interlocutor válido», dijo el otro día. Se refería a que no basta con hablar con alguien de vez en cuando o con tener un perro o un canario. Lo importante es que «se produzca un intercambio» y que este intercambio resulte «enriquecedor». Y la asistenta, la verdad, a pesar de sus limitaciones —y después de Teretorris— es un buen «interlocutor». A veces dice cosas que yo ya he pensado, pero que, al oírselas a ella, es como si se me acabasen de ocurrir. La semana pasada, sin ir más lejos, estuvo estupenda. Una telespectadora había escrito una carta muy triste hablando de ese asunto que me saca de quicio —y que hoy me ha recordado la pesada de María—, y yo hice como que no me interesaba y me puse a tatarear una canción inventada. Pero aquella pobre señora contaba horrores. De su familia, de las cuidadoras, de las compañeras con las que compartía dormitorio en una —digámoslo ya— re-si-den-cia… Y alguna cara rara debí de poner porque la asistenta dejó su labor —que ahora es ya un auténtico pingo—, suspiró abatida un par de veces y meneando la cabeza murmuró: «Cuando no hay posibles…». Parecía también muy triste, pero yo, casi enseguida, me puse muy contenta. Porque yo tengo «posibles». Mi piso (por ejemplo), del que nadie me va a sacar. Con lo cual dejé de cantar y me quedé tranquila. Y no le hubiera dado más vueltas al asunto si no fuera por la llamada intempestiva de esta mañana.
—Volvamos a casa —digo de pronto—. Empiezo a tener frío.
No es verdad. Hace un día de lo más soleado, pero a Jesusica —que no es interlocutora ni tampoco válida— le da igual y responde únicamente:
—Como quiera.)
El piso, de vuelta del paseo, le parece a la vieja más bonito que nunca. Acaricia el sofá, alisa el tapete de la mesita, abre la puerta del dormitorio y mira a hurtadillas a Jessica. La chica está pendiente del reloj.
—Tengo que irme —dice—. Ya es la hora.
—Claro, Jesusica. Mañana ven pronto. Me acompañarás al notario.
No parece que la chica sepa muy bien lo que es un notario. Ni para qué sirve.
—El notario —aclara la vieja— sirve para hacer testamento. Cuando les cuentes a mis sobrinos que me encantaría aquel vestidito tan mono puedes añadir: «El otro día hizo testamento».
Jessica intenta recordar. ¿A qué vestido se refiere? ¿Y por qué quiere que hable a sus sobrinos de un testamento?
—El vestido sería una buena sorpresa. Azul marino, con la chaqueta ribeteada de blanco. Aquel que estaba en el escaparate y ya no está… Es importante. Que no se te olvide. Porque…
A la vieja se le ha puesto cara de misterio.
—Te conviene, Jesusica, te conviene…
Ahora parece una niña traviesa.
—De lo demás, ni palabra. Que he hecho testamento, bien. Pero, claro, los testamentos son secretos. Muy secretos.
La chica asiente y de nuevo mira el reloj. Hoy almorzará en una pizzeria con una amiga. Le han hablado de un posible trabajo en el que todavía hay menos trabajo. Y serían dos. Ella y su amiga. Quizás acepte. Está empezando a aburrirse de la vieja.
—En las herencias nunca se sabe —prosigue doña Emilia sin abandonar su aire de misterio— y más de uno termina quedándose con un palmo de narices. Otros, en cambio, otros que ni siquiera son de la familia… Pero no quiero hablar. Los testamentos son secretos… ¿No te lo había dicho, Jesusica?
Jessica no contesta, pero una chispa se ha encendido en sus pupilas y se pone a estudiar el saloncito con la mirada de un tasador. Luego se queda embobada, como si soñara despierta. «El dormitorio en el salón y el salón en el dormitorio»… «La mesita de noche la conservo»… «El sofá y los sillones me valen»… «Las fotos y los cuadros a la basura.»
—Los retratos de familia para la familia —interrumpe la vieja.
Doña Emilia ha vuelto a su habilidad de adivinar pensamientos. Pero a la chica eso ahora no le importa. Ha estado a punto de estropearlo todo. ¡Mira que si se le llega a escapar lo del nuevo trabajo! Coge el abrigo y se despide hasta el día siguiente. Al cerrar la puerta y llamar al ascensor no puede contenerse. Salta, grita «¡Yuhuuu!», se tapa la boca y termina golpeando el aire con los puños. La vieja la contempla sonriendo a través de la mirilla.
—Esta Jerónima, vista desde aquí, parece enana.
(Los notarios de ahora no se parecen en nada a los de antes. Como las artistas de cine, igual. El que he elegido —así, un poco a boleo, porque vive cerca y no estoy para viajes— no infunde respeto, ni autoridad, ni nada por el estilo. Es un niñato. Al llegar, un señor muy trajeado, que yo he tomado por el verdadero notario, me ha llevado al despacho del niño, que yo he tomado por eso, por el niño, el hijo del notario, que a ratos le da por sentarse en el sillón de su padre y jugar a ser notario. Al verme se ha levantado muy correcto, ha rodeado la mesa y me ha indicado que tomara asiento. «¡Qué bien lo haces, guapo!», he estado en un tris de soltarle. «¡Y qué serio te pones!» Pero no lo he hecho. Hoy el día ha amanecido gris y desangelado, y yo no puedo con los días grises y desangelados. Me ponen de malhumor y no me expreso todo lo bien que desearía. De modo que me he limitado a sentarme y a esperar que el verdadero notario sacara de un empujón a su hijo del despacho. Pero el señor trajeado nos ha dejado solos, y el chico venga a jugar y a darse importancia. Hasta que ha entrado un segundo señor, que también parecía notario, y muy respetuoso le ha dado al niñato unos papeles y le ha llamado «señor notario». Ahí sí que me he quedado confundida. Pero he disimulado. Eso, los días grises, lo hago muy bien. Cuanto menos se habla, mejor.
—Así que —ha dicho el niñato— quiere usted otorgar testamento.
Y entonces sí, entonces me he puesto a hablar. Le he hablado de mis posibles: el piso, unos ahorros y algún que otro objeto de valor. Y he decidido empezar por lo pequeño: la asistenta. A mi querida asistenta, con la que tan buenos ratos me paso charlando, le dejo mi vestuario al completo (zapatos, bolsos y cinturones incluidos), el canario (si vive aún) para que lo cuide, y la tetera, las cucharillas de plata y la medalla de aspirante a Hija de María. Como recuerdo. Los pendientes de fantasía no. Ésos serán para los hijos de mis sobrinas que son muy modernos.
—¿Los hijos? —pregunta el notario.
Eso es, los hijos. Y doy sus nombres. Que se los repartan. Pero como parece que el notario no lo ha entendido del todo le explico:
—Pobres chicos. Si los viera… Con un solo aro en la oreja cada uno. Como si fueran pobres…
Y ahora viene la parte importante. Los ahorros y el piso. Pido un vaso de agua porque lo que tengo que decir es un poco difícil. El moscardón. Y cada vez que hablo del moscardón termino liándome. Pero el agua me aclara la garganta y de paso las ideas.
—Los ahorros que tengo en el banco serán para mis sobrinos —voy a añadir «lo que quede», pero no me parece necesario—. Para mis cuatro sobrinos. Magda, María, Pedro y Damián. Con una condición. Que se encarguen de poner una lápida a mi nicho. Una lápida sencilla, discreta, no hace falta que sea muy cara… Una lápida con mi nombre, una cruz… y un moscardón. Una cruz sencilla en la que, como por casualidad, se ha posado un moscardón.
Bebo más agua. Lo he soltado todo de un tirón, a pesar del día gris, o será quizá que, desde hace un rato, ya no me parece tan gris. El momento es emocionante.
—Una cruz —repite el notario— con un moscardón.
—A ser posible de oro —añado.
Y como ahora levanta los ojos del papel me veo obligada a aclarar:
—El moscardón. Me refiero al moscardón.
Me mira sorprendido y yo pienso: «Otra vez, lo de siempre». ¿Tendré que explicarle lo que es un moscardón? ¿Tendré que imitar su zumbido o recordarle que se trata de aquel bichito tan simpático que en verano se mete en las casas y da vueltas por el techo, las ventanas o la pantalla de la televisión? ¿De que yo —por las razones que sean y que ahora no vienen al caso— siento hacia él cariño y agradecimiento? Y por un momento se me ocurre hablarle del Anticristo. Si le contara… Pero no, me paro en seco. Ni nombrarlo siquiera. El otro día, en la radio, lo dejaron muy mal (lo pusieron verde) y no quiero que me tomen por una hereje y me entierren fuera del camposanto.
—Una cruz lisa y lasa con un moscardón de oro —me limito a recordar.
—¿Está usted segura?
Pero ahora entiendo que los tiros —la sorpresa— iban por otro lado. Que el notario, pese a su aspecto de mequetrefe, tiene sentido común (como la asistenta) y (mejor aún que ella) piensa en detalles en los que a mí no se me había ocurrido pensar.
—Si me permite… Yo no sería partidario de colocar un objeto de oro, de valor, digamos, por pequeño que fuera, allí, en una lápida, a la vista de todos… Los cementerios, como usted sabrá, no están exentos de visitas de desaprensivos, de merodeadores… ¿Por qué darles facilidades?
Tiene razón. Más razón que un santo. Sólo se equivoca en eso de «por pequeño que sea». Porque el moscardón tiene que ser grande. No diré mayor que la cruz, pero sí grande. El notario-crío sigue diciendo cosas como «Sería ponérselo en bandeja» y yo pienso en otras, cosas terribles que a veces oigo por televisión, y de las que, tonta de mí, he estado a punto de olvidarme. Esos desaprensivos, sí, que incluso llegan a profanar tumbas para hacerse con cualquier cosa. Con un anillo, una medalla…
—¡De latón! —digo.
Y me quedo la mar de contenta. El latón no tiene valor, pero es muy bonito y, además, se limpia estupendamente. Ya me parece verlo. Un moscardón negro con unas alas relucientes (de latón) y la asistenta, emocionada, sacándole brillo con lágrimas en los ojos. Pero de la asistenta ya hemos hablado. Ahora a lo importante: el piso.
—¿Se encuentra bien?
Claro que me encuentro bien. Divinamente. Sólo que a veces (ahora, por ejemplo) el sistema mnemotécnico no acaba de funcionar. Voy a decírselo: «sistema mnemotécnico», pero, como es tan joven, lo mismo no me entiende y prefiero explicar:
—Estoy haciendo memoria.
Cierro los ojos —eso es lo que necesitaba, concentración— y enseguida se me aparece lo que quería recordar. Casi todo. Empiezo por el final: Madrid. Sigo con el nombre de mi heredera: Lisarda Reyes. Y de pronto una duda. Sin número, sí, pero… ¿cómo era la calle? ¿Prado del campo? ¿Campo del Prado?
—¡Camprodón! —suelto al fin.
Todo arreglado. «Lisarda Reyes. C/ Camprodón s/n. Madrid.» ¡Qué contenta se pondrá la abogada!
—Lisarda Reyes —repite el notario—. Calle Camprodón sin número…
—Eso es —digo.
Pero de repente me parece que queda un cabo suelto. «¡Ladrona!», me oigo decir con el pensamiento. ¿Y qué tendrá que ver una ladrona con Lisarda? «Ladrona, ladrona, ladrona…» Vuelvo a cerrar los ojos. ¡Ya lo tengo! La ladrona es la sinvergüenza que se quería hacer con mi moscardón. La merodeadora desaprensiva que gracias a la inteligencia del notario se va a quedar con un palmo de narices.
—¡Te fastidias, ladrona! —digo sin hablar, sólo con el pensamiento.
Y me dispongo a firmar. Pero en ese mismo instante entra una secretaria con una botella de agua y a través de la puerta entreabierta veo a la espía en la sala de espera, sentada en el extremo de un sofá, tiesa como un palo. ¡Pobre chica! Mira que si llego a olvidarme de ella… Al cabo de media hora vuelvo a estar en la calle. El cielo se ha puesto negro. Lloverá. Jesusica, como si acabara de pasar un examen, me pregunta bajito:
—¿Qué tal ha ido todo?
Me encojo de hombros.
—Ya te enterarás, hija. En su día…
Parece emocionada. Ahora estoy segura de que no se le escapará el detalle del conjunto y llamará a Magda o a María. Si no lo ha hecho ya. Con lo cual, a la larga, saldrá ganando la asistenta. Entre mi vestuario figurará el trajecito azul marino con el ribete blanco.
—¿Quiere que le haga compañía esta tarde?
Niego con la cabeza. Hoy, más que nunca, necesito estar sola. Me apoyo en su brazo y nos encaminamos en silencio hacia mi casa. Ella va pensando en sus cosas. Yo en las mías. La miro de reojo y, como a veces adivino, la veo tirar tabiques, poner moquetas y tapizar sillones. No tiene mucho gusto que digamos. Pero la dejo hacer. ¡Que juegue a arquitecta si le divierte! En su día ya se enterará y seguro que me lo agradece. Porque mi legado —se dice así— es, además de un legado, algo parecido a una lección de vida. Dos objetos de artesanía. Uno valioso. El otro no. Mi cojín de punto de cruz (ejemplo de lo que hay que hacer) y el pingo que bordó la pobre asistenta (ejemplo de todo lo contrario).
—¡Huy! —dice la inocente.
Seguro que enfrascada en sus chapuzas acaba de pincharse con un clavo. Sigo en mi silencio (el clavo, después de todo, es de mentira, tan de mentira como las reformas a las que se ha entregado esta pobre ilusa) y sólo lo interrumpo cuando, por fin, entramos en mi calle.
—¡Qué ganas tengo de llegar a casa!)
La vieja cierra la puerta con llave. Respira hondo. Saca del bolso la copia del testamento y la esconde en el cajón secreto de un escritorio. Piensa: «Secreto. El testamento es secreto, por lo cual el secretario (yo misma) lo guarda en el cajón secreto del secreter». Le ha gustado mucho la lectura que, con voz pausada, ha hecho el notario antes de la firma. Sobre todo la descripción de la lápida con la cruz y el moscardón. ¡Qué buena idea! ¡Y qué tranquila y descansada se siente! «Ser agradecido es de bien nacido», murmura. Y se queda embobada mirando los cristales de la galería. Ha empezado a llover, pero él, el bichito, el simpático moscardón al que tanto debe, entró por esta misma ventana una mañana de sol. Y desde entonces nada sería ya lo mismo. Él entró, ella lo reconoció enseguida, al momento recordó a Teresa Torrente y después… ¡el grupo al completo! Loles. Merche, Laurita… ¡Qué aburrida vivía antes de que la visitaran sus amigas! Y Teretorris, sabia como siempre, la llevó a la fiesta en la que estaba Rubén…
En la cocina le espera el almuerzo dispuesto sobre un fogón, listo para ser recalentado. Pero no tiene hambre ni sed. Se sirve una copita de Agua del Carmen y brinda ante un espejo. «¡¡Por mí!!» La tarde se le presenta como un premio (a su generosidad, a haberse comportado como un Rey Mago). Hoy no toca asistenta —¡día libre!— y doña Emilia necesita meditar, aclarar ideas, atar cabos y olvidarse del sistema mnemotécnico que ahora, para llegar a lo que quiere llegar, no le sería de ninguna ayuda. Se sienta en la galería y entorna los ojos. La fiesta de Loles, la puesta de largo de la hermana mayor de Loles, los jardines de los padres de Loles… Se recuerda perfectamente, con el vestido vaporoso, un poco de niña, y el peinado de peluquería que le hace mayor, tan sólo un par de años, lo suficiente para que Rubén no le quite los ojos de encima… Y ahí están también las amigas, escondiendo sus medallas en la tierra de las macetas. Y Teretorris, animándole a dar el paso. «Tu historia no tiene historia. ¿No le mandó tu hermana a freír espárragos…?» Abre los ojos. Esa frase —la de las calabazas de su hermana— no le gusta. Ya no le gustó ni pizca el otro día con lo bien que se lo estaba pasando. Teretorris la soltó —¡zas!, como un dardo—, seguramente sin mala intención, pero le aguó la fiesta. Aunque (ya entonces se dio cuenta) era una frase absurda. ¿Cómo contar con lo que ocurrirá después si todavía no ha ocurrido?
El canario se pone a cantar y la vieja lo mira sonriendo. «Cada cosa a su tiempo», dice con voz enigmática. «A su tiempo.» De pronto le parece entenderlo todo. ¿Cómo ha podido ser tan estúpida? Y se siente capaz de poner orden al galimatías de imágenes y enmendar a Teretorris que el otro día se pasó de lista. Porque su hermana mandó a Rubén a «freír espárragos», cierto. Pero en la fiesta nada de todo esto había ocurrido aún. Rubén la pretendía… a ella. Con su traje vaporoso y sus rizos de peluquería. Sí, Rubén sólo tenía ojos para ella, la pequeña (ahí está la razón del desaire de su hermana, años después, rencorosa y resentida, incapaz de dominar su orgullo). Ahora lo ve con claridad. La primera, en la lista de preferencias, es ella, Emi. Y antes de que Emi le rechace (porque eso está comprobado: que Emi terminará rechazándole y obligándole a ponerse de rodillas) bien podría haber sucedido un montón de cosas. Ahí están. Las cosas. En su tiempo. Aquello…
Quiere volver a la fiesta. Necesita regresar al jardín de las tisanas y los ponches. Pero hoy no acudirá a la mediación de Teretorris. Dice «Rubén, Rubén, Rubén, Rubén…». Cuando cae agotada, a punto de dormirse, oye su voz.
—Aquí estoy, Emi. Siempre a tu lado.
Pero Rubén no está a su lado sino al fondo de un corredor oscuro. Primero se sorprende. Luego recuerda que es de noche. Es su primera fiesta de noche.
—Ven —dice Rubén—. No tengas miedo.
La noche de hoy no se parece a las otras noches. No sabe por qué. Pero es distinta. Anda ligera por el pasadizo oscuro, como si se hubiera desprendido del cuerpo, como si lo hubiera abandonado en cualquier sillón de la galería. Y, mientras avanza sin sentir sus piernas y se acerca al punto de luz donde está Rubén, se da cuenta de que sobre el trajecito vaporoso recién planchado se ha puesto la chaqueta azul marino con el ribete blanco. Le gusta, sí. Pero no le cuadra. En su tiempo la chaqueta ribeteada no existía.
—Ven —repite Rubén—. Te estoy esperando.
La vieja se detiene. Frunce el ceño. «Esperando…», murmura. «Esperando…» Toda la vida se le aparece de pronto como una interminable sala de espera. Se ajusta la chaqueta, retoca su peinado… ¿Para qué correr? Piensa: «Hazte valer, Emilia. Hazte valer»… Pero sólo dice:
—¡Ja!
Y reemprende el paso. Despacio. Muy despacio. No tiene prisa. Sabe que ya nadie se atreverá a interrumpir su sueño. El verano no ha hecho más que empezar. Y la noche, esta vez, no acabará nunca.