El provocador de imágenes

AUNQUE suelo presumir de una memoria excelente y algunos hechos de mi vida así lo atestiguan —no confío en mi secretaria y sólo uso la agenda en contadas ocasiones—, hay ciertos datos que escapan ahora a mis intentos de ordenación y emergen del pasado envueltos en una nube de sombras y murmullos. No consigo recordar, por ejemplo, la primera vez que me crucé por los pasillos con mi amigo José Eduardo E. ni, tan siquiera, si este encuentro ocasional tuvo lugar algún día. Pero lo cierto es que su voz, extrañamente parecida a la de un famoso doblador de entonces, me produjo, aquella mañana, una incómoda sensación de familiaridad.

Estábamos en septiembre y llevábamos ya varias horas aguardando turno frente a la ventanilla del Negociado de la Facultad. Era un día lluvioso y tristón. Los paraguas se amontonaban en un ángulo del vestíbulo, chorreantes, rezumando una humedad molesta sobre el serrín agrupado en pequeños montículos. Los maquillajes de las chicas parecían más llamativos que de costumbre y algo semejante debía de ocurrir con sus vestidos, aún veraniegos y vaporosos, ahora lamentablemente empapados y salpicados por motitas de barro. La espera había terminado con mi paciencia y me sentía malhumorado. Una estudiante de rostro bonachón y carnes generosas clavó su finísimo tacón de aguja en el dedo gordo de mi pie. No me dio tiempo a reaccionar. Las varillas de un paraguas sin cierre pugnaban por hundírseme en el costado. Tomé conciencia de la proximidad de la ventanilla y casi me precipité sobre la única persona que me separaba de mi objetivo. Entonces oí su voz.

—José Eduardo Expedito —dijo.

La funcionaría había dejado de teclear.

—¿Expósito?

—No —repitió la voz—. Expedito. —Y luego, en el tono cálido y condescendiente de quien se halla habituado al mismo, invariable equívoco—: No es apellido sino nombre. San Expedito glorioso, 14 de abril, patrón de las urgencias.

Me fijé en su cogote y vi que usaba gomina. El cuello de la camisa aparecía ligeramente chamuscado, pero el tejido era de cierta calidad, el colorido aceptable y la combinación con un jersey de lana cruda, discreta. Mis ojos se hallaban tan cerca de su espalda que pude observar, con toda nitidez, una línea de puntos discordante. Es un jersey hecho a mano, pensé, una madre, una abuela quizá. Los empujones habían remitido un tanto y logré separarme unos centímetros: la textura, desde aquella distancia, parecía perfecta. Es un jersey hecho a mano, insistí, aunque, cosa curiosa, se diría que pretende imitar a los confeccionados en serie. Es decir, lo pretende descaradamente.

La empleada masculló una cifra con voz mecánica y por un momento el punto de espiga color crudo, la nuca engominada y el cuello raído se entregaron a una curiosa danza arrítmica. Buscó en un bolsillo y luego en otro. Se agachó un par de veces y hurgó en una bolsa deportiva. De pronto, y sin que mediara transición alguna, se relajó por completo. Sacó del interior de su camisa un sobre arrugado, se hizo repetir el importe de la matrícula y, con una lentitud que me pareció afectada, ordenó sobre el mostrador unos cuantos billetes y algunas monedas. No sé si mi obligada proximidad le había molestado o si se trató en efecto de un accidente, el caso es que, al voltearse, la colilla de su cigarrillo perforó mi impecable gabardina. «Perdón», dijo. Pero sus ojos negros y brillantes no mostraron congoja alguna.

Tampoco puedo precisar, sin riesgo a equivocarme, quién se acercó a quién por primera vez; si nuestro encuentro definitivo tuvo lugar en el interior de la facultad, en sus jardines o en cualquiera de las tabernuchas que en aquella época solía frecuentar. Ni siquiera me atrevería a afirmar que ciertos encendedores, bufandas o relojes de pulsera con los que yo acostumbraba a juguetear mientras conversábamos y que, dada mi desidia, a menudo extraviaba, fueran los mismos que pocos días después aparecían en los bolsillos, cuello o muñeca de J. Eduardo con alguna pequeña, ligera, casi imperceptible variante. Todo esto sucedió hace bastantes años y lo único que me siento capaz de asegurar es que nuestra amistad fue el producto de una convivencia larga, un proceso lento jalonado de los más inverosímiles encuentros en distintos lugares de Europa, una historia de fidelidades y devociones un tanto incomprensible o sorprendente para los demás compañeros de aulas y pasillos.

Porque él, J. Eduardo E., era un estudiante becado de ternos deslucidos y zapatos ajados, y yo, H.J.K., el reverso de la medalla. Tenía el futuro resuelto de antemano y mis largas jornadas en la facultad transcurrían ociosas en las mesas del bar, discutiendo con unos y otros, planeando fines de semana en la montaña o intentando conseguir una cita púdica con la más agraciada de las escasas estudiantes. Nuestras diferencias económicas y, por lo tanto, la distinta actitud a la hora de enfocar el año académico le hicieron mostrarse cauto durante varios cursos. Me dejaba hablar largo y tendido, invitarle a fiestas y almuerzos (en los que solía, si el número de invitados era elevado, mantenerse al margen con una beatífica sonrisa en los labios), y contarle, con la presunción de un joven de mis características, mis exiguos escarceos amorosos o mis adolescentes luchas generacionales.

Tan grandes eran sus aparentes dotes de auditor y tan parcas sus intervenciones personales —alguna que otra interrogación aislada, un Cómo o un Por qué soltados en el momento más inesperado— que, poco a poco, fue ganándome una incómoda sospecha: José Eduardo E. no sólo me tenía sometido a una tenaz observación sino que, además, dirigía por entero mis confesiones. Este hallazgo, lejos de impulsarme a rehuir su compañía, aumentó mi interés por aquel comedido compañero de aulas. Me sometí gustoso a sus interrogatorios —sus supuestos silencios, como había comprobado ya, no eran más que hábiles interrogatorios— y me ofrecí a acompañarle a clases, conferencias o seminarios.

Me admiró la pasión que mostraba mi amigo por los más tediosos temas jurídicos, pero sobre todo su tenacidad en interrumpir las clases, alzar el brazo y defender tesis con las que, me constaba, estaba en profundo desacuerdo. A veces dotaba a sus intervenciones de un rebuscado acento anglosajón, otras se fingía tartaja o ceceoso; una mañana, en fin, simuló un desmayo que a casi todos convenció. Aunque nunca me habló de la razón por la que se tomaba tantas molestias me pareció comprender, ahora que empezaba a conocerle íntimamente, que su desmedida curiosidad por las reacciones de sus semejantes le conducía a someterlos a las más diversas pruebas y trabajos.

Fue más o menos por esas fechas cuando, emocionado, me mostró su llamamiento a filas (la ocasión, me dijo, de experimentar en un mundo ajeno) y cuando, también, intentó persuadirme de su profundo amor hacia dos hermanas gemelas a las que, con su obstinado acoso y frecuentes insidias, logró seducir y por consiguiente enemistar. El día en que una de ellas canalizó sus celosías y rivalidades en un sonoro bofetón propinado en la mejilla de la otra (por un momento el reflejo en el espejo quedó distorsionado), Eduardo contempló la escena con una mueca de placer, cerró los ojos como para fijar la imagen en su retina, ejecutó un arabesque al estilo de las grandes figuras y abandonó jubiloso el local. No es necesario añadir que, desde aquel día, las mellizas debieron considerarse definitivamente rechazadas.

Pero sus deseos de experimentación no se mantuvieron siempre en el mismo grado ni tuvieron por objeto exclusivo las reacciones del género humano. Recuerdo ciertas épocas en que su curiosidad ilimitada se centraba en ahondar en un saber concreto o en dominar todo lo relacionado con una materia determinada. Logró así convertirse en una eminencia en el conocimiento de sánscrito y poseer, casi al mismo tiempo y de forma harto misteriosa, los secretos y artilugios de la más exquisita cocina francesa. Esta ciencia —que rememoro aún con terror— conseguiría transformar a Eduardo en uno de los seres más irascibles que haya conocido jamás. Discutía las dimensiones de las mesas, la altura de los asientos, el diseño de las copas o la profundidad de los platos con el mismo ardor con que se permitió rechazar en cierta oportunidad un correcto mantel a cuadros sin razón aparente. Todo, según él, se hallaba en estrecha relación con el menú seleccionado y no era infrecuente verle incorporarse a mitad del almuerzo, exigir el inmediato cambio de la cubertería o ponerse a trajinar con las lámparas del local a fin de conseguir una iluminación adecuada. En algunos establecimientos era idolatrado; en la mayoría temido como a la peste. Mostraba una preferencia morbosa por restaurantes de cierto renombre y en días de admirable discreción se había contentado con anotar en una libretita algunas de las irregularidades halladas, aunque, para mi desgracia, no fuera éste su comportamiento habitual. Una canallesca expresión de malignidad infantil solía acompañar sus protestas y un peculiar carraspeo, entre el sarcasmo y la tos, las remataba. Inútil resultaría aclarar que todos mis esfuerzos por hacerle entrar en razón estuvieron condenados al fracaso o que, tal vez, fortalecieron aún más su incontenible necesidad de explicar a los maîtres cómo debían presentar sus especialidades, a los cocineros cómo sazonarlas y a los comensales cómo ingerirlas. Una noche fuimos expulsados de Maxim's. En la puerta evité su mirada, pero no me fue posible desoír su carraspeo. Parecía feliz.

Durante sus arrebatos gastronómicos me asaltaba siempre la misma duda: no sabía precisar si lo que pretendía Eduardo era defender sus innegables conocimientos culinarios o si se trataba, una vez más, de poner a prueba a maîtres, camareros, porteros, cerilleras y pinches. O quizás —y los años me darían la razón— el asunto resultaba un tanto más complejo. Terminamos con distinta fortuna los estudios, nuestras vidas se encaminaron hacia objetivos opuestos, pero no dejamos de cartearnos y mantenernos recíprocamente informados. Pude constatar entonces que Eduardo, a pesar de hallarse sumido en otra de sus más duraderas pasiones —la comprobación de las tesis de J.H. Fabre sobre la fecundación de los escorpiones—, no desperdició ocasión de provocar, en sus ratos de ocio, lo que había dado en llamar «imágenes».

Su primera carta, fechada en Bolonia al igual que las siguientes, era escueta: hablaba de su doctorado en leyes e incluía alguna mención aislada al deficiente grado de preparación de la mayoría de sus compañeros de estudios. La segunda, mucho más imaginativa, describía con todo lujo de detalles las ceremonias nupciales del Scorpio Europoeus y su reacción inesperada ante la presencia de una mantis religiosa que, a modo de factor discordante, había introducido una noche en el terrarium. La tercera se centraba en una fabulosa morena de busto altivo, cejas pobladas y funámbula de oficio con quien, me aseguraba, iba a contraer matrimonio en breve.

Al cabo de cierto tiempo recibí la cuarta: la volatinera yacía en un hospital de Ischia aquejada de una misteriosa picadura venenosa, Eduardo había conseguido un puesto de profesor en el este de Francia y su terrarium, de tres por tres de superficie y metro y medio de altura, me era ofrecido desinteresadamente en atención a nuestra probada amistad. Al final, en la postdata y como si el tema le resultara ajeno, me añadía su opinión acerca de unos cortometrajes de ciertos vanguardistas romanos. La palabra «imágenes» aparecía en el centro de una nubecilla de trazo infantil.

Meses más tarde coincidí con Eduardo en París, como tantas veces debía ocurrimos a lo largo de nuestras vidas y, como siempre, por una mezcla de azar y voluntad de encuentro. Conversamos, paseamos, discutimos. Él me mostró sus últimos poemas y yo le pagué la cuenta del hotel. En esa época, lejos ya de anteriores arrebatos, su comportamiento fue en extremo cortés y considerado.

Una noche nos despedimos en la Gare de l'Est. El aguardaba un tren con destino a Estrasburgo y yo intentaba matar el tiempo hasta la salida del talgo que debía conducirme de regreso a Barcelona. En el buffet, mientras devorábamos un par de bocadillos, una mujer menudita de mirada transparente pidió permiso para acomodarse en nuestra mesa. Como siempre en situaciones similares, Eduardo se apresuró a preguntarle nombre, apellido, profesión, deseos y expectativas ante la vida. Pedí una choppe y me evadí respetuosamente de la obligación de conversar. Aquella mujer que decía llamarse Ulla Goldberg, contar treinta y tres años de edad y viajar a Alsacia par plaisir no me interesaba en absoluto. Su duro acento sueco me resultaba grotesco y sus enfermizos cabellos pálidos, cortados al estilo de cualquier institutriz de pesadilla, me parecieron de una total falta de respeto a las posibles ideas estéticas del prójimo. Reparé en los enormes zapatones que ahora movía nerviosa y mi mirada cambió al instante de dirección. Sin embargo Ulla Goldberg, la poco atractiva Ulla Goldberg, iba a resultar de una importancia capital en el futuro de José Eduardo. Les dejé a la entrada del andén (la sueca Ulla había insistido en transportar ella sola el equipaje de mi amigo) y me decidí a abandonar la estación, montar en un taxi y esperar la salida de mi ferrocarril en Austerlitz.

Durante mucho tiempo dejé de recibir noticias de Eduardo e interpreté su silencio como alguna nueva fascinación científica. Cierta vez me había hablado de lo apasionantes que le parecían los artrópodos en general, pero, sobre todo, de la complejidad maravillosa de los epiginios o conjunto de órganos genitales externos de las hembras de las arañas. Era posible, también, que hubiera sucumbido a las delicias de la cerveza alsaciana o se empeñara en discutir a diario con los mesoneros del canal acerca de la forma más ortodoxa de elaborar una choucroute o hervir una salchicha. No se me ocultaba, en fin, la eventualidad de un interés desmedido por averiguar las auténticas causas de ese curioso rubor permanente y moteado que adorna las mejillas de los estrasburgueses y les hace tan similares a su plato regional. Pero la realidad, la verdadera razón de su mutismo, superó todas mis previsiones. Ulla, la insípida señorita Goldberg, se había convertido en la fiel y servicial compañera de Eduardo. Ocupaban una bonita casa a orillas del Ill, llevaban una vida recogida y sólo salían, en contadas ocasiones, para pasear, ir al cine o asistir a las clases que, cada vez con mayor desgana, impartía mi amigo en la Faculté Internationale de Droit Comparé. No se podía afirmar, en honor a la verdad, que Eduardo se mostrase feliz y colmado, sino más bien todo lo contrario: parecía sujeto a una agitación constante o a una necesidad, casi patológica, de no separarse ni un momento de su compañera. Tuve oportunidad de visitarles camino de Alemania y, a estas informaciones proporcionadas por un amigo común, debí añadir alguna precisión más acerca del estado físico de Ulla. Se la veía delgada, ojerosa y pálida. Si no fuera porque la impresión que me había causado en nuestro primer encuentro no admitía apostilla alguna, añadiría que, incluso, visiblemente desmejorada.

Me obligaron a alojarme en su casa y no se molestaron en evitarme el suplicio de sus constantes discusiones. Pude enterarme así de que, después de un prolongado noviazgo en el que Eduardo combinó con precisión matemática la más fogosa pasión con el más terrorífico desprecio, la sueca había pasado a compartir su lecho de forma cotidiana. No se sabía a buen seguro —y yo, como invitado, me sentía altamente incómodo— si aquel proyecto de mujer era su esposa, su madre, su gobernanta o quizá tan sólo su cocinera, pero lo cierto es que las humillaciones que le infligía en público me hacían sospechar las que debía de depararle en privado. Esta situación, insostenible a los ojos de un extraño, parecía fascinar a Eduardo. Se diría que, por fin, después de largos años de búsqueda, había encontrado el cobaya perfecto en ese ser escuálido que se prestaba sin pestañear a cualquiera de sus caprichos.

Sus relaciones, su misma presencia bicéfala, me empezaban a fastidiar considerablemente. Quizás hubiera debido abandonar desde el primer momento la acogedora casa ribereña y mudarme a un anónimo hotel donde reposar tranquilo, pero mi tradicional incapacidad de tomar resoluciones rápidas me hizo postergar lo que, poco tiempo después, se revelaría inevitable. La tarde, al fin, en que Eduardo me confesó sus últimas ocupaciones, comprendí de pronto la extraña serie de gritos, aullidos y ruidos mecánicos que a menudo interrumpían mi sueño y que, hasta entonces, no me había logrado explicar. Porque las noches en la bonita casa estrasburguesa habían sido, si cabe, todavía más desapacibles que los días. Ahora, cuando Eduardo me mostraba entusiasmado la extensa —y al parecer completísima— colección de revistas y libros que él denominaba «la adorable biblioteca sadopornográfica», entendí además la inhumana palidez de Ulla y la preocupante agitación que parecía dominar el cuerpo de mi amigo a cualquier hora del día. Al montón de publicaciones sobre el tema siguió una exhibición de los más diversos aparatos, máquinas y herramientas que Eduardo insistió en mostrarme con un particular arrobo y un brillo burlón en la mirada. La presencia de una tuerca enorme ornada de cuchillos y provista de un regulador de temperaturas me dejó suspenso. Sin embargo, no debía de tratarse de lo mejor, porque Eduardo no le prestó excesiva atención y, casi enseguida, arrancándome el artefacto de las manos, pretendió que le acompañara al desván y conociera sus últimos ingenios.

Fingí una cita urgente y desaparecí por la puerta del jardín. Los nuevos pasatiempos de mi amigo me parecieron indignos y juzgué inútil mantener una conversación sobre el tema. Aquella noche me refugié en un hotel de paso y dudé durante un buen rato en contratar los servicios de una prostituta o perderme tras los vapores del schnapps en cualquiera de las numerosas cantinas. Hice lo primero, pero no me privé de lo último. Cuando debía de hallarme a la altura de la séptima copa, o quizá de muchísimas más —recuerdo una violenta discusión al final de la velada sobre el particular—, un grueso alsaciano, empeñado en hacerme invitar de forma continuada a la concurrencia, me palmeó la espalda con aire confidencial. «On vous attend à la porte», dijo. Alcé los ojos con esfuerzo y distinguí una tambaleante silueta blonda que, dada la pesadez de mi estado, tomé al instante por la chica flacucha y pintarrajeada que había abandonado en el hotel. «Viens ici!», dije con una voz que, incluso a mí mismo, me pareció excesivamente ebria. La mujer avanzó con pasos lentos y se acodó en la barra del bar. Llevaba una maleta que de inmediato reconocí como propia. Intenté concentrar mi atención en aquel rostro que ahora se me presentaba como las partes dispersas de un rompecabezas, pero tardé aún algunos minutos en identificarlo. Ulla, el perro apaleado y humillado, la mujer cuya sola presencia me hacía sentir náuseas, se había desplazado hasta la más baja cantina de La petite France (¿cómo pudo averiguar que yo estaba allí?) para devolverme mi equipaje. Me incorporé penosamente y me acerqué hasta ella. Una masa grisácea con fragancias de schnapps se desparramó por su enfermiza cabellera. Al día siguiente, cuando víctima de una fuerte resaca me desperté en el hotel, recordé la poco airosa anécdota y reí de buena gana.

Sin embargo, la sombra de Ulla no dejó de atormentarme durante algunas semanas. La recordaba constantemente en su última posición, acodada en la barra de la taberna, mirándome con aquellos ojos traslúcidos que ni siquiera cambiaron de expresión cuando yo —ignoro si en un estado realmente inconsciente— derramé mis excesos alcohólicos sobre su irritante flequillo. La recordaba, y algo en ella que no podía precisar me hacía verla como un ser inhumano fuera de toda posible lógica.

¿Cuál podía ser el origen de mi indominable repulsión? Recorrí mentalmente su cuerpo insignificante, su piel mortecina, aquellos labios viscosos, su mirada. ¿Un cierto aroma? ¿Una manera peculiar de sentarse y cruzar las piernas? ¿Su calzado, quizás? ¿O tan sólo su admirable insistencia en combinar lo a todas luces incombinable? Zapatos beige, jersey rosado, falda celeste… Me acordé de repente del intrépido Jonathan Harker y su llegada al misterioso castillo transilvano. Le envidié. El conde, por lo menos, era un sabio fascinante. Excelente conversador y hombre de educación exquisita, solía narrar junto al fuego toda suerte de historias, batallas o guerras, sucedidas varios siglos atrás, con la maestría y el colorido de quien ha tenido el milagroso privilegio de presenciar los hechos. Sin embargo, aquellos dientecillos menudos y afilados que asomaban de pronto; la excesiva proximidad de su boca al dar con toda cortesía las buenas noches; la turbadora fetidez que acompañaba su aliento… Harker podía formularse muchas preguntas, pero los motivos de su rechazo tenían siempre un nombre, una localización concreta. Nada más lejos de lo que me sucedía a mí. Precisamente lo contrario de lo que me estaba sucediendo a mí. Pensé entonces en el brillante doctor Victor Frankenstein y su terror incontenible ante el primer signo de vida de su criatura. Unos párpados que se abren, un suspiro… ¿No era eso lo deseado? Sí… pero demasiado grande. Una escala demasiado grande. Justo el punto que separa la hermosura de la monstruosidad… Y, por fin, con la luminosidad que precede al hallazgo, apareció ante mis ojos la siniestra figura de Hyde. Ése era el camino. Hyde provocaba una aversión indefinible emanada de su propia inhumanidad. Como Ulla Goldberg. Exactamente igual que Ulla Goldberg.

Ulla, me sorprendí pensando, es imposible y, con un angustioso escozor de estómago, rememoré las desagradables escenas que la extraña pareja me había obligado a presenciar e imaginé, con más asco aún, las que sin duda debían de desarrollarse en la alcoba. Ulla, intenté convencerme, no existe.

Y respiré aliviado.

Confieso, en detrimento de mi supuesta sagacidad, que tardé bastante en dar con la clave, aunque no tanto como para no comprender inmediatamente que algo había de cierto en todo aquel manojo de elucubraciones absurdas. Porque si bien resultaba evidente que Ulla era, a pesar de todo, una mujer de carne y hueso, no era, en todo caso, la mujer que pretendía aparentar.

La solución me llegaría de forma inesperada. Me hallaba en Hamburgo y acababa de entrar en una tabernucha para consultar una dirección incierta. Entonces, por el más puro y desafortunado azar, me topé con Eduardo.

Mi amigo, me di cuenta enseguida, estaba totalmente ebrio. Nada en su desaseado atuendo recordaba al flamante profesor graduado en Bolonia y conocedor de las más variadas disciplinas y ciencias. Estaba abrazado a una jarra de cerveza y su mirada turbia parecía encontrar en la espuma mil motivos de sorpresa. Nuestra conversación fue larga y, en algunos instantes, dolorosa. Eduardo acababa de abandonar Estrasburgo, pero no sabía aún adónde dirigirse o si pensaba dirigirse a alguna parte. No me pudo hablar de sus proyectos (simplemente porque carecía de ellos), pero sí, con frases entrecortadas, aludió a su más reciente pasado. «Ulla», dijo con voz brumosa (y yo lamenté que alguien pronunciara de nuevo aquel nombre), «Ulla me ha engañado.» Por primera vez en mucho tiempo me sentí regocijado: ¿una pelea de enamorados? ¿Otro ardoroso latino en la vida sentimental de la singular sueca? ¿O, quizá, los restos de dignidad de aquel frágil cuerpecillo se habían rebelado al fin contra las crueldades de mi amigo? Pedí una jarra de cerveza y me dispuse a consolar al abatido amante. La dirección que minutos antes me había conducido al bar acababa de perder toda su importancia. Pero Eduardo, con un gesto que no me pareció involuntario, derramó el resto de su bebida sobre mi camisa. «Eres un imbécil», dijo.

Las palabras que siguieron luego o, mejor, el alud de frases deslavazadas que Eduardo escupió literalmente sobre mi rostro, me adentraron en una realidad sorprendente. Ulla no era dócil («¡Dócil!», gritaba mi amigo fuera de sí arqueando las cejas), ni sumisa («¿Sumisa?», la pregunta fue acompañada de una estruendosa carcajada), jamás había sido realmente humillada (aquí las carcajadas dejaron paso a un rictus amargo), ni tampoco le había amado nunca (los ojos de Eduardo se llenaron de lágrimas). Ulla, siguió mi amigo a voz en grito y cuando varios parroquianos del local se habían situado ya cerca de nuestra mesa, no era una vulgar farsante (a pesar de que no se llamase Ulla ni fuera finalmente sueca, detalles estos de mínima importancia), ni mucho, muchísimo menos, una débil mental como acababa yo de insinuar con cierta timidez. «Ulla», dijo solemnemente Eduardo, «es una Provocadora.»A partir de esta revelación la voz de mi amigo se hizo cada vez más densa. Ahora, consciente del interés que despertaban sus palabras entre los clientes de la taberna, inició un complicado discurso bilingüe, salpicado de frecuentes «no obstante», «a pesar de todo», «sin embargo» —o de wenngleich, obgleich, so e ich denke—, de muy difícil comprensión para otra persona que no hubiera conocido como yo los singulares entretenimientos del conferenciante. Pude enterarme así de que Ulla («Herausvarderin, herausvarderinl», explicaba Eduardo) era la más grande provocadora de imágenes que ser alguno pudiera concebir. Durante los largos meses de convivencia en el idílico chalet del canal había soportado de su compañero toda suerte de pruebas, ofensas, alabanzas, trabajos e investigaciones. Nunca se le oyó una frase de queja ni en su rostro apareció un mohín de disgusto. Pero aquella mirada de una transparencia inquietante con la que acogía cualquier capricho ajeno, por extraño o contra natura que pudiera parecer, ocultaba una terrible falsedad. Ulla Goldberg estaba experimentando, ensayando o probando («Meerschwein, ein grosses meerschwein») a aquel ingenuo cobaya que el azar había puesto entre sus manos y que —lo que resultaba aún más grave— creía, en su ignorancia, dirigir los hilos de una insulsa marioneta.

No puedo precisar con certeza cómo Eduardo llegó a descubrirse objeto de estudio (esa parte del discurso fue pronunciada casi enteramente en bávaro), pero me pareció entender que la científica Ulla había recopilado la mayor parte de sus impresiones en una agenda en la que simulaba anotar recetas alsacianas, menús macrobióticos e inocentes pasatiempos culinarios. Una mañana trágica, por fin (ahora Eduardo se expresaba en perfecto catalán), la agenda, a la que no había concedido importancia hasta entonces, cayó de forma imprevista en sus manos. Ulla se hallaba ausente, y Eduardo pensó con alegría que aquel modesto memorándum podía depararle alguna que otra pequeña sorpresa: comprobar, por ejemplo, si el desarrollo de su peculiar historia de amor había repercutido en una preferencia por determinados alimentos, o si las cantidades de cerveza consumidas desde que empezó su convivencia habían experimentado, con el tiempo, algún tipo de cambio. Pero la agenda, a pesar de registrar algunos menús sin importancia o las complicadas recetas de bortsch polaco o la harira marroquí, poco tenía que ver con la gastronomía. Una serie de gráficos —cuya comprensión le costaría a Eduardo bastantes días de estudio— aparecían con frecuencia acompañados de numerosas acotaciones. En un principio, el ávido lector los tomó por simples partes meteorológicos pero, a medida que avanzaba en la lectura y lograba penetrar en el hábil lenguaje cifrado, pudo comprobar con un agudo estremecimiento los siguientes extremos: las notas hacían siempre referencia a un tal «J.E.E.», y los supuestos partes, a los que en un principio no había prestado atención, no eran más que auténticas gráficas de conducta referidas de nuevo al «paciente J.E.E.», es decir, al propio José Eduardo Expedito. Atrapado en esta trampa inesperada, J. Eduardo siguió leyendo con codicia, sin despreciar ninguna anotación por banal que pudiera parecerle. Fue así como se encontró con la receta de harira (escrita en sueco y, en contra de lo previsto, rigurosamente auténtica) pero, sobre todo, con infinidad de precisiones acerca de su carácter y una fiel reproducción a lápiz carbón de algunas de sus habituales expresiones o posturas. (También, en unas hojas arrancadas de otro bloc y unidas a las anteriores, aparecía una extensa relación de las posibles conductas del paciente J.E.E. ante determinados estímulos.)Hacía rato que los parroquianos habían dejado de interesarse por el discurso de J. Eduardo y entonaban una melancólica canción alemana. El conferenciante interrumpió de pronto la confesión de su vida, se unió a los cánticos y prorrumpió en sollozos. Seguramente debí haber actuado con mayor energía y retirar el pesado cuerpo de mi amigo (que ahora andaba a gatas por el suelo) de aquella pestilente taberna, pero todos mis intentos por lograr su cooperación resultaron vanos. Eduardo, según me pareció entender, se había convertido en algo tan unido al local como las jarras que el camarero rellenaba sin respiro o como los eructos con que aquellos corpulentos clientes interrumpían el sonido de la cerveza a presión o el tintineo de las monedas. Salí del bar en el preciso momento en que Eduardo, sin abandonar su terráquea posición, intentaba hacerse con todos los restos de alcohol (a veces tan sólo espuma) que adornaban los fondos de los vasos. Sus últimas palabras, pronunciadas en una lengua para mí incomprensible, fueron identificadas por uno de los presentes no recuerdo ahora si como eslovaco, esloveno o esperanto.

Permanecí un par de días en Hamburgo, pero no logré reunir el valor necesario para visitar de nuevo la taberna. Sin embargo, aquel encuentro casual iba a determinar, sin que yo me diera cuenta, muchas de mis posteriores decisiones. Tenía cierta prisa por alcanzar Toulouse —un negocio importante reclamaba mi presencia— pero, de una forma inconsciente, fui retrasando mi llegada. Huí de las tediosas autobahnen y escogí el camino más indirecto posible (Postdam, Gotha, Fulda, Coblenza, Nuremberg, Berchtesgaden, Ulm, otra vez Fulda, Dortmund, Aquisgrán, de nuevo Coblenza, Tubinga, Friburgo y Baden-Baden). Empleé dos semanas en el recorrido y consumí diez veces más de la gasolina prevista. De Baden-Baden me dirigí a Estrasburgo. No sabía a ciencia cierta lo que iba a hacer allí —y mi terrorífica agenda se empeñaba en recordarme a cada paso mi considerable demora con respecto a la cita—, pero cuando llegué a la capital alsaciana me sentí poseído de una agradable excitación. Alquilé una habitación en el mejor hotel y contesté con vaguedades a la siempre molesta pregunta acerca de la probable duración de mi estancia. Empecé por pasearme sin prisas por el canal (un día, dos, tres días), hasta encontrarme frente al chalet que, pocos meses antes, fuera la vivienda de una pareja amiga. El vistoso A Louer colocado en la fachada no me sorprendió lo más mínimo. Abandoné mi recorrido por las riberas del Ill y me dediqué a conocer todos y cada uno de los numerosos restaurantes de la ciudad. Al cabo de unos quince días mi estómago emitió claras señales de protesta y mi rostro empezó a adquirir un tono sonrosado que me desagradaba en extremo. Así y todo no sólo no deserté de mi periplo gastronómico sino que, incluso, lo amplié con la visita nocturna a todo tipo de tabernas, bodegas y discotecas. Cuando llevaba ya cerca de un mes y comenzaba a chapurrear algunas palabras de alsaciano —la cita de Toulouse había quedado definitivamente olvidada—, mis pasos, tras una noche de tabernas por La petite France, me encaminaron hacia el pequeño bar, testigo, unos meses antes, de mi primera borrachera estrasburguesa. La noche era fría y los cristales empañados apenas dejaban traslucir los contornos imprecisos de la ruidosa clientela que ahora se balanceaba al ritmo de una cancioncilla popular. A juzgar por los aspavientos con que era acogida cada estrofa, debía de tratarse de algo muy picante o atrevido. O quizá, pensé, de todo lo contrario. Confieso que nunca logré penetrar el extraño humor de los habitantes de aquella zona caprichosamente tratada por la historia y que mis escasas comunicaciones con los nativos estuvieron siempre presididas por el alcohol. Vacilé en abrir los pesados portones con olor a Kolberg, pero un vientecillo pertinaz decidió por mi dubitativa mente.

Me senté ante una mesa vacía y esperé. Durante todos aquellos días, y a pesar de que nunca me lo había formulado explícitamente, no había hecho otra cosa que aguardar. No tenía ningún motivo razonable para suponer que la persona aguardada debía hallarse por aquellas fechas en la ciudad, pero un sexto sentido me indicaba que tal posibilidad era más que factible. Dirigí mis ojos a la barra y me topé con el grueso alsaciano que, tiempo atrás, había conseguido terminar con mi paciencia, mi bolsillo y mi resistencia gástrica al schnapps. Junto a él una mujer rubia atendía con una paciencia pasmosa a la clientela. La miré con cautela y esperé a que se colocara de lleno dentro de mi ángulo de visión, hecho que tardó cierto rato en producirse, pero que colmaría, por fin, mi corazón de un agradable cosquilleo. Ahora no había duda. El rostro demacrado y pálido, el cabello enfermizo y ralo y, sobre todo, aquellos ojos que parecían desconocer sus propias posibilidades de movimiento, se hallaban ante mí, a una distancia inferior a un par de metros.

Me acerqué a la barra con una sonrisa en los labios. «Señorita Goldberg», dije, «porque usted es mi gran amiga la señorita Goldberg, ¿no es cierto?» Ulla me devolvió la sonrisa. Se la veía muy atareada lavando jarras de cerveza y atendiendo los constantes pedidos del dueño del local. Esperé a que sirviera cuatro choppes a unos estudiantes y la abordé de nuevo: «Trabaja usted aquí con regularidad, por lo que veo». La frágil cabecita asintió levemente pero no me prestó mayor atención. Decidí entonces tocar el tema que me interesaba de forma directa. «¿Sabe algo de Eduardo?», pregunté con voz saltarina y despreocupada. Aquí la afanosa camarera me miró por primera vez con detenimiento. «Sí», dijo y, abandonando las jarras a medio lavar, se secó lentamente las manos con una toalla. Miró las manecillas de un vetusto reloj de pared e hizo un significativo gesto al propietario. Su jornada, me pareció entender, había terminado. «Sí, sé algo de Eduardo», repitió con voz pausada y en sus ojos, cosa insólita, apareció un leve brillo desconocido. Me acodé con tranquilidad en la barra y le solicité, a pesar de que su horario había concluido, el impagable favor de servirme una cerveza. «¿De nuevo en Bolonia?», pregunté. «¿O ha decidido quizá continuar con sus estudios de sánscrito?» Ulla se había servido una naranjada. Sus ojos seguían brillando de forma inhabitual. «No», dijo con un curioso rictus que interpreté como alegría, emoción o sentimiento de triunfo. «Nada de eso.» Detuvo su mirada en la mía y yo me sentí atravesado por finísimas agujas candentes. «Algunos clientes viajan con frecuencia al otro lado de la frontera. La información coincide siempre, aunque los lugares por donde se mueve tu amigo son muy diversos: Frankfurt, Múnich, Berlín.» Asentí con la cabeza esperando la revelación final. El dueño del local (¿su nuevo objeto de investigación?) no me quitaba la vista de encima. «Eduardo», siguió Ulla cada vez más radiante, «se ha convertido en un vulgar alcohólico.» Y, al momento, presa de una incontenible euforia, empezó a relatarme una larga cadena de anécdotas vergonzosas, expulsiones de centros de enseñanza, detenciones, humillaciones y escándalos que parecían, en un crescendo imparable, animar más y más aquel rostro que, en mi ingenuidad, había creído incoloro. Pensé que Ulla pertenecía a una subdivisión detestable dentro del mundo de los provocadores, como piadosamente la había catalogado mi amigo. «Vulgar depredadora», murmuré y, en aquel momento, los recientes y nefastos experimentos de Eduardo me parecieron un inocente juego de niños. Rememoré a mi amigo en la facultad, paseando por los jardines con sus zapatos desgastados, atento al florecimiento prematuro de una buganvilla o al vuelo de un estornino, anotando sus impresiones en una abigarrada libretilla anunciadora de un popular producto farmacéutico. Me acordé de sus delicadas endechas en memoria de los escorpiones hembra y de nuestros paseos por París intentando conseguir en alguna librería de viejo un interesante tratado sobre el origen de las lenguas y su relación científica con la destrucción de la torre de Babel. Reviví a Eduardo instalado en una modesta pensión de Barcelona y combinando el estudio de leyes con lo que entonces constituía su última pasión: la costura. En este punto no pude evitar una sonrisa. Nunca podría olvidar aquellos cursillos de corte y confección por correspondencia —causantes, al principio, de mis peores ironías— gracias a los que, en el reducido lapso de dos o tres semanas, logró cambiar su terno raído por una flamante obra digna de los mejores sastres. Sentí una inmensa ternura por aquel entrañable ser y permanecí aún algunos minutos embebido en mis ensoñaciones. Pero Ulla seguía allí, radiante, vencedora. El sabor del triunfo hacía que sus labios se contrajeran solapando un jadeo y que sus fosas nasales adquirieran, por momentos, dimensiones impensables. «Ulla, perversa Ulla», pensé, «¿cómo un excremento como tú osa compararse a Eduardo?» Sus evidentes muestras de felicidad por su más reciente destrucción (el próximo, a buen seguro, sería el tabernero) me parecieron de una bajeza intolerable.

—Ulla —dije al fin midiendo cada una de mis palabras—. Aparta de tu cabeza esa falsa imagen —y subrayé la palabra imagen en un tono confidencial de profesional o connaisseur.

Ahora el brillo de sus ojos había experimentado una considerable disminución. Encendí un cigarrillo y sin perder mi aparente calma proseguí:

—Es cierto que en los últimos tiempos suele frecuentar bares, tabernas, pulperías, cantinas, vinaterías, bodegas y demás lugares de solaz y diversión. Verdad es también que su actual campo de operaciones coincide en cierta medida con las ciudades que aquí se acaban de enumerar. Pero eso no es todo.

Y sabiéndome escuchado con todo interés no sólo por la destinataria de mis supuestas informaciones (el tabernero se había instalado a su vez en la barra con gesto hosco), me embarqué en una minuciosa descripción de las cualidades de determinadas cervezas y de los progresos que J. Eduardo E. había efectuado en la materia. Porque, como nadie ignoraba, los conocimientos de mi amigo en todo lo referente a vinos eran admirables. ¿O no lo sabía Ulla? No, Ulla no lo sabía. Pero así era. Su absoluta concisión a la hora de determinar las clases, grupos, aromas, linaje o crianza de los caldos báquicos coincidía históricamente con la época en que todas sus energías se habían concentrado en desbancar a Bocuse de su primerísimo puesto en la cocina francesa. ¿Tampoco estaba al corriente, pequeña y singular Ulla? (pero usted, querida, ¿conoció realmente a Eduardo?). Sin embargo, en el vasto conocimiento alcohólico de nuestro común amigo existía una pequeña laguna: la cerveza. Este insignificante olvido, que a cualquier otra persona hubiera traído sin cuidado, le atormentaba desde hacía tiempo. Aunque, ¿qué obstáculos podían interponerse ante un ser privilegiado como él? Apenas ninguno. En escasas semanas de degustación ininterrumpida y de estudios concienzudos sobre su proceso y elaboración, Eduardo se había convertido en una eminencia en el asunto. Podía distinguir con los ojos vendados, la nariz obturada y la boca obstruida (y por consiguiente, sin prestar atención al color, el olor y el gusto) una cerveza de baja fermentación de otra de fermentación alta a una distancia superior a diez metros y dejándose guiar por un raro instinto cervecero que, según los ecos que llegaban de toda Alemania, se le había desarrollado de forma repentina. Averiguar la cantidad de lúpulo contenido en las distintas marcas era un juego de niños para un hombre como él; paseaba la yema del índice por una partícula de espuma y enumeraba, como la cosa más natural del mundo, las propiedades y currículum de aquella bebida que, a modo de prueba, le ofrecían de continuo los más reputados taberneros. Su fama se iba acrecentando de forma tan impresionante que el eminente cervezólogo no podía dar abasto entre las frecuentes invitaciones procedentes de Düsseldorf, Múnich, Bremen, Berlín, Dortmund o Hamburgo, por citar sólo algunas de las numerosas ciudades que reclamaban su presencia. Aconsejado por varios amigos, había llegado a aceptar la cátedra de Cervezología en la Escuela Superior de Ciencias Técnicas de Múnich, pero abandonó pronto sus tareas por considerar que la mayor parte del alumnado e incluso del claustro de profesores no estaba a la altura de sus conocimientos. Finalmente, cansado de explicar a los cerveceros cómo debían elaborar su cerveza y dando la materia como definitivamente conocida y trabajada, se disponía a partir en breve de tierras germanas (su excesiva celebridad le empezaba a resultar molesta) y emprender, allende los mares, altas e interesantísimas investigaciones sobre otros temas, complejos y peliagudos, que en estos momentos acaparaban por completo su imaginación. De Estrasburgo, dije para acabar, conserva un grato recuerdo.

Las mejillas de Ulla Goldberg habían recobrado su habitual palidez enfermiza. Sonreí; el brillo de sus ojos estaba dejando paso a su acostumbrada transparencia inhumana. Miré por un momento sus dilatadas pupilas y en ellas me pareció ver reflejados al tabernero, las mesas, a algunos parroquianos, los espejos del local e incluso a mí mismo. Le tendí jovialmente la mano y estreché la suya con la misma flaccidez con que me era ofrecida. Antes de salir retuve en mi mente su imagen abatida. No podía explicarme cómo había sido capaz de lanzar aquel vómito de falsedades e incongruencias pero me sentía aceptablemente feliz. Después de todo, a Ulla Goldberg nunca la había podido soportar, y José Eduardo E. seguía siendo, como siempre, mi mejor amigo.