Lúnula y Violeta

LLEGUÉ hasta aquí casi por casualidad. Si aquella tarde no me hubiera sentido especialmente sola en el húmedo cuarto de la pensión, si la luz de una bombilla cubierta de cadáveres de insectos no me hubiera incitado a salir y buscar el contacto directo del sol, si no me hubiera refugiado, en fin, en aquel bar de mesas plastificadas y olor a detergente, jamás habría conocido a Lúnula. Fueron quizá mis ansias desmesuradas de conversar con un ser humano de algo más que del precio del café, o tal vez la necesidad, apenas disimulada, de repetir en alta voz los monólogos tantas veces ensayados frente al espejo, lo que me hizo responder con excesiva vivacidad a la pregunta ritual de una mujer desconocida. «Sí, la silla está libre», dije, y, asustada ante la posibilidad de no haber sido comprendida, lo repetí un par de veces. «No espero a nadie», insistí. «Está libre. Siéntese.» Turbada ante mi propia torpeza, me concentré en la taza de café ya fría, la tercera, la cuarta taza de café consumida sin ganas, alargada eternamente por miedo a dejar aquel local, a encontrarme de nuevo en la soledad ruidosa de la calle, a pasear fingiendo un rumbo en atención a esos rostros indiferentes que, en mi desmaña, me hacían sentirme observada. O abandonar angustiada mi único contacto con el mundo y recluirme una vez más en aquella habitación angosta. Un escalón, dos, tres, cuatro. Cinco pisos casi tan ruidosos como las calles de las que pretendía huir. Escaleras desgastadas por el paso diario de cientos de personas que, al igual que yo misma, estaban demasiado asustadas para balbucear un saludo o esbozar una sonrisa. Pero aquel día iba a revelarse distinto. Subí los escalones de dos en dos, con la felicidad de la pesadilla que termina, sonriendo, cantando por primera vez desde mi llegada a aquella ciudad inhóspita y difícil. Subía brincando como una colegiala estúpida, reteniendo en mi nariz aquellos olores que se me habían hecho cotidianos. Sofrito de cebolla, meados de gato, sábanas chamuscadas, serrín. Mis oídos iban saludando con alegría el trepidar de un tenedor contra la clara de huevo, los lloros de los niños, las peleas de los vecinos. Me sentía feliz y, al llegar a mi rellano, pulsé el timbre de la pensión sin importarme la advertencia hasta ahora religiosamente respetada: «Llame sólo una vez. No somos sordos». Al recoger mis cosas, mi última mirada fue para la luna desgastada de aquel espejo empeñado en devolverme día tras día mi aborrecida imagen. Sentí un fuerte impulso y lo seguí. Desde el suelo cientos de cristales de las más caprichosas formas se retorcieron durante un largo rato bajo el impacto de mi golpe.

Releo ahora mi cuaderno de notas:

«… La casa no es tan grande como había imaginado. Consta de un pequeño huerto, un pozo, un zaguán amplio y dos piezas holgadas en la planta baja. La habitación principal es soleada y agradable. Una mesa de nogal de estilo campesino, cuatro sillas recias y un par de butacones mullidos y resistentes constituyen el único mobiliario, si descontamos la enorme chimenea de piedra y las ruinosas estanterías de castaño, demasiado maltratadas por los años para que puedan sernos ahora de alguna utilidad. La impresión no es del todo acogedora pero Lúnula se propone corregirla en cuanto tenga tiempo y paciencia suficientes para ordenar el arsenal de muebles, cuadros y objetos de la más diversa índole que yacen acumulados en el cuarto contiguo: una estancia espaciosa, casi tanto como la anterior, igualmente soleada aunque de momento inhabitable. Aquí las sillas se amontonan sobre las mesas, los sofás sobre los arcones, las muñecas de porcelana sobre los baúles. Hace tanto tiempo que ningún alma ha pasado una escoba que el polvo se introduce en los pulmones y resulta difícil intentar una selección de los objetos necesarios o hermosos. De uno de sus ángulos —el más despejado, afortunadamente— surge la escalerilla de madera que conduce al altillo. Lúnula siente una especial predilección por este lugar, quizá porque fue ella misma quien, hace ya algunos años, colocó el entarimado, reforzó las vigas y decidió las divisiones. Los dormitorios son, sin embargo, muy desiguales. Uno es pequeño y sombrío, sin apenas ventilación ni salida al exterior. El otro, amplio y confortable. Aunque me opuse al principio, Lúnula se ha empeñado en que sea yo, como invitada, quien disfrute de las máximas comodidades».

Siguen luego un dibujo y un plano aproximado de mi nueva vivienda.

Lo recuerdo todo con precisión. Yo volcada sobre el resto de mi cuarto café, sin nada ya que degustar, turbándome más y más con mi propia incomodidad. Y ella sonriendo junto a mí como un ama comprensiva, ordenando con soltura una infusión de verbena, haciéndose oír con su voz amable pero enérgica en aquel local donde, tantas veces como tazas pasaban por mi mesa, tenía que hacer un brutal esfuerzo para imponerme. Pero yo seguía angustiada, sin atreverme a levantar la vista, con el pensamiento, insoportable para mi orgullo, de haber dejado traslucir mis ansias de comunicación, mi soledad, parte de mí misma.

Lúnula, sin embargo, no parecía reparar en mi timidez. Me dirigió algunas preguntas convencionales que yo acogí con alivio y aproveché la oportunidad para indicarle de pasada mi dirección. Allí mismo, junto al bar, frente al viejo almacén de ropa usada. No, naturalmente, nunca había entrado aún en aquella tienda fascinante que mi compañera de mesa parecía conocer tan bien, pero quizás algún día… De momento me contentaba con mirar a través de los escaparates. ¿Un sombrero? Reí a carcajadas imaginando mis veloces recorridos de la pensión al café y del café a la pensión ataviada con un vistoso sombrero de paja italiana, pero acepté la idea. Lúnula reía también divertida y rio aún más cuando, ya en el almacén, se empeñó en calarme una pamela de organdí, una escarcela francesa y dos enormes tocados de tul. Tras el malva de uno de los velos la tienda adquirió de pronto una lividez irreal. ¿Soñaba? Lúnula no dejaba de agitarse, moviéndose continuamente, encaramándose a los altillos de los armarios, amontonando uno tras otro los sombreros desechados. Los espejos, soldados en abanico, devolvían desde todos los ángulos posibles su feliz y sonrosada cara de campesina, el extraño contraste entre su exuberancia sin límites y el bonito vestido de raso pensado, con toda seguridad, para una mujer diez tallas más menuda. Me gustó su decisión, el desprecio que parecía tener de sí misma. Su cuerpo, desmesuradamente obeso, seguía moviéndose sin descanso. Ahora era ella quien se calaba un anticuado sombrero de rafia adornado con gorriones y nidos y volvía a reír con aquellas carcajadas contagiosas y extrañas. Reía como nunca antes había visto yo reír a nadie y los espejos reflejaban una vez más aquellos dientes descascarillados y enfermizos a los que, en cierta forma, parecía iba dedicada su propia risa. Lúnula, la primera mujer que conocí en la ciudad, era lo más distante a una mujer hermosa. Sin embargo, algo mágico debía de haber en sus ojos, en el magnetismo de su sonrisa exagerada, que hacía que los otros olvidaran sus deformidades físicas. Me quedé con un sombrero panamá y mi amiga se empeñó en pagar el importe. Luego, a la salida, nos contemplamos por última vez ante la luna del escaparate. «Vente a vivir conmigo», dijo. «Unos días en el campo te sentarán bien.»

A Lúnula le gusta jugar. Se pasa horas sentada en la mesa de nogal rodeada de naipes, luchando con un solitario muy especial que ella misma ha ideado y, al parecer, de enorme dificultad para un habitual de la baraja. Los otros, los solitarios de manual, no le interesan lo más mínimo. Le gusta vencer, según me ha dicho, pero desecha la facilidad. Por eso, desde hace mucho tiempo, mi amiga inventa sus propios juegos. Nunca rellena los crucigramas del periódico que de vez en cuando trae hasta aquí el cartero del pueblo de al lado, pero, muy a menudo, se construye los propios e intenta luego que yo, poco habituada a este tipo de entretenimientos, se los resuelva. Al atardecer, cuando baja el calor y empieza a canturrear el grillo, nos sentamos en el zaguán y conversamos. En realidad no dejamos de conversar durante todo el día, pero éste es el momento en que Lúnula me pregunta interesada por mi vida, por mis estudios, por aquella ida a la ciudad en busca de trabajo. Hoy, súbitamente animada, he creído recobrar la ya lejana tranquilidad de mi pequeño rincón de provincias, mis sueños de triunfo, mis grandes proyectos a los que en un momento me creí obligada a renunciar. Le he hablado a mi amiga de la imposibilidad de escribir una línea en aquel cuarto maldito de mi antigua pensión, de la necesidad imperiosa de aire libre, de conversar, de mostrar a alguien el producto de mi trabajo. Lúnula ha escuchado atentamente, descuidando sobre la mesa el consabido solitario a punto de concluir, asintiendo con la sonrisa compasiva de quien conoce ya de antemano lo que finge oír por vez primera. Luego me ha pedido el manuscrito y lo ha devorado ávidamente bajo la higuera, algo alejada del zaguán. Parecía tan absorta que cuando me he acercado hasta ella para encenderle un quinqué, me he sentido como una intrusa que interrumpe inoportunamente un acto de intimidad. Ahora, unas horas después, Lúnula sigue leyendo en su cuarto. Lo noto por la luz oscilante de su lamparilla y porque, desde aquí, el dormitorio contiguo, oigo de vez en cuando el sonido característico del papel en manos de un lector ansioso. Antes de retirarse mi amiga me ha dicho: «No está mal, Violeta, nada mal. Mañana conversaremos».

Pero desde hace unos días Lúnula no se ha levantado de la cama. Tiene un poco de fiebre y me ha pedido que retrase mí vuelta a la ciudad. No he sabido negarme ni me he sentido disgustada ante la posibilidad de postergar un poco mi enfrentamiento con el mundo. Sin embargo, hay algo en nuestra convivencia que ha cambiado desde que estoy aquí y que, a ratos, me hace sentirme incómoda. Hoy, por ejemplo, cuando ayudaba a mi amiga a trasladarse al dormitorio espacioso, mucho más adecuado para su estado actual, he visto olvidadas sobre un diván las hojas dispersas de mi manuscrito. Indignada ante esta falta de cuidado, he dejado caer la muda de sábanas al suelo y le he dirigido unas frases de reproche. Lúnula, entonces, ha intentado ayudarme a recomponer el orden, me ha hablado de su fiebre y se ha deshecho en excusas. Sus ojos, más desorbitados que de costumbre, parecían contritos y asustados. «Perdona», decía con un hilo de voz. «Debieron de caerse anoche mientras releía las primeras páginas.» Me he excusado a mi vez y, en señal de desagravio, he restado importancia al asunto. Pero luego, cuando sobre la mesa de nogal pretendía releer el manuscrito, mi disgusto ha ido en aumento. Lo que en algunas hojas no son más que simples indicaciones escritas a lápiz, correcciones personales que Lúnula, con mi aquiescencia, se tornó el trabajo de incluir, en otras se convierten en verdaderos textos superpuestos, con su propia identidad, sus propias llamadas y subanotaciones. A medida que avanzo en la lectura veo que el lápiz, tímido y respetuoso, ha sido sustituido por una agresiva tinta roja. En algunos puntos apenas puedo reconocer lo que yo había escrito. En otros tal operación es sencillamente imposible: mis párrafos han sido tachados y destruidos.

«… En nuestros primeros días de convivencia Lúnula se mostraba preocupada porque yo me encontrara a gusto en todo momento. Cocinaba mis platos preferidos con una habilidad extraordinaria, escuchaba interesada mis confesiones en el zaguán y parecía disfrutar sinceramente de mi compañía. Fueron unos días de paz maravillosa en los que, a menudo, me embargaba la sensación de que para Lúnula era yo casi tan importante como para mí su amistad. Mi amiga debía también, a su manera, de sentirse muy sola. Era joven, imaginativa y arrolladora. Pero, por las injusticias de la vida, no parecía estar en condiciones de gozar de los placeres comúnmente reservados a la juventud. Recuerdo nuestra visita al viejo almacén e imagino nuestro aspecto en el café: una mujer sentada junto a un bulto del que, a primera vista, resultaba difícil distinguir el sexo. Recuerdo también las indiscretas miradas del camarero y las risitas socarronas de una pareja de estudiantes acomodados en la mesa vecina. La exuberancia de Lúnula era difícil de aceptar cuando no se la conocía en profundidad, cuando no se le escuchaba, como yo, relatar historias fantásticas con tanta destreza o dotar de interés a cualquier tema que, de otros labios, nunca hubiese aceptado oír. En cierta forma, mi amiga pertenecía a la estirpe casi extinguida de narradores. El arte de la palabra, el dominio del tono, el conocimiento de la pausa y el silencio, eran terrenos en los que se movía con absoluta seguridad. Sentadas en el zaguán, a menudo me había parecido, en estos días, una entrañable ama de lámina sudista, una fabuladora capaz de diluir su figura en la atmósfera para resurgir, en cualquier momento, con los atributos de una Penélope sollozante, de una Pentesilea guerrera, de una gloriosa madre yaqui. Sabía palabras —o las inventaba quizás— en swahili, quechua y aimara. Ilustraba sus relatos con todo tipo de precisiones geográficas y su conocimiento de la naturaleza era apreciable. Pero, en un mundo de tensiones y barbarie, ¿de qué podían servir todas sus artes? Lúnula, la mejor contadora de historias que haya podido imaginar, se recluía en aquella casa alejada de todo, donde poder dar rienda suelta a su creatividad. Lo demás, los supuestos placeres del mundo, no parecían importarle lo más mínimo.»Esta es la segunda página de mi cuaderno. ¿Por qué hablaré de Lúnula en pasado?, me pregunto ahora.

He subido al dormitorio grande con el manuscrito en la mano. Lúnula se revolvía en la cama, acalorada, sudorosa, con expresión de fiebre. Me ha parecido realmente enferma y no he querido preocuparla más con mis imprecaciones. Sin embargo, mis labios me han traicionado. «En cuanto te cures», le he dicho, «haré mis maletas y me iré.» Ella se ha incorporado con dificultad. «Violeta», ha dicho, «no te comportes como una adolescente y tómate el trabajo de releer mis párrafos.» El esfuerzo la ha agotado sensiblemente. He cerrado la ventana y le he apagado la luz.

Me levanto a las cinco y saco agua del pozo. Un cubo para cocinar, otro para nuestro aseo, dos o tres para la limpieza de la casa y un barreño para refrescar la huerta. En esta operación invierto por lo menos dos horas, pero así y todo —a pesar de que me desenvuelvo mejor que en los primeros días— sé que no resulta suficiente. Las hortalizas han cambiado de aspecto desde que Lúnula no puede ocuparse de ellas y, quizá porque el calor aumenta de hora en hora, las reservas del pequeño aljibe han menguado considerablemente. También las provisiones que hace unos días parecían eternas están a punto de agotarse. Extrañamente, el camión del pueblo que solía pasar por aquí de cuando en cuando parece haberse olvidado de nuestra existencia. «Ocurre a veces», me dijo Lúnula ayer noche mientras cenaba en la mesa de su dormitorio. «Luego, de repente, se acuerdan otra vez y vuelven a pasar.» Pero, mientras, nos hallamos aisladas y algo hay que comer. Por eso esta mañana no he tenido más remedio que matar un gallo. Ha sido un trabajo duro, desagradable en extremo para una persona como yo, totalmente ajena a las tareas de una granja. Lúnula, envuelta en un batín de seda china, se ha encargado de dirigir la operación desde la ventana de su cuarto. «Retuércele el cuello», decía. «Con decisión. No le demuestres que tienes miedo. Es un momento nada más. Atóntalo. Maréalo. No le des respiro.» He intentado inútilmente seguir sus consejos. El gallo estaba asustado, picoteando mis brazos, dejando entre mis dedos manojos de plumas. He sentido náuseas y, por un momento, he abandonado corriendo el corral. Pero Lúnula seguía gritando. «No lo dejes ahora. ¿No ves que está agonizando? Casi lo habías estrangulado, Violeta. Remátalo con el hacha. Así. Otra vez. No, ahí no. Procura darle en el cuello. No te preocupe la sangre. Estos gallos son muy aparatosos. Aún no está muerto. ¿No ves cómo su cabeza se convulsiona, cómo se abren y cierran sus ojitos? Eso es. Hasta que no se mueva una sola pluma. Hasta que no sientas el más leve latido. Ahora sí. Murió. Cerciórate. Un gran trabajo, Violeta.» Y yo me he quedado un buen rato aún junto al charco de entrañas y sangre, de plumas teñidas de rojo, como mis manos, mi delantal, mis cabellos. Llorando también lágrimas rojas, sudando rojo, soñando más tarde sólo en rojo una vez acostada en mi dormitorio: un cuarto angosto sin ventilación alguna al que sólo llegan los suspiros de Lúnula debatiéndose con la fiebre.

Esta mañana me he sentido un poco mareada. Lúnula, en cambio, parece restablecida por completo. Se ha levantado de un humor excelente y ha decidido asumir el trabajo de la casa. Desde el zaguán la he visto accionar la polea del pozo con una facilidad increíble. Los cubos se iban llenando como en un sueño, livianos, etéreos, dotados de vida propia. Luego ha revisado las hortalizas y ha sonreído ante mi inhabilidad: «Violeta, me pregunto a veces qué es lo que sabes hacer aparte de ser hermosa». Me he quedado sorprendida. Hermosa es una palabra que no había oído hasta ahora en labios de Lúnula. Ni hermosa, ni bella, ni agraciada, ni bonita. En sus historias, ahora me daba cuenta, sugería a menudo estas cualidades sin nombrarlas jamás directamente. En cuanto a los objetos, era distinto. En este punto —y recuerdo los objetos del desván— Lúnula solía prodigar epítetos con verdadera generosidad. Las naturalezas muertas eran «soberbias», la cómoda de cedro «deliciosa», las muñecas de porcelana «de una gran belleza»… Es posible que ahora tenga fiebre yo y que mi pobre mente, incapaz de ordenar la avalancha de imágenes que se amontonan en mi cerebro, intente escabullirse como pueda deteniéndose en cualquier palabra pronunciada al azar, concentrándose en el zumbido intermitente de una avispa, sintiendo paso a paso el lento deslizarse de una gruesa gota de sudor por mi mejilla. Pienso noche y día, sombra y luz, leño y fuego, y noto cómo mis pensamientos se hacen cada vez más densos y pesados. A mi lado un viejo maletín de cuero verde, con algunos objetos acomodados ya en el fondo, se empeña en recordarme una antigua decisión. Pero no tengo fuerzas. «Estos días», digo en alta voz por la simple necesidad de comprobar que aún no he perdido el habla, «estos días de calor y trabajo me han agotado profundamente.»Ella en cambio parece renacida, pletórica de salud, llena de una vitalidad alarmante. Ahora recorta las hojas de lechuga seca, limpia el jardín de mala hierba, siembra semillas de jacarandá, vuelve a accionar la polea del pozo, riega otra vez, se baña, escoge un conejo del corral y, con mano certera, lo mata en mi presencia de un solo golpe. Casi sin sangre, sonriendo, con una limpieza inaudita lo despelleja, le ha sacado los hígados, lo lava, le ha arrancado el corazón, lo adoba con hierbas aromáticas y vino tinto. Ahora parte los troncos de tres en tres, con golpes precisos, sin demostrar fatiga, tranquila como quien resuelve un simple pasatiempo infantil; los dispone sobre unas piedras, enciende un fuego, suspende la piel de unas ramas de higuera. Ahora me dirige una sonrisa compasiva: «Pero Violeta…, qué mal aspecto tienes. Deja que te mire. Tus ojos están desorbitados, tu cara ajada… ¿Qué te pasa, Violeta?». Pienso también que es la primera vez que habla de ojos, de cara, sin referirse a un animal, a un cuadro. «¡Y qué rara alimentación te has debido de preparar en estos días!… Te noto deformada, extraña.» Intenta disimular una mueca de repulsión pero yo la adivino bajo su boca entrecerrada. «Y esas carnes que te cuelgan por el costado.» Ahora me rodea la cintura con sus brazos. «Tienes que cuidarte, Violeta. Te estás abandonando.» Y sigue con su actividad frenética. Cuidarte, pienso, abandonarte. También es la primera vez que en esta casa se habla de cuidados y abandonos.

El jacarandá florece una vez al año y por muy escasos días, incluso, a veces, por tan sólo unas horas. Es un árbol de la familia de las bignoniáceas, oriundas de América tropical. No necesita atenciones especiales, pero sí un clima determinado y una dosis constante de humedad. Es poco probable, pues, que las semillas que ha plantado Lúnula germinen en nuestro huerto, tan necesitado de agua; es más, si hemos de hacer caso al prospecto que acompaña el envoltorio, tal empresa parece condenada de antemano. Pero Lúnula es capaz de desafiar a cielos y a infiernos. Si nada se logra, nada teníamos y nada se ha perdido; si, por el contrario, nuestros cuidados consiguen algún resultado, ¿existe algo más hermoso y mágico que asistir al florecimiento caprichoso de un jacarandá? Posiblemente no. Y Lúnula me relata una vez más historias de amor que nunca sucedieron, juramentos de fidelidad eterna bajo el auspicio de la pálida flor desagradecida e inconstante, fábulas de veneno, pasión y desencanto. Si uno tiene la suerte, la oportunidad o el placer de ser distinguido por su compañía, deberá cerrar los ojos y formular un deseo. Pero mucho cuidado: el deseo debe ser grande, importante y, sobre todo, inédito. Es decir, jamás debe haber sido formulado con anterioridad porque entonces la flor reina, tiránica y veleidosa, se encargará, por secretas artes y maleficios, de desbaratar cualquier solución feliz que el propio destino ofrezca al suplicante. Ay de aquellos amantes enardecidos que, cegados por su pasión, recorren las llanuras del Yucatán o las espesuras tropicales del Ecuador en busca de la flor antojadiza con un ruego latente en sus corazones. Abrasados por su propio ardor no se dan cuenta de que sus viajes y penalidades son absolutamente inútiles y de que su desgracia está ya fallada de antemano. «Flor injusta y fascinante», dice Lúnula y echa sobre la tierra agrietada el último pozal de agua.

He roto definitivamente mi bloc de notas; ¿para qué me puede servir ya? Sin embargo, he conservado por unos instantes algunas páginas. Basura, pura basura. ¿Cómo se me pudo ocurrir alguna vez que yo podía narrar historias? La palabra, mi palabra al menos, es de una pobreza alarmante. Mi palabra no basta, como no bastan tampoco las escasas frases felices que he logrado acuñar a lo largo de este cuadernillo. Ella en cambio parece disfrutar en demostrarme cuán fácil es el dominio de la palabra. No deja de hablarme, de cantar, de provocar imágenes que yo nunca hubiese soñado siquiera sugerir. Lúnula despilfarra. Palabras, energía, imaginación, actividad. «Lúnula», había escrito en una de esas hojas que ahora devora el fuego, «es excesiva.» ¿Qué he pretendido expresar con excesiva me pregunto. ¡Y con qué tranquilidad intento definir la arrobadora personalidad de mi amiga en una sola palabra! Pienso excesiva, exceso, excedente, arrollo, ronroneo, arrullo y me pongo a reír a carcajadas. ¿Dónde están los ojos de Lúnula, sus manos rasgando el aire, el cuerpo fundiéndose con el calor del verano? ¿Cómo puedo atreverme a intentar siquiera transcribir cualquiera de sus habituales historias o fábulas si no sé suplir aquel brillo especial de su mirada, aquellas pausas con que mi amiga sabe cortar el aire, aquellas inflexiones que me pueden producir el calor más ardiente o el frío más aterrador? ¿Cómo podría hacerlo? Mi bloc de notas arde en el fuego de la chimenea y no siento apenas ningún atisbo de tristeza. Ahora le toca el turno a mi manuscrito. Quiero ojearlo, pero siento una angustia infinita en el estómago. El trabajo de tanto tiempo, pienso. Basura, basura, basura, me dice una segunda voz. Miro por la ventana, Lúnula sigue ocupada en el huerto. Acaba de amontonar las hojas secas y se dispone a prenderles fuego. Intento darme prisa; no soportaría ahora una mirada más de conmiseración. Abro el manuscrito al azar y leo, también al azar, un par de párrafos. Siento los retortijones de siempre ante los errores de siempre. Me aburre mi redacción, me molestan ciertos recursos supuestamente literarios que me empeño en repetir. ¿A quién intentaba engañar?, me digo. No importa a quién pero a ella no. A Lúnula nunca la podré engañar. Me detengo en sus notas: estoy muy cansada y apenas puedo descifrar su caligrafía. Pero no importa. Ella seguramente quiso ayudarme, ¿para qué seguir, pues? Oigo ya sus pasos, pero intento releer algún párrafo más. No encuentro los míos. Están casi todos tachados, enmendados… ¿Dónde termino yo y dónde empieza ella? Lúnula entra ahora y yo me apresuro a derramar una lluvia de folios sobre las brasas. Ella parece no darse cuenta. Se ha acercado al fuego y me ha dicho: «Hoy precisamente empieza el invierno, ¿lo sabías?».

Lúnula, esta tarde, se ha marchado a la ciudad. «Se trata de muy pocos días», ha dicho. «Arreglar unos asuntillos y volver.» Vestía un traje de satén negro y llevaba el pelo recogido tras las orejas. Estaba hermosa. Antes, mientras le cepillaba y trenzaba el cabello, se lo he dicho. Cada día que pasa sus ojos son más luminosos y azules, su belleza más serena. Pero Lúnula conoce demasiado los cumplidos y no me ha prestado atención. Le he pintado las uñas con cuidado y le he preparado el maletín de cuero verde con todo lo que puede necesitar para estos días. También he querido acompañarla un trecho hasta la estación pero mi amiga se ha negado: «Tienes mucho que hacer», ha dicho. Y, en realidad, no le falta razón. En los últimos días, he descuidado totalmente la casa. Voy a tener que limpiar a fondo, dar una capa de barniz a la escalerilla de madera y ordenar todos los vestidos de Lúnula, plancharlos o remendar allí donde los años han desgarrado las sedas. Porque, si me doy prisa en terminar con el trabajo pendiente, quizá me quede tiempo aún para arreglar la habitación de los trastos, seleccionar los objetos hermosos, colocarlos en la otra sala y darle una sorpresa a Lúnula cuando regrese. Además he decidido no utilizar el dormitorio durante estos días. Me acurrucaré aquí, junto a la puerta, como un perro guardián, contando los minutos que transcurran, esforzándome en oír las llantas del camión antes de que pase, vigilando constantemente por si algún zorro intenta devorar nuestras gallinas, colocando recipientes profundos a la primera gota de lluvia, privándome del agua para que nada le falte a nuestro jacarandá (oh, árbol maravilloso, ¿florecerás?, y dime, tú que sabes de la vida y de la muerte, ¿volverá pronto Lúnula?), curtiendo las pieles de los numerosos conejos que he debido sacrificar en los últimos tiempos. Así, cuando Lúnula regrese, todo estará en perfecto orden.

NOTA DEL EDITOR.

Estos papeles, dispersos, deslavazados y ofrecidos hoy al lector en el mismo orden en que fueron hallados (si su disposición horizontal en el suelo de una granja aislada puede considerarse un orden), no llevaban firma visible, ni el cuerpo sin vida que yacía a pocos metros pudo, evidentemente, facilitarnos más datos de los conocidos. Según el dictamen forense, el cadáver que, en avanzado estado de descomposición, custodiaba la puerta, correspondía a una mujer de mediana constitución. En el momento de su óbito vestía una falda floreada y una camisa deportiva con las iniciales «V.L.» bordadas a mano. El fallecimiento, siempre según el forense, se había producido por inanición. Tras un registro minucioso de las dependencias de la casa —cuya descripción, perfectamente ajustada a la realidad, se ofrece en páginas anteriores (párrafo segundo)—, se hallaron numerosas prendas, sábanas, manteles y demás accesorios de uso frecuente en cualquier hogar, adornados con las mismas iniciales que la finada ostentara en el día de su muerte. No se encontraron cartas, tarjetas ni ningún documento de identidad, pero preguntados los vecinos del pueblo más cercano (unos quince kilómetros) acerca de la(s) posible(s) moradora(s) de la granja, pudiéronse reunir los siguientes datos, que, como letra muerta, pasaron a formar parte del ritual atestado. El carnicero del pueblo, hombre de ciertos recursos y poseedor de una tienda-furgoneta con la que solía desplazarse bajo pedido por los alrededores, reconoció haber prestado algunos servicios a la granja y haber atendido, en más de una ocasión, a una tal señorita Victoria. Otros, el cartero y el empleado de telégrafos, por ejemplo, recordaban haber acudido alguna vez al lugar que nos ocupa para despachar correo o telegramas a una tal señora Luz. Todos ellos coincidían en que era de mediana estatura y discretamente agraciada, aunque disentían a la hora de ponderar su generosidad y filantropía. Hubo alguien, en fin, para quien el nombre completo de Victoria Luz no resultó del todo desconocido. Huelga decir, por otra parte, que los nombres de Violeta y Lúnula no despertaron en los encuestados ningún tipo de recuerdo.

Finalmente, un afamado biólogo de la ciudad que solía pasar, por razones familiares, largas temporadas en el pueblo, confesó conocer al dedillo los alrededores del mismo, desplazarse con asiduidad a las granjas vecinas y no haber tenido la ocasión ni la oportunidad —algo que, además, le parecía difícil en estas latitudes— de asistir al florecimiento caprichoso de un jacarandá.