Prólogo

Mundos inquietantes de límites imprecisos

Los relatos de Cristina Fernández Cubas.

Casi todos los prólogos tienen algo de innecesarios, aunque al fin y a la postre también deberían sernos útiles. El lector generoso habrá de olvidarse, pues, del primer aserto y aprovecharse del segundo. Si además, como ocurre en este caso, varios de los cuentos recogidos son fantásticos, se corre el peligro de ofrecer demasiadas claves al lector y de anticiparle las sensaciones que él mismo experimentará por su cuenta, algo que he tratado de evitar. Por tanto, de necesitarlo, puede volver a él tras haber disfrutado de la lectura y extraído sus propias conclusiones. El prólogo se convertirá, de esta manera, en una provechosa confrontación de ideas y en una posible ayuda para completar sus impresiones.

Si un libro de narraciones es como un buque bien estibado —ha escrito Cristina Fernández Cubas—, entonces este volumen, que recoge Todos los cuentos (aclaremos: todos aquellos que han aparecido en sus libros, junto con la continuación de una pieza que Poe dejó inacabada), acaso habría de concebirse como un trasatlántico. De igual modo, un relato debería ser siempre un organismo vivo, de forma que la vinculación con las demás piezas que lo acompañan no se dejara al azar, pues la disposición en el conjunto y las posibles relaciones entre ellas condicionan tanto el significado de cada una como el del grupo. Ese orden «interno, personal, misterioso» —cito a la autora— afecta también al sentido de la totalidad, algo por lo que deberían preguntarse siempre los lectores, e incluso los críticos.

Pero ¿por qué todos los cuentos, tras publicar cinco libros de relatos? Entre otros motivos, para que el lector pueda descubrir aquellas historias secretas o cuentos paralelos (según los ha denominado la escritora) que misteriosamente se generan entre piezas como, por ejemplo, «El reloj de Bagdad», «En el hemisferio sur», «Mundo» o «Ausencia»; o entre diversos objetos que adquieren protagonismo, o incluso a través de los viajes y la búsqueda de la identidad de los personajes. En suma, para apreciar mejor lo que hay de unidad en una perseguida diversidad.

A los cinco libros de cuentos, publicados entre 1980 y 2006, podría haberse añadido alguna pieza más, si bien la autora ha preferido resaltar, con buen criterio, la unidad de los libros conocidos. Se incluyen aquí, por tanto, un total de veintiún cuentos o novelas cortas. Y precisamente con estas narraciones, Cristina Fernández Cubas se ha convertido en una de las cuentistas más prestigiosas del país de las últimas tres décadas, quizá junto a Juan Eduardo Zúñiga, Luis Mateo Díez, José María Merino, Juan José Millás, Enrique Vila-Matas y Javier Marías, por sólo citar a aquellos que yo particularmente prefiero, y sólo por recordar —esta vez— a los que tienen una obra ya cuajada. La autora comparte con los narradores citados el gusto por lo misterioso, enigmático y sorprendente, aunque su concepción del relato sea distinta, y su estilo literario, su prosa, diferente. En otra ocasión afirmé, acaso con excesiva contundencia, que la aparición en 1980 de Largo noviembre de Madrid, de Juan Eduardo Zúñiga, y de Mi hermana Elba, el primer libro de nuestra escritora, supuso el despegue de lo que llamé, algo pomposamente, «el renacimiento del cuento español contemporáneo», tras esos años algo más grises para el género de la segunda mitad de los sesenta y los setenta. Creo que, hoy, el juicio se ha visto confirmado.

Las cinco obras publicadas hasta ahora, de Mi hermana Elba (1980) a Parientes pobres del diablo (2006), en su mayoría deben su título a uno de los cuentos más significativos de cada volumen. Caracteriza a estos cuentos el empeño en poner el lenguaje y la estructura al servicio de la historia, de la intensidad narrativa e inquietud que se desea generar en el lector. La concisión, la precisión y la tensión, conceptos todavía necesarios para definir el género, se consiguen aquí mediante el estilo y a través del desarrollo de las peripecias de los personajes. A su vez, el lenguaje, su uso y peculiaridades, es motivo frecuente de reflexión en estas piezas.

«En general, sitúo mis cuentos en escenarios cotidianos, perfectamente reconocibles, en los que, en el momento más impensado, aparece un elemento perturbador. Puede tratarse de un ave de paso o de una amenaza con voluntad de permanencia. En ambos supuestos, las cosas ya no volverán a ser las mismas. Algo se ha quebrado en algún lugar…», ha declarado la autora. En efecto, todos sus relatos aparecen plagados de situaciones inquietantes, de vueltas de tuerca y sueños convulsos que a veces se convierten en pesadillas. Y en esos mundos de límites imprecisos, varias son las fuentes de inquietud: la visión de la realidad desde perspectivas insólitas; la alteración del tiempo y del espacio; la fatalidad; el viaje (o el desplazamiento) iniciático, pero también los espacios cerrados; el conflicto entre lo inexplicable y la razón; la otredad; los silencios tensos y agobiantes; las obsesiones y la duda sobre la identidad.

Pero vayamos a los libros sin más dilación. Cuando, a finales de los años setenta del pasado siglo, Cristina Fernández Cubas intentaba publicar Mi hermana Elba, encontró cierta incomprensión en las editoriales. Sin embargo, felizmente, el volumen apareció en 1980 en esta misma casa editora, que hoy sigue acogiéndola, en su colección Cuadernos Ínfimos. La crítica del momento recibió aquel primer libro con elogios unánimes, aun cuando todavía íbamos a tardar en apercibirnos de su importancia para el desarrollo del género en España.

Con la aparición de Mi hermana Elba, un nuevo autor reinauguraba en nuestro país una tradición, la que va de Poe (a quien la autora homenajea en «La noche de Jezabel» y en la continuación de «El faro») a Cortázar, que serviría de acicate para el cultivo de un género de escaso prestigio entonces entre los editores, la crítica y el público lector. Aquellos relatos, y los que luego formarían Los altillos de Brumal (1983), se desarrollaban en una distancia media, entre el cuento y la novela corta, aunque con la intensidad y tensión propias del relato. Las tres primeras piezas de Mi hermana Elba me parecen extraordinarias. El conjunto arranca con «Lúnula y Violeta», un relato tan sorprendente como enigmático, en el que la autora se vale del clásico motivo del doble para mostrarnos la conflictiva convivencia en un espacio abierto y, a la vez, cerrado —una granja en el campo— entre dos personalidades distintas pero complementarias: una mujer atractiva que escribe y una gran contadora de historias, poco agraciada, pero hábil y hacendosa. El desenlace, como será habitual en la autora, nos aporta alguna respuesta, al tiempo que nos suscita nuevas dudas.

«La ventana del jardín», el primer cuento que escribiera la autora, es una asombrosa complejidad. Narrado en primera persona, en él se utiliza una de las estructuras características del relato de terror: la llegada de un hombre a un lugar desconocido donde empiezan a ocurrirle hechos que no acaba de explicarse, como —por ejemplo— sucede en Drácula, libro que la autora suele citar como punto de partida. De este cuento destacaría la extraña relación que se crea entre el matrimonio Albert y su hijo, el enfermizo Tomás, por un lado, y el narrador-personaje que los visita en la granja que ocupan, aislados en el campo, por otro. Conforme avanza la trama, en medio de una atmósfera de inquietud y de duda, no sólo se pone en cuestión la credibilidad del narrador, sino que en el desenlace mismo se añaden otros misterios a los ya existentes.

La pieza que da título al volumen, «Mi hermana Elba», es la historia de una breve complicidad, la que la narradora (de once años) entabla en el colegio con Fátima (de catorce años), excelente contadora de historias, quien la domina a su antojo, y también con Elba, su hermana pequeña (de siete años), dueña de «habilidades» extraordinarias. Juntas descubren nuevas dimensiones de la realidad, si bien, tras las vacaciones de verano, las chicas irán abandonando definitivamente la infancia, con los ritos de paso que acompañan a este proceso.

Se cierra este primer libro con «El provocador de imágenes», relato narrado por un hombre, al igual que «La ventana del jardín», «El lugar», «En el hemisferio sur», «Helicón», «El legado del abuelo» (un niño en este caso) o «La fiebre azul». En aquel cuento, en el que se aborda el tema del burlador burlado, un personaje llamado H.J.K, recuerda su pasado remoto, en concreto la peculiar relación que mantuvo durante mucho tiempo con José Eduardo Expedito, a quien conoció durante los años de universidad, para contarnos que éste, un obsesivo «provocador», ha encontrado la inesperada horma de su zapato…, lo que no impedirá que H.J.K acuda en defensa de su amigo.

Tras calibrar ahora, quizá con algo más de claridad, el alcance de este primer libro, podemos afirmar que la narrativa de Cristina Fernández Cubas bebe de los cuentos orales que la autora oyera en la infancia, historias de las que se quedó impregnada, un bagaje al que iría sumando diversas lecturas en su edad adulta, perfectamente asimiladas: de Frankenstein, de Mary Shelley, a la obra de Carson McCullers; de las historias góticas a Henry James.

Ya en 1983 aparece su segundo libro, Los altillos de Brumal, compuesto por cuatro piezas antológicas. La primera, «El reloj de Bagdad», vuelve a ocuparse del fin de la infancia («tiempos de entregas sin fisuras») y de lo que en ella hay de credulidad e inocencia. El relato transcurre en el mundo cerrado de una casa, en donde el protagonismo lo tienen las viejas criadas, sobre todo Olvido, y los niños que escuchan embelesados sus historias de ánimas. Hasta que el padre adquiere, en un anticuario, un viejo reloj de pared con el que se inicia un periodo de transformaciones y se instala en el hogar lo incomprensible, incluso el horror. Aquí la autora no pretende que lo fantástico abra una grieta en la realidad cotidiana para cuestionar nuestras creencias racionales, sino que se vale de dicha estética para recrear episodios de la infancia que la razón, con sus rígidos mecanismos, no consigue explicar del todo.

En varias ocasiones la escritora ha salido al paso de las interpretaciones gratuitas que le dedicaba la crítica feminista más perezosa. Así le sucedió con el relato «En el hemisferio sur», que también ha sido tachado de fantástico, tal vez con demasiada ligereza. No en vano, este cuento trata sobre la identidad de una escritora que pierde la razón. Y, como ocurría en «La ventana del jardín», donde la voz narradora no parecía fidedigna, aquí —en cierta forma— se resuelve un misterio, mientras que otro se adivina en el horizonte, en torno a la sorprendente tía y la plácida casa que habita junto al mar, y al posible éxito futuro como escritor del narrador de la historia.

«Los altillos de Brumal» es, por su parte, el relato de una prueba y una liberación, de un aplazado viaje de la protagonista y narradora, la indomable Adriana, a la aldea en la que transcurrió su infancia, cuando aún era la niña Anairda. Debe regresar para asumir su pasado y librarse de la perniciosa influencia de la madre, de sus denodados empeños por que la chica no se aleje de lo racional, obligándola a estudiar Historia, y amputándole la fantasía, herencia paterna de Brumal, aldea de brujos o alquimistas. En suma, la historia, en sus componentes metaliterarios, representa una defensa de lo fantástico, entendido como alternativa a la realidad —digamos— lógica, además de una muestra de que existen también otros mundos, si bien casi nunca llegamos a ser conscientes de ellos.

Este segundo volumen se cierra con «La noche de Jezabel», un cuento importante en la trayectoria de la autora en el que, valiéndose de un marco clásico, se narra lo que aconteció durante una cena, en una noche de tormenta, al reunirse varias personas «en torno a una chimenea y contar historias de duendes y aparecidos». De los seis personajes convocados, tres relatan una vivencia; el cuarto reflexiona sobre las peculiaridades de los «aparecidos, fantasmas o simples visiones»; la anfitriona narra y escucha, y un sexto personaje, con sus risas intempestivas, desactiva todo lo relatado: la única historia que sigue con interés es la de Jezabel, en realidad, un cuento de Poe. Sobre el relato planea una pregunta: ¿somos capaces de detectar la realidad cuando se presenta sin adornos? Como ocurre en la narrativa de Poe, lo inexplicable irrumpe en lo cotidiano poniendo en cuestión sus normas, aunque aquí los personajes lo adviertan tardíamente. Y, tras homenajear al clásico por excelencia de los relatos de terror, la autora anticipa cómo serán en adelante sus historias, basándolas más en la vida real que en variaciones de lo que venía dictando la tradición literaria.

De su siguiente libro, El ángulo del horror (1990), llaman especialmente la atención tres piezas: «Helicón», «El legado del abuelo» y la que da título al conjunto. Y, tal como había anunciado, la escritora abandona lo sobrenatural, si bien resulta significativa la presencia del humor. Ahora, el horror, esa «sensación viscosa mucho más imprecisa que la pura y simple situación terrorífica», según lo había definido Cristina Fernández Cubas, o incluso la crueldad, lo encontramos disuelto en la vida cotidiana.

«Helicón» podría definirse como un enredo humorístico sobre el motivo del doble, una peculiar variante del conflicto entre Jekyll y Hyde, según se apunta en el texto. Su singularidad estriba en no ser un cuento fantástico; de hecho, es la narración de un error, de una confusión entre hermanos gemelos, una historia en la que el protagonista, bajo una nueva personalidad, acaba encontrando su auténtico ser. Valga como ejemplo del omnipresente humor la escena, más propia del cine mudo, en la que una «viejecita de bigudíes» ducha a Cosme con los restos de un caldo de hortalizas, de «acelgas, garbanzos y alubias», tras abandonar éste un tugurio nocturno. En suma, la autora pone en juego a cinco personajes en un relato sobre la identidad que aborda de qué modo un tímido consigue dar con su media naranja, escarbando en su interior y sacando a flote su otra naturaleza.

«El legado del abuelo» es un cuento sobre la verdad y la mentira, la ambición y la soledad, sin que falten los cada vez más habituales componentes humorísticos; un cuento sobre las distintas edades del hombre; acerca de cómo la vida no siempre resulta ser lo que parece, y donde la perspectiva del narrador, un niño de ocho años, lo condiciona todo, hasta el punto de que el contraste entre su percepción del mundo y la de sus mayores se convierte en elemento primordial de lo que se cuenta. La historia se construye con cuatro personajes individuales y uno colectivo: una familia. Entre ellos, quizá sea el auténtico protagonista el abuelo, que acaba de fallecer. Los otros tres personajes son dos mujeres —la madre (María Teresa, nueva Cordelia de una posible variación de El rey Lear) y la criada de la casa (la Nati)— y un niño, el narrador, hijo de la primera y nieto del difunto. A las consideraciones del chico sobre los cambios que produce en su familia la muerte del abuelo, se añade el conflicto por la posible herencia. Mientras la Muerte pone al descubierto los intereses de cada uno, el niño asiste a las reacciones de su familia como si se tratara de un espectáculo sorprendente y, en cierta forma, incomprensible, dadas sus mentiras piadosas, disimulos e hipocresías.

«El ángulo del horror» es la historia de una transformación, la que sufre el joven Carlos al descubrir en un sueño, luego realizado, la insólita y terrorífica perspectiva de la realidad a través de la cual observa, en sus allegados, la degradación y la muerte. Su necesidad de desahogarse convierte a su hermana Julia en cómplice, transmitiéndole también el espantoso legado; que ella, a su vez, cederá a Marta, la pequeña de la familia.

En los siguientes años, Cristina Fernández Cubas escribe simultáneamente dos libros: los cinco cuentos recogidos en Con Agatha en Estambul (1994) y la novela corta El columpio (1995). De «historias» ha calificado la autora las piezas del primero, quizá bordeando las supuestas leyes del género, alejándose de las denominaciones al uso (cuento, relato y novela corta), con el fin de conseguir una mayor libertad narrativa. Quizá por ello no deba extrañarnos que definiera «Mundo» como un texto formado por «Historias y más historias. Leyendas», como apunta su protagonista. Esta narración tiene su origen en un episodio real que le contaron a la autora, según el cual la abadesa de las Clarisas de Palma de Mallorca fue de visita a casa de unos vecinos para contemplar su convento de clausura desde fuera, realizando así lo que para ella había de ser el viaje más largo de su existencia. El punto de partida es una canción de tipo tradicional: «Yo me quería casar/ con un mocito barbero/ y mis padres me metieron/ monjita en un monasterio…». Carolina, una monja que ha pasado casi toda su vida en un convento de clausura, narra sus avatares, su acceso a la experiencia, en las postrimerías de su periplo vital. De igual modo, la aparición de madre Perú (cuya historia secreta es paralela a la de Carolina) significa el fin de la monotonía, el acceso a otro mundo, a la lectura: en concreto, a los libros y las historias buriladas en los mates, aunque la nueva monja acabe trayendo con ella, también, el mundo exterior: el de las mentiras y la Interpol.

«La mujer de verde» —relato que, como excepción, abordaré con más detalle— podría resumirse como la historia de dos acosos y una descomposición, producidos simultáneamente. El argumento parece sencillo. Eduardo, un empresario de éxito, se va a Roma con su mujer, para poner en marcha una nueva sucursal del negocio, dejando a cargo de la empresa a la narradora, su amante secreta, antigua compañera de estudios y ahora «ejecutiva respetada». Pero, mientras ésta sueña con reunirse con el jefe en Roma, empieza a encontrarse por la calle con una misteriosa mujer de verde, una especie de mendiga cuyo rostro le resulta familiar. Llegará a verla hasta cinco veces, sin que nadie más consiga detectar su presencia. Por fin se da cuenta de que la aparecida es, como había sospechado, la nueva secretaria de la empresa, la joven y agraciada Dina, que, al parecer, se ha convertido en una muerta viviente. Así, con el empeño de retardar el deterioro, incluso la muerte a ser posible, trata de advertírselo durante la Nochebuena, aunque sabe que la tomará por loca. Pero en medio de las prisas de la joven, a la que esperan en una fiesta, y la sorprendente revelación que le hace la narradora, se enzarzan en un forcejeo, y ésta acaba estrangulándola. Por tanto, y aquí radica sobre todo el tratamiento novedoso, a pesar de que la narradora tenga conocimiento de la muerte anticipada de Dina, no sólo es incapaz de evitarla, sino que acaba siendo ella misma la mano ejecutora sin que exista premeditación alguna. Puede considerarse, en conclusión, el relato de una muerte anunciada, el cumplimiento de una predestinación, en el que la autora convierte un argumento banal (un jefe que se lía con sus secretarias) en una historia sobre la fatalidad, en un cuento cruel con ribetes fantásticos, dados el trastocamiento del tiempo y espacio y la singular utilización que hace del motivo del doble.

Pese a estar salpicado de humor, quizá sea «El lugar» uno de los cuentos peor comprendidos de la escritora. Basado en los relatos de fantasmas, aborda la existencia en el más allá de la esposa del narrador, de la convivencia de Clarisa, tras su muerte, con los ancestros que habitan en el panteón familiar. Si bien, al principio, la esposa temía la soledad tras la muerte, en seguida consigue hacerse allí un lugar propio. En efecto, la muerte nos abre la perspectiva de otra vida, al parecer regida por normas diferentes que es necesario volver a aprender.

«Ausencia» es la historia de una oportunidad perdida, y el único cuento de la autora narrado en segunda persona. Una mujer descubre, de pronto, que no sabe quién es, por lo que tiene que volver a reconstruirse, a recuperar su identidad perdida, a través de los pequeños objetos que lleva consigo y de las preguntas que va formulándose. Hasta que pasó a paso logra dar con su propio nombre, Elena Vila Gastón, su situación vital, y regresar a su trabajo rutinario, enfrentándose, en suma, a la realidad. Y, sin embargo, pese a descubrir muchos detalles sobre sí misma y sobre los demás, tomará decisiones tan significativas como quizás inesperadas.

«Con Agatha en Estambul» se ocupa de las aventuras que fabula la narradora, remedando a Agatha Christie —a quien homenajea—, sobre su marido y sobre el personaje de Flora, pero también sobre un taxista turco, Faruk, y sobre ella misma, en una ciudad que se ha vuelto fantasmagórica, irreal y brumosa, tan sorprendente como la conclusión —abierta— del relato. Así, la protagonista, tras lesionarse el tobillo y tener que permanecer encerrada en el hotel, sucumbe a los celos y a esa voz que ha empezado a oír desde que llegaron a Estambul, por medio de la cual elucubra historias que comprometen a su esposo.

Su siguiente y más reciente libro, Parientes pobres del diablo (2006), compuesto por tres novelas cortas, mereció el Premio Setenil al mejor volumen de narrativa breve publicado ese año. Ninguna de las tres es estrictamente fantástica, aunque todas produzcan una perturbación, inquietud o extrañeza ante lo inexplicable. La primera pieza, «La fiebre azul», cuenta la aventura de un falsificador y revendedor de arte que, tras huir de su insufrible familia, halla finalmente un sitio donde vivir en un impreciso lugar del continente africano. El protagonista tiene que pasar por África, padecer los efectos que el solitario hotel Masajonia produce en sus huéspedes, fascinarse con el misterioso número siete y con sugestivas expresiones y palabras, para terminar dándose cuenta de que cada uno tiene la familia, y las apariciones, que se merece…

El argumento de la segunda pieza, que da título al conjunto, arranca con dos confusiones: la de un vendedor ambulante con el diablo; y la de un hermano (Claudio) con otro (Raúl), a pesar de llevarse ambos casi veinte años. Lo que se relata, en suma, es la enigmática vida del desconcertante Claudio García Berrocal, con cuyo duelo se inicia la narración, para mostrarnos quién fue, a qué se dedicaba y qué le pasó. En realidad, como mandan las leyes del género, lo poco que podemos deducir es que el infierno va con él… Más adelante, una escritora de mediana edad se topa en México con un joven muy parecido al hermano mayor de Claudio, a quien conociera en la universidad. Cenan juntos, charlan, se intercambian inquietudes, hasta crearse entre ellos un clima de complicidad. A partir de ese momento, sus investigaciones se centrarán en detectar una casta de individuos nacidos para fastidiarles la existencia a los demás, sean éstos parientes pobres del diablo o no.

Del último relato, «El moscardón», destaca la peculiar voz narrativa en tercera persona, al proporcionar un tono algo distante y relativizar lo que cuenta, una voz que alterna con los monólogos y las delirantes apreciaciones de doña Emilia, la protagonista, hasta el punto de contraponerse. Esta última es una anciana que vive sola, con su canario, en diálogo con los tertulianos de la televisión, aunque sus cuatro sobrinos la visiten de vez en cuando, y el mundo le parezca un absoluto disparate. Lo que se narra, en esencia, es la estrategia planeada por la anciana para protegerse de sus miedos, mientras la acosa la degradación senil, que la lleva a revivir su juventud. Pero, sobre todo, adquiere cierta conciencia de que ha vivido en soledad y de que su vida sólo ha sido «una interminable sala de espera» donde apenas queda lugar para lejanos recuerdos, aunque sí, paradójicamente, para un «final feliz».

El volumen que el lector tiene ahora entre sus manos concluye con un Apéndice que requiere cierta explicación. En 1997, la editorial Áltera tuvo la feliz idea de encargar a algunos escritores, entre ellos a Cristina Fernández Cubas, la continuación de un cuento que Poe había apenas empezado, titulado «El faro». Las páginas del escritor norteamericano están formadas por el diario que escribe, entre el 1 y el 4 de enero de 1796, un «noble del reino», quien mueve influencias con el fin de obtener un puesto vacante de farero. Como desea estar solo, alejado de una sociedad en la que no confía y enfrascado en la escritura de un libro, lo acompaña únicamente un perro; pero empieza a sospechar que algo extraño ocurre en el faro… Hasta aquí, la narración de Poe. Cristina Fernández Cubas mantiene en su relato el mismo título y el formato de diario, que se extiende del 4 de enero hasta finales de abril. Y da respuesta a algunos de los enigmas que insinúa Poe, a la vez que abre otros frentes. Así, aclara por qué lo ayudó De Grät para que obtuviera el puesto de farero, e inventa un personaje femenino, Aglaia. El libro que el protagonista quería escribir, aquí titulado El secreto del mundo, apenas lo aborda, mientras que el perro de compañía termina muriendo, acentuando la soledad del protagonista, que, en su creciente enajenación, registra día a día detalles cada vez más inquietantes. Por otro lado, es interesante la reflexión que realiza sobre la razón y el papel que desempeñan los sueños en el conocimiento. En suma, al igual que en su novela corta El año de Gracia, un espacio abierto puede resultar, a la larga, no menos claustrofóbico que una habitación cerrada. Pero lo extraordinario es el modo en que la autora, partiendo de una historia apenas esbozada, acaba asumiéndola como propia, sin subvertir ni el estilo ni las propuestas estéticas del escritor norteamericano, transformándola y enriqueciéndola, hasta sacarle el máximo partido posible.

En el desenlace de «Los altillos de Brumal», la narradora sugiere cómo deben encararse las historias fantásticas. Aconseja silenciar las voces de la razón, en el fondo una rémora interpuesta entre la vida y cierta verdad, quizá más compleja y sutil, y también debilitar «ese rincón del cerebro empecinado en escupir frases aprendidas y juiciosas, dejar que las palabras fluyan libres de cadenas y ataduras». En efecto, el conjunto de la narrativa de Cristina Fernández Cubas puede entenderse como una reflexión sobre lo fantástico y las posibilidades que éste nos proporciona para obtener una visión distinta, más compleja, de la realidad. E incluso cuando sus cuentos no lo son, se vale de las técnicas y los motivos del género para interesar al lector, jugando con la intriga, el misterio y la incertidumbre. No en vano, la estética de lo fantástico pone de manifiesto fisuras y carencias de la conducta humana, al tiempo que nos muestra cómo lo familiar puede convertirse en extraño, en algo incontrolable e incluso siniestro, valiéndose —por ejemplo— de las sorprendentes posibilidades que esconden los objetos, siguiendo así la tradición de las vanguardias del siglo XX. De igual forma, utiliza la ambigüedad para ocultar más que para mostrar, dosifica la información y exige la atención del lector, mientras se sirve del lenguaje como motivo de reflexión e instrumento de sugestión y poder. Pero, sobre todo, la autora se muestra insatisfecha con el legado recibido de la tradición literaria, de ahí que ponga la técnica, los motivos y la retórica del género al servicio de la historia, y que utilice de manera novedosa los recursos establecidos por lo fantástico, logrando, casi sin excepción, sorprender a los lectores con el desarrollo del relato. Así, maneja con absoluta libertad el tiempo y el espacio, la voz narradora y los desenlaces, sin olvidar motivos tan asentados en la historia del género como el doble, el espejo, los fantasmas o umbrales y el viaje iniciático. Entre sus personajes, por tanto —no podía ser de otro modo—, no faltan quienes esconden psicologías confusas o crueles, o habitan mundos paralelos, diferentes, regidos por otras normas. En suma, ni la realidad ni los personajes suelen ser en estos cuentos lo que sugieren, de ahí que necesitemos ir más allá de la mera apariencia para entender su compleja realidad.

Al margen de las lecturas metafóricas y simbólicas a las que se prestan muchos de estos relatos, no debería olvidarse que Cristina Fernández Cubas es, por encima de todo, una narradora de fabulosas historias enigmáticas, por lo que sus cuentos nunca dejan indiferentes al lector. Si algo intuimos leyéndolas es lo mucho que la autora, a su vez, ha debido de disfrutar armando estos rompecabezas inteligentes y sugestivos, fundados en la observación precisa y sutil de una realidad confusa e inquietante, donde apariencia y esencia, verdad y mentira, resultan cada vez más difíciles de distinguir.

Fernando Valls

Junio de 2008