El legado del abuelo

EL día en que murió el abuelo, aunque nadie se preocupó de mí ni nadie se molestó en explicarme nada, comprendí enseguida que la vida en poco se parecía a lo que en mi ignorancia había creído hasta entonces. Mi madre lloraba, los tíos paseaban a grandes zancadas por el comedor, las tías suspiraban, y hasta la Nati, refrotándose las manos en el delantal, alzaba los ojos al cielo, decía: «Pobre señor» y gemía. El desconsuelo de la Nati fue lo que más me sorprendió al principio. Estaba cansado de oírla rezongar en la cocina cada vez que el abuelo hacía sonar la campanilla de su cuarto o el timbre de la cama, de escucharla gritar: «¿Qué mosca le ha picado ahora a ese tipo?». O llamarlo «tiña», «peste», soltar un «ya vooooy» que hacía estremecer los muros de la casa y acudir con la tisana, la tila o la bolsa de agua caliente, murmurando entre dientes: «Mal rayo te parta» o «Así te pudras de una vez, zoquete». Pero al abuelo no lo partió un rayo ni se pudrió de golpe. Murió de un ataque al corazón a los ochenta años de edad, cosa que, aquel día y en vista del revuelo que se había levantado en la casa, parecía un hecho insólito y extraordinario. «Pobre señor», repetía la Nati. «Tan de repente…» Hasta que uno de mis tíos, cansado de sus lamentos, de su presencia o de su delantal, le espetó en el límite de la paciencia:

—Todas las muertes repentinas ocurren de repente, Nati.

Y luego, a media voz, le agradeció atenciones y desvelos para indicarle a continuación la conveniencia de que, por unas horas, dejara a solas a la familia. «La familia tiene mucho de que hablar», oí.

Porque era la primera vez en mucho tiempo que los veía a todos reunidos. Sin embargo, cuando la Nati desapareció por la puerta, esperé inútilmente a que los tíos o mi madre hablasen de algo más de lo que habían hablado hasta entonces. «Pobre papá», dijo una tía. «No me hago aún a la idea», añadió mi madre. «El hombre más bueno del mundo.» Y yo me preguntaba qué es lo que debía de estar pensando el abuelo, si es que podía pensar aún, echado en la cama con la misma cara iracunda que mostrara en vida, sólo que más afilada, más reducida, más amarillenta. Y luego, después de largos silencios, alguien contó lo que en una ocasión le había relatado el abuelo; otro recordó sus magníficas aventuras en la guerra de África; mi madre, entre lágrimas, se confesó autora de un pequeño error, de una ligereza. Porque tal vez, quién sabe, si a la hora en que se produjo lo inevitable ella hubiera estado allí, junto a él, en lugar de encontrarse en un cine, bien podría haberle acercado las pastillas, las mismas pastillas que ahora sostenía entre las manos y que, en dos ocasiones por lo menos, le habían salvado del infarto. Aunque él, su padre, se lo había repetido hasta la saciedad: «Sal por ahí, hija, diviértete». Y también acariciándole la mejilla: «Bastante haces con tenerme aquí, a tu lado, al lado de mi nieto».

Aquello era de lo más curioso. Todos recordaban frases del abuelo, anécdotas del abuelo, confidencias del abuelo, y el abuelo era el hombre más callado y menos amable del mundo. No hablaba nunca y, si lo hacía, era sólo para exigir, reñir o protestar por algo. Pero ahora, desde que ya no estaba entre nosotros, nada en la casa era como había sido hasta entonces. Me di cuenta enseguida y comprendí que, de las muchas desgracias que podían suceder en vida, la peor de todas era la Muerte.

«En domingo», había dicho mi madre horas atrás, cuando los pasos del médico se escuchaban aún en la escalera. «En domingo.» Y parecía que el hecho de que el abuelo hubiera escogido aquel día para pasar a mejor vida añadía un montón de problemas inesperados e irresolubles. Mi madre había cambiado de aspecto y sus ojos, a ratos, recordaban los de una niña, sorprendida e indefensa, perdida en un laberinto frondoso del que no se confía en encontrar la salida. Corría de un lado a otro, daba órdenes y contraórdenes, tan pronto me abrazaba como me suplicaba que me quitara de en medio o me tendía unos números de teléfono y repetía, palabra por palabra, lo que debía decir a tío Raúl, tía Marta, tía Josefina. «Que vengan pronto», añadía. «Ahora mismo.» Y luego me arrancaba el auricular de las manos.

«Todavía no», decía. «El médico. Llamemos a otro médico. ¿No podría ser que el médico se hubiera equivocado?»La Nati, en cambio, a pesar de que musitara continuamente lo de «pobre señor», se había entregado a una actividad frenética. En pocos minutos arregló la antesala y el comedor, cambió el agua de las flores, sacó las fundas del diván y de los sillones, se recogió el cabello en un apretado moño —y yo me quedé con la duda de si lo hacía porque era domingo o porque se había muerto el abuelo— y refrotándose las manos en el delantal, de manera enérgica, como quien se dispone a acometer la parte más importante de su tarea, dijo a mi madre con voz serena:

—Perdone, señora, pero tendríamos que ir pensando en vestir al difunto.

Lo de vestir al abuelo, aquel día, a aquella hora y en aquellas circunstancias, me pareció lo más extraño que había escuchado hasta entonces. Porque, por más que me esforzara, recordaba al abuelo siempre igual, embutido en un pijama de rayas, arrastrando las zapatillas desde su dormitorio hasta el comedor, abriéndose los botones de la chaqueta en verano y mostrando unos pelillos blancos moteados de gotitas de sudor, o enfundándose en invierno un batín color granate ceñido por un cinturón largo, rematado por dos borlas, con las que, cuando era tan pequeño que casi no me acordaba, habíamos jugado los dos al teléfono. O tal vez no había jugado nunca y tan sólo hubiese querido jugar. O algún amigo mío, quizá, me habló de otro batín, de otro abuelo y de unas borlas como aquéllas con las que él y su abuelo hacían como si se llamasen por teléfono. Al abuelo no le gustaba jugar, tampoco vestirse ni afeitarse, y un día, hacía mucho tiempo, que tuvo que salir —un funeral seguramente o algo relacionado con un amigo muerto— y lo vi por primera vez con abrigo y sombrero, la barba rasurada y una bufanda de lana, me pareció mucho más alto, fuerte y terrible que de ordinario. Tuve entonces la impresión de que el abuelo era en realidad así, como aquel día, y que los otros, es decir, toda la parte de su vida que yo conocía, no había hecho más que fingir, que andar encorvado para ocultar su verdadera estatura y arrastrar las zapatillas de fieltro como si fuera un inválido, cuando, ahora se veía, era capaz de andar a grandes zancadas, y hasta sus cabellos blancos, fijados con gomina, recordaban a los de un hombre resuelto y repleto de energía. Pero aquella sensación, que ignoro si los años han agigantado en la memoria, se desvaneció muy pronto. O, para ser exacto, no duró más que el tiempo en que el abuelo salió de la casa y permaneció en el funeral del amigo. O tal vez cobró vida desde el mismo momento en que se hizo ausente y yo le imaginé en el funeral del amigo. Porque enseguida, cuando regresó a casa y colocó el sombrero en el perchero del recibidor, vimos con estupor, a través del abrigo entreabierto, las consabidas rayas de la chaqueta del pijama, y no tardamos en adivinar que el resto de la prenda se ocultaba tras las perneras del impecable pantalón que la Nati había planchado aquella misma mañana. Mi madre no podía salir de su asombro. ¿Cómo se había atrevido a salir a la calle vestido de esa forma? ¿Es que no tenía dignidad, orgullo, un atisbo de decoro o decencia? Pero ya el abuelo se había encorvado de nuevo, gruñía frases ininteligibles y se encerraba en su dormitorio. Y luego, como cada día, la campanilla o el timbre no dejaban de fastidiar a la Nati con la petición de tilas, tisanas o bolsas de agua caliente.

—El sudario —dijo la Nati.

Mi madre no daba muestras de haber comprendido.

—La mortaja, señora. No pretenderá enterrar a su padre en pijama…

No, mi madre, ahora se daba cuenta, no pretendía eso ni tampoco nada en concreto. Se había quedado muda, absorta, muy cansada, como si las palabras sudario o mortaja hubiesen llenado de repente la habitación. «Sudario», murmuró.

—Pero, señora —insistió la Nati—, un sudario no es más que una sábana con la que se envuelve al cadáver.

Mi madre dio un respingo. Yo, desde la distancia a la que me hallaba, pegado al teléfono, intentando inútilmente localizar a los tíos en aquella tarde de domingo, creí que iba a protestar, a enfadarse, a reprender a la Nati por hablar con aquella claridad impertinente delante de un niño. Pero mi madre se limitó a repetir: «Una sábana».

—Una sábana —dijo la Nati y tomó asiento junto a mi madre en el sofá—, Pero si no le gusta una sábana puede vestirlo de cualquier otra cosa.

Y entonces, en un tono de voz muy fuerte, un tono que nunca había empleado antes en la casa, empezó a enumerar las múltiples posibilidades con las que uno se encontraba a la hora de vestir a un difunto. Pero había que hacerlo rápido, antes de que el rigor mortis se adueñara de los miembros del abuelo, porque ella, le decía, tenía cierta experiencia en el asunto. Había enterrado a sus padres, a una tía lejana y, además, uno de sus parientes del pueblo, el Juan, trabajaba desde hacía unos cuantos años en la ciudad, en Pompas Fúnebres, y le había contado más de una vez —porque ella lo veía todas las navidades y todas las nocheviejas—, que ahora eran muchas las familias que vestían a sus deudos con lo que les hubiese gustado llevar en vida. Que si uno había manifestado, por ejemplo, su deseo de abandonar el siglo e ingresar en un convento, pues la familia no se lo pensaba dos veces y le ponía un hábito de monje. O que si el finado pasaba a mejor vida sin haber tenido tiempo de estrenar un temo de gala, pues lo vestían así, con chaleco y todo, para que por lo menos en el día del tránsito —ya que otra ocasión, el pobre, no iba a tenerse fuera al más allá ataviado con sus mejores galas. Y quien decía un traje de fiesta podía decir perfectamente un traje de diario, en buen estado, eso sí. Porque debíamos tener en cuenta que cuando sucedía una desgracia como la que acababa de ocurrir las casas se llenaban de parientes, amigos, visitas de cumplido, y no fueran a pensar que no se guardaba el debido respeto al muerto o, algo peor, que ella, su hija, que tan bien le había tratado, no era todo lo cuidadosa que cabía ser con un padre. Y mi madre asentía en silencio, como una alumna ante su profesora, admirada del temple y de la sabiduría de la Nati. Y luego, tímidamente, reconocía su ignorancia en la materia porque, a pesar de haber perdido a una madre y a un marido, nunca se había visto en estos trances. En realidad, se excusaba, era como si hasta ahora se lo hubieran dado todo hecho. Su madre, la abuela, falleció en un hospital tras una intervención quirúrgica que su delicado corazón no pudo resistir. Y mucho después, cuando le llegó el turno a su pobre marido, era ella la que precisamente se encontraba en la clínica dando a luz a su único hijo. Y entonces se volvía hacia mí, como si durante todo aquel rato se hubiera olvidado de mi existencia y la recordara de súbito: «¿No has localizado a nadie todavía? Insiste, hijo, insiste». Y me repetía una vez más las palabras exactas que debía pronunciar, como si quisiera convencerse de que yo era aún muy pequeño o como si sólo a mi lado se sintiera ella algo menos desvalida. Pero era domingo, claro, ¿cómo iban a estar sus hermanos en sus casas? Y enseguida, devolviéndome a la invisibilidad de la que me había sustraído, volvía a preguntarse por sudarios, vestidos y mortajas.

—Tengo unas sábanas muy bonitas —decía, y yo notaba en su voz cierto orgullo de poder al fin colaborar—. Pero no sé… Siempre pensé en guardarlas para cuando se case mi hijo.

—¿Y un traje? —preguntaba la Nati—, algo que no tenga tanto valor. Porque, después de todo… ya me entiende, señora.

—Un traje… —ahora los ojos le brillaban como si hubiera hecho un verdadero descubrimiento—. ¡El uniforme de la guerra de África! Papá estaba muy orgulloso de su guerra.

—¿No le quedará un poco estrecho? Han pasado muchos años, señora. Aunque, quién sabe, los cadáveres se achican y lo que no les entraba en vida puede ser que les quepa en muerte.

—Claro —dijo mi madre. Pero a mí aquello no me parecía tan claro—. ¿Y el traje que llevó el señor la última vez que salió a la calle?

—No se preocupe. Algo encontraremos.

Mientras las dos mujeres se internaban en el pasillo y hasta el comedor llegaba el chirriar de puertas de armarios y altillos, yo seguía aferrado al auricular, marcando número tras número, hasta que caí en la cuenta de que, si bien era domingo, tío Raúl solía decirnos siempre con una irritante ostentación que él trabajaba incluso los domingos. Marqué el número del despacho, que se encontraba allí mismo, junto al que horas antes había subrayado mi madre, y no tardé en escuchar la voz fastidiada y ronca de mi tío.

—Ven enseguida —dije.

Entonces podía haber hablado de mortajas, cadáveres y sudarios, pero mi madre me había repetido hasta la saciedad lo que tenía que decir y en aquellos instantes, en los que por nada del mundo quería disgustarla, transmití el mensaje palabra por palabra, como si se tratara de una contraseña secreta, sabedor de que el único cometido que se me había encargado hasta el momento era precisamente ése, y que toda mi colaboración consistía en obedecer y comunicar lo que se me había pedido que comunicara.

—El abuelo está con la abuela —dije.

Al otro lado se produjo el silencio.

—Con la a-bu-e-la —insistí.

Ahora oí con toda nitidez el carraspeo que solía preceder a sus intervenciones y que tanto me hubiera molestado en otra ocasión.

—Pero, niño —dijo al fin—, ¿qué tonterías son ésas?

No me enfadé, ni por esta vez tomaría en cuenta el «¿te has vuelto loco?» con el que remató la frase y que, media hora más tarde, volvería a oír de labios de tía Josefina y tía Marta. También a mí, en un momento, se me había ocurrido la posibilidad de que mi madre hubiera perdido el juicio y también, como ahora mi tío, pensé durante unos segundos en algo peor. No tanto en que el abuelo se hubiera ido a no sé dónde a reunirse con la abuela, sino en que la abuela, desde ese lugar situado en no-se-sabe-dónde, hubiera decidido de repente venirse a pasar unos días con nosotros.

—Ahora mismo voy —dijo tío Raúl. Y colgó.

No tardó más de veinte minutos en llegar. Pero para entonces ya en la casa reinaba una extraña serenidad que tenía algo de preparativos de fiesta o celebración importante. El comedor estaba más limpio y ordenado que nunca, y mi madre, vestida con un traje negro, sin perder la mirada aniñada que tanto me gustaba y que conservaría aún durante algunos días, parecía más alta y delgada. «Demasiado escotado», decía. Pero yo la encontraba muy guapa así. Me senté a su lado, en el extremo del sofá, sin atreverme a pronunciar palabra. «Estás muy bien, Tere», le decía tío Raúl. «Ya te preocuparás mañana de llevar los vestidos al tinte.» Porque aquella tarde la ropa parecía cobrar una importancia capital. El tío se excusó por no llevar una corbata adecuada. Había venido tan deprisa, explicó, que ni siquiera se le había ocurrido pasar antes por su casa. Y luego estaba yo, el hijo. Mi madre se preguntaba si en las tiendas venderían ropa negra para niño. Pero la Nati, que había dispuesto licores y café sobre la mesa camilla, insistía en que no hacía ninguna falta, que yo era muy pequeño aún y que con un botoncito o una tira de grogrén en la solapa del abrigo para el día del funeral, bastaba y sobraba. Y, sobre todo, estaba el abuelo.

—¿Dónde…? —preguntó tío Raúl con voz grave cuando creía ya que todos se habían olvidado de él.

—En su cuarto —dijo mi madre.

Y se hizo con el cigarrillo que, humeante aún, acababa de aplastar tío Raúl contra el cenicero.

Era la primera vez que veía fumar a mi madre, y la forma en que sostenía el pitillo, la dedicación que ponía en aspirar y expulsar el humo me recordaban a las artistas de cine y de la televisión, las fotografías de las revistas de moda que compraba todos los domingos como aquél a la salida de misa, y que hojeaba luego por la tarde, sentada junto a la mesa camilla, la misma mesa que aparecía ahora repleta de tazas, copas y botellas. Como en Nochebuena. Como en las raras ocasiones en que se reunía la familia y en la casa se respiraba una atmósfera de fiesta. Me sentía muy a gusto allí, en el sofá, al lado de mi madre, envueltos en humo, en aroma de café, y deseé que aquel momento en que nos habían dejado solos no acabara nunca. Pero ya en el pasillo resonaban las pisadas de tío Raúl y el enérgico «María Teresa» con el que solía dirigírsele cuando el asunto que debía tratar era serio e importante o, simplemente, cuando quería dejar clara su condición de hermano mayor frente a la menor de las hermanas.

—María Teresa —repitió en el umbral de la puerta, y en sus ojos brillaba una chispa de indignación, de sobresalto, de asombro—. ¿Se puede saber qué hace nuestro padre vestido de moro?

Y entonces mamá se derrumbó completamente. Empezó a llorar, se atragantó con el humo del tabaco, dejó caer el cigarrillo sobre la alfombra y, al rato, entre toses, sollozos e hipos, explicó que sólo habían hecho lo que habían podido. Que el uniforme militar le quedaba estrecho, que el traje de calle estaba apolillado y que las sábanas bordadas por la abuela eran para mí, para cuando me casara. Que de todo lo que habían logrado reunir únicamente aquella túnica les había parecido decorosa y discreta. Y aunque ella sabía muy bien que no era una túnica, sino una chilaba de beduino que se había traído su padre de cuando la guerra de África, en resumidas cuentas daba igual, porque, para quien no lo supiera, podía pasar por una túnica. Y, además, el abuelo en los últimos años, en los que apenas se movía, fuera de breves recorridos del cuarto al baño y del baño al comedor, había acumulado muchos kilos. Y era muy difícil vestir a un hombre tan gordo. Y encima —aquí mi madre lloraba con verdadera furia— había ciertas cosas que una hija no podía hacer. Porque no se debía olvidar que tanto la Nati como ella eran mujeres y que el abuelo, su padre, era, al fin y al cabo, un hombre. Por eso, debajo de la túnica, le habían dejado el pantalón a rayas del pijama. Por pudor, por respeto. Y si no estaba de acuerdo no tenía más que vestirlo él. O algo mucho mejor, aunque ya imposible: haberlo tenido en su casa en los últimos años. O en la de tía Marta o tía Josefina. Porque ahora se preguntaba la razón por la que había tenido que ser ella, precisamente ella, la menor de las hermanas y para colmo viuda, quien se hiciera cargo del abuelo en una casa tan pequeña, entregándole su juventud, cuidándolo como se merecía, para que luego llegaran otros y le achacaran de cualquier manera un error, un pequeño error sin importancia y, por si esto fuera poco, se atrevieran a decirle que su padre iba vestido de moro, cuando todos sabían que el abuelo no podía ver a los moros. Y ya no se sentía capaz de añadir nada más. Porque las lágrimas le corrían por las mejillas, tío Raúl volvía a llamarla «Tere» y a mí me parecía como si acabase de asistir a una escena obligada en casos como aquéllos, en películas como aquéllas, y mi madre —que ahora, enjugándose los ojos, volvía a parecer una actriz— tomara aliento para pasar al segundo acto.

—Cálmate, por favor. Si yo hubiera estado aquí…

Pero lo que decía tío Raúl no tenía el menor sentido. Porque ahora que estaba allí no hacía absolutamente nada. Y era de nuevo la Nati quien tomaba las riendas de la situación y explicaba que ella siempre se había dado mucha maña con los lazos, nudos y pliegues, que la señora estaba muy afectada y que, dado que había sido tan costoso vestir al difunto, mucho más difícil resultaría desnudarlo ahora, con el rato que había pasado. Por lo que —y ya no se dirigía a mi madre sino directa y llanamente a tío Raúl— lo mejor sería dejar al pobre señor como estaba y cubrirlo, eso sí, con una sábana limpia y planchada aunque fuera de tergal y no estuviera bordada como las de la abuela. Y que no había razón para preocuparse, ya que ella iba a encargarse de todo. Como también de afeitarle en la medida de lo posible, porque el abuelo llevaba una vistosa barba de quince días y esos detalles, como todos sabían, podían causar muy mal efecto. Y luego ya no dijo nada más. La oímos trajinar de aquí para allá, hacerse con alfileres e imperdibles, con brochas, jabón y cuchillas, hasta que dio por terminado su trabajo, se sacó el delantal y el uniforme de diario y se puso un traje negro y otro delantal, blanco y almidonado, con el que sólo la había visto en días muy señalados. Ahora también ella iba de fiesta. Como poco después tía Marta, tía Josefina y la mujer de tío Raúl. Y algo más tarde los maridos de tía Josefina y tía Marta. Y mientras todos lloraban, gemían, suspiraban y se deshacían en elogios acerca de la bondad del abuelo, yo lo miraba a él, a la misma cara iracunda que mostrara en vida —más afilada, más reducida, más amarillenta—, y a ratos me parecía que respiraba, y a ratos que algo extraño iba a suceder. Algo que tenía relación con la voluminosa tripa del abuelo. Algo así como que la sábana iba a explotar, también la chilaba, y que, aunque sólo fuera por un momento, aparecería otra vez el inevitable pantalón del pijama y los pelillos blancos de su pecho moteados de pequeñas gotas de sudor. Pero, por más que esperé junto a la puerta, nada ocurrió de todo lo temido. Y me quedé sin saber si el abuelo estaba ahogándose de calor o si un hombre puede sudar después de muerto. Nadie me lo explicó ni yo me atreví a preguntarlo.

A pesar de que cuando enterraron al abuelo hacía ya unos meses que había empezado el curso y aquel año teníamos un profesor nuevo, mi madre decidió que, por unos días, sería mejor que me quedara en casa. No logré averiguar la razón, ni durante todas aquellas horas que pasé jugando en mi cuarto parecía que mi madre me necesitara para algo más que no fuera mirarme de vez en cuando, acariciarme el cabello o mostrarme, con esa dulzura que seguía emanando de sus ojos de niña, a las numerosas visitas que ahora, al caer la tarde, llenaban cada día el comedor y, hablaran de lo que hablaran, empezaban preguntando por mi abuelo para terminar recordando al suyo. Nunca hasta aquellas tardes había podido yo sospechar que en el mundo hubiera tal cantidad de muertos ni nunca, como entonces, había escuchado tantas historias de difuntos. Pensé que mi madre tenía miedo. Miedo de lo que acababa de ocurrir, miedo de lo que le contaban las visitas o miedo, en fin, de un misterioso acontecimiento que podría producirse de un momento a otro. Ahí debía de estar la explicación a su deseo de que no me apartara de su lado; era como si mi pequeñez, lógica y natural, la relevara de la suya, ridícula, exagerada y secretamente cobarde. Pero había algo en aquellas interminables veladas que no acababa de gustarme: la eterna retahila de méritos del abuelo que mi madre, apoyada a alguna distancia por la Nati, se empeñaba en enumerar como si fuera cierta, y la consabida frase, pronunciada con una sonrisa, en cuanto me veía asomar por la puerta: «Los ancianos y los niños, ya se sabe. Mi padre adoraba a su nieto, y mi hijo es su vivo retrato». Y aquello no era verdad. Ni yo me parecía al abuelo, ni el abuelo me adoraba, ni entendía por qué tenían que preocuparse por mi entereza, mi valentía o lo bien que me estaba portando a pesar de mis escasos ocho años. Y entonces me moría de ganas de contar que el día antes de que le diera el ataque sorprendí al abuelo hurgando con una navaja en mi hucha, y que luego, al sentirse descubierto, me había golpeado en el pescuezo con los nudillos, con toda su furia, como hacía a menudo cuando encontraba el baño ocupado o se cruzaba conmigo por el pasillo. Pero ya mi madre me abrazaba de nuevo y yo lamentaba que hubiera abandonado el vestido de seda del día en que disfrazaron al abuelo de moro en favor de un jersey rasposo que olía a naftalina y una falda muy ancha recién traída del tinte. Pero esto no fue lo peor. A los tres días mi madre empezó a quejarse de tantas amigas y de tanta conversación, y tío Raúl, que volvía a llamarla María Teresa, indicó que era hora ya de espaciar las visitas y pasar de una vez a los asuntos desagradables. Y enseguida, por primera vez, se pusieron a hablar de abogados, herencias, notarios y testamentos, y, de alguna manera que no podría precisar, adiviné que ese asunto, «el asunto desagradable», era lo que había estado flotando en el ambiente desde aquel domingo que ahora parecía tan lejano, desde el mismo momento en que tío Raúl indicara a la Nati la conveniencia de dejar sola a la familia. Y supe entonces que lo que yo había atribuido al miedo, al puro temor ante un acontecimiento por producirse aún, no era más que expectación. Porque ahora los ojos de mi madre se parecían tremendamente a los de tío Raúl, tía Marta y tía Josefina. Mirándose con recelo, acusándose unos a otros, aguardando a que alguien rompiera el silencio con el dato preciso, definitivo, revelador.

—He estado en el registro esta misma mañana —dijo con voz grave tío Raúl—, y por raro que pueda parecemos, papá no dejó hecho testamento.

Aquello, en verdad y a juzgar por la cara de mi madre y de mis tías, resultaba bastante extraño. Como también el hecho de que en la cuenta bancaria del abuelo no hubiera más que doscientas mil pesetas, cifra insignificante con la que apenas se cubrirían los gastos del entierro, y de que no apareciera por ningún lado otra cuenta, una cartilla, algún documento que justificara una inversión, el destino de sus ahorros, la compra de una casa, bonos del Estado… cualquier cosa. Porque, aunque el abuelo no hubiera sido jamás un lince para los negocios y le disgustara comentar lo que poseía, todos sabían que poseía algo. Y aquí, en este punto, comprobé con alivio que la misma familia que días atrás no hacía más que hablar, repetir frases o palabras que el abuelo nunca pronunció, se había quedado muda. Y no sería hasta un buen rato después cuando reconocería que, en realidad, su padre no solía ser demasiado explícito ni en esta ni en otras cuestiones, y que más que decir, decir, había dado a entender. Y eso era cierto. Por primera vez los hermanos dejaban de urdir historias y evocaban al abuelo como había sido en vida. Arisco, gruñón, perennemente enfadado. Pero también recordaban —y también eso era cierto— cómo disfrutaba leyendo cada mañana en La Vanguardia su sección favorita. Cómo sonreía cada vez que encontraba el nombre de un conocido, cómo se calaba las gafas y devoraba con verdadera fruición todos los datos: edad, causa de la muerte, lugar del sepelio… Y cómo reía, reía con verdaderas ganas cada vez que se hablaba allí de un asilo, de una institución benéfica, de una residencia para ancianos.

—Estúpidos —decía entonces sin dejar de reír—, les está bien empleado por estúpidos. Qué les hubiera costado ahorrar, invertir, guardarse parte de sus bienes para sus últimos días…

O bien cuando leía todo lo contrario. Que el amigo o conocido había fallecido en su hogar, confortado por los santos sacramentos, rodeado del calor y del pesar de sus allegados.

—Y del interés —añadía—. Del interés. Porque la vida es repugnante. Vales lo que tienes y tienes lo que vales.

A mí me molestaba verle reír así y mi madre hacía como que no le oía. «Cosas de viejos», decía a veces. «Manías de viejos.» Pero ahora todos entendían con claridad lo que había querido decir con aquellas palabras. El único problema estaba en averiguar en qué se materializaba su previsión, en qué consistían sus bienes y por qué se mostraba tan seguro —cariño y honor de la familia aparte— de que él no iba a terminar en un asilo o en una de esas residencias para la tercera edad de las que parecía abominar con todas sus fuerzas. A no ser, sugirió una de las tías, que hubiese hecho depositaria en vida a una persona en concreto. Y entonces, después de un silencio, todas las miradas frías se posaron en mi madre.

Pero mamá no sabía nada. Lo aseguró con energía frente a sus hermanos y lo repitió por la noche, a punto de llorar otra vez, cuando ya los tíos se habían ido a sus casas y ella y la Nati se encontraban sentadas en torno a la mesa camilla ordenando papeles, agendas y libretas. Por ningún lado aparecía lo que estaban esperando, y los papeles, las agendas, las libretas, pasaban de las manos de mi madre a las de la Nati, y de las de la Nati a las de mi madre, porque «cuatro ojos ven más que dos» y a lo mejor, en su primera inspección, por culpa del cansancio o de los nervios, se les había pasado algún dato por alto.

—El abuelo no tenía dinero —dije de pronto. Y me sentí muy orgulloso de lo que acababa de revelar y de la expectación que habían levantado mis palabras.

»Ni un duro —añadí.

»Por eso el otro día le descubrí robando monedas de mi hucha.

Ahora mi madre había fruncido el ceño y me miraba con auténtica indignación. Tal vez no debía haber pronunciado la palabra «robar». Tal vez, al referirme al abuelo, tenía, como todos, que haber añadido «el pobre».

—¿Por qué dices mentiras? —dijo al fin.

Aquella pregunta me cayó como una bofetada. No, yo no decía mentiras. El abuelo había intentado robarme y yo se lo había impedido. Pero estaba claro que a los difuntos, por el hecho de serlo, se les perdonaban todos los pecados.

—Y aún cómo no lo has soltado delante de tus tíos. Sólo faltaba eso. Que creyeran que no tuvo lo que quiso mientras vivió en esta casa.

Ahí estaba lo importante. Que los tíos creyeran o dejaran de creer. Pero aunque yo no dijera mentiras tampoco sabía cómo defenderme de aquella acusación. Sentía ganas de llorar, una rabia desconocida que me formaba un nudo en la garganta, y al mismo tiempo deseaba no llorar. Porque en aquellos momentos detestaba a mi madre y, muy a pesar mío, tenía que reconocer que la única que me creía era la Nati, la única que a su manera me apoyaba. «A veces los chicos tienen razón», decía. O bien: «Cosas de viejos. Manías de ancianos». La Nati hablaba como mi madre, con la misma voz de mi madre y, al verlas así, sentadas las dos en torno a la mesa, parecían dos amigas de verdad y era como si yo me hubiera vuelto invisible otra vez a pesar de que la Nati siguiera hablando de mí o que mamá cerrara la caja de cartón en la que guardaba los papeles y se pusiera a bordar un pañuelo con mis iniciales.

—Y además —decía la Nati—, una cosa no tiene nada que ver con la otra. Es posible que al señor le diera por curiosear en el cuarto del chico y tal vez se hiciera con algunas monedas. Cosas de viejos, ya se sabe. Pero —repetía— eso no quiere decir que no tuviera lo otro escondido, bien escondido.

Y entonces contó algo muy extraño que había sucedido en su pueblo. Una anciana, la mujer más pobre de la comarca, que vivía con sus hijos y nietos en la cabaña más mísera. Y cada mañana, puntualmente, mandaba a los pequeños a pedir. «Anda», les decía, «a la calle. Y no volváis hasta que la bolsa esté repleta.» Y un buen día la anciana murió, tan pobre como había vivido, y la familia la enterró en una caja muy modesta, llena de clavos y hierros, y lloraron sinceramente sobre su tumba porque la querían de verdad. Hasta tal punto que, a pesar de que aquel invierno fuera uno de los más fríos que se recuerdan y apenas tenían leña con que calentarse, no se decidían a echar una sillita muy rota al fuego, la misma sillita en la que siempre se había sentado la vieja. Era como si la tuviesen aún allí, decían. Pero una noche el viento o la nieve les obligó a hacer lo que no querían haber hecho. Astillaron la silla, aserraron aquí y allí, y entonces ¿a que no sabíamos lo que ocurrió?

—¿Monedas de oro? —preguntó mi madre sin apartar los ojos de su labor.

—Monedas de oro —repitió la Nati—, Montañas y montañas de doblones, onzas, maravedíes…

—Cuentos y leyendas del pueblo —atajó mi madre.

Luego meneó la cabeza y sin mirarme a los ojos añadió:

—Y tú siempre en medio. Mañana vuelves al colegio.

Ahora que había perdido su expresión de niña era obvio que no me necesitaba para nada.

En el colegio, por suerte, todo seguía igual. El pupitre con manchas de tinta, los recreos, los amigos, los gritos del profesor viejo y el desespero del nuevo, del más joven, por hacerse oír y reclamar silencio. A la salida solía quedarme a jugar en casa de algún compañero. Nunca antes lo había intentado ni tampoco creo que me hubieran dado permiso. Pero ahora bastaba una llamada por teléfono, asegurar que me acompañarían hasta la puerta —decir lo mismo a la familia del amigo— y nadie, ni la Nati ni mi madre, me oponía la menor objeción. Fue así como me acostumbré a andar solo por la calle, a tomar el metro o el autobús, y a comprobar que hasta esas operaciones resultaban sumamente sencillas y no peligrosas o complicadas como se me había dicho siempre. Pero ni en el colegio ni en casa de los amigos me libraba de hablar del abuelo. Ninguno de ellos había visto a un muerto, todos querían saber lo que era un muerto e invariablemente, jugáramos a lo que jugáramos, terminaba relatando cómo se había quedado tieso y pálido, y cómo a mí, en un momento, me pareció que oía y respiraba. No tuve más remedio, pues, que invitarles a casa y decidí que lo mejor sería el sábado por la tarde, cuando mi madre se iba al cine y la Nati, encerrada en la cocina escuchando la radio, no se molestaría en averiguar si estábamos jugando en el cuarto o curioseando los enseres del difunto. Fue mejor que lo planeado. Mamá se encontraba en el cine y la Nati, que olía a perfume y cada vez se parecía más a mi madre, nos dijo sonriendo que tenía que salir a unos recados, que nos portáramos bien y que enseguida estaría de vuelta.

—Nos hemos quedado solos —dije en tono de misterio.

Mis amigos parecían a la vez impacientes y asustados. Me subí a una silla, alcancé el manojo de llaves y, llevándome un dedo a los labios, les rogué silencio. Durante el camino habíamos hablado de la vida, de la muerte, del más allá. De la posibilidad de que en el cuarto, aunque el abuelo no se hallase allí, se escuchara el eco de su tos, su respiración, sus risas… Yo no creía en aquellas patrañas pero me sentía muy halagado escuchándoles antes y observando ahora el leve temblor de sus piernas mientras nos internábamos por el pasillo.

—Chang, chang —entoné estúpidamente mientras daba vuelta a la llave.

Y luego, con intención de dejar clara mi superioridad y resguardarme de paso de una probable decepción, iba a añadir: «No os hagáis muchas ilusiones. Después de todo es una habitación normal y corriente».

Pero no llegué a concluir la frase. El dormitorio del abuelo no se parecía en nada a una habitación normal y corriente. La tapicería de las sillas había sido desgarrada, una butaca destrozada y las tripas del colchón se mezclaban en el suelo, sobre la alfombra, con el relleno del sofá, del que sólo quedaba ahora un esqueleto metálico por el que asomaban muelles y hierros de todos los tamaños. Me había quedado mudo. Mis amigos se pusieron a temblar como una hoja.

—¿Será que él se ha enfadado porque hemos entrado aquí? —dijo uno de ellos.

No pude contestar, pero sabía que no había sido él. Y pensé en ellas, en las dos, en la Nati y en mi madre, armadas con enormes cuchillos, permitiendo que me quedara a jugar en casa de quien fuera o que vagara solo por la calle. Y en el cuento de la vieja. En la silla de la vieja avara. Pero aquí no habrían encontrado nada. Deseaba que no hubieran encontrado nada. Me sentía rojo de ira y de rabia, incapaz de improvisar, de urdir una excusa aceptable para aquel bochornoso espectáculo. Y volví a dar una vuelta a la llave, pero ya sin palabras, sin misterios, sin broma alguna, y cerré la puerta.

—A lo mejor murió de una enfermedad contagiosa —murmuró alguien con voz entrecortada a mis espaldas.

El lunes encontraría una explicación. Una falsa explicación para convencer a los amigos y disculpar mi sorpresa. Porque ahora ya ninguno quería jugar. Y yo seguía rojo. De ira, de vergüenza, de rabia.

Aquella noche, en la cama, no podía conciliar el sueño. Las veía a ellas, aguardando a que me fuera al colegio, aprovechando mis ausencias para destrozar, saquear, entregarse a una búsqueda febril de los tesoros del abuelo, tomándose un respiro y afilando unos cuchillos largos, amenazantes, asesinos. En un momento me sorprendí chillando. Una pesadilla, me dije. No era más que una pesadilla. Pero yo mismo me tapé la boca. Porque lo que me asustaba aún más, si cabe, era que, alertada por mis gritos, apareciera una de aquellas dos mujeres en mi cuarto y descubriera que lo sabía todo.

Al día siguiente, domingo, me enviaron a casa de tío Raúl a jugar con las primas. En otras circunstancias me hubiera resistido, inventado deberes por hacer o simulado un fuerte dolor de garganta. Pero todo era mejor que permanecer en casa, aunque tío Raúl tuviera mal carácter y las primas, las dos hijas de tío Raúl y la hija de tía Marta, que también de repente se había unido a sus juegos, no supieran hacer otra cosa que vestir y desvestir a una docena de muñecas, hablar por los codos o imitar las voces de sus madres. Pero la casa de tío Raúl tenía jardín y la merienda que nos servía una señora anciana, mucho más amable y cariñosa que la Nati, era lo más parecido a una fiesta. A aquel domingo siguieron muchos otros, largos y aburridos hasta la hora de la merienda, hasta que a las siete de la tarde regresaba tío Raúl de su despacho —«Trabajo incluso en domingo», seguía diciendo con orgullo— y nos acompañaba en coche a nuestras casas. Primero a la hija de tía Marta y luego a mí, a pesar de que viviéramos muy cerca, a sólo una manzana de distancia.

No sabía por qué de pronto tenía que jugar cada semana con mis primas ni tampoco la razón por la que ellas hubieran dejado de hacer excursiones y permanecieran en casa todos los domingos. Pero poco a poco me fui abriendo a la idea de que yo era enviado allí con una misión concreta. Como cuando me hicieron transmitir: «El abuelo está con la abuela…». Sólo que ahora mi cometido se reducía a hacer acto de presencia en casa de los tíos. Una función de la que nadie me pedía cuentas pero, intuía, tenía algo que ver con las conversaciones de la Nati y mi madre junto a la mesa camilla.

—Los viejos —dijo en una ocasión la Nati— pueden ser muy injustos. A menudo se olvidan de la persona que les ha cuidado hasta la muerte en favor de los otros, los demás, aquellos a los que sólo han visto tres o cuatro días al año. No sería la primera vez.

Pero la Nati estaba completamente equivocada. Porque uno de aquellos domingos, cuando faltaba ya poco para que me acompañaran a casa, entré de improviso en el comedor buscando una bufanda y me encontré con tío Raúl, su mujer, tía Marta y tía Josefina.

—No es que ninguno de nosotros se encuentre necesitado, precisamente —decía la mujer de tío Raúl—, pero tengo la sensación de que vuestra hermana Tere nos oculta algo…

Y al instante se hizo el silencio. Un silencio incómodo y tenso que tenía su razón de ser en mi presencia allí, con la bufanda en la mano, una presencia que los cuatro detectaron a un tiempo y un silencio que rompió tía Marta en un tono festivo y afectado, demasiado artificial para que no me diera cuenta de que, a pesar de que no me mirara, sus palabras iban dirigidas únicamente a mí.

—Claro que se calla algo —dijo—. Nadie sino ella puede saber lo que es aguantar a un viejo arruinado y para colmo enfermo.

Y fue entonces, sólo entonces, cuando estas palabras me hicieron registrar las anteriores, el «Tere nos oculta algo» que yo había oído sin prestar atención. Una frase que adquirió de pronto la solemnidad de una acusación en toda regla. Una acusación injuriosa, malvada, injusta. Porque, aunque detestara a mi madre, a ellos los odiaba todavía más. Y aquel día, de regreso a casa, dije que no pensaba volver a jugar con las primas, y mi madre, sentada como siempre frente a la Nati, asintió vagamente con la cabeza. Porque estaba cavilando ya otras posibilidades y lo que menos le importaba en aquellos momentos era que a mí me gustara o no acudir cada domingo a casa de los tíos.

—La caja —dijo de súbito—. La caja de laca china.

Sentí un escalofrío que me recorrió el cuerpo, seguido inmediatamente de un terror concreto: que empezaran otra vez con sus expediciones de busca y captura, destrozaran la casa y terminaran castigándome a mí. Porque ahora, de repente, las dos recordaban la caja de laca china. Una caja descascarillada que representaba una pagoda, un mandarín y un arrogante junco deslizándose por el Río Azul y en la que sabe Dios lo que el abuelo guardaría. Y también recordaban con precisión la llavecita de níquel. Un llavín que el abuelo solía llevar al cuello, suspendido de una cadena. Pero lo que no podían asegurar, lo que inexplicablemente habían pasado por alto hasta el momento, era si el abuelo había muerto con la llave puesta, si se la habían quitado en el momento de vestirlo o si, por el contrario, con las prisas y los nervios, lo habían dejado bajo tierra con la cadena al cuello. Pero eso, decidían enseguida, no tenía demasiada importancia. Porque ¿para qué querían la llave si la caja había desaparecido? Y ahora mi madre, por fin, lo comprendía todo. Allí dentro, allí precisamente, debía de encontrarse algún papel, un documento, la expresión de su última voluntad, la relación exacta de sus bienes. Algo.

—En la caja no había ningún papel —dije—. Sólo una pipa vieja y unas fotografías amarillas de cuando el abuelo era joven.

Ahora las dos me miraban con incredulidad y yo me arrepentí enseguida de haber hablado.

—¿Una pipa? —dijo mi madre—, ¡Qué tontería! Si el abuelo no había fumado nunca.

Pero ni siquiera se interesó por las fotografías.

—Además —intervino la Nati—, no pretenderás que el abuelo te la enseñó. Al señor no le gustaba que rondases por su cuarto.

Era cierto. El abuelo se enfadaba cada vez que me veía entrar en su dormitorio. Pero eso no impedía que yo apareciera de vez en cuando y le espiase. Lo mismo que él hacía en mi cuarto y con mi hucha. Pero ya estaba cansado de todas estas historias. De que dijeran «¡qué tontería!» cuando de nuevo les estaba contando la verdad. Ellas, que no hacían más que mentir. Que hablar de cariño, de dolor, de las razones sentimentales por las que habían tapizado a grandes flores los sillones, las sillas, el sofá del abuelo… Pero de mi boca no surgiría una palabra. Y escondería la caja. Callaría el que durante aquellos días la había tenido yo, en mi cuarto, a la vista de todos, no fuera que la destrozaran también, que creyeran que había perdido un papel, un documento, ese algo que, ahora estaba seguro, nunca había existido.

—¿Y la caja? —preguntó de pronto la Nati con voz de policía de película—, ¿No podría ser que lo que tan celosamente custodiaba el señor fuera la caja en sí misma? ¿Esa caja china?

Mi madre negó con la cabeza.

—No era más que un recuerdo. Una chinoiserie como tantas otras. Sin ninguna importancia. Fuera, naturalmente —añadió en un tono muy bajo—, del valor sentimental que se le quiera dar.

La Nati se encogió de hombros y yo respiré aliviado. Sabía desde hacía tiempo que palabras como «recuerdo» y «valor sentimental» no significaban absolutamente nada.

No volví a ver a los tíos ni a las primas durante todo el invierno, ni tampoco en la casa se volvió a hablar de documentos, bonos, cuentas bancarias o testamentos. Mi madre había adquirido una mirada ausente pero no recordaba ya a una niña, perdida y desvalida, sino a una anciana a la que no parecía importarle ni el misterioso destino de la caja china ni nada que tuviera relación con la familia, el dinero, ni siquiera conmigo. Se pasaba el día sentada frente a la Nati junto a la mesa camilla, había dejado de arreglarse, de perfumarse, de hojear aquellas revistas de moda que tanto le gustaban, de preguntarme por las notas del colegio. La Nati, en cambio, se maquillaba, peinaba y vestía como si siempre estuviéramos de fiesta. Le pedía prestados los trajes a mi madre, seguía usando su perfume y ya no salía los jueves y algunos domingos sino casi cada tarde. La Nati, según me enteraría pronto, tenía novio y, en lo sucesivo —como me indicaría mi madre en una de las raras ocasiones en que me dirigía la palabra—, no debería, al referirme a ella, llamarla la Nati, sino Nati a secas. Porque después de todo era como una amiga, decía. La persona con la que mejor se había llevado en los últimos tiempos. Pero yo sabía que tampoco en esa ocasión era sincera. Que la Nati, por más que vistiera, hablara o fumara como una vez lo había hecho mi madre, no podría ser nunca amiga de mi madre. Y mucho menos el Juan, el pariente lejano que trabajaba en Pompas Fúnebres, que ahora aparecía de tanto en tanto por la casa a buscar a su novia y, al igual que ella, se sentaba en el comedor, fumaba pitillo tras pitillo y llamaba a mi madre «Maria Teresa» en un tono insufrible que me recordaba al de tío Raúl, y que ella, María Teresa, acogía siempre con una sonrisa humilde que yo sabía también falsa. Porque de reojo no dejaba de consultar el reloj, de indicar a la pareja que si no se decidían iban a llegar tarde al cine, de insistir hasta la saciedad en que cincuenta años era una edad como otra cualquiera para fundar un hogar. Y después, cuando por fin el Juan y la Nati se despegaban de los sillones y se iban al cine, mi madre suspiraba agotada, recogía las tazas de café, las copas de licor, y pasaba delante de mí sin mirarme, avergonzada de su falta de autoridad, de las visitas que se veía obligada a recibir, de la dependencia cada vez más irritante a la que le habían conducido las circunstancias. O mejor, ella misma. Porque la Nati no era el único testigo incómodo de una conducta que ahora lamentaba. Estaba yo también. Y a mí no se me podía acallar con vestidos, joyas o perfumes. Yo estaba allí, siempre al acecho, acusándola con mi presencia de su pecado, llenándola de remordimientos. Mi madre lo sabía muy bien. Por eso no opuso ningún obstáculo cuando, en vacaciones, preferí las colonias de verano a su compañía. Por eso también, poco después de que se casara la Nati y el Juan dejara de atormentarnos con sus visitas, cayó en un estado de melancolía que me hizo detestarla todavía más. Y por las noches, en mi cuarto, abría la caja china, jugaba con la pipa y contemplaba las fotografías una a una. El abuelo de uniforme, mi madre recién nacida, tía Josefina, tía Marta, tío Raúl vestido de marinero. Una instantánea borrosa de la abuela joven, casi niña, en la que se leía: «Para ti…». Y, casi sin darme cuenta, todo el odio que sentía hacia aquella mujer que vagaba por la casa con cara de vieja se convirtió en cariño por un hombre a quien en realidad no había conocido nunca. Porque allí, entre mis manos, no sólo estaba su tesoro, sino sus recelos, su miedo, su sabiduría. La familia era su tesoro, había sido su tesoro, pero con su muerte lo que tanto había querido iba a quedar reducido simplemente a eso: unas pocas fotografías desgastadas por las que nadie demostraría el menor interés. Y dentro de la caja, aunque no se viera, estaba lo más importante de su herencia: la desconfianza, el miedo cerval a acabar sus días en un asilo, el conocimiento precoz de cómo podían reaccionar sus hijos en determinadas situaciones. Por eso nos mintió a todos. Por eso hablaba de la imprevisión de algunos amigos, de la codicia de ciertas familias. Por eso se volvió huraño y maleducado para el mundo exterior y sólo en la intimidad de su dormitorio daba vuelta al llavín y contemplaba en secreto lo que había sido la razón de su vida. Porque allí estaba, y no a su alrededor. Tío Raúl, tía Marta, tía Josefina y mi madre hacía tiempo que habían dejado de ser sus hijos.

«Los viejos y los niños, ya se sabe…», había dicho mi madre en los días lejanos que sucedieron a su muerte. Pero ahora yo pensaba que, sin proponérselo, sus palabras encerraban una gran verdad. Y a medida que pasaba el tiempo iba ganándome la certeza de que el único destinatario de aquel legado era yo, su nieto. No podía ser de otra forma. Todo lo que el abuelo no se había molestado en enseñarme en vida lo aprendí de golpe a los pocos días de su muerte.

Y recordaba cómo aquel domingo, molesto aún por la historia de la hucha y las monedas, había entrado yo de puntillas en su cuarto; cómo me encontré al abuelo sentado en su sillón con la caja en las manos y la llavecita de níquel suspendida del cuello; cómo de pronto su rostro se desencajó y, al verme, me pidió con voz entrecortada que le acercara las pastillas. Pero no lo hice. Cogí el tubo que quedaba a dos palmos escasos del abuelo, lo agité ante sus ojos y le exigí que me dejara jugar con la caja china. El abuelo estaba cada vez más congestionado y furioso. Hasta que, ante mi asombro, su cabeza se desplomó sobre la mesa y sus ojos perdieron cualquier asomo de estupor o ira. Y entonces decidí escarmentarle, vengarme de su manía de pegarme con los nudillos en el cogote. Desabroché con todo cuidado la cadenita que le rodeaba el cuello, me hice con la caja y la escondí en mi cuarto. Sólo después, horas después, oí los gritos de la Nati y comprendí que el abuelo no se había quedado dormido.

Pero eso no eran más que historias de viejos y niños. Cosas sin importancia, bromas y juegos de viejos y niños. Hasta que, un día, mucho después de lo que estoy relatando, descubrí un detalle que me dejó perplejo y me enfrentó por primera vez a la magnitud de mi asesinato inconsciente, a la imposibilidad de dar marcha atrás y recuperar lo irremisiblemente perdido. Mi madre, el cariño, su dulzura… Ocurrió la tarde en que cumplía dieciocho años, un día de julio en vísperas de vacaciones —esas vacaciones que significaban colonias de verano primero, casas de amigos después y viajes de estudios ahora—, y mi madre, residente por voluntad propia en un balneario repleto de ancianos, me envió una postal. Iba a colocarla junto a las otras en un rincón del armario, en el desorden de ropas, jerséis y libros, cuando reparé en la caja olvidada, la caja de la pagoda, el mandarín y el junco y, como hiciera tantas veces de niño, la abrí. Fue entonces cuando me di cuenta de que aquella caja descascarillada no me pertenecía. Ni la caja, ni las fotografías, ni la pesada y mugrienta pipa que no servía para fumar. Porque la pipa que ahora sostenía entre las manos, la pipa que ahora limpiaba y no servía para fumar, la supuesta guardiana de los «tesoros» del abuelo, era de oro macizo. Y a medida que frotaba con una gamuza iban apareciendo en la embocadura unas letras que dejaban muy claro quién era el destinatario de aquel objeto: «Para María Teresa, mi hija». Y fue precisamente esta inscripción lo que me hizo dudar de todo lo que hasta entonces había dado por cierto. Y empecé a pensar que el abuelo, por más desapego e indiferencia que aparentara en los últimos años de su vida, a quien amaba realmente era a la menor de sus hijas, María Teresa, mi madre. Y que ella tal vez, en las operaciones de busca y captura, tan sólo pretendiera algo especial, un distintivo, una preferencia, un «para ti…», como en las fotografías. O que acaso actuara como lo hizo movida por el recelo y la desconfianza de sus hermanos. Pero sobre todo me veía a mí. Veía mi mirada de rey destronado, escrutando a mi madre, acusándola en silencio, convirtiéndome en el juez de una situación que únicamente los nervios, las circunstancias y mi obsesiva presencia podían provocar. Y me sorprendí murmurando: «Pobre mamá», en idéntico tono al que ella empleaba para referirse a su padre, el abuelo. Pero era ya demasiado tarde. Telefoneé a mi madre, le conté el hallazgo, me excusé por mi silencio y le propuse, con cierta timidez, la posibilidad de cambiar nuestros planes y terminar el verano juntos. Pero ella sólo dijo:

—¡Qué tontería! Si el abuelo no había fumado nunca…

Y me sentí como lo que entonces yo era. Un completo extraño en su vida hecha de partidas de naipes, amigas que le doblaban la edad, ancianos decrépitos y baños de salud. Y constaté que de nada me había servido creerme el receptor del legado del abuelo. Porque había hecho precisamente de mi madre lo que él siempre temió que hicieran consigo.