9

Padre Juan de Mendoza, 15 de octubre de 1572, al alba.

Dentro de algunas horas habremos llegado al final de nuestro viaje, y al final de mis días. Lo presiento desde que dejamos Ollantaytambo. Ahora es una certeza. Ella ha dicho demasiado. No puede permitirse que yo vuelva a Cuzco. Por lo menos me ahorrará un dilema imposible: ¿denunciarla o absolverla, cumplir con mi misión o satisfacer mi conciencia y mi corazón?

El informe que me había presentado en España el padre general se ajusta, es verdad, al relato hecho por ella. No queda ninguna duda. Es todo eso de lo que la acusan, y aún más, ¡y se vanagloria! Pero los estremecimientos del ser, las heridas, las desdichas, el peso de las circunstancias, ¿han sido anotados al margen del informe? ¡Hasta el clima de la situación escapa a quienes lo redactaron! Navegamos en las aguas negras y secas de la tinta. ¡Algunas rayas y curvas, y ya estamos dispuestos a condenar, pues la culpabilidad siempre es más evidente, y la inocencia más compleja! ¿Dónde está la equidad, dónde está la auténtica verdad?

Según mi humilde opinión es en ella, sin disfrazar los hechos, donde hay que buscar, ella es tal como es, atravesando los años con su resplandeciente silueta, dominando y azotando alternadamente la adversidad con los medios de su raza, que no son los nuestros… ¿Tenemos el derecho de juzgar según nuestra moral a esta mujer que ha actuado según la suya? Ésa es la cuestión.

¡Que al menos mi sangre vertida pueda contribuir a la conversión de estos pobres indios y rescatar mis debilidades! ¿Cómo procederá? ¿Pondrá veneno en la chicha o seré inmolado en el altar de algún demonio?

He pasado la noche orando. ¡Señor, Dios mío, asísteme con Tu fuerza y perdónala! Ha cometido actos criminales, pero ¿mis compatriotas no tienen más en su activo? ¡Y ellos, Señor, ellos sabían lo que hacían!

Una última reflexión sobre la cual he meditado largamente y que fue confirmada, anoche, al final de su relato. Admitamos que Manco Inca la subyugara por su impetuosidad, su valor excepcional y las esperanzas que daba. Pero no se engaña a un viejo experto en estas cosas: una mujer que clama su odio es una mujer que sufre de amor. Ella amaba a Villalcázar. El español ha dominado su vida. Lo mató por esa razón antes que por otra. Para terminar con la tentación y la vergüenza. Para castigarse, también. Pero ¿lo sabe?

¿Por qué, me dirás, Señor, trazar estas líneas que nadie leerá? La costumbre, presumo. Incluso en el umbral de la muerte las costumbres permanecen.