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Padre Juan de Mendoza En Cuzco, ciudad del Perú, 30 de septiembre de 1572.
Banquete agradable. Excelente comida servida en vajilla de oro, vinos de La Mancha. Los pescados venían del océano, y las frutas (piñas, mangos, aguacates), de la ladera oriental de la sierra, me informó ella. Todo suculento. Ningún negro entre la servidumbre, nada más que indios. Pero abandonemos estas vanidades. Me doy cuenta, ¡ay!, de que soy todavía demasiado sensible a ellas.
Mientras la espero, consigno rápidamente y según mi costumbre algunas notas.
Pienso que mi presentación ha sido buena. Nada en su actitud deja suponer que sospecha el motivo que me trae. Pero ¿cómo saberlo? Cuando se es culpable, todo es motivo de desconfianza. Lo que ya sé es que tendré que juzgar sólo con mi conciencia. De lejos, una india, incluso valorizada por la fortuna y la fama, no deja de ser una india, es decir, un ser cuyo cerebro posee una capacidad limitada (el sexo acentúa aún más esta inferioridad). Pero en el caso presente estamos frente a una inteligencia aguda, excepcional, tanto más temible cuanto que a la astucia inherente a su raza se añaden los conocimientos adquiridos de la nuestra. ¡De esta mujer no se podrá conseguir ni una palabra ni un gesto susceptibles de volverse contra ella! Así que su condena depende únicamente de mi informe. Pesada responsabilidad.
A propósito del relato de su vida, tan instructivo, observamos que el Inca parece haber controlado hasta la respiración de cada uno de sus súbditos. ¡Sorprendente organización! En cambio, el reclutamiento de esas niñas, libradas por las familias a la apetencia de un tirano, nos hace recaer en plena barbarie… De todos modos, estoy planteándome algunas preguntas: ¿Nosotros valemos más? ¿Las costumbres abiertamente aceptadas son más reprobables que la hipocresía que enmascara el vicio en nuestras comarcas y los bajos provechos que muchos obtienen de ello?
¡No nos desviemos! No estoy aquí para juzgarme a mí mismo ni a nuestra sociedad, sino para acorralar al maligno disimulado bajo la sedosa apariencia de mi anfitriona.
La oigo volver.
Señor, que vuestra divina clarividencia se digne asistirme.
Con ocasión de la conquista, cuando los españoles descubrieron los Acllahuasi, confundieron esas aglomeraciones de mujeres en cada ciudad con las casas de mala reputación que frecuentaban en su país, lo que condujo a algunos a realizar actos lamentables.
Hoy en día abundan las putas, procedentes de España o de otros lados, atraídas por el oro fácil. ¡También las hay nativas de nuestro suelo! Pero antes de la llegada de vuestros compatriotas, padre Juan, la profesión era considerada tan infamante que sólo algunas desdichadas de cuerpo o de espíritu se arriesgaban a ejercerla. Las pamparuna vivían en el campo, aisladas como apestadas, y ninguna mujer les dirigía la palabra so pena de que le cortaran el cabello en público y de ser repudiada por su marido. En cuanto a los hombres… Ellos no se preocupan por la honestidad cuando sus instintos bestiales son satisfechos. ¡Los que disfrutaban de las pamparuna eran los primeros en lapidarlas con palabras!
Digo esto para mostraros lo mucho que se equivocaron los vuestros. No hay convento en vuestro país donde se controle la castidad con más rigor que en los Acllahuasi. Y no creáis que existe falta de respeto en esta comparación. En aquella época, creíamos lo que creían nuestros padres y los padres de nuestros padres. Para nosotras, entrar en el Acllahuasi era como empezar un noviciado con el fin supremo de convertirnos en las esposas del Amante divino.
Quedé petrificada de admiración ante el Acllahuasi de Amancay. Unas murallas formidables de bloques de granito defendían el acceso. Una vez franqueadas, se atravesaba una explanada ricamente pavimentada. Luego, por unas nobles gradas, se penetraba en el Acllahuasi propiamente dicho, un inmenso edificio que se abría sobre salas adornadas con colgaduras y hornacinas, en las que brillaban estatuas y floreros de oro y plata… ¡Contemplad eso con unos ojos habituados al decorado estrecho, terroso y tiznado de humo de nuestra casita, y comprenderéis en qué estado de estupor extasiado caminaba yo! Había galerías que separaban las salas de los talleres. Al fondo, adosadas como los alvéolos de un panal, se alineaban nuestras celdas.
En el exterior, los lugares del culto se elevaban en medio de unos magníficos jardines. ¡Una rareza más! ¡En nuestra aldea, utilizar la tierra para producir flores y plantas de adorno habría sido un sacrilegio! Más lejos se extendían el parque de las llamas, otras dependencias y campos de cultivo, y siempre, como línea de horizonte, la mirada chocaba con las murallas, recordándonos nuestros límites.
Una superiora, parienta cercana del Inca, era la responsable del Acllahuasi. La asistía un gobernador, también de sangre principesca, que dirigía la intendencia. Sabios médicos cuidaban nuestra salud. También nos rodeaban las mamacuna, unas viejas aclla cuyos encantos demasiado maduros ya no eran capaces de atraer el interés del Inca y que encontraban en el Acllahuasi un retiro digno de su rango y unas pupilas a quienes transmitir su experiencia y su saber.
Cuando llegamos, las otras jovencitas y yo, seleccionadas por el huarmicuc de la provincia, fuimos sometidas a un examen destinado a verificar nuestra virginidad. Tal vez ese detalle os parecerá escabroso, padre Juan, pero éramos diamantes en bruto, destinadas a alegrar los sentidos del Inca una vez desembarazadas de nuestra escoria, limpiadas y vueltas a limpiar. Era esencial controlar nuestra inocencia, del mismo modo que, antes de tallar una esmeralda, el primer cuidado del lapidario es asegurarse de la pureza de su agua.
¡Habéis querido conocer nuestras costumbres, tendréis que oírlo todo! A continuación nos raparon, dejándonos sólo unos cortos mechones en la frente y las sienes, que fueron trenzados por una mamacuna. Me consolé de la pérdida de lo que nosotras, las mujeres de esta tierra, consideramos el más regio de los adornos, pensando que mi cabello habría crecido otra vez cuando compareciera ante el Inca.
Después nos vistieron. Si la presencia de un gran sacerdote del Sol no nos hubiera tenido paralizadas, pues no habíamos tenido hasta entonces más que a nuestros modestos adivinos de aldea como intermediarios ante los dioses, ponernos aquella ropa nueva habría sido una fiesta. Escoltadas por una de las veteranas, encargada de iniciarnos en nuestros deberes, nos retiramos, vestidas con una túnica de color violáceo y un pequeño velo sobre nuestro cráneo afeitado.
Aunque había sirvientas que se ocupaban de atendernos, no supongáis que nuestro tiempo transcurría entre charlas y juegos. ¡Teníamos tanto que aprender! Ante todo, el ritual del culto, muy conciso en nuestros ayllu, donde los impulsos del corazón suplen la ignorancia, y también la decoración de los altares y los cantos y las danzas que presiden nuestras ceremonias religiosas ya hubiese bastado para ocupar nuestros días y nuestras cabezas, pero la mamacuna de quien dependía nuestro grupo tenía también por misión enseñarnos buenas maneras, el tejido, el bordado, la fabricación de la chicha… ¡Qué grosera me parecía la chicha que hacía mi madre en comparación con la rubia bebida, espumosa y fragante, que vertíamos en unos enormes recipientes, donde el maíz, después de hervido, fermentaba suavemente!
Al cabo de un año, mis dedos habían adquirido habilidad suficiente para que nuestra mamacuna me confiara el tejido de las chuspa, esas bolsitas que el Inca, su parentela y algunos privilegiados llevaban siempre en bandolera y que contenían la preciosa hoja de coca, reservada únicamente para su uso.
Un año más tarde, tuve el gran honor de ayudar en la confección de una túnica de lana de vicuña encargada por la Coya, nuestra emperatriz. Recuerdo que la tela era de un rosa herrumbre, y tan blanda, tan suave, que tocarla me proporcionaba exquisitas sensaciones. Ese año me hice núbil. Me ofrecieron nuevas vestiduras y me dieron mi nombre definitivo: «Azarpay», que en vuestra lengua puede traducirse como «Modesta Ofrenda», aunque mis pensamientos se orientasen cada vez más hacia orgullosas ambiciones.
Al principio, mis compañeras y yo estuvimos unidas por el proceso de adaptación, la admiración y el temor. Pero a medida que nuestras formas se desarrollaron y que la mujer se fue afirmando en nosotras, se establecieron rivalidades.
Sabíamos, en efecto, que al término de los cuatro años que debíamos pasar en el Acllahuasi, tendría lugar en Cuzco una segunda selección. Sólo las más bellas formarían parte del lote del Inca. Y, evidentemente, cada una de nosotras se consideraba la más bella y todas queríamos pertenecer al Hijo del Sol. Su imagen deífica acompañaba hasta el menor de nuestros trabajos.
Cuando tejíamos, era imaginando la dicha de ser sus sirvientas y ataviarlo; cuando revolvíamos la chicha, soñábamos con ser la que apagaría su sed, y cuando cocinábamos sus platos favoritos bajo la dirección de la mamacuna, nos imaginábamos ante él, presentando los alimentos preparados por nuestras manos, deseosas de ver la expresión de satisfacción que recompensaría nuestros esfuerzos. En cuanto al placer supremo… En la ignorancia absoluta de lo que era el coito sagrado (las mamacuna permanecían mudas sobre ese punto), nos agotábamos por la noche construyendo en nuestras celdas las más extravagantes hipótesis.
Las mamacuna, que percibían la agitación de nuestra sangre, no cesaban de recordarnos los castigos a los que nos expondríamos si teníamos la mala suerte de sucumbir a la tentación que podían representar los jóvenes vigorosos (porteadores, guardianes, jardineros, pastores) que compartían con nosotras la austeridad del Acllahuasi… ¡Pobres muchachos trastornados por ese rebaño de jovencitas al alcance de sus manos rudas, a las que no tenían ni siquiera el derecho de rozar con la mirada!
No obstante, a veces las exigencias de la naturaleza prevalecían sobre el temor.
Durante mi tercer año, Gualca, una niña encantadora que tocaba maravillosamente el tamboril, se dejó seducir por uno de los pastores. Una sirvienta los sorprendió en el parque de las llamas y los denunció. Todas asistimos a la ejecución, incluso las enfermas, a las que, por orden de la superiora, transportaron al lugar en litera.
El tiempo era hermoso, las aves atravesaban el cielo en vuelos oscuros y todavía tengo en la nariz el olor agradable y fresco de la hierba que los jardineros habían cortado antes de cavar el pozo. El amante de Gualca fue colgado ante sus ojos. Luego, a ella la enterraron viva. El castigo estaba justificado, teníamos conciencia de ello, pero los alaridos de la infortunada me tuvieron despierta largas noches y, más aún, el silencio terrible que siguió a los gritos cuando la tierra llenó su boca.
En lo que a mí concernía, yo había penado y sufrido demasiado para entrar en el Acllahuasi, ¡y ni el más seductor de los hombres hubiese logrado conmoverme! Sobre todo porque mis probabilidades parecían aseguradas. Nuestra mamacuna, cuya severidad se disipaba ante mi talento para tejer, repetía que yo sería la gloria de Amancay.
La fecha de nuestra partida iba acercándose, y yo recuperaba mis antiguos temores. A fuerza de disciplina, mi cojera se había vuelto imperceptible, pero yo sabía en el fondo de mi corazón que estaba haciendo trampa. ¿Y se puede engañar al dios viviente?
Hicimos nuestra entrada en Cuzco una semana antes del solsticio de verano, durante el cual se celebraba el Intip Raymi, la Fiesta del Sol. De inmediato nos encerraron en el muy ilustre Acllahuasi de la ciudad, en compañía de otras jovencitas llegadas de los cuatro distritos del Imperio, con prohibición absoluta de acercarnos a los apartamentos de las vírgenes del Sol.
Para que no cometáis el error de vuestros compatriotas, os hago notar, padre Juan, que hay una gran diferencia entre las vírgenes del Sol y la categoría a la que yo pertenecía. Las intipaclla o «mujeres elegidas del Sol» (démosles su verdadero nombre) eran todas de noble extracción y permanecían enclaustradas hasta la muerte… Cuando graves acontecimientos lo exigían, no había ofrendas que agradaran más a los dioses que aquellas beldades patricias.
La noche que precedió al Intip Raymi, intenté en vano conciliar el sueño, y me levanté presa de gran desasosiego. ¡Había llegado el día! El humor del Inca decidiría mi destino. En Amancay, yo imaginaba ese sino radiante como un cielo en la aurora. Pero ahora se me aparecía brumoso, tormentoso y lleno de pájaros negros volando en círculos.
Nos entregaron túnicas de lana blanca y anchos cinturones bordados, cuyo color variaba según la provincia que representábamos. El mío era azul. Vi en eso un mal presagio: el día en que me rompí la pierna tenía un hilo azul atado en la muñeca. Desde entonces detesto el azul y desconfío de él. También nos distribuyeron unos pequeños velos blancos muy finos y guirnaldas de flores para sujetarlos sobre nuestros largos cabellos flotantes. Después, una multitud de sacerdotes invadió el lugar, nos repartieron en grupos y nos empujaron hacia la salida.
El Acllahuasi se abría directamente sobre la Huacaypata, la Plaza de las Ceremonias. Deslumbradas por la luminosidad, nos inmovilizamos en la inmensa explanada para escuchar la arenga del gran sacerdote del Sol, el Villac Umu.
Yo traté de concentrar mi espíritu en aquella alta y majestuosa figura, coronada por una tiara de oro terminada en un sol del mismo material, realzado con plumas, pero no me pidáis que os repita sus palabras: aunque me fuera la vida en ello, no podría. Un sudor frío me mojaba la nuca y los riñones y me temblaban las piernas. Estábamos en ayunas desde la antevíspera. Mi rápido crecimiento no soportaba bien aquel rigor. Al menos, ésa era la excusa que yo me daba para explicar el cobarde abandono de mis fuerzas y el desorden de mi pobre cabeza.
Comenzamos a desfilar. Una a una, las jovencitas que precedían a nuestro grupo se postraban ante unos altares construidos y decorados para la ocasión.
En el primero se alzaba el Punchao, enorme y magnífico disco de oro macizo que simbolizaba a nuestro padre el Sol; en el otro, con reflejos suaves, el disco de plata de la Luna, su esposa y hermana, y más lejos, sobre un palanquín de oro, la efigie resplandeciente de Inti Illapa, señor del rayo, de la lluvia y del granizo, una de nuestras divinidades más veneradas, comprenderéis por qué.
A continuación, las jovencitas se inclinaban ante los mallqui, que llevaban los párpados laqueados de oro e iban suntuosamente vestidos, con la cabellera sembrada de plumas y pedrería. Unos servidores abanicaban a los mallqui, otros sostenían unos parasoles de plumas de loro multicolores sobre sus augustas cabezas… ¿Qué son los mallqui? Los cuerpos de nuestros Incas difuntos, a los que el embalsamamiento conserva la apariencia de la vida en la muerte. Se los había sacado de sus palacios, donde cada uno continuaba reinando sobre una verdadera corte.
Mentiría si os dijera que la vista de aquellas reliquias sagradas nos inspiraba el recogimiento que hubiéramos mentido en cualquier otro momento. No teníamos más que un pensamiento: «¿Llamaré la atención del Inca?». ¡Nuestra existencia dependía de la respuesta! Y seguíamos con nerviosismo el avance de nuestras compañeras. Cada una de ellas se detenía ante el Inca. Cuando él inclinaba la frente, ceñida con el llautu y la mascapaycha, insignias de la omnipotencia, ¡cómo envidiábamos a la elegida! El suplicio había terminado para ella. Imaginábamos su embriaguez, pero también la decepción de las otras, y nuestra garganta contraída se cerraba un poco más.
Ya nos acercábamos. Ahora podía distinguir con bastante nitidez la fisonomía del gran Huayna Capac, duodécimo de la dinastía. Ya no era joven. Pero ¿se tiene edad cuando se es Inca? Detrás del hombre-dios y de la Coya, su esposa-hermana, se apretujaba la nobleza. Las bendiciones del Sol, derramadas sobre aquel cuadro de jefes guerreros y dignatarios, encendían tantos fuegos de oro, tantos centelleos de alhajas, que mirarlos fijamente hacía arder los ojos…
Sentí un golpe seco entre los omóplatos. Me sobresalté, me volví y encontré la mirada pétrea de un sacerdote. «¡Baja los ojos, insolente! Y avanza». Absorta en mis temores y mis reflexiones, había dejado, en efecto, que se formara un espacio entre la jovencita que me precedía y yo. Apresuré el paso para alcanzarla.
La mano del sacerdote se cerró sobre mi brazo y me hizo volverme hacia él. «Cojeas», dijo.
Protesté, aterrorizada.
El desfile se interrumpió. Un dignatario se acercó para informarse. El sacerdote reiteró su acusación. Yo ya no podía dominarme. De todos modos, ¡qué tenía que perder, si ya todo estaba perdido! Continué negando, resistiendo. Llegó otro dignatario, escoltado por dos guardias que me aferraron, y me encontré tirada en el suelo, ante los tronos de oro del Inca y de la Coya. Así me quedé, muda, rota.
El sentimiento de culpa, latente en mi corazón desde hacía años, reventó bajo el choque de la emoción y me invadió, dejándome sin voluntad, indefensa. Era casi un alivio. Ya no tenía que fingir, ya no luchaba, aceptaba la renuncia, el castigo, la muerte… Y ya me sentía muerta, polvo en el polvo. Entonces recordé el suplicio de Gualca y me embargó el espanto, el dolor invadió mi cuerpo y me enderecé.
Un golpe me envió de nuevo al suelo. La voz del Inca resonó, formidable: «Levántate». Obedecí. La Coya se inclinó:
—La niña es de una gran belleza, mi todopoderoso señor. ¿Has notado la blancura y la finura de la piel, la elegancia de los miembros? Si me permites expresarte mi opinión, creo que si su defecto escapó a la mirada de las mamacuna, ¿no será acaso por voluntad de los dioses, deseosos de ofrecerte esta maravilla marcada con una señal particular, a fin de que no haya ninguna igual?
Aquella noche hubo un gran banquete, y alegre francachela y cantos en la Huacaypata. Los ecos de la fiesta se colaban por las aberturas del Acllahuasi, adonde me habían devuelto, y resonaban hasta en mi celda.
De nuestro grupo de Amancay, casi todas habían sido entregadas a dignatarios y gobernadores de provincia. Aparte de mí, el Inca había retenido sólo a otra jovencita. Los primeros días, mi euforia fue tal que casi me debilité. Al cabo de una semana aquella felicidad se agotó. Yo había creído lograr mi propósito. ¡Error! Quedaba por franquear un gran obstáculo.
Lo comprendí al encontrar en los talleres del Acllahuasi a numerosas aclla ya no demasiado jóvenes, con los rasgos marchitos, destinadas al olvido. Durante su presentación habían gustado, pero fue una impresión efímera borrada enseguida. La belleza tiene su monotonía. ¿Cómo podría retener la memoria del Inca los rostros, las siluetas de cientos, de miles de mujeres seleccionadas por él? Ser seleccionada no significaba ser elegida. Al contrario, ser seleccionada era para muchas la reclusión perpetua. Aquella deducción me horrorizó. Caí en la melancolía, perdí hasta el gusto de peinar mis cabellos, y las mamacuna de Cuzco me regañaban. Repetían que una aclla debe estar lista en todo momento. El placer del Inca no tiene horario.
Los servidores fueron a buscarme en plena noche. Me sacudieron, me sumergieron todavía atontada en un pilón recubierto de oro, me frotaron con esencia perfumada, me pusieron una túnica blanca bordada, me desenredaron el pelo, lo adornaron con una banda de oro, me envolví en mi lliclla y, tiritando en el frío de la noche, dejé el Acllahuasi, sabiendo que ya no volvería a cruzar el umbral, pues toda mujer que compartiera el lecho del Inca, aunque fuera sólo una vez, quedaba destinada a su casa.
Una callejuela separaba el Acllahuasi del palacio de Huayna Capac. Bruscamente, encontré el trayecto demasiado corto y me trastorné. ¿Sabría agradarle? ¡Me sentía tan torpe, tan tonta! Los servidores me introdujeron en una sala centelleante de oro y me abandonaron. Una colgadura se apartó. Me postré. Dos pies menudos, calzados con sandalias de fina lana trenzada, se acercaron a mí con pasitos rápidos.
—Levántate, niña. —Estupefacta, reconocí a la Coya Rahua Ocllo—. He sido yo quien te ha mandado llamar. Esta noche, el Inca está cansado, pero su poderosa naturaleza reclama sosiego. Dos de sus mujeres han intentado satisfacerlo, y las ha rechazado. Es tu oportunidad, pequeña… ¿Tienes miedo?
—¿Quién no temblaría ante el gran Huayna Capac, oh serenísima Coya?
—No dejes que se note. Apagarías la benevolencia de mi esposo. Su deseo se diluye ante el temor que anuda los miembros, los llantos que afean y todas las ridículas manifestaciones a las que las doncellas tienden a abandonarse. Si te duele cuando su ullu te penetre, ¡sufre alegremente a fin de recoger toda su semilla y que él tenga un goce perfecto! Y si sientes que su interés languidece…
Siguieron consejos que escuché, enrojecida. Entre nosotros, los hombres tienen un lenguaje rudo y lo emplean con profusión, mientras que las mujeres están obligadas a la más estricta decencia de expresiones… Pero ¿quién habría tenido la audacia de comparar a la Coya con ninguna otra mujer? ¡Nada puede ensuciar la boca de una diosa! Ese pensamiento devolvió mi adoración a su lugar.
La Coya dio una palmada. Apareció una enana.
—Ve —dijo la Coya.
La enana me llevó en silencio, a pasitos, hasta los aposentos del Inca. Ante la puerta velaban un jaguar y un puma con collares de oro incrustados de esmeraldas. Gruñeron cuando me acerqué. La enana emitió una especie de silbido y se callaron.
Entré. Una antorcha iluminaba la habitación. En las noches de grandes fiestas, yo había visto tan a menudo a mi padre y a los hombres de nuestro ayllu vencidos por la chicha, que comprendí enseguida que Huayna Capac estaba ebrio. Eso me devolvió la sangre fría. La situación me resultaba familiar y no necesitaba los consejos de la Coya para resolverla. Me acerqué a la forma tendida al borde de la cama y, osando poner las manos sobre el cuerpo de mi señor, conseguí mover su gran masa, estiré sus piernas y lo cubrí.
La operación se describe en pocas palabras, pero creedme, padre Juan, ¡el esfuerzo me empapó de sudor! Al menor gruñido que salía de su augusto pecho, temblaba temiendo que el furor lo arrancara de su somnolencia y lo empujara a los peores extremos.
Una vez hecho esto, no supe qué hacer. ¿Partir? ¡Partir así, partir sin que el Inca hubiera marcado mi carne con su sello, partir entonces para volver al Acllahuasi…! Y no habría segunda oportunidad, la Coya no me perdonaría haber decepcionado su benevolencia. ¿Cómo disculparme ante ella? ¿Podía permitirme yo, criatura vulgar, insinuar que la chicha tenía los mismos efectos sobre el Hijo del Sol que sobre el campesino?
Contemplé a Huayna Capac. El sueño suavizaba los estragos del tiempo, alisaba las arrugas. ¡Así, boca arriba, entre las mantas, era muy hermoso y mucho menos impresionante! Movida por un súbito impulso, me tendí sobre una de las esteras, decidida a esperar su despertar… Y deshecha de emoción, me dormí.
Por la mañana, al encontrarme al pie de su lecho y dueño de nuevas fuerzas, el Inca me tomó. Yo estaba suave y húmeda, medio dormida, y tierna como un panecillo fresco de maíz. Él pareció contento. A continuación llamó. El jaguar y el puma saltaron dentro de la habitación y se dedicaron a olerme y lamerme. Disimulé mi temor lo mejor que pude. El Inca reía.
Entró un dignatario, uno de sus hermanos seguido de su consejero íntimo. Al verme, felicitó a Huayna Capac por haber prolongado la noche hasta la mañana como un hombre joven. El buen humor del Inca se acentuó.
Después unas aclla invadieron la habitación. Desplegaron unas esteras de junco trenzado en el suelo y las cubrieron con platos de oro en los que había toda clase de ricos alimentos: pájaros asados, soberbios pescados, guisos de setas y frutas de las tierras cálidas que me resultaban desconocidas. Luego trajeron un banquito de madera recubierto de lana. El Inca se sentó. Ellas se dispusieron a servirlo. Él me señaló con un gesto; con otro, las despidió. La mirada que me dirigieron al retirarse me dio la medida del privilegio que se me otorgaba.
Bendiciendo en lo más íntimo de mi corazón a las buenas mamacuna de Amancay, que me habían enseñado a servir hasta en los menores detalles, cogí una escudilla de oro, esperé que el Inca eligiera y, después de llenarla disponiendo el pescado de la manera más atrayente, se la presenté y permanecí de pie ante él hasta que la vació. La comida duró mucho tiempo. Yo admiraba el apetito del Divino. En las aldeas, lo normal es la frugalidad. Yo también tenía hambre. Los aromas que subían de los platos me retorcían el estómago. Al final de la comida, me autorizó a tomar un huesecillo de pato salvaje, que roí con deleite.
La voluntad del Inca no tiene horario. Así que yo estaba siempre preparada para satisfacerlo. Por la noche, la sirvienta (ahora tenía una sirvienta para mi uso personal) velaba para despertarme y vestirme si Huayna Capac enviaba a buscarme. A veces, le bastaba con contemplarme bailar al son del tamboril, lo que yo hacía bastante bien.
Cuando no estaba con el Inca, es decir, la mayor parte del tiempo, permanecía en la habitación que me habían asignado y que se ennoblecía poco a poco con las demostraciones de la satisfacción que yo proporcionaba a mi señor: una colgadura, un jarrón, una manta de lana fina, un espejo de bronce y un cofrecito de madera en el que guardaba otros regalos, como un broche de plata para cerrar mi lliclla y un ancho brazalete adornado con flores de nácar y coral. La sirvienta me traía las comidas.
El Inca me había prohibido mezclarme con las otras aclla. Ignoro por qué, pero aquel apartamiento, aquel círculo mágico que él trazaba a mi alrededor, me llenaba de orgullo. La cabeza me daba vueltas. Cuando se es muy joven, el presente y el futuro se confunden. Yo imaginaba mi existencia como una eternidad de días felices, iluminados por un favor creciente, y la presencia de los cientos de mujeres desdeñadas que poblaban el palacio no lograba enturbiar esa ingenua convicción.
Enloquecí de alegría cuando Huayna Capac me anunció que partía hacia Quito y que me llevaba con él. La víspera de la partida, la Coya Rahua Ocllo me mandó llamar. Vuestros compatriotas, padre Juan, se sintieron tremendamente extrañados al enterarse de que, según la tradición, el Inca reinante tomaba por esposa a una de sus hermanas legítimas. Sin embargo, ¿cómo asegurar la continuidad de los descendientes del Sol si no era casando entre ellos a los únicos depositarios de sangre pura y divina? Nosotros no veíamos en esas uniones más que necesidades que escapaban a toda regla humana.
Como la mayor parte de las mujeres descendientes en línea directa del primer Inca, Manco Capac, fundador de la dinastía, Rahua Ocllo (¿os lo había dicho?) era muy bella. Su piel tenía la palidez nacarada de la Luna y su cabello tomaba la sombría y profusa brillantez de la noche. Le gustaban las fiestas, se rodeaba de enanas bufonas, era muy coqueta en su arreglo y tenía predilección por las esmeraldas y los tonos vivos del arco iris. Eso era lo que yo sabía de ella, que no era más que la apariencia, lo mismo que sus bondades para conmigo, y no tardaría en descubrirlo.
Despidió a sus mujeres. Su aire severo me inquietaba. El humor de los príncipes es la conciencia de los humildes. Me sentí culpable sin poder decir de qué.
—Niña —comenzó—, antes de que te vayas tenemos que hablar. Debes saber que, hace una treintena de años, el Inca, mi esposo, subió hacia el norte con su gran ejército y conquistó el rico reino de Quito. En el Inca cohabitan el dios y el hombre. El hombre se enamoró de Pacha Duchicella, la hija del rey de ese país. Nuestro hijo, el príncipe Huáscar, tenía cinco años cuando Pacha Duchicella dio, ella también, un hijo a Huayna Capac. A ese bastardo lo llamaron Atahualpa. Mi esposo lo ha preferido siempre a sus otros hijos. Hoy piensa dividir el Imperio entre Huáscar y Atahualpa… Seguramente lo ignoras: el pueblo no sabe nada de lo que, por otra parte, no tiene por qué saber, pero desde que reinan los incas el Imperio no ha sido jamás dividido. Al contrario, agrandar sus posesiones ha sido siempre el cuidado constante de nuestros soberanos. Por eso he pensado en ti para apartar a nuestro señor de su proyecto… ¡No pongas esa cara de estúpida! Cuando una mujer es lo bastante hábil para captar la atención del Inca más de un día, es capaz de mucho. No te pido que influyas en el dios sino en el hombre. El hombre es vulnerable. ¡Cuando pienso que, desde la primera estación de sus amores, Pacha Duchicella sigue a mi esposo a todas partes! Los años no han sido benevolentes con ella, pronto no será más que una vieja carroña maloliente, pero aún conserva poder sobre el Inca. Ella es quien lo ha decidido a ir a Quito. Él tiene la intención de establecerse allí definitivamente después de haber instaurado la sucesión del Imperio según su funesto designio. ¡Funesto es la palabra! En las últimas fiestas del Intip Raymi, cuando tú todavía estabas en el Acllahuasi, un águila herida, perseguida por unos buitres, cayó ante la litera del Inca. ¡Mal presagio! ¡Los dioses están encolerizados! Y la culpa es de esa mujerzuela intrigante y de su bastardo. Hay que aniquilar sus pretensiones. ¡El Imperio debe volver en su totalidad a Huáscar, mi hijo, el heredero legítimo, el que no tiene más que una sangre, la nuestra! Cuando él reine, yo reinaré y no me olvidaré de ti.
Más adelante, en otras circunstancias, yo recordaría esas palabras. Pero, por el momento, contemplaba aterrada a la Coya, que quebrando su adorable imagen me ofrecía la de una arpía poseída por los celos y el odio.
—¡Soy tan joven, tan joven…! ¿Qué puedo hacer? —murmuré.
—El aguijón de un insecto puede matar al que lo supera mil veces en tamaño y en fuerza. Tu insignificancia es un triunfo. ¿El Inca desconfiaría de la palabrería de una niña? ¡Destruye el amor del padre por el hijo poniendo en su corazón duda y sospecha! ¡Inventa! Cuando estéis en Quito, feudo de Atahualpa, te resultará fácil. Huayna Capac se complace en elogiar los méritos de su bastardo y en creer que ese demonio lo ama por él y no por lo que espera cosechar… Pequeñas frases hábilmente deslizadas (sobre todo si antes te ocupas de dejar al viejo agotado de placer) se introducirán en él como un dulce veneno.
Me retorcí las manos.
—Serenísima Coya, cada uno da lo que tiene. Yo no sería capaz…
Los ojos de Rahua Ocllo se achicaron como los de un jaguar cuando eligen su presa.
—¡Es a mí a quien debes los privilegios de que disfrutas, miserable hija de los campos! Sin mi intervención, si yo no hubiera desviado la irritación del Inca el día del Intip Raymi, ¿dónde estarías? ¿Y por qué te salvé? ¿Acaso te lo preguntaste? ¿Para satisfacer a mi esposo? Eso se lo dejo a otras. ¿Por piedad hacia ti? La piedad es uno de los sentimientos más comunes. Te salvé porque una jovencita tan astuta y ambiciosa como para disimular durante cuatro años un defecto que la habría descalificado me pareció digna de mi apoyo. Así que no me defraudes. Utiliza la cabeza. Hoy como ayer, se trata de tus intereses. ¡Incluso a distancia puedo deshacer lo que hice!
Ningún hombre blanco ha asistido jamás a los desplazamientos del Inca. Así que me voy a esforzar, padre Juan, por describiros el que realizamos de Cuzco a Quito, que fue el último de los tiempos felices de nuestro Imperio.
Imaginaos la partida. Abren el cortejo cinco mil guerreros armados con hondas; después, otros dos mil, de sangre noble, y enseguida dos mil más, que constituyen la guardia personal del Inca. Todos son hombres bellos y orgullosos. Van en formación. Sus escudos de madera, de piel, de plumas, de oro o de plata, se funden en un animado mosaico que marca cada hilera y alegra los ojos. Las corazas brillan y las espadas subrayan con un trazo de oro la calidad de los jefes.
Una llama blanca marcha delante de la litera del Inca. Su paso es solemne. La cubre una gualdrapa escarlata. De sus orejas penden racimos de alhajas de oro. La litera es una obra de arte. Han intervenido en su construcción los mejores ebanistas, tejedores, plumajeros, joyeros… Hecha de maderas preciosas, enriquecida con láminas de oro, engalanada con ramos de esmeraldas y turquesas, está coronada con dos graciosos arcos de oro de donde cuelgan las cortinas. Se puede admirar la tela sedosa, bordada con hilos centelleantes, con el Sol y la Luna simbolizando los orígenes divinos del Inca. Las cortinas tienen agujeros, lo que le permite ver sin ser visto. Se apartan cuando él decide ofrecerse a la adoración de sus súbditos o contemplar los diversos aspectos del paisaje. Ocho hombres de excepcional vigor sostienen ese monumento. Es un honor supremo. Es también una gran responsabilidad: el menor tropiezo es castigado con la muerte.
Detrás, unas literas más ligeras, alegradas por agradables cortinas cerradas, transportan a las mujeres designadas para acompañar al Inca. En nuestro viaje se contaban más de setecientas. Tranquilizaos, padre Juan. Huayna Capac no pensaba en absoluto en grandes desenfrenos, ni siquiera en honrar a la décima parte: su edad ya no se prestaba para ello. Pero, ya os lo he dicho, las mujeres eran demostración de poder y de fortuna, y un soberano habría quedado como un gobernador de provincia si hubiera llevado entre sus cosas sólo a una cincuentena.
Después de las mujeres, los dignatarios. En literas o en hamacas. El rango se ostenta soberbiamente en las vestimentas. Las capas se drapean en los hombros, sus pliegues se abren sobre unas cortas túnicas bordadas, con bordes de flecos o pompones de plumas de guacamayo y loro, en vivos colores. Y el oro fluye. Trabajado en láminas, en perlas, en pepitas o en escamas, incrustado de plata, de pedrería, de lapislázuli, de nácar o de cristal, se convierte en pectorales, brazaletes, jarreteras, collares, pulseras, diademas, pendientes… Su centelleo es el de nuestro padre el Sol, que aureola a aquellos de su misma sangre.
Siguen los magos, los adivinos, los médicos, y la ola ruidosa de los cantores, bailarines, flautistas y tocadores de tambor y tamboril; los enanos y los jorobados cuyas cabriolas y payasadas alegrarán nuestras fiestas, y el desfile majestuoso de los jaguares y los pumas rodeados por los oriundos de las tierras cálidas, vestidos con pieles y plumas, hábiles en capturarlos y amaestrarlos.
Y la servidumbre.
Aunque nos habíamos asegurado de encontrar en cada alto todo lo necesario para nuestra comodidad, los criados y sirvientas se contaban por millares. Añadamos a los porteadores y el rebaño de llamas, los hombres más cargados que los animales. Más allá de cierto peso, la llama se niega a avanzar. ¡Si alguien se obstina, se tenderá en el suelo y le lanzará a la cara un salivazo verdoso y maloliente! De modo que hay que tener cuidado y no irritarla.
Los correos preceden siempre al Inca para anunciar su llegada. Inmediatamente, las ciudades sacan sus adornos más preciosos. Se sacuden tapices, colgaduras, pieles de jaguar. Se fabrican decoraciones de plumas. Las paredes se cubren con escamas de oro y plata, y la población corre a cortar en los alrededores flores y ramas.
Al paso del cortejo, las aldeas se agitan como hormigueros. Se barre la calzada, se arrancan las hierbas y el musgo del pavimento, se levantan arcos de ramas, se arreglan los trajes de fiesta, se canta y se baila de alegría. Los niños otean sobre los muretes de las terrazas de cultivo. Cuando asoma el cortejo, anunciado de lejos por el mugido de los mullu, las grandes caracolas marinas cubiertas de nácar rosado, y por los estandartes que despliegan sus perifollos en el cielo, los niños gritan. Hombres y mujeres brotan de las aldeas y todos invaden los campos. Hasta los ancianos de cabeza vacilante y los enfermos descubren que tienen piernas nuevas para correr ellos también. ¡Divisar al dios viviente es una dicha que tal vez no se repita jamás y cuyo recuerdo encantará el corazón hasta la muerte!
Una vez cruzado el Apurimac (yo reía sola en mi litera, recordando mis temores de niña la primera vez que había puesto el pie en el puente colgante), pegué el ojo a las aberturas practicadas en las cortinas y me dediqué a escrutar las pendientes de los montes y las laderas de la Nan Cuna. ¿Estarían mi padre, mi madre, mi hermana entre aquella multitud delirante que aclamaba a Huayna Capac? No los vi. Sin duda era mejor así. ¿Para qué avivar lo que debe ser olvidado? No habría podido hablarles ni hacerles una señal. Una aclla no tiene familia ni pasado. Nace a la vida el día en que se abre al amor en el lecho del Inca. Además, cuando los padres conducen su hija al Acllahuasi, saben que no tendrán ninguna noticia de ella y que no volverán a verla jamás.
La presencia de vuestros compatriotas, padre Juan, ha trastornado nuestras reglas. Volví a ver a mis padres. Mucho, mucho tiempo después, y en la hora más cruel de mi existencia.
Felizmente, el porvenir está en el espejo de los adivinos. El mío reflejaba, en aquel momento, sólo el rostro de una mujer muy joven bellamente arreglada, saboreando con voluptuosidad las novedades de su condición.
A medida que nos alejábamos de Cuzco, las amenazas de la Coya se diluían… «Lo pensaré cuando lleguemos a Quito», me decía, despreocupándome debido a las bondades que me prodigaba Huayna Capac.
Jamás he vuelto a cometer semejante error.
La Nan Cuna se compone de dos vías. La primera se lanza a través de la sierra, cruza los torrentes, serpentea el flanco de los montes y talla su camino en la roca; la segunda costea, indolente, el mar. Unas ramificaciones unen este doble trazado colosal que surca el Imperio de sur a norte. Después de Amancay, cogimos un atajo y bajamos al valle de Pisco. Ahora, la arena ha vuelto a posesionarse del suelo, pero cuando nosotros llegamos, ¡qué abundancia de huertos y cómo crecía el algodón!
Los españoles exclamaron que era un prodigio cuando supieron que el agua, irrigando desde esas extensiones costeras, era transportada a los montes andinos. Les hemos enseñado las galerías subterráneas cavadas por nuestros obreros, los acueductos, los canales, los depósitos, las esclusas… Hoy esos trabajos están abandonados. Eso nos entristece, no lo comprendemos. ¿Es posible que en vuestro país, tan civilizado, se desdeñe la ciencia y el ingenio de los hombres? ¡España debe de ser muy rica!
Nos detuvimos una semana en Pachacamac, donde Huayna Capac consultó al oráculo; luego, en Rimac, junto a Lima, que entonces era sólo un minúsculo caserío. Fue en Rimac donde, bruscamente, caí en desgracia.
Taulichusco, el muy poderoso curaca de la provincia, había puesto su palacio a disposición del Inca. Los días se deslizaban, añadiéndose los unos a los otros como las perlas de un collar. Al no haber conocido aún ni las alegrías del corazón ni la plenitud de los sentidos, yo consideraba que en la tierra no había felicidad comparable a la mía.
Vivir a la sombra dorada del Divino, servirlo, recoger su goce, alojarme en sus moradas principescas, alimentarme con los platos más delicados, las frutas más raras, tener una colección maravillosa de lliclla, túnicas, cintas y tantos pares de sandalias como lunas en un año… Sonreís, padre Juan, me juzgáis muy frívola. Pensad que antes yo iba descalza y tenía por toda vestimenta la que llevaba puesta, ¡pensad en el cambio que ese ascenso representaba! ¿Qué chiquilla de quince años no hubiera sentido vértigo?
El palacio de Taulichusco era magnífico. Los muros, con un revestimiento de conchas, brillaban como la plata y de lejos producían un efecto mágico. Las salas se prolongaban en terrazas llenas de flores. Fiestas y banquetes se sucedían. Una noche, después de otros entretenimientos, el curaca hizo venir a una joven virgen que bailaba y tocaba la flauta. No tenía un rostro notable, su cara era chata y su boca gruesa, pero sí mucha audacia en los gestos y una pequeña silueta ágil y graciosa, revelada diestramente por su túnica de gasa. Al terminar su exhibición, dejó la flauta y parodió una especie de escena de amor con una serpiente. Yo nunca había visto nada tan indecente.
El contraste entre aquel cuerpo infantil y sus abrazos obscenos parecía gustar mucho a los hombres. Abrían mucho los ojos, y les brillaban. ¡No cabía duda de que todos soñaban con hacer de serpiente! El Inca tenía los párpados semicerrados y mascaba lentamente su bola de coca. Antes de que terminara el espectáculo, murmuró algunas palabras a Taulichusco y se levantó. Pensé que sentía asco. Junto con las otras aclla presentes, me apresuré a imitarlo. Con un fruncimiento de cejas nos apartó. La chiquilla lo siguió.
Por la mañana, llamó para su desayuno. Lo encontramos muy alegre. La joven yunga (así llamamos a los habitantes de la costa) estaba desnuda, beatíficamente tendida en el lecho imperial, revolcándose entre las mantas de lana de vicuña especialmente tejidas para el Inca y cuya inigualable suavidad él me había hecho apreciar. La serpiente se enroscaba entre sus piernas, con la cabeza erguida. Huayna Capac me ordenó ir en busca de una nodriza: la serpiente se alimentaba sólo de leche de mujer. Obedecí con el corazón lleno de rabia.
Cuando remontamos hacia el norte, Nauca Paya, la yunga, partió con nosotros. El clima de las orillas del mar inclina a la lascivia y a la intemperancia. Los hombres son viciosos y las niñas tienen la reputación de nacer recalentadas por las brasas que se incuban en el vientre de sus madres. Pronto sospeché que Taulichusco había iniciado a la yunga en prácticas perversas con el propósito de atraerse el favor de Huayna Capac. Yo crecía y empezaba a husmear la podredumbre. Pero aquel comienzo de perspicacia no me servía para nada. Cuando la mirada del Inca se aparta, no hay recurso que valga. ¡Mi única esperanza era que se cansara de compartir su placer con una serpiente!
La continuación del viaje fue penosa. Sola en mi litera, erraba por los negros paisajes que me ofrecían mis pensamientos. Por fin llegamos a Quito, y nos instalamos en Tumipampa, la residencia del Inca. Los altos picos nevados erizaban la lejanía. Unos jardines dibujaban los alrededores del palacio. Su esplendor atenuaba a veces mi desolación.
De esos jardines, como de los de nuestros templos y de los otros palacios imperiales, no queda nada de lo que constituía su magia. Para deleitar a los incas, nuestros orfebres sabían utilizar como estuches los ambientes naturales, tan caros a nuestros corazones, y combinar así los dones de la tierra con las suntuosidades del arte.
En los jardines de Tumipampa crecían con profusión las flores de oro, y también árboles, arbustos, matas cargadas de bayas y de frutas, todo esto asimismo de oro. Cuando brillaba el sol, parecía un incendio: ¡millares de flechas centelleantes atravesaban las sombras! De oro eran también los animales que se encuentran al azar en los caminos o que se posan en las ramas. Había también un campo de maíz, tan fielmente reproducido por los orfebres que en las cuatro estaciones uno podía creerse en la época bendita de la cosecha.
Cuando los españoles descubrieron ese oro, reaccionaron de un modo que nos dejó estupefactos. Para nosotros, el oro sirve sólo para goce de los ojos, y por eso estaba reservado a la élite. Vuestros compatriotas han visto solamente el valor comercial que le atribuís y se apresuraron a fundir en lingotes flores, hojas, frutos, árboles, maíz y la multitud de animales trepadores y voladores, insectos, conejos, gatos salvajes, ardillas, pájaros y demás, dispuestos para alegrar los paseos de nuestro señor. En resumen, ¡todas esas maravillas concebidas y cinceladas tan delicadamente y con tanto amor en el precioso metal! Ahora éste circula despojado de su belleza, anónimo, manipulado por manos sucias… La moneda es ciertamente el testimonio de una sociedad más sabia e industriosa que la nuestra, pero confieso que todavía estoy buscando las ventajas que proporciona. Nuestro comercio, basado en el trueque, era un estímulo para el trabajo y la destreza. Me parece que el vuestro favorece codicias sórdidas, hasta criminales. Me permití emitir esta opinión ante el virrey. Se rió. ¿Sabéis qué me respondió? «En todo indio, hasta en el más cultivado, hay un fondo de barbarie». Yo también reí.
En Tumipampa volví a reunirme con las aclla. Era sólo una más en el rebaño, ¡y cómo detestaba yo eso! Por orgullo, ante aquellas que había destronado en Cuzco y cuya satisfacción adivinaba, me esforcé por esconder mis sentimientos. Pero de buena gana hubiera dado mi pulsera de plata a un hechicero, si hubiese conocido uno, para que le hiciera un encantamiento a la yunga y le plantara garras de lechuza en el cuerpo.
¡Pero ved las ironías de la existencia! ¡Fueron los españoles los que me desembarazaron de ella!
Su aparición en nuestro país, advertida en Tumbez, una ciudad al borde del mar, y comunicada al Inca algunos días después de nuestra llegada, lo afectó grandemente. Como nos interrogábamos acerca de su melancolía, me enteré de que, una quincena de años antes, un adivino le había predicho la llegada de extranjeros de piel color carne de pescado hervida, de pelo rojo o amarillo, poseedores de armas atronadoras, más mortíferas que el rayo. El adivino había añadido que esa aparición precedería a la muerte del Inca y al aniquilamiento de nuestro Imperio.
Aunque los hombres blancos partieron casi enseguida por el mar del que habían llegado, Huayna Capac decidió reunir sin tardanza a sus hijos en Tumipampa para disponer su sucesión. La yunga ya no entraba en sus aposentos, pero aquellas noticias, que me habrían alegrado antes, ahora me dejaban indiferente. Me oprimían horribles presentimientos.
Aunque el deseo del Inca se adormecía, le gustaba rodearse de mujeres cuya belleza y modales lo habían seducido particularmente. Por grupos y en turnos, durante una semana, preparamos sus comidas, se las presentamos y lo acompañamos adonde fuera, listas para abanicarlo, para llevarle los recipientes de oro y los vasos llenos de chicha, para renovar la provisión de coca en su chuspa y para prodigarle toda la atención que su bienestar requería y que la costumbre y nuestro celo de adoradoras nos permitían prever.
Yo era precisamente una de las aclla asignadas a su servicio el día que llegó el príncipe Huáscar, hijo de la Coya Rahua Ocllo. La escena permanece viva en mi memoria: fue en aquella ocasión cuando mi destino se determinó definitivamente, y mi corazón, que todavía era el de una niña, comenzó a latir como el de una mujer.
El tiempo era de una suavidad maravillosa. De los pequeños valles vecinos, que abundaban alrededor de nosotros, subía un ruido de pájaros y el canto poderoso de los jardineros. El cielo se volvía rosado, irisando las cimas nevadas.
El Inca meditaba, sentado en un largo banco de granito en una de las huairona del palacio… ¿Qué son las huairona? Elegantes galerías cubiertas, siempre orientadas hacia una amplia panorámica propicia a la contemplación y que, en caso de peligro, podían también servir como puestos de vigilancia. Estábamos a sus pies. Recuerdo que yo llevaba una túnica de color amarillo azafrán y, sobre los hombros, mi lliclla preferida, blanca con rayas amarillas, rojas y negras. Una cinta de hilos de oro y plata ceñía mi frente. Yo había bordado en el centro una flor de un rojo vivo.
De pronto, por el gran vano abierto de la huairona, divisamos la vanguardia de un cortejo. Era tal su tamaño, que hasta que se iluminaron las antorchas no pudo el príncipe Huáscar presentarse ante el Inca.
No tenía ni la prestancia de Huayna Capac ni la belleza de Kahua Ocllo. Lucía la trenza de lana amarilla. Sin ese tocado, tradicional en el príncipe heredero, nada lo habría señalado a las miradas. Junto a Huáscar estaba Atahualpa, el bastardo de la princesa de Quito. Había ido a recibir a su medio hermano en los límites del reino de sus antepasados, convertido en una provincia de nuestro Imperio. Lo cubría una deslumbrante capa de plumas.
Aún no os he hablado de Atahualpa, padre Juan, aunque acudía a menudo al palacio a visitar al Inca. El odio ha cerrado mi boca, y también la repugnancia que siento, incluso después de tantos años, a evocar su fisonomía… una fisonomía agradable, por otra parte, bien secundada por un habla espiritual y sedosa por la que, lamentablemente, Huayna Capac se dejó atrapar. A pesar de la gran importancia que habrían de tener en mi vida, dejemos por el momento a Huáscar y a Atahualpa. Detrás de ellos había un joven. El tamaño de los discos de oro que colgaban de los lóbulos de sus orejas atestiguaba su cercano parentesco con el Inca. Tenía los pómulos anchos, la nariz arrogante y la boca fuerte.
Yo me había cruzado, durante el viaje y en la corte de Tumipampa, con hombres jóvenes y hermosos, cuya virilidad me había emocionado un poco, pero aquél, tal vez porque se adivinaba en él ese algo que distingue a los seres de excepción, ¡aquél me quitó el aliento! He tenido otros amantes, padre Juan, pero Manco fue el único que me poseyó enteramente. Y ya me poseía cuando yo ignoraba hasta su nombre. Lo supe cuando Huayna Capac lo interpeló. Yo bajé los ojos y hundí el nombre en el fondo de mi memoria, sabiendo que no podría aportarme más que sufrimientos y tormentos. ¡Desdicha a la mujer elegida que haya osado ofrecerse a otro y al hombre, príncipe o pastor, que haya intentado seducirla!
Algunos días más tarde, en el curso de una solemne ceremonia, Huayna Capac expresó su voluntad: el Imperio pertenecería a Huáscar, pero a éste le sería amputado el reino de Quito, del que pensaba disponer en beneficio de Atahualpa.
Huáscar se inclinó y los dos hermanos se juraron eterna amistad ante su padre. Las palabras no obligan a nada cuando se pronuncian bajo coacción.
El reparto decidido por el Inca me recordó las amenazas de la Coya. Pero ¿qué hubiese podido hacer yo? ¡Una mujer no tiene más que su cuerpo para influir sobre el espíritu de su dueño! ¿Y qué podría quitarme Rahua Ocllo que yo no hubiese ya perdido? De todos modos, temía ser un escape para su furor cuando se enterase de la noticia. Se rumoreaba que empleaba a menudo el veneno. Me decidí entonces a hacer probar mi comida a un conejillo de Indias. Luego me absorbieron otras preocupaciones y me olvidé.
Los malos presagios se multiplicaban. Un cometa verde apareció en el cielo. Un rayo cayó sobre el palacio. Signo evidente: ¡los dioses apuntaban sobre nosotros un dedo de fuego y nos enviaban sus maldiciones! Y los sacerdotes, los magos, no cesaban de anunciar el fin cercano del Inca y de repetir que lo seguirían atroces calamidades. Instruida ahora por las enseñanzas de vuestros compatriotas, sé que pretender leer el porvenir en las entrañas humeantes de una llama es una necedad… ¡Qué digo! ¡Es un pecado! Pero sigo sin explicarme cómo nuestros magos lograron describir con tanta precisión los horrores que nos acechaban. Después de la partida de Huáscar y de Manco, Huayna Capac contrajo una fiebre maligna. Los médicos no pudieron hacer nada. Para el Inca había llegado el momento de reunirse con su padre el Sol, y él lo sabía.
Antes de morir, reunió a sus parientes, sus jefes guerreros y los principales curaca, y les anunció que pronto aparecerían extranjeros, los mismos que se habían divisado en Tumbez, que se apoderarían de nuestro país y que deberíamos obedecerlos como lo indicaba la predicción, porque es más sabio someterse a hombres superiores en todo que intentar combatirlos.
A menudo he resumido el discurso de Huayna Capac a los españoles (entre otros a los hermanos Pizarro) y os digo, padre Juan, así como se lo he dicho a ellos, ¡que esas palabras influyeron más sobre el abatimiento de nuestra nación que toda la intrepidez y la valentía de los vuestros!
Siguiendo nuestras leyes, el fallecimiento se mantuvo en secreto hasta que los gobernadores de las provincias hubieron hecho lo necesario para que la transmisión de los poderes se hiciera en calma.
Tumipampa resonaba con nuestras lamentaciones. ¡Tratad de imaginar la tierra cubierta de tinieblas y tendréis una idea de lo que sentíamos! Numerosas aclla, en señal de duelo y aflicción, sacrificaron sus hermosos cabellos. Con la vida del Inca, su propia vida se detenía. La mía también. ¿Qué sería de nosotras?
Algunas recibirían legados de tierras y se retirarían con fortuna y honores. A otras se les confiaría cuidar al Inca difunto en su palacio. Una función envidiada. Nosotras, las más jóvenes, que no habíamos disfrutado más que brevemente del favor de Huayna Capac, no podíamos esperar nada que no fuera ir a engrosar el número de mujeres del nuevo Inca como sirvientas de éstas. Al no ser ya nuevas, ¿qué valor tendríamos a sus ojos?
El corazón de Huayna Capac se quedó en Quito, como él lo había deseado. Los despojos tomaron la dirección de Cuzco. Habíamos ayudado a embalsamarlo. Una vez retiradas las vísceras, el cadáver fue sometido a la acción de sustancias balsámicas, miel y resina, así como a otros ingredientes que los sacerdotes mantenían en secreto. Luego se le doblaron las piernas, con las rodillas bajo el mentón, en la posición fetal, que es la primera de nuestra existencia y que por eso debe ser la última, para reintegrarnos a las profundidades de donde venimos. Siempre procedíamos de esa manera con nuestros difuntos, fuera cual fuese su clase social.
A continuación envolvimos el cuerpo con tres mortajas blancas, después con una gasa fina, y lo revestimos con el uncu, la túnica de plumas de loro amarillas, rojas, verdes y azul turquesa, sembrada de escamas de oro. Y lloramos. ¡Ay! ¡Cómo lloramos!
A pesar de la certeza de que la vida continúa en el más allá, era horrible ver reducido, inerte, al dios que habíamos adorado y, peor aún, al hombre del que conocíamos el gusto amoroso y las debilidades. Sólo el rostro nos lo recordaba. Intacto, hermoso, rejuvenecido… Una gorguera de encaje, hecha de una gruesa tela rígida, sostenía su majestuosidad, el bermellón coloreaba con aire de salud las orejas, la frente, la nariz y las mejillas, rellenadas con trozos de calabaza. Y una fina lámina de oro conservaría para siempre el brillo de la mirada que había posado sobre cada una de nosotras.
Fue así, adornado con sus joyas más magníficas, tocado con el llautu y la mascapaycha, como el pueblo, agolpado a lo largo de la Nan Cuna, vio por última vez a su Inca, entre las cortinas de la litera.
Efectuamos el viaje, de unas quinientas leguas, a través de una niebla de lágrimas. Las escenas de desolación se sucedían al paso del cortejo. Cuando nos acercamos a Cuzco, dejaron de contarse los suicidios. Huayna Capac era muy querido. Tal vez, también, con esa clarividencia oscura que tienen los humildes, la muchedumbre sentía que con él desaparecía para siempre nuestra radiante paz.
Llegamos a Cuzco una noche. En cada plaza ardían fogatas funerarias, que arrojaban reflejos rojizos a las fachadas de los palacios. Toda la familia del Inca estaba reunida ante el Templo del Sol para recibir sus despojos. Cuando la litera se detuvo, los cantos y las danzas acostumbrados en esas circunstancias alcanzaron una intensidad casi inaguantable.
Dirigiendo unas piernas que ya no sabían andar, nos reunimos atontadas, titubeando, con las otras concubinas de Huayna Capac que se habían quedado en Cuzco. Como no se habían macerado en lágrimas como nosotras, manifestaban mejor su dolor. Pero los vasos de chicha y las hojas de coca que nos distribuyeron enseguida los servidores reanimaron rápidamente nuestras fuerzas. Yo veía que mis compañeras se arrancaban puñados de cabello, se arañaban el rostro, las oía gritar… Y enseguida añadí mis gritos a los de ellas. La coca hacía su obra y la chicha la activaba.
Pronto no sentí más fatiga. Estaba como fuera de mí misma, proyectándome en largos gritos que se enroscaban alrededor de mi cuerpo como las correas de un látigo y que enardecían mi sangre. Después me volví ligera, liberada del peso de mi carne, de la pena, de las preocupaciones, maravillosamente ligera, maravillosamente lúcida.
Ante mí se abría un camino radiante. El Inca lo había trazado. Y yo lo oía a él, al Divino, oía su voz, que me guiaba paso a paso hacia las fogatas ardientes, donde los verdugos habían comenzado su trabajo y preparado el lazo que me estaba destinado. Muchas otras mujeres ya habían obedecido a la voz. Se organizaba un ir y venir piadoso. Se llevaban los cadáveres saludados por clamores. Se los tendería a los lados del Inca durante la ceremonia mortuoria. Así, como en vida, tendría su corte de mujeres junto a él. Luego, alegremente, ellas lo acompañarían hacia una eternidad de días dorados. Era su elección. Era la mía. Me parecía tener alas, tal era mi ansia por llegar a la dicha, y avancé.
Los reflejos púrpura de los braseros coloreaban los rostros con reflejos sangrientos. Una leve peste subía de las flores y las hojas pisoteadas, y se mezclaba con los olores de los cuerpos sudorosos. La batahola de los tambores golpeaba en mi vientre. Yo jadeaba, acercándome poco a poco a los afectuosos verdugos que me liberarían de una existencia de la que ya no sabía qué hacer y, cuando los movimientos de la muchedumbre me lo permitían, concentraba mis miradas en ellos.
En medio del ancho círculo trazado por el respeto, los estranguladores iban de una a otra de las mujeres acuclilladas que, al llegar su turno, se curvaban y levantaban su cabellera con las dos manos. Y, con el gesto amoroso de los amantes cuando prenden un collar en el cuello de su amada, los estranguladores les pasaban con suavidad la cuerda de tripa de llama. Después apretaban. Las mujeres se desplomaban sobre sí mismas. No quedaba de ellas más que un pequeño montón de telas recubierto de cabellos. ¿Cuántas habían muerto? ¿Cuántas morirían? Cientos y cientos, seguramente. Cuanto más grande había sido el reino del Inca, más trastornaba los corazones el deseo de seguirlo en su gloria.
Aquel fervor, aquel delirio que nos llevaba al sacrificio, se iba haciendo más lento. Esperábamos inmóviles y febriles. Éramos demasiadas. Hubo que ir en busca de otro estrangulador, y después de otro, y de otro más. Sus rostros de bronce brillaban como engrasados por las llamas. Eran hermosos. Siempre se seleccionaba a hombres hermosos para ese oficio, y entregar nuestro último suspiro entre sus manos poderosas aumentaba la impaciencia.
La concurrencia consideraba un deber mantener nuestra tensión. Deslizaban vasos de chicha en nuestras manos y todos rivalizaban en dar, con sus cantos y sus danzas, más encanto a nuestros últimos instantes. Yo transpiraba. Lancé mi lliclla a la multitud, distribuí mi broche, mis pendientes, mis pulseras… Mis compañeras me imitaron. Se instauró el desorden. Lo que ocurrió entonces fue muy rápido.
Sentí que me cogían de las axilas, que me llevaban contra la corriente, y fui absorbida por la sombra. No me resistí: me sentía tan débil como un despojo de animal. Lo mismo que mis secuestradores quebraron mi éxtasis, me quitaron mi fuerza. Ya nada me sostenía salvo su voluntad.
Una litera esperaba en una callejuela. Me empujaron adentro. Los porteadores levantaron los largueros, yo me desplomé…
Padre Juan, lo siento. ¿Os lo he dicho ya? Dejo Cuzco mañana por la mañana. Pero hubiera deseado… ¡Una vida parece tan corta! Mas cuando se la detalla, las palabras se encadenan… No he hecho más que comenzar. Tendría que haber sido más breve. ¡Es culpa vuestra también! ¿Lo creeréis? ¡Sois el primero a quien tengo deseos de confiarme! Y casi no os he dicho nada, hay tanto que decir sobre mi pobre pueblo, sobre vuestros compatriotas, los de aquí, esos que no conocéis… A menos que… ¿Me acompañaríais? Voy al valle de Yucay, el Valle Sagrado de los incas. Acompañadme. Me sentiría muy dichosa. Además, es precisamente allí donde prosigue mi historia. La reviviremos juntos.