4

Padre Juan de Mendoza. Valle de Yucay, 5 de octubre de 1572.

¡Cuánta sangre, cuántas crueldades! Tengo prisa, Señor, por oír la continuación de su relato y porque aparezca la Verdadera Cruz trayendo Vuestra misericordia a este desdichado país.

Aunque ella me haya asegurado haber dejado instrucciones para que Pedrillo, mi intérprete, se reúna con nosotros, sigo sin noticias de él. Tengo un mal presentimiento. Anoche soñé que Pedrillo se balanceaba en una rama, abierto como una granada demasiado madura, y que yo lo miraba mientras una espada de oro me cortaba el costado. Era ella, Azarpay, quien empuñaba la espada… ¡Azarpay! ¡Hermoso nombre! Tal vez debería volver a Cuzco y averiguar qué le ha pasado a Pedrillo. Pero una de dos, o desertó o le ocurrió algo malo. En ambos casos no puedo hacer nada.

¿Adónde me lleva? ¡Qué importa! Yo la sigo. Ella y su cohorte de indios con rostros de madera… Si quiero intentar descubrir su verdadero rostro, deberé aventurarme más.

Estos pocos días me han hecho reflexionar. Destruir la existencia de esta mujer basándome en denuncias tal vez engañosas, en una simple apreciación y en el principio de que más vale eliminar un inocente que arriesgarse a dejar que un criminal continúe actuando, me es imposible. El rigor, la honestidad, me obligan a profundizar mis investigaciones hasta que ella se traicione.

El comienzo de su relato se refería sólo a los suyos. Ahora van a comenzar sus relaciones con los españoles. Cada vez más, tengo la impresión de que no aprecia en absoluto a nuestros compatriotas y que disfruta haciéndomelo saber. Esto no concuerda con la infernal hipocresía de que la acusan. ¿Por qué ese comportamiento? ¿Será, a medias palabras, una advertencia, una amenaza? Sin embargo, mi compañía parece serle agradable… Me desconcierto. Y esta desorientación absoluta lleva la confusión a mi cabeza. ¡Señor Dios mío, no me abandonéis! Sin Vos, no soy más que un hombre.

Apuesto, padre Juan, a que esperáis con impaciencia la entrada de vuestros compatriotas en este relato. Helos aquí. No os alegréis demasiado. Cuando abordasteis este país, estabais dispuesto a oír todo acerca de las miserables criaturas que somos, pero ¿lo estaréis cuando se trate de hombres pertenecientes a vuestra cultura y a vuestra fe?

Dos españoles llegaron ese mismo día, a última hora de la tarde, a Pultamarca, acompañados de un intérprete y de una pequeña escolta. Había llovido, una lluvia fuerte mezclada con granizo, y la entrevista empezó con los colores poco agradables del cielo. Pero Atahualpa, al enterarse de que uno de los jinetes era el hermano del jefe, se dignó apartar el velo que dos de sus mujeres mantenían tendido ante él para sustraerlo a toda curiosidad impía. Salió de su mutismo, ofreció chicha en vasos de oro y consintió en ir al día siguiente a Cajamarca, donde los extranjeros habían establecido sus cuarteles.

Los jinetes se llamaban Hernando Pizarro y Bartolomé Villalcázar. Pudimos constatar de cerca que parecían hechos como nosotros, de carne y hueso, y que estaban dotados de palabra, aunque no comprendíamos lo que decían si no era por medio del intérprete. Estaban vestidos suntuosamente.

De todos modos, más que sus trajes de seda y brocado, más que su tez pálida, su barba rizada, sus rasgos hermosos, pero desabridos en mi parecer comparados con las líneas tan vigorosamente acentuadas que presentan los rostros de nuestros hombres, lo que captó mi atención fue la mirada del segundo jinete, el llamado Villalcázar, una mirada que, por otra parte, él dejaba deslizar con descaro sobre las mujeres, entre las que yo estaba. Esa mirada tenía el azul de ciertas flores y la clara transparencia del agua. ¡Jamás me habría imaginado que los ojos pudieran ser de otro color que negros o castaños! Aquella originalidad me maravilló. Habría debido acordarme de que el azul me era nefasto…

Pasé la noche con Qhora en el aposento de las mujeres, decidida a escaparme en cuanto se presentara la oportunidad. La llegada de los extranjeros había postergado la sentencia de Atahualpa, pero no era más que un compás de espera, y prefería los azares de la huida a lo que me aguardaba.

Desde el alba, los fuegos del ejército iluminaron alegremente los prados. Cuando los hombres hubieron comido, empezaron los preparativos. Hacia el final de la mañana resonaron los tambores, las caracolas lanzaron sus mugidos hacia el cielo, que se anunciaba hermoso, y el cortejo que llevaba a Atahualpa a Cajamarca se puso en movimiento.

A la cabeza marchaban centenares de sirvientes vestidos de rojo y blanco, plebe que tenía por misión limpiar el camino del menor guijarro, brizna de hierba o trozo de paja, a fin de abrir un camino real a las literas. Detrás, caracoleaban cantantes y bailarines, y después venían, espléndidamente adornados de oro y plata, los dignatarios de Quito y los de las provincias que se habían aliado con el Bastardo. Éstos precedían a la guardia personal de Atahualpa: varios miles de jóvenes nobles con vestimenta azul.

Os he descrito la litera de Huayna Capac. La de Atahualpa no le iba a la zaga: una caja de oro y pedrería. Antes de que se cerraran las cortinas y mientras algunas de sus mujeres arreglaban amorosamente los pliegues de su atavío, pudimos admirar a aquel que pretendía ser Inca. Reconozco que Atahualpa poseía la majestad que se requería, pero ¡cuánto odio había en mi corazón! A continuación iban otras dos literas transportando a príncipes de la costa a los que había otorgado el privilegio de ir tras la suya. Detrás marchaba el grueso del ejército, impaciente, alegre, punteado de oro.

Yo estaba con las princesas de Quito. Ninguna mujer de alcurnia podía aprobar la actitud de su señor para conmigo y se esforzaban por hacérmela olvidar con su amabilidad, invitándome a seguir el cortejo en su compañía. Aunque nos habían hecho a un lado, estábamos al corriente de lo que se tramaba. Sabíamos que, debajo de sus trajes de ceremonia, los guerreros disimulaban petos de algodón acolchados, bolsas con piedras y hondas; sabíamos que de las pértigas, decoradas con trenzas, flecos, pompones de lana y plumas, colgaban nudos corredizos, y que en los puntos estratégicos habían sido emplazados hombres para capturar a los extranjeros que lograran escapar. Nuestros espías habían averiguado que eran ciento setenta y seis, ni uno más, y que, ante nuestros ojos, habían desfilado alrededor de treinta mil guerreros. En suma, sabíamos que, dado su número, esos seres de piel blanca no tenían ninguna oportunidad. Por otra parte, Atahualpa lo había dicho la víspera, riéndose de los temores de su entorno: «No son más que hombres. ¡Contadlos, contadnos! Hubiera podido hacerlos suprimir cuando desembarcaron en nuestras costas, pero tengo curiosidad por verlos de cerca, y quiero sus animales vivos». ¡Cada uno de nosotros habría apostado el lugar que tenía reservado en los verdes bosquecillos del reposo eterno a que Atahualpa conseguiría esos animales!

Al despuntar la tarde, un correo enviado a las princesas nos informó de que los españoles, transidos de terror, se habían encerrado en las casas que daban sobre la gran plaza por la que se penetra en Cajamarca. Eso no nos asombró. ¿Cómo no habrían de estar asustados los hombres blancos ante ese grandioso despliegue de fuerzas, que avanzaba con una lentitud calculada para quebrar las valentías, incluso si el encuentro tenía oficialmente un carácter amistoso?

El día terminaba cuando las princesas recibieron un nuevo mensaje: Atahualpa había decidido montar su campamento bajo las murallas de Cajamarca y posponer la entrevista para el día siguiente. Intercambié una mirada consternada con Qhora, mi enana.

—Cuando los extranjeros hayan sido aniquilados —le había dicho—, aprovecharé el regocijo y las juergas que seguirán para escaparme.

—Tendremos que ganar los montes enseguida —murmuró Qhora, acomodada entre mis faldas.

—¿Tendremos? Tú te quedas aquí.

—Voy contigo.

—Me molestarías.

—Trepar no es una cuestión de tamaño. Mi pie es tan ágil como el de la llama… ¿Y quién encendería tu fuego, quién se ocuparía de tu alimento?

—Cuando era niña, en mi ayllu

—Ya no lo eres, y durante demasiado tiempo te acostumbraste a no hacer nada: tus manos se han vuelto ignorantes.

—¡Cómo te atreves!

Ella sonrió.

—No te librarás de mí.

¡Sentir de lejos el aire de la libertad ya es una fiesta, pero una nueva coyuntura posponía, tal vez para siempre, nuestros proyectos! De todos modos, un poco más tarde, llegó un tercer mensaje que devolvió el impulso a mi corazón: Atahualpa, cediendo a las peticiones de los extranjeros, se había decidido finalmente a hacer su entrada en Cajamarca. Aunque el cortejo hubiera tardado desde el mediodía hasta la puesta del Sol en efectuar el recorrido, Cajamarca no está más que a media legua de las termas de Pultamarca. Entre esos dos puntos, el terreno se ahonda y, como el camino sube para alcanzar la ciudad, nos encontrábamos casi al mismo nivel que ellos. Así que vimos, poco después, la litera de Atahualpa, precedida de una parte del cortejo, franquear la muralla sobre los hombros de los porteadores, y a los guerreros que se apretujaban detrás.

El viento había cambiado y ahora venía del norte, inflado con grandes nubes, enviándonos el sonido agridulce de las flautas sobre un fondo de tambores. De pronto cesó la música. Pasaron algunos minutos. Esperamos. Entonces la tierra y el cielo parecieron confundirse en un abominable estruendo. Cerramos los ojos y nos apretamos unas contra otras. ¡Ni siquiera en lo más fuerte de su furor, jamás Inti Illapa nos había enviado un trueno tan poderoso! El ruido se detuvo. Abrimos los ojos. El horizonte, la ciudad, el campo, seguían en el mismo lugar. Un trazado de sombras se inscribía en el crepúsculo. Sin poder encontrar explicación a lo ocurrido, empezábamos a serenarnos un poco cuando, de pronto, la muralla de Cajamarca se desplomó como pulverizada por el puño de un gigante y, desde el hueco abierto, se desbordó un torrente humano que empezó a bajar la pendiente…

Los españoles llegaron a Pultamarca antes de que hubiéramos comprendido lo que pasaba. Las nubes se habían roto. Bajo una lluvia torrencial, a todo galope, anunciados por el ruido ensordecedor de los cascabeles que adornaban el pecho y las patas de los caballos, invadieron los jardines, rodearon el palacio y atravesaron a los guardianes con sus lanzas. En la dependencia donde nos habíamos refugiado, varias concubinas de Atahualpa, perdiendo la cabeza, quisieron huir. Las princesas de Quito les ordenaron que no se movieran. Esa dignidad las salvó. Si no, seguramente hubiesen sufrido la violencia que los españoles ejercieron sobre las sirvientas y las mujeres de los guerreros, que se encontraban fuera. El palacio, lo supimos después, fue asaltado en un santiamén.

Al final se interesaron por nosotras, que nos preguntábamos si volveríamos a ver la luz del día. Aún no comprendíamos por qué los españoles actuaban como vencedores, cuando según toda lógica estaban condenados al papel de vencidos, pero sospechábamos que no debían de albergar buenas intenciones en cuanto a nosotras. Fueron correctos. Impresionados por nuestra actitud y la magnificencia de nuestros atavíos, refrenaron su naturaleza, contentándose con apostar soldados ante las grietas.

Por la mañana nos llevaron a Cajamarca. El trayecto hasta la ciudad terminó de arrebatar a las mujeres la ínfima esperanza a la que se aferraban. Los prados, los jardines, los contrafuertes de la ciudad no eran más que un vasto campo de muertos, todos guerreros. Mentiría si os dijera que compartía el dolor de las otras mujeres, pero el espectáculo me hacía temer inmensamente por mi propia suerte. Qhora resumió la situación con una frase:

—¡Hemos caído de las manos de un monstruo en las garras de los demonios!

En la gran plaza de Cajamarca, los únicos que estaban de pie eran los españoles ocupados en trasladar cadáveres. Interrumpieron su trabajo para observarnos mientras éramos conducidas a uno de los edificios. Después de lo que habíamos visto, ninguna de nosotras creía que Atahualpa estuviera con vida. Así que, cuando lo vieron, olvidando su reserva, sus mujeres se abalanzaron hacia él, mezclando lágrimas de alegría a sus llantos, empujándose para postrarse ante él, tocarlo, besar sus manos y sus pies. Sabéis lo que pienso del Bastardo de Quito, padre Juan, pero una cosa es cierta: los suyos lo amaban hasta la adoración.

Los españoles presentes asistían estupefactos a ese delirio de efusiones. Yo me quedé con Qhora en el umbral. Ver con mis propios ojos a Atahualpa evidentemente prisionero, pero sano y salvo y tratado con honores, me produjo una conmoción.

Cuando hube puesto un poco de orden en mis reflexiones, llamé al intérprete, el mismo que había venido la víspera a Pultamarca con los dos jinetes. De momento, como no lo necesitaban, esperaba que las mujeres se calmaran. Me dirigí a él empleando ese tono altanero que tenemos en Cuzco y que no importa qué indígena, aunque sea simple de espíritu, es capaz de reconocer.

—Llévame ante el jefe de los extranjeros —dije—. Yo no pertenezco a Atahualpa. Al contrario, tengo mucho que quejarme de él. Me llamo Azarpay y soy la favorita de Huáscar Inca, tu señor.

Y no pudiendo permanecer más en la ignorancia, y deseando informarme antes de enfrentarme a aquel que había logrado capturar al Bastardo de Quito al frente de su gran ejército, añadí:

—¿Qué ha pasado?

El intérprete, nativo de una isla cercana a la costa, se expresaba muy mal en nuestra lengua. De modo que, en parte, gracias a las historias de vuestros compatriotas logré reconstruir el suceso. Vos lo conocéis. ¡Quién no lo conoce en España, adonde, desde entonces, afluyen nuestras riquezas! Pero las narraciones a veces fantasean, y tal vez os agrade revivir con toda exactitud la hazaña de Francisco Pizarro, sobre todo porque después no tendré elogios que haceros de él.

Plantear el decorado es importante, porque la disposición de los lugares proporcionó a Pizarro su plan de ataque. Imaginaos una vasta explanada de tierra ocre. Edificios de ladrillos crudos la bordean por tres lados. Un largo muro de tierra delimita el cuarto lado, dominando el campo y abriéndose en dos puertas que dan acceso a la ciudad. En una de las esquinas del muro se yergue una torre algo más alta.

Cuando Atahualpa penetra en la plaza de Cajamarca, ignora que en algunos minutos su destino estará sellado. Pizarro ha sopesado los riesgos. Es veterano de las conquistas, tiene casi sesenta años, le ha llegado el momento de recoger la gloria y la fortuna; sabe que ese país, al que le ha costado años de existencia y de sufrimientos acceder, es el más grande, el más rico, y que ningún conquistador ha posado jamás la bota sobre él. Sabe también que, si no toma la delantera, la muerte será el precio de su ambición. En ese caso, la única salida es atreverse a lo impensable, a lo imposible.

Volvamos a Atahualpa. Desde lo alto de su litera domina la plaza, donde hormiguean servidores, músicos, bailarines, guerreros, mientras espera recibir el homenaje de los españoles. Pero en esa masa ruidosa, deslumbrante de colores, no aparece ninguno de vuestros compatriotas. Mientras él se impacienta y se ofende, de pronto un religioso sale de uno de los edificios y se acerca a la litera seguido del intérprete. Su hábito de lana rústica cruza las filas, su aire devoto impone silencio. El religioso tiene una Biblia en la mano. Comienza a arengar a Atahualpa, hablando de Dios y de Su Majestad de España, según vuestras costumbres, pero Atahualpa, que no reconoce otro poder más que el suyo, se irrita más. El religioso insiste. «Todo está escrito en la Biblia», dice, y le tiende el santo libro a Atahualpa, que lo abre y lo hojea. Es evidente que esos signos no le dicen nada. Con cólera y desprecio lo arroja al suelo. El religioso lo recoge y vuelve corriendo a informar a Pizarro.

La decisión ya estaba tomada, pero provocar la hostilidad de Atahualpa, llevarlo a un gesto sacrílego, aportan un piadoso sostén a las conciencias. Pizarro da la señal. Inmediatamente, de todos los edificios, de todas las aberturas, brotan los jinetes españoles. Lanzan su salvaje grito de guerra, surcan la multitud con sus monturas, descargan mosquetes y arcabuces y, mientras tanto, los cañones encaramados a la torre empiezan a tronar.

Ese estrépito infernal, esas armas que escupen el rayo y la muerte a distancia; esos caballos, animales fantásticos y monstruosos para quien no ha estado jamás cerca; esos clamores de los que las orejas no entienden el significado, el olor acre de la pólvora, es demasiado, muchas cosas desconocidas a la vez. El espíritu de los hombres de mi raza se tambalea y el terror se apodera de ellos. Contra eso, la razón y la disciplina son impotentes. Son decenas de miles. Aplastar a los españoles bajo el peso del número sería fácil. No se les ocurre, sólo piensan en huir. Su voluntad se ve reducida al instinto y, como un rebaño de animales enloquecidos, se precipitan sobre la muralla. La presión es tan fuerte que las piedras y los adobes con los que ha sido construida se desploman, enterrando a muchos de ellos.

Sólo los jóvenes nobles de la guardia personal de Atahualpa y los porteadores de la litera permanecen en sus puestos. Tuvieron que matarlos uno a uno, y los guardias reemplazan a los porteadores a medida que éstos caen, hasta que al fin la litera cayó a tierra y Pizarro, que se reservó esa tarea, arrancó a Atahualpa de su estuche de oro, turquesas y esmeraldas. Os lo he dicho ya, Pizarro tiene un largo pasado detrás. Conoce la mentalidad de nuestros pueblos: entre nosotros, cuando se posee la cabeza que gobierna, se es dueño del cuerpo entero. Por lo tanto, su único objetivo ha sido Atahualpa. Y como siente que todavía puede necesitarlo, lo quiere vivo.

En el cortejo hubo cinco mil muertos, unos descuartizados, otros pisoteados o asfixiados en medio del pánico. Todos los españoles resultaron ilesos. Treinta minutos le bastaron a Pizarro para apropiarse de nuestro país… ¡Treinta minutos en ese 16 de noviembre de 1532, para que el Imperio de los incas y el honor de un pueblo de diez millones de habitantes le cayeran en las manos! Evidentemente, yo estaba lejos de imaginarlo.

Durante los primeros meses fui tratada con miramientos. Pizarro me concedió una vivienda en Cajamarca, sirvientas y todo lo necesario. Esas disposiciones corroboraron los desagravios que me había dispensado en nuestra primera entrevista, y me complací en ver en ello una manifestación de la voluntad divina. Pensé que esos extranjeros que, a pesar de la debilidad de sus efectivos, habían triunfado tan fácilmente sobre Atahualpa, nos habían sido enviados para reponer el orden en el Imperio y al Inca en su trono… ¿Acaso no lo simulaban ellos mismos? En resumen, durante un tiempo, para mí y para todos los partidarios de Huáscar, fueron los salvadores. Algunos hasta llegaron a considerarlos dioses.

Al no poder acostumbrarme al ocio, manifesté el deseo de instruirme en su lengua. Pizarro me envió a su joven primo Pedro a quien, en pago, yo enseñé el quechua. Hice rápidos progresos, movida por el deseo de poder servir de intérprete a Huáscar cuando los españoles lo liberasen, ¡lo que prueba que las crueldades de la vida todavía no habían agotado mi ingenuidad! Mientras tanto, en lugar de proseguir su camino hacia Cuzco, vuestros compatriotas se incrustaban en Cajamarca. Y, a medida que las lunas se desgranaban en las noches, yo me inquietaba cada vez más, constatando las amables relaciones que Atahualpa había entablado con sus carceleros y temiendo lo peor de su inteligencia y su duplicidad. Además, él había captado la capacidad de sus vencedores y, para satisfacerla, les había prometido un rescate colosal de oro… Colosal a los ojos de los vuestros, a quienes el oro les puede proporcionar todo, incluso lo que deberían sólo merecer, pero para nosotros, que teníamos tanto y que no le dábamos más que un valor decorativo, en realidad era muy poco. ¡El oro… y las mujeres!

¿Hay mujeres hermosas entre vosotros, padre Juan? Os hago la pregunta porque, con excepción de algunas prostitutas, las damas que vienen aquí a reunirse con sus esposos, tal como la Corona de España les ordena, no tienen nada que pueda emocionar a un hombre. Es verdad que su tez y su humor se vuelven rancios al descubrir la alegre licencia en que se revuelcan sus cónyuges.

En suma, Atahualpa también había olfateado esa sed de mujeres. Numerosas princesas de Quito y concubinas abandonaron su lecho a su orden para adornar los de Pizarro, sus cuatro hermanos y otros españoles. Los menos favorecidos se contentaron con las sobras que recogían en los caminos, pero creedme, toda vuestra gente fue provista. Durante ese período fui respetada. El mismo Pizarro se encargó de sermonear a Villalcázar cuando me quejé de sus asiduidades… Villalcázar… ¿Os acordáis? Uno de los dos jinetes que llegaron en embajada a Pultamarca. Aunque tenía a una hermana de Atahualpa y algunas otras mujeres, lo encontraba en mi camino cada vez que me presentaba en casa de Pizarro o que salía de la mía. Sus cumplidos, su insistencia me ofendían; aquí no teníamos esas costumbres. Villalcázar fingía no darse cuenta. Tal vez tomaba mi frialdad por coquetería. Era uno de esos hombres hermosos y dominantes que no conciben el fracaso y tampoco lo experimentan. ¡Era hermoso de verdad! En lo mejor de la edad, una estatura magnífica, la cabeza orgullosa, mandíbula salvaje (pero, acaso cierta ferocidad, ¿no añade encanto al macho?), la barba sedosa de un negro intenso y esos ojos tan azules de los que os he hablado.

En febrero tuve una gran alegría. La llegada del Inca, prisionero de los generales de Atahualpa en alguna parte de la región de Cuzco, fue anunciada para muy pronto. Mi gratitud hacia los españoles se acrecentó. La pesadilla parecía a punto de terminar y me regocijaba pensando en la angustia que debía de atormentar a Atahualpa.

Esos días de espera, durante los cuales viví flotando en las nubes triunfales que acompañarían el regreso de Huáscar, fueron el último presente que me hicieron. Una tarde, a la hora fresca en que la lluvia viene a calmar los locos ardores de la mañana, estaba recibiendo mi clase de castellano cuando Qhora, que utilizaba de maravilla su tamaño para colarse por todas partes y hacer soltar las lenguas, irrumpió en la pieza. Se precipitó a mis pies y me abrazó las piernas con sus pequeños brazos. Estaba sollozando.

—¡Ama, ama! ¡El Inca ha muerto!

La rechacé. ¿Huáscar muerto? Imposible. Algún signo me habría avisado de ello.

—¡Mientes! —exclamé.

Pedro, el primo de Pizarro, se levantó.

—Señora, continuaremos cuando estéis dispuesta.

Se dirigió hacia la puerta. Su nuca estaba rígida y su paso era presuroso. Grité:

—¡Entonces es verdad! ¡Lo sabíais!

Se volvió y me miró con precaución. Era un joven gentil, de pensamientos más delicados y mejor educación que el resto de su familia.

—La noticia nos fue comunicada por la noche. El príncipe Huáscar fue ahogado por orden de los generales de Atahualpa. Creed que lo lamento, señora. Lo lamentamos todos.

—¡Ahogado! —repetí con horror.

Me puse a temblar. De pronto tenía frío, un frío que me penetraba hasta los huesos… ¡Ahogado! ¡Entonces los dioses no me dejarían siquiera el consuelo de imaginarlo disfrutando de una apacible y nueva existencia! Sabed que, en efecto, padre Juan, según nuestras creencias, la pena es eterna para los ahogados y para los que perecen en la hoguera…

Villalcázar guardó las formas. Me concedió tres días de duelo. Al cuarto, apareció.

—Señora, ahora estáis sola. He solicitado a Francisco Pizarro, nuestro capitán general, el honor de protegeros. Me lo ha concedido. Desde ahora viviréis en mi casa. Os conduciré allí. Por favor, disponed que reúnan vuestros efectos.

Era decirme, en palabras cuidadosamente elegidas, que al no estar ya el Inca, yo no era nada más que un objeto de placer. ¿Acaso tenía la posibilidad de rebelarme? ¡Tomaría por la fuerza lo que yo me negara a darle de buen grado!

Considerando que discutir una causa ya decidida era rebajarme inútilmente, hice lo que las mujeres de mi país hacían en esa época y hacen todavía cuando despiertan el interés de un español: llamé a Qhora, la envié a buscar mi vacía bolsa de coca y un peine, que era todo lo que poseía realmente en aquella casa, aparte de las alhajas y vestimentas que llevaba puestas, y seguí a Villalcázar. Su casa había sido de un notable de Cajamarca. Se abría sobre un patio. El agua de una fuente gorgoteaba. Varias mujeres se dejaron ver y se eclipsaron. Atravesamos una sala con hornacinas adornadas con rica alfarería. Recuerdo que había un florero muy hermoso que representaba un loro en tonos castaños y ocres, picoteando una espiga de maíz. Lo recuerdo porque obligué a mi espíritu a aferrarse a los detalles para que no fuera más lejos. Ante una puerta cerrada por una cortina de piel de llama sujeta por un marco de madera, Villalcázar se volvió.

—¡Tú, enana, fuera!

Ordené a Qhora que se reuniera con las sirvientas. Villalcázar apartó la cortina, me empujó al interior de una habitación de la que no vi nada porque inmediatamente estuvo sobre mí. Me abrazó y me arrancó la banda de oro que tenía en la frente, hundió las manos en mi cabellera y, levantando el rostro que yo mantenía bajo, me besó en la boca. ¡Un beso tan violento como un puñado de pimientos! Luego me soltó.

—Desnúdate —dijo—. Hace demasiados meses que espero.

Y comprendí que el tiempo de las buenas maneras había pasado.

Villalcázar tenía la impaciencia de un niño y la voracidad de un ogro. En él todo era desmesura, palabras, gestos, apetitos, deseos… Al día siguiente decidió que las concubinas que le había dado Atahualpa me servirían.

—No es posible —dije—. No les haré esa afrenta. ¿Qué soy ahora más que ellas?

—¡Harás lo que te digo o las echaré!

—¿Crees que lo sentirán?

La sangre subió a su rostro y me obsequió con una cólera a la que asistí asustada, ya que nuestros señores muy rara vez se dejaban llevar hasta tales extremos. Entre nosotros, un simple fruncimiento de cejas o una palabra seria bastaban. Con un montón de gesticulaciones apoyadas por groserías de las que sólo comprendí la entonación, porque ése no era el lenguaje que me enseñaba Pedro Pizarro, Villalcázar me explicó que ahora yo tenía un nuevo dueño y que, en dieciocho años de conquista en países vecinos al nuestro, jamás una india había logrado hacerle frente. La manera en que pronunció la palabra me golpeó el corazón. Lo miré a la cara.

—Haz lo que quieras —dije—. Pero no pretendas cambiarme. Y si no te conviene, mátame. Me harás un favor.

Le lanzaba esa frase cada vez que chocábamos, es decir, continuamente. Yo pensaba mucho en la muerte. Al ser humano le hace falta un fin, un sentimiento, algo a lo que el alma se aferre. Alrededor, todo se hundía… Huáscar… el Imperio… mi honor… Por eso provocaba a Villalcázar con la esperanza de que hiciera el gesto que me liberaría. Pero poco a poco, le cogí gusto al juego. Sin nada que perder (y él lo sentía), descubrí que tenía un poder malsano. Esa guerra permanente que yo atizaba entre nosotros fue lo que me mantuvo con vida. Esa guerra y…

Voy a confiaros un secreto, padre Juan. Sin duda, con vuestro espíritu formado en un mundo tan diferente del nuestro, imagináis que yo odiaba a Villalcázar porque me había forzado. Os engañáis. Entre nosotros, la ley del macho marca a las mujeres cuando todavía son niñas. Villalcázar no hacía más que aplicarla. En el fondo, muy en el fondo de mí, yo lo aceptaba: los hombres son así. En cuanto a hablar de profanación… Villalcázar ignoraba nuestras instituciones. Para él, una incap aclla no representaba más que una imagen que, por el contrario, incitaba sus actos. «¡Puta de Inca!», aullaba en el punto más alto de su furor. Jamás intenté explicarle la clase de mujer que era yo; su opinión me resultaba indiferente.

Además del hecho de que ahora percibía en los españoles ambiciones que sobrepasaban, ¡y cuánto!, las que les habíamos adjudicado al principio, si yo odiaba a Villalcázar era por otro motivo. No se lo he dicho jamás a nadie… En cierta manera es una confesión, padre Juan, pero en vuestra religión, ¿no deben confesarse igualmente los pecados de la carne? Es la siguiente. Seré breve. Los dioses vivientes me habían tendido en su lecho y yo experimentaba un gran orgullo, sin pensar que una mujer podría sentir otra cosa. ¡Pero con Villalcázar, un simple mortal, un extranjero de quien todo me separaba, raza, costumbres, creencias, educación, con él, a quien no me interesaba satisfacer y cuyos abrazos me humillaban, con él…! Haber logrado hacer de mi cuerpo miserable su cómplice, eso no, eso no se lo perdoné jamás.

En abril, los españoles recibieron refuerzos. Diego de Almagro, el socio de Pizarro en esa expedición, feo y tuerto, llegó a Cajamarca con doscientos soldados, de los cuales cincuenta iban a caballo. Entre ellos se encontraba un primo de Villalcázar, Martín de Salvedra. Villalcázar lo trajo a la casa y declaró que viviría con nosotros.

—Si quieres indias, muchacho, no te preocupes. ¡Son calientes como el pan recién salido del horno! Pero ésta no —aclaró señalándome—. Era la favorita del Inca… Huáscar, el que murió ahogado. Me costó su peso en oro. Uno de los hermanos Pizarro la quería, pero el oro, amigo mío… ¡Los Pizarro saben contar!

Martín de Salvedra cruzó su mirada con la mía y enrojeció. No se parecía en nada a Villalcázar. Unos veinte años, la silueta huesuda, un rostro de líneas todavía indecisas. Entre la barba y el bigote, de un rubio pálido, la sonrisa se esbozaba, se escondía. Los ojos castaños tenían una expresión dulce y perpleja. Estaba vestido pobremente.

En las semanas que siguieron, comprendí que, a pesar de los aparatosos abrazos que habían acogido la llegada de Almagro, la armonía no reinaba entre éste y Pizarro. El objeto de la discordia era el rescate de Atahualpa, ya reunido.

—¡Si Almagro cree que, sin haber sudado una gota, no tiene más que presentarse para coger lo que tenemos nosotros, puede arrancarse el ojo que le queda! —exclamaba Villalcázar—. Ese oro lo ganamos nosotros y nos lo quedamos nosotros. ¡Me habría gustado verlos! Treinta mil de esos indios, y nosotros… ¡Teníamos las tripas a punto de aflojar! ¡Y lo digo en voz alta, porque jamás hombres de valor han arriesgado su vida como nosotros la arriesgamos ese día! Entonces Almagro… ¡que se arregle con su viruela!

—Había un contrato —se obstinaba Martín de Salvedra—. Francisco Pizarro ha jurado respetarlo sobre los Evangelios. Y sería muy deshonesto de su parte hacernos a un lado en el reparto con el pretexto de que no estábamos aquí. No hablo por mí… ¿Quién soy yo para reclamar? Pero hace tantos años que empezó este asunto que Almagro ha dejado su salud en él. ¿Crees que estuvo inactivo en Panamá? En una expedición, la retaguardia es tan importante como la vanguardia. Almagro se ocupó de reforzar los efectivos, de luchar contra los acreedores, de levantar las hipotecas, de encontrar nuevos fondos… Sin fondos, el valor no es nada.

—¡Papeleo, papeleo! Sólo para eso sirve el tuerto.

—Por iletrado que sea, Francisco Pizarro no se arregla mal con los escritos cuando se trata de hacer figurar su nombre en grandes letras y en el mejor lugar. Cuando hace cuatro años fue a España a solicitar el consentimiento del Rey, se hizo otorgar tierras por descubrir, títulos de gobernador vitalicio, de capitán general…

Villalcázar rió burlonamente.

—Fue Su Majestad quien decidió. Si Almagro no estaba contento, no tenía más que apartarse. Por otra parte, estuvo a punto de hacerlo. No lo hizo y se equivocó. Cuando se va al festín por la puerta de servicio, es seguro que no se recogerán más que las migas. Te convendría pasarte a nuestro campo, muchacho. ¡Es increíble el oro que hay en este país, y no les sirve para nada!

Villalcázar hablaba tranquilamente en mi presencia. Primero, porque no concedía a una india más cerebro que a uno de los taburetes que encargaba al carpintero del ejército y con los cuales llenaba la casa; después, porque no sospechaba en absoluto, y yo me ocupaba de ello, los progresos que yo había hecho en vuestra lengua.

Sin embargo, no fue por él sino por Qhora, la tarde del 29 de abril, que me enteré de la noticia acerca de Atahualpa: un tribunal reunido apresuradamente acababa de condenar a muerte al Bastardo de Quito. La ejecución era inminente.

Me precipité afuera. Una multitud espesa, muda, se dirigía hacia la gran plaza. Allá fui. Llovía. Enseguida trajeron al prisionero. A pesar de las cadenas con que lo habían cargado, la cabeza estaba erguida, el porte era majestuoso. Me sentí orgullosa. A la vista de su señor, la multitud estalló en gritos de dolor. Muchas mujeres cayeron exánimes al suelo. Allí se las dejó. Era caritativo ahorrarles los detalles del suplicio.

Sentimientos contradictorios se disputaban mi corazón mientras contemplaba cómo agarrotaban a Atahualpa. Es verdad, yo deseaba su muerte, pero no ésa. Su vida nos pertenecía a nosotros, los de su raza, era su parentela inca la que debía decidir su castigo. ¿Con qué título se erigían en jueces los españoles? ¿Qué mal les había hecho el hijo querido de Huayna Capac, excepto enriquecerlos prodigiosamente…? Y de pronto supe que, después de haber cometido conscientemente ese crimen sobre una persona de la realeza, nada los detendría.

Al día siguiente, Villalcázar se endosó su jubón de terciopelo negro y, con ese rostro de duelo que vuestros compatriotas adoptan a voluntad, se dirigió a la iglesia de San Francisco, recientemente construida, para asistir al entierro de Atahualpa, al que habían bautizado in extremis bajo la amenaza de quemarlo vivo. ¡Apreciad, padre Juan, el valor de esa conversión! ¿No contestáis? Tenéis razón, el silencio os honra. Por la tarde oí que Martín de Salvedra le decía a Villalcázar:

—Tendríamos que haberlo enviado a España y que Su Majestad decidiera. No estábamos calificados para juzgar a un hombre de su rango… ¿Y bajo qué acusaciones? ¿La muerte de su hermano, Huáscar, ordenada a distancia? ¡Se murmura que Pizarro la indujo! En cuanto al llamado complot que urdía contra nosotros, no es más que un invento.

Villalcázar rió.

—¡Tú y tu moral! ¿Se conserva con vida a un príncipe que no hace más que repetir: «Bajo este cielo, sin mi voluntad, no vuela ningún pájaro»? Era demasiado poderoso y no lo disimulaba lo bastante, eso lo mató. No busques otro motivo. ¡Los principios no tienen lugar en los asuntos importantes, muchacho!

En septiembre partimos de Cajamarca hacia Cuzco. Cuando, dos meses más tarde, llegamos a Jauja, que linda con la región de Amancay, yo estaba decidida a huir y ganar los montes. Amancay era mi provincia, estaría entre los míos y contaba con que me ayudarían a encontrar a Manco… si todavía estaba con vida. Ya no soportaba las caras hipócritas de vuestros compatriotas ni las maneras posesivas de Villalcázar. Me sentía humillada, sucia, indigna. ¡Lamentablemente, cuanto más encono le mostraba, más grande era su interés!

La noche misma de nuestra llegada tuvimos una pelea. Me llevó a la habitación, abrió un gran cofre de madera y dijo:

—Elige.

En el cofre había alhajas de oro, sacadas no sé de dónde ni de quién. Retrocedí.

—No, gracias.

—¿Cómo que no? ¿Qué mujer rechazaría una joya?

—Seguramente no las que estás acostumbrado a frecuentar.

—¿Qué quiere decir eso?

—Yo he tenido las alhajas más hermosas que se hayan forjado en nuestro imperio…

—¿Dónde están?

Pensé en mi blanco palacio de Yucay y volví a verme bajando a la sala secreta con Marca Vichay, pensé en esas maravillas que dormían bajo tierra mientras yo andaba por los caminos como una mujer de soldados. Suspiré y dije, esperando que fuera mentira:

—Las tropas de Atahualpa me lo robaron todo.

—Si te lo robaron todo, ya no tienes nada.

Toqué mi collar de esmeraldas.

—Me queda esto. No quiero esas baratijas usadas, dáselas a tus mujeres.

Sus mandíbulas se crisparon tan violentamente que oí crujir sus dientes.

—¡Sabes muy bien que las he despedido!

—Hiciste mal: eran hermosas y más amables que yo.

—¡Te destrozaré! —aulló—. ¿Qué te crees? No eres más que una puta india, una puta del Inca, y las indias…

—Ya sé. ¡Las adiestras y se arrastran a tus pies! No quiero humillarte, pero eso no es difícil. En nuestros países, la sumisión es inherente a nuestro sexo. Sólo que yo no soy así. ¡Yo me inclino sólo ante el Inca! Entonces, puta por puta, busca otras, las putas no faltan desde que vosotros estáis aquí, y déjame ir.

—¡Jamás! ¡Te tengo y te conservaré! Y no intentes escapar. A donde quiera que vayas o donde estés, te encontraré y te haré desollar a latigazos como una perra. ¡Después de eso, ningún hombre te querrá, así sea el último de los pordioseros!

Sonreí.

—Algún día te mataré —dije.

Villalcázar lanzó un rugido, cogió el cofre de madera, lo levantó por encima de su cabeza y me lo arrojó. Las alhajas se desparramaron por el suelo.

—Recógelas —ordenó.

No me moví. De pronto rió. Sus ojos azules chispeaban.

—¡Aparte de mí, nunca encontré a nadie con tal mal carácter!

Y vino hacia mí.

La casa donde Villalcázar se había instalado quedaba detrás del palacio del gobernador, ocupado temporalmente por el Inca. Al día siguiente crucé la calle… Sí, padre Juan, ¿no os lo dije? Teníamos un nuevo Inca: Tupac Huallpa, un medio hermano legítimo de Huáscar y de Manco. Elección de Pizarro.

Así que crucé la calle para ir a saludar a una mujer de Tupac Huallpa a quien yo conocía, cuando un hombre me abordó. Una banda roja sujetaba sus cabellos, largos como los llevan los nativos de Jauja. Llevaba una túnica blanca y una capa de lana marrón. Sin embargo, noté inmediatamente que la vestimenta no concordaba con la audacia del rostro.

—¿Señora Azarpay? —dijo.

Mi corazón aceleró sus latidos.

—Soy yo.

Asegurándose de que la calle estuviera desierta, apartó su capa y me mostró una trenza de preciosa lana de vicuña enroscada varias veces alrededor de su hombro.

—¿Reconoces este llautu? Manco lo llevaba la noche que fue a tu palacio de Yucay a advertirte de nuestra derrota. Me ha dicho que lo reconocerías.

—¡Manco! ¿Es Manco quién te envía?

—Sí.

Las palabras no vienen con presteza a los labios cuando se trata de traducir la emoción, pero lo que recuerdo, padre Juan, es que súbitamente me sentí cálida por dentro. ¡Como si el Sol, de golpe, me hubiera entrado en el cuerpo!

—¿Dónde está? —pregunté.

—Pronto lo verás.

—¿Me conducirás hacia él?

Me miró con severidad.

—Estás aquí, con los extranjeros… No hagas tantas preguntas y escúchame. Manco te ordena librarlo de Tupac Huallpa. ¡Es un cobarde, un traidor! No contento con refugiarse como una mujer a la sombra de los hombres blancos, no ha tenido nada más urgente que hacer que aceptar el título de Inca, que por derecho le corresponde a Manco. Tupac Huallpa nos deshonra. Debe morir.

Yo me repetía: «Manco vive, Manco vive». Veía cómo el horizonte se iluminaba, en mi corazón era fiesta, y ese hombre me hablaba de suprimir a Tupac Huallpa, me ordenaba matar… ¡A mí, que carecía de medios, que nunca había levantado la mano contra alguien, así fuera una sirvienta! ¿Cómo asumir esa responsabilidad, ser digna de la confianza que Manco me demostraba? El temor de decepcionarlo me hacía temblar.

—Jamás he reconocido a Tupac Huallpa como Inca —dije—. Los extranjeros le ofrecieron el Imperio para apoderarse de él más fácilmente. Pero ¿cómo quería Manco…? No soy más que una mujer.

—¡Cuya fama y saber son grandes, Azarpay! Introdúcete en el palacio. Recibirte será un privilegio para las concubinas de Tupac Huallpa. En cuanto al resto, los dioses te guiarán.

Buscó de nuevo bajo su capa y me puso en la mano una redoma de oro, no más alta que el pulgar, cerrada por una turquesa cubierta de paja retorcida.

—Este veneno actúa un cuarto de luna después de haber sido absorbido. Arréglatelas para verterlo en su chicha. Adiós.

—¡Espera! Tengo tantas cosas que decirle a Manco… ¿Cuándo lo veré?

—Depende sólo de ti. Mata a Tupac Huallpa y verás a Manco.

Cuando Villalcázar estaba en casa, exigía tenerme siempre a la vista. Felizmente sus funciones lo acaparaban la mayor parte del tiempo, y tuve sobradas ocasiones de ir al palacio. El descuido de esa corte constituida a toda prisa favorecía mi proyecto. Por medio de Illa, «Rayo de Luz», una antigua compañera del Acllahuasi de Amancay, pronto conocí todos los recovecos del palacio, e incluso los aposentos del Inca.

Illa era bonita: piel ambarina, cuerpo delicado, manos pequeñas que revoloteaban como alas de tórtola y que acompañaban los movimientos graciosos de su larga cabellera lustrosa. Cuando tuvo lugar nuestra presentación en Cuzco, Huayna Capac se la obsequió a su hijo Tupac Huallpa. Al presente, yo ya no era nada e Illa era una de las mujeres del príncipe reinante. Esa situación invertida aumentaba seguramente el placer de nuestro reencuentro. Halagándola un poco, no tuve ninguna dificultad en sonsacarle los informes que necesitaba. Elegí una noche en que Villalcázar cenaba en casa de Pizarro.

Cuando la gente de la casa estuvo dormida, pasé por encima de Qhora, que roncaba ruidosamente en su manta en el umbral de mi puerta, cogí la lliclla de una sirvienta y salí. Los dos guardias, apostados en la entrada lateral del palacio que daba a la calle, continuaron conversando mientras yo franqueaba el muro, con pasos silenciosos, como convenía. Me recibieron sonidos de flautas y tamboriles que venían del jardín. Entre nosotros, a esa hora, después de una colación ligera, los príncipes acostumbran beber chicha mientras contemplan algún entretenimiento con sus mujeres y sus dignatarios. Una galería cerrada por espesas colgaduras conducía a la habitación del Inca. El olor de madera de mulli, quemándose en los braseros dispuestos de trecho en trecho, me recordó la primera noche que me llevaron ante Huayna Capac. También aquella noche tenía la boca seca y el estómago contraído, pero aquel día me parecía insignificante el temor que había sentido entonces.

Levanté las colgaduras de la habitación. Era el momento crucial. Bastaba con que el humor de Tupac Huallpa interrumpiera los cantos y las danzas… Sorprendida en ese lugar donde sólo sus mujeres eran admitidas, no tendría más que un recurso: tomar el veneno que le destinaba. Ardía una antorcha. Fui hasta la hornacina donde las mujeres depositaban cada noche el vaso de chicha que Tupac Huallpa vaciaría después de recrearse con una de ellas. Vertí el veneno en el vaso, volví a la galería que desembocaba en un patio florido, lo atravesé, me mezclé con la servidumbre, una fauna reclutada en diversas provincias, que se encontraba inactiva, soñolienta, esperando que el Inca se acostara.

En la entrada estaban los mismos guardias.

Juzgué preferible que no me vieran volver a la casa de Villalcázar y continué por la calle bordeada de un lado por la muralla del palacio y sus dependencias, y del otro por casas de dignatarios que alternaban con patios. Anduve así casi un cuarto de legua. Al fin, encontré a la derecha una callejuela en la que me interné, pensando volver a casa por detrás… Pero de callejuela en callejuela, en la oscuridad de la noche, me perdí.

Cuando, después de mil vueltas, llegué por fin a la casa de Villalcázar, él estaba allí. Me aferró.

—¿Dónde estabas?

Su voz baja, enronquecida por el vino, me asustó más que sus gritos habituales.

—Déjame —dije.

—¿Dónde estabas? —repitió por segunda vez.

—Necesitaba tomar el aire y salí a pasear.

—¿A estas horas? ¿Por quién me tomas? ¡Estabas con un hombre!

—Si me dejaras hablar… Estuve caminando y me perdí. Me ahogo en esta casa. ¡Piensa que estoy acostumbrada a horizontes más amplios que estos muros entre los que me aíslas!

—¡Perra! ¡Necesitas tener encima piel oscura, es eso!

Profiriendo horrores que resulta imposible repetir, me sacudía como para hacer brotar la verdad de debajo de mi vestimenta. La pequeña redoma de oro que había contenido el veneno y que yo llevaba en cinturón, rodó por el suelo. Villalcázar interrumpió su interrogatorio, me dejó, recogió la redoma y la examinó.

—¿Qué es esto? ¿Una alhaja? ¿Un regalo de tu amante? Rechazas los míos y aceptas…

—Devuélveme eso, es un amuleto que me había dado Huáscar, el Inca.

—¡Mientes!

Aterrorizada, le arranqué la redoma de las manos.

—¡Deja de decir tonterías! ¿Un amante? ¡Ni hablar! ¡Conocerte me ha asqueado para siempre de los hombres!

No sé cuántos golpes me asestó. «¡Te voy a matar!», gritaba, y creo que, sin quererlo realmente, lo habría hecho si no hubiera aparecido su primo Martín de Salvedra. Los dedos de Villalcázar soltaron mi garganta y lo vi desaparecer. Es todo lo que recuerdo. Cuando recobré la conciencia, estaba apoyada en un cofre, una mano me pasaba una toalla mojada en la frente, y me encontré con la mirada oscura y ansiosa del muchacho.

—¿Cómo estáis?

Me toqué la garganta.

—Tengo la impresión de que un gato salvaje me ha saltado al cuello.

—¿No tenéis nada roto?

—Ayudadme a levantarme y os lo diré.

Me puso de pie con precaución. Mis brazos y mis piernas funcionaban, pero me dolía todo. Busqué con los ojos la redoma de Manco, alarmada ante la idea de que Villalcázar se la hubiera llevado. Brillaba en el suelo como un punto de oro.

—Por favor, Martín —pedí.

Se agachó y me la tendió. Tener la redoma en mi mano me tranquilizó. Una bocanada de orgullo me ensanchó el corazón. Martín me observaba.

—Si no hubiera sido por vos me habría estrangulado —dije—. ¿Es siempre tan «delicado» con las mujeres?

—No. En general, las mujeres… Creo que está enamorado de vos.

—¡Encantadora manera de manifestarlo!

—¿Acaso lo sabe él mismo? Para ese tipo de hombre, el amor es una debilidad, casi una enfermedad.

—¿Y para vos?

Enrojeció.

—¡Oh, yo! Yo vengo de España. Allí sólo hay mujeres con las que uno se casa o las que tienen mala conducta. Soy demasiado pobre para pensar en casarme y las otras no me atraen… Pero hablo demasiado… Debéis acostaros, descansar. Con vuestro permiso…

Me llevó a mi habitación. Era más robusto de lo que parecía. Me tendió sobre las mantas, vertió agua en un vaso y me dio de beber.

—Llamaré a vuestra enana, sabrá atenderos mejor que yo… —Una sonrisa rozó su bigote rubio—. ¡Nunca he tenido ocasión de ocuparme de una mujer!

—Lo hacéis muy bien. Gracias. Muchas gracias, Martín.

Lo seguí con los ojos. Era la primera vez que un hombre me demostraba bondad sin esperar nada a cambio.

Al día siguiente, Villalcázar partió a combatir a los guerreros que habían cortado los puentes sobre el Apurimac, y cuya actividad amenazaba la triunfal marcha de Pizarro. Cuando volvió, juzgué prudente suavizar mis maneras. Eso lo satisfizo. Para Villalcázar, el amor propio estaba por encima de todo. Sin duda pensó que un correctivo era la manera de encaminarme hacia la sumisión.

Tal como había previsto el enviado de Manco, Tupac Huallpa sucumbió una semana después de haber tomado el veneno. Sus exequias suscitaron poca emoción. Era uno de esos seres a los que una ocasión concreta extrae de la insignificancia por un breve instante, y a los que después los acontecimientos les pasan por encima y los pulverizan sin que de ellos quede más traza que un nombre. Unos días después, Villalcázar se puso el magnífico atavío de brocado que le había visto en Pultamarca. Le pregunté las razones de ese despliegue de elegancia.

—¿Te interesas finalmente por lo que hago? El príncipe Manco se ha puesto en contacto con nosotros. Reivindica el trono en su calidad de heredero legítimo. Voy a juzgar la lealtad del muchacho y a preparar la entrevista con Pizarro que solicita. Debemos pensar en reemplazar rápidamente al Inca para restablecer la unión del Imperio.

El encuentro tuvo lugar cerca de Cuzco. Los españoles montaron sus tiendas sobre la extensión poblada de hierba de una meseta. Manco se presentó al día siguiente, al claro sol de la mañana. A decir verdad, su cortejo carecía de aparato: una simple litera de madera y, detrás, los guerreros con ropa raída y algunas mujeres…

¡Qué importaba! Él estaba allí, todo me era devuelto, y yo intentaba recobrar el aliento, ebria de un exceso de alegría que apenas tenía fuerzas para soportar. Me encontraba a algunos pasos de Pizarro, pues éste había pedido a Villalcázar que me llevara con él porque sabía que yo me manejaba mejor con el castellano que el intérprete. El viejo capitán español de origen oscuro (se decía que era bastardo de una criada de granja y un gentilhombre) y el joven príncipe de ascendencia divina se intercambiaron grandes abrazos. Una pregunta, padre Juan: ¿es propio de vuestras costumbres abrazar a aquel a quien se tiene la intención de aniquilar?

Después de numerosas palabras destinadas a tranquilizar a Manco en relación con sus futuros poderes, Pizarro lo abrazó de nuevo, indicando el final de la entrevista. Me sentí casi aliviada. Mi corazón se agotaba al sentir a Manco tan cerca y tan distante. Entonces él, que ni siquiera había parecido notar mi presencia, aunque yo había rectificado varias veces la traducción del intérprete, se dirigió a mí.

—En tu calidad de incap aclla del venerado Huayna Capac, mi padre, y de Huáscar Inca, mi hermano, yo, Manco, su heredero, te reclamo. Díselo al anciano. Dile también que tus conocimientos de su lengua ayudarán a estrechar nuestros lazos de amistad.

Villalcázar estaba en primera fila con los hermanos Pizarro. Lo vi enrojecer, ponerse rígido y, con las mandíbulas tensas hasta el hueso, llevar la mano a su espada y avanzar. Pizarro volvió la cabeza. Ignoro qué promesas o qué amenazas contenía su mirada: Villalcázar retrocedió.

—Señora Azarpay —contestó Pizarro—, decid al príncipe Manco que accedemos con placer a su petición.

Así fue como volví a encontrarme entre los míos.

El campamento, encaramado en las alturas, consistía en algunas chozas redondas montadas sobre la hierba y apuntaladas con piedras. Había otras mujeres trajinando ante el fuego, algunas jóvenes y bonitas, que dejaron lo que estaban haciendo y acudieron alegremente a recibirnos. Manco, sin concederles más atención que a los arbustos espinosos que formaban una especie de muralla natural alrededor del campo, me llevó a su choza. Un estandarte deshilachado, clavado en el techo, la señalaba.

Yo me sentía tan emocionada que estuve a punto de golpearme la frente al franquear la entrada, estrecha y baja. Manco se volvió.

—Así es como vivo. Pero pronto tendremos un palacio y sirvientes.

Se sirvió un vaso de chicha. Cuando bebía tenía algo de la avidez de Villalcázar. Lo encontré muy cambiado. Su cuerpo había perdido la esbeltez juvenil y ganado en poder: era macizo y musculado. Y el rostro de aristas agudas, de expresión secreta y atormentada, no era el que yo recordaba. De pronto me di cuenta de que había alimentado mis sueños con un hombre del que no sabía nada. Mi confusión se acentuó. Tenía la boca seca, la espalda húmeda, ganas de llorar y me dolía la cabeza de hurgar en los pensamientos que me asaltaban desde que nos separamos de Pizarro.

Examiné el interior de la choza. Estaba limpia, barrida, con las mantas cuidadosamente dobladas. De una clavija pendían unas vestimentas. En el suelo había un soberbio escudo bordeado de oro y la maza de combate. El aire olía a ciertas plantas aromáticas de nuestros montes. ¿Cuál de las mujeres había introducido aquellas ramitas secas en los agujeros de la pared? Manco dio los tres pasos que lo separaban de mí.

—Tienes que contarme cosas, Azarpay… Quiero saber todo de esos extranjeros. El anciano parece sincero. Necesito su apoyo para reducir a los guerreros de Atahualpa que infestan nuestras provincias… ¡Y si sólo se tratara de desembarazarnos de ese perro maldito…! Dicen que a los extranjeros les gusta el oro. Se lo daré. Partirán con los barcos llenos.

—No partirán —dije yo—. Su intención es apropiarse del Imperio.

Manco frunció las cejas.

—En ese caso, ¿por qué quieren aliarse conmigo?

—Te necesitan, así como tú los necesitas a ellos. Para pacificar y unir las provincias. Cuando ya no les seas útil… Mataron a Atahualpa, te matarán a ti.

Estiró la mano y tocó mi lliclla.

—Han pasado dos años. Te amo, Azarpay. ¿Y tú, me quieres, tus sentimientos son los mismos?

Las lágrimas que había retenido hasta entonces empezaron a deslizarse por mi cara. Bajé la cabeza.

—Señor, no puedo pertenecerte. Han pasado muchas cosas. Un hombre… uno de esos capitanes extranjeros me ha tendido en su lecho. Ya no soy digna de ti.

—¿Tú querías a ese hombre?

Mi llanto redobló.

—Nunca he querido a nadie más que a ti. El gran Huayna Capac y Huáscar me han rendido honor, pero la flor del amor, tú, sólo tú la has hecho crecer en mi corazón.

—Ya sé lo de ese hombre —dijo Manco.

—¿Lo sabes?

—Lo conozco todo de ti. Introducir espías entre los extranjeros es fácil: para ellos, todos nosotros nos parecemos… Azarpay, nuestras creencias dominan nuestros actos. Esto es puro, aquello es vil… ¡Y cuando transgredimos las leyes, maldición para nosotros y para los nuestros! Pero ¿es que pueden aplicarse en los momentos excepcionales en que vivimos? Por ejemplo, si monto uno de esos espléndidos animales que poseen los extranjeros, ¿cómo adivinar si hago bien o mal, si voy a atraer lluvia o sequía sobre nuestros campos? Esos animales no se mencionan en nuestras reglas; los hombres blancos, tampoco. Es como si ocuparan un lugar tan aparte que nuestras instituciones no los han tenido en cuenta. ¿Debemos ser más rigurosos que ellas? He reflexionado y yo, Manco, digo que no. Ese hombre no ha sido más que una borrasca de granizo en la tormenta. Olvídalo y desde ahora no quieras nada más que lo que yo quiero.

Padre Juan, ¿habéis amado con amor verdadero? ¡No os enojéis, os lo ruego! Mi pregunta no tiene nada de inconveniente. Antes de consagraros a Dios habéis sido hombre, ¿verdad? Os debo una confesión: cuando me anunciaron vuestra llegada, me informé, siempre es una precaución situar a las personas. Y me dijeron, entre una oleada de elogios, que a ejemplo del santo fundador de vuestra orden, Ignacio de Loyola, si recuerdo bien, habéis tenido una primera juventud escandalosa. Según mi informante, erais como todos los demonios de la tierra cuando decidíais poseer a una mujer.

¿Quién me lo ha dicho? ¡Padre Juan! ¿Es a vos a quien debo explicarlo? La compañía de Jesús es muy envidiada. No todos los religiosos tienen esa inteligencia sutil, ese saber, la admirable flexibilidad de espíritu, la audacia que caracterizan a vuestra orden… No tuve más que dirigirme al obispado. Mis limosnas me proporcionan algunas amistades. Han estado encantados… ¡Incluso tengo la impresión de que vuestra presencia molesta y de que se alegrarían enormemente de desembarazarse de vos!

Lamentaría que mis palabras os molestaran. Me parece, al contrario, una prueba de la amistad, de la confianza que caracterizan nuestras conversaciones… ¡Y pensad que pongo mi existencia al desnudo ante vos! ¿Eso no me da algunos derechos? Sabed que si nuestras relaciones no hubieran sido lo que son, os habría abandonado desde Cuzco a vuestras investigaciones. Durante mucho tiempo no hice más que lo que gustaba a los hombres, ahora hago sólo lo que me place… y me placería mucho que me acompañarais en los montes.

De todos modos, debo preveniros. La subida es difícil, las diferencias de temperatura y la altura ocasionan a veces graves malestares a quien no está habituado y, si os decidís, deberéis ir hasta el final del camino. Un hombre blanco es incapaz de resistir en esos relieves… También abundan las víboras, en concreto una especie particularmente venenosa y traicionera. Toma el color del medio en que se mueve, se disimula bajo los helechos y la roca y, en el momento en que menos lo esperáis, se estira, salta y os da el beso mortal…