7

Padre Juan de Mendoza, 12 de octubre de 1572.

¡Con qué crueldades ha afligido la existencia a esta mujer! Sin embargo, es alegre, ríe de buena gana; tiene un carácter duro, templado en todas las desdichas, pero también es bondadosa. Por momentos, el alma le aflora hasta los ojos, ¡y cómo resplandecen! Lamentablemente, temo mucho que esta alma esté perdida para Vos, Señor, y por nuestra culpa. Los porteadores se reúnen, los servidores apagan las brasas y nos marchamos. Todavía faltaban dos o tres días, me ha dicho ella.

Si la temperatura manifiesta cambios de humor que me hacen sudar y tiritar por turno, el paisaje, un caos de rocas, con los flancos cubiertos de un pelaje de zarzas color castaño, no cambia. Es verdad que, sobre estos senderos que bordean los escarpados, mi atención se limita a mis pies. Con sólo echar una mirada hacia abajo, el corazón se desprende.

Ayer sentí un malestar. Ella me obligó a mascar algunas hojas de coca con una pasta que, al parecer, duplica el efecto. ¡Milagrosa medicina! ¡A continuación, yo brincaba con la despreocupación de una cabra! Los porteadores sonreían. Compartir lo cotidiano nivela las diferencias. Ella también sonrió: «La próxima vez, padre Juan, me obedeceréis sin discutir. No olvidéis que sois mi cautivo». ¿Empieza a tirar de la soga que me ha puesto en el cuello?

Señor, cualquier pensamiento que esa reflexión sugiera a mi espíritu, estoy entre Tus manos y no entre las suyas. Tú dispondrás. No volveré a tomar su medicina más que en caso de necesidad absoluta. El honor de un hombre consiste en permanecer siendo él mismo pase lo que pase.

Creo habéroslo dicho, padre Juan: cuando una jovencita entraba en el Acllahuasi, estaba perdida para los suyos. AL cambiar de nombre en la pubertad e ir después a ejercer sus funciones de incap aclla en la corte de Cuzco o a aumentar el número de concubinas de algún señor, ¿cómo habrían podido sus padres encontrar su rastro? Por otra parte, tampoco pensaban hacerlo. La niña pertenecía en adelante a otro universo, maravilloso, mágico, que les estaba prohibido.

Por lo tanto, mi ayllu no había establecido ninguna relación entre la pequeña «Lluvia de Maíz», que se había ido a Amancay tantos años antes, y Azarpay, la mujer en que me había convertido, cuyos amores con Huáscar y Manco eran celebrados por los sanadores itinerantes hasta en las menores aldeas hundidas en los pliegues de la sierra… Si revelé la verdad a nuestro curaca sólo fue para asegurar a Zara, en la medida de lo posible, unos funerales dignos de la hija del Inca. El dolor ahogaba mi orgullo.

El curaca no opinaba lo mismo. Cuando le manifesté la intención de reintegrarme a la casa familiar, se indignó. Mis progenitores no eran más que instrumentos. El honor de haber sido elegido por los dioses para producir tan ilustre destino le correspondía al ayllu entero, y él se arrogó inmediatamente una buena parte instalándome en una de sus viviendas, con su segunda esposa como sirvienta.

Cuando era niña, yo abordaba a las esposas del curaca con los ojos bajos. Ahora, eran ellas las que se inclinaban ante mí y me llamaban «madre», como hacen los inferiores sin distinción de edad. Su actitud me incomodaba. Las impresiones de la infancia son tenaces. Leía esa deferencia casi temerosa en cada mirada, y más aún en los ojos de mi madre y mi hermana, ambas tan ajadas por el tiempo que hubieran podido intercambiar sus rostros mudos, mustios y terrosos. Mi padre se conservaba mejor, pero de su boca, antes tan dispuesta a bromear, ya no salían más que lamentos. Sus preocupaciones eran las de un pobre campesino, colocado en una situación que lo superaba, aunque debiera asumir sus consecuencias. Oyéndolo, llegaba a la conclusión de que, en la ciudad de Manco, vivíamos paradójicamente más cerca de los españoles, de los que espiábamos cada acción y cada gesto, que de la realidad cotidiana que afrontaban las poblaciones.

—Antes, bajo el Inca —suspiraba mi padre—, los funcionarios distribuían la lana y nosotros la tejíamos. Ahora, nos obligan a proporcionarla nosotros mismos. ¡Y cómo, con el pobre rebaño de nuestra aldea…! Ahora, estamos obligados a trocar lo poco que el extranjero nos deja de la cosecha para procurárnosla. ¡Pronto las mujeres ya no tendrán maíz para preparar la chicha! Antes, en caso de sequía o de temblor de tierra, el Inca velaba, estábamos tranquilos, seguros de no morir de hambre, de tener con qué vestirnos y una buena manta que nos diera calor. Ahora, se vive sin saber si se vivirá mañana.

¡Y todavía, padre Juan, vuestros compatriotas no habían preparado la carga que después nos pusieron sobre la espalda!

Por la mañana, yo trepaba a la gruta donde reposaba Zara. El ayllu se había despojado de sus telas más preciosas para adornarla. Evidentemente, faltaban las piedras finas, las joyas y las figuritas de oro con que se honra a los hijos de los príncipes, pero mi hija tenía lo esencial: un pajarito capturado durante el crepúsculo, que la guiaría en su viaje a la eternidad, y varios amuletos con poderes benéficos confeccionados con granos, cordones y plumas, que el padre de mi padre había deslizado entre las tres mortajas de lana y la estera de junco, envuelta varias veces alrededor de su cuerpo menudo para mantenerlo en la posición fetal, en la que los difuntos deben abandonar el mundo de los vivos.

Yo le hablaba, disponía ante la gruta golosinas, maíz tostado, judías, miel que sacamos de los tallos de maíz antes de que la mazorca llegue a madurar… No eran los frutos de las tierras cálidas, guayabas, aguacates, que le gustaban tanto a Zara, pero yo hacía todo lo que podía. Perpetuar la apariencia de la vida, guardar un contacto con los seres que amábamos es, para nosotros, negar la separación y la muerte. Decidme, ¿qué mal hay en eso? Los españoles también adornan las tumbas, se comunican con los desaparecidos por medio de la oración. ¿Por qué entonces esa furia por abolir nuestras costumbres? Nos reprocháis nuestros amuletos, nuestras ofrendas, nuestros conopa… ¿Y vosotros? ¿No os llenáis de cruces, de escapularios, de rosarios? ¡Lanzáis el anatema contra nuestras huacas, y os postráis ante las imágenes de Cristo, de la Virgen y de los santos, con las que abarrotáis los lugares más inimaginables! ¿No tienen esas imágenes y nuestras huacas el mismo fin: protegernos, ahuyentar los demonios; no traducen la misma angustia? Entonces, ¿en nombre de qué negarnos el derecho de asegurar nuestro más allá según nuestras creencias? ¿Qué haríais vos, padre Juan, si unos hombres os obligaran a cambiar de religión con el único pretexto de que tienen a su favor la ley del más fuerte? ¿Esa idea os provoca revulsión? ¡Pues pensad en lo que sentimos nosotros!

Detrás del muro de piedras que sellaba la gruta, yo imaginaba a Zara tal como permanecería, victoriosa sobre el tiempo que araña, surca, pudre, consume las carnes, tal como la había visto la última vez: la nuca frágil, inclinada, el suave mentón rozando las rodillas, sus bracitos rodeando sus piernas dobladas, la cabellera ordenada en múltiples trenzas, tan tenues, tan brillantes que se hubiera dicho que eran una red de perlas negras extendida sobre su joven gracia… Yo misma hice las trenzas de mi hijita muerta, padre Juan, exactamente ciento dieciocho trenzas. ¡Las conté, pero no podría contar mis lágrimas!

Más vale que me detenga y os hable de Villalcázar. Cada visita a Zara aumentaba mi odio. Yo tenía la sangre viciada, palpitaciones, náuseas, y me daba vueltas la cabeza. Alrededor de un mes después de mi llegada a la aldea, no aguanté más y decidí ir a Cuzco.

El padre de mi padre dijo:

—Los hombres están en los campos, terminando la cosecha de las patatas. Te acompañaré yo.

—Te lo agradezco, anciano. Prefiero ir sola.

El padre de mi padre enderezó su gran osamenta cubierta de pieles de zorro y me dirigió una de esas miradas que, de pequeña, me aterrorizaban.

—Una mujer no va sola por los caminos. Todo el ayllu, hija mía, se postra a tus pies, ¡pero a mí no me impresionas! ¿No predije que serías lo que eres? Si digo que iré a Cuzco contigo, iré.

—¡Ni siquiera sabes lo que voy a hacer allá!

—Nada bueno. Tienes demasiada voluntad y seguridad; eso es malo. Una mujer debe ser dulce y sumisa.

—Eso decía Huáscar Inca y, sin embargo… Los hombres se hacen cierta idea de las mujeres, pero van hacia aquellas que los sorprenden.

—El Inca no es un hombre. Hablas de manera vergonzosa.

—Hablo de lo que sé.

Durante el trayecto no dejamos de discutir. En un sentido, volvía a vigorizarme que me contradijera en todo, a tontas y a locas. La discusión es el puñado de pimientos que sazona el diálogo. En el ayllu no me servían más que una salsa insípida. El respeto aísla. ¡Además, era enternecedor, admirable, ver a aquel anciano, que jamás se había movido de su monte, lanzarse sobre la Nan Cuna como si fuera tierra conquistada!

Yo iba detrás, llevando la comida, las calabazas, los palitos para encender el fuego y las mantas. Él se contentaba con su par de vasos (accesorios indispensables para un hombre, señor o campesino: ofrecer bebida es una cortesía), más algunos haces de hierbas medicinales y diversos amuletos que pretendía trocar en el mercado de Cuzco para renovar su provisión de chicha.

—Te lo prohíbo —había dicho yo—. En Cuzco, la religión de los extranjeros es la única que se practica abiertamente. No tengo intención de hacerme notar y dejarme apresar para que tú te emborraches.

—No te creo. Mira: ¿el Sol no está allá? Él es quien manda.

—¡Viejo, te lo digo yo…! Ya verás, han construido sus templos sobre los nuestros, sus sacerdotes han expulsado a nuestros dioses…

—En ese caso, ¿qué tienes que hacer tú, una mujer del Inca, en medio de esos impíos?

—Se trata de algo personal.

—Los problemas de las mujeres deben arreglarlos los hombres. Lo que tú debas hacer, lo haré yo.

—No conoces a los extranjeros, no hablas su lengua…

—¡Y tú, la hija de mi hijo, la hablas! ¡Hablas con ellos! Entonces, vas a ver a uno de esos extranjeros.

—Cállate, viejo. ¡Por favor, cállate!

Rió, con sus ojos agudos.

—¡Mi mismo carácter! ¡En cuanto se sopla encima, arden las llamas! No es sano que una mujer tenga el carácter de un hombre.

Disfrutó como un niño cuando franqueamos la pasarela flotante del Apurimac. La chicha le aligeraba las piernas. El penúltimo día de viaje empezamos a encontrar familias de campesinos que iban a establecerse en la ciudad. Sus quejas nos informaron de que nuestro ayllu seguía siendo privilegiado. La guerra fratricida entre Pizarro y Almagro había arruinado a comunidades enteras.

No había españoles en el camino, lo cual me sorprendió. Pero unos caballos nos arrojaron a la zanja. Era la primera vez que el padre de mi padre veía caballos. Necesitó el resto de la jarra de chicha para digerir la impresión. Una vez vaciada la jarra, no dejó de volver a llenarla, y encontró la manera de embaucar a un campesino que tenía sora. La sora se hace con maíz germinado, hervido en su agua de remojo y fermentado. Es una bebida diabólica. Los Incas prohibían su consumo.

—¡No vas a beber esa porquería! —dije, furiosa.

—¿Una mujer sabe lo que es bueno para un hombre? Beberé lo que quiera. ¡El jugo de maíz estimula la reflexión, y necesito reflexionar mucho cuando oigo a la hija de mi hijo dirigirse a mí con semejante impertinencia!

Cuando llegamos a las puertas de Cuzco sonaban las campanas. Aunque había tratado de explicar al anciano que las costumbres que antiguamente nos enorgullecían ya no tenían razón de ser, se empecinó en querer besar la tierra y cayó cuan largo era. Conseguí ponerlo de pie tirando de su ropa y adornos. Yo temblaba. Un poco más lejos, me di cuenta de que había perdido el cuchillo de sílex que llevaba escondido entre mis ropas, y volví corriendo a buscarlo.

Las campanas de la iglesia seguían sonando. ¿Qué se celebraba? Si era una fiesta, las calles no tenían animación. Me felicité por ello, aunque no corría riesgo de ser reconocida, ¡encorvada bajo mi carga y con semejante compañero! Éste, que nunca había oído el sonido de una campana, escrutaba el cielo, se volvía hacia todos lados, se llevaba las manos a la cabeza y se la frotaba con las palmas, gemía… ¡Las campanas, más la cantidad de sora que había bebido, era demasiado para él! De pronto se acuclilló.

—Los dioses me prohíben ir más adelante. Volvemos a la aldea.

Y me mostró el párpado inferior de su ojo derecho, que latía. Un presagio de los más funestos, en efecto. Pero yo había esperado demasiado para escupir mi odio a Villalcázar como para retroceder.

—Ve a donde quieras, viejo —dije—. Yo voy donde debo.

Me alejé. No había dado ni veinte pasos cuando me alcanzó. El ojo cerrado tenía una brizna de paja pegada con saliva. La mejor manera de conjurar la suerte en casos semejantes, como todos saben.

—Las lágrimas no podrán caer —declaró, majestuosamente—. Iré a donde tú vayas.

Lo estuve regañando hasta la Huacaypata. Las murallas de nuestros palacios, los detalles de cemento que los realzaban, los raros transeúntes, todo le resultaba pretexto para detenerse, lanzar exclamaciones, extasiarse y criticar.

Me peiné y me lavé la cara en la fuente. El anciano no consideró útil tocar el agua. Un vaso de sora le dio mejor aspecto que un arreglo. En la esquina de la gran plaza con la calle, le pedí que me aguardase y cuidase de nuestras pertenencias.

Mi fiebre se desencadenó ante la casa de Villalcázar. Hacía poco más de un mes había franqueado aquel umbral, pensando encontrar a mi hija con vida, sintiendo ya la tibieza de sus bracitos alrededor de mi cuello, su alegría vibrar en mis orejas, llevada por la esperanza…

¡Un mes! ¡Tenía la impresión de arrastrar mi desolación desde hacía años!

Levanté el llamador de plata. Apareció un servidor.

—¿Qué quieres?

No era a mí a quien se dirigía. Me volví y, con los ojos del servidor, contemplé al padre de mi padre, su rostro endurecido y sucio como una vieja patata, sus harapos rojizos, sobre los que pendían como un collar los haces de hierbas atados con una cuerda.

—¡Te he dicho que me esperaras! —grité.

—¡Eh! ¡A pelear a otro lado! —dijo el servidor—. ¡Aquí no queremos pordioseros y no es momento para la caridad!

—¡Abyecto gusano, excremento de sapo! —aulló el padre de mi padre—. ¿No te han enseñado el respeto a los ancianos? ¿Y tú, hija, no dices nada, permites que insulten al padre de tu padre, al guardián de nuestra huaca sagrada, al que se comunica con los dioses?

Estaba a punto de arrojar mi exasperación sobre el servidor, tal como me lo ordenaba el deber filial, cuando los batientes de la puerta lateral que llevaba a las caballerizas se abrieron, vomitando una oleada de mujeres. Como llevado en triunfo por aquella pandilla ruidosa, enjaezada de oro, que se apresuraba alrededor de su montura, vi a Villalcázar. Con coraza, capa de terciopelo oscuro y su gran sombrero de fieltro negro. A continuación iba una hilera de jinetes.

Verlo devolvió la resolución a mi corazón. Me precipité, empujé a las mujeres y aferré la brida de su caballo. Él bajó la cabeza.

—¡Tú! —exclamó.

—Tengo que hablarte. ¿Podemos…?

—¿Ahora? Imposible. Me marcho.

Su boca se crispó.

—Azarpay, yo querría… Acerca de lo de tu hija. Dios es testigo de que no quería que sucediera, sólo quería recuperarte: el indio no te merece.

—¿Te vas? —pregunté.

—Hemos recibido la noticia esta mañana. Algunos bribones, entre ellos tu querido Martín y los amigos de Diego de Almagro, el hijo del Tuerto, han asesinado a Pizarro en su palacio de Lima.

—¡Pizarro ha muerto!

—Yo le había aconsejado que desconfiara. Nunca hubiera debido autorizar a ese gusano a instalarse a pocos pasos de su palacio. Han entrado por sorpresa y lo han atravesado con sus espadas. Si yo hubiera estado allí… Lamentablemente no estaba. Diego de Almagro se ha proclamado gobernador y capitán general del Perú. ¡Un muchacho, y mestizo por añadidura! ¡Cuando llegue el momento de arreglar las cuentas, va a ser un verdadero embrollo!

Los caballos, detrás, piafaban. Él se inclinó.

—¿Ese espantajo es tu guardia de corps? ¿Manco no tenía una escolta mejor que ofrecerte?

Apreté las mandíbulas y solté la brida.

—Es un gran adivino, el padre de mi padre. ¡Un hombre que ha hecho lo que hiciste tú no es digno ni siquiera de recoger sus deyecciones!

—Azarpay, lo lamento, lo lamento sinceramente. ¿No puedes, al menos, creer esto?

—Tus arrepentimientos no me devolverán a mi hija. Pero el mal se paga, tarde o temprano. Tú pagarás.

—¡Bartolomé! —gritó uno de los jinetes—. ¿Nos vamos o no?

Villalcázar tocó el borde de su sombrero.

—No te digo adiós. La gente como nosotros siempre vuelve a encontrarse.

Las mujeres, con gran movimiento de faldas, escoltaron los caballos hasta la Huacaypata. Después volvieron a entrar en la casa. Las puertas se cerraron. La calle estaba vacía y oscura. Desde que vuestros compatriotas plantaron sus pisos altos sobre nuestras paredes, las calles de Cuzco ya no tienen derecho al sol.

No me moví de donde estaba. Una frase de Martín me daba vueltas en la cabeza: «Para vengarse —había dicho—, hay que vivir y elegir el momento». Él, el dulce, el tímido, el soñador, había sabido elegir el buen momento. Yo no. El odio me había trastornado, cegado… ¡Venir a Cuzco siguiendo un impulso, sin un plan preciso! Es verdad que no podía prever la muerte de Pizarro, pero ¡pretender suprimir a Villalcázar con un cuchillo de sílex…! Y suponiendo que hubiéramos estado a solas, él y yo, ¿me habría presentado el costado como si fuera una llama o un conejillo de Indias? Mi estupidez me sofocaba.

—Ven, hija, vamos —dijo el padre de mi padre.

En la esquina recogí mi carga y, sin decir nada, salimos de Cuzco. La lluvia nos atrapó en el camino y ya no nos abandonó. Cuando se dibujaban a lo lejos las alturas aceradas de nuestro monte, el anciano, que había guardado silencio durante casi todo el trayecto, dijo bruscamente:

—¿Quién es ese extranjero todo cubierto de metal con reflejos de luna con el que has hablado en Cuzco?

—Uno de sus jefes.

—Pareces conocerlo bien.

—Lo conozco.

El padre de mi padre se quedó inmóvil.

—No entiendo.

—Sería muy largo de explicar. Los tiempos ya no son lo que eran, y los acontecimientos me han obligado a muchas cosas.

—¿El extranjero te ha tendido en su cama?

Me sobresalté.

—¿Cómo te atreves…?

—Lo sé, lo he sabido al veros juntos. Cuando se posee clarividencia, el espíritu descubre lo que está oculto.

—Si lo sabes, ¿por qué me lo preguntas?

—No entiendo —repitió—. ¿Cómo tú, honrada por los hijos del Sol, puedes enamorarte de un hombre de piel blanca?

Lo miré, horrorizada.

—¡Pierdes la razón, viejo! Enamorarme de… ¡Lo odio! No quedaré en paz hasta que él no esté. Por eso he ido a Cuzco, para matarlo, pero…

—Eso también lo sé. La violencia está en ti, hija mía, e induce a error a tu corazón.

—¡Y a ti, te trastorna la bebida!

Busqué entre mi ropa empapada y arrojé al suelo el sílex que le había robado. Después seguí mi camino.

Al día siguiente de nuestro regreso, me desvanecí en la pequeña explanada que separa en dos nuestro ayllu… En cada aldea, en cada ciudad, se encuentra esa configuración, que engendra cierta emulación, hasta rivalidades. Mis padres, por ejemplo, que pertenecían a la hana-saya, «la mitad de arriba», consideraban con un poco de superioridad a los de la hurin-saya, o «mitad de abajo».

Después de ese vértigo tuve mucha fiebre. El curaca me envió a su primera esposa, que era de mucha edad, sabia y seca como una brizna de paja. Me tanteó el cuerpo para evaluar el calor, y concluyó el examen con una sangría entre los ojos con una punta de sílex. Como la fiebre persistía, se procuró una rana y me ordenó tenerla un día entero en contacto con la piel. Después se instaló a mi cabecera con sus paquetes de hierbas, sus polvos y sus mixturas… No sé si fue la achicoria de flores amarillas, la cáscara de chinchona o la savia de cactus, pero la fiebre cedió al cabo de algunas semanas. Las purgas, las dietas y las sangrías me habían quitado las fuerzas. Todo me era indiferente. Apenas tenía aliento y hasta encontraba dulzura en ello. Elegí el nicho en que reposaría, en la roca, cerca de Zara. Allí estaría bien. La existencia me había privilegiado demasiado para desear prolongarla en la miserable monotonía de aquel tiempo.

Ya sé, padre Juan. Pensáis que esa tentación de morir no era la primera. Es cierto. ¡Qué queréis, uno no escapa fácilmente al fatalismo que gobierna su raza! De todos modos, la situación se presentaba de tal manera que me parecía irreversible. Manco me había expulsado, mi hija había desaparecido, y todo esto había desatado la cuerda que unía mi barca a la orilla: yo me alejaba sin pena.

Cada mañana, cuatro mujeres se turnaban para llevarme en la litera del curaca hasta la gruta de Zara. Allí me quedaba durante largas horas.

Un día, estábamos en marzo, mi espíritu se distraía escuchando el ruido de los bastones con cascabeles que los ancianos y los niños agitaban en las terrazas de cultivo para espantar los pájaros atraídos por las tiernas mazorcas nuevas… Un día, decía, las mujeres subieron más temprano que de costumbre. En lugar de empuñar los largueros de la litera, se acuclillaron. Una de ellas era mi madre. En general, se mostraba conmigo más reservada que cualquiera. Pero las mujeres debían de haberla aleccionado, insuflado su discurso, porque se arriesgó a hablar.

—Tú, nuestro orgullo —comenzó—, te marchitas, te haces más pequeña, tus carnes desaparecen. Dentro de poco irás a la otra vida. ¿Qué podemos nosotras? ¡Los dioses mandan…! Tenemos una petición que hacerte: antes de marcharte, ¿no querrías contarnos el tiempo dorado que has conocido, ofrecernos algunos de tus recuerdos para florecer nuestros corazones? No sabemos nada del Inca, sólo que nuestro deber y nuestra alegría eran servir su esplendor. Tú, en cambio, sabes…

¡Pobre madre!

Vuelvo a verla, sentada en medio de sus faldas orladas de tierra, ayudándose con las manos para apoyar sus palabras, manos que, ellas también, tendrían mucho que decir, pero ¿ha interesado alguna vez el heroísmo de lo cotidiano?

Mi auditorio aumentó rápidamente. Pronto, aquello se transformó en un hábito. Por la noche, cuando el trabajo estaba hecho, los de arriba y los de abajo se reunían en la explanada. Los hombres en un lado, las mujeres y los niños en el otro, cada uno con su comida y su manta. El frío se hace sentir entre nosotros cuando cae la noche. Yo llegaba, flanqueada por el curaca y sus esposas. Se hacía el silencio y empezaba a hablar. Entonces se abrían los caminos secretos, las puertas incrustadas de turquesas, de coral, de nácar y esmeralda, y las colgaduras de plumas de guacamayo y de loro, con murmullos de seda.

Juntos visitábamos los templos, los palacios, las termas con aguas en cascada; juntos nos paseábamos por jardines donde la naturaleza engalanaba, fresca y en su plenitud en todas las estaciones, toda reflejos de oro, y yo trataba de explicar la belleza, el refinamiento, los placeres que puede procurar lo inútil, callando lo que había que callar, insistiendo en los detalles susceptibles de despertar la imaginación.

Hacer brillar las maravillas realizadas por el hombre ante los ojos de aquellos para cuya existencia es suficiente lo mínimo es una tarea casi imposible… ¡Intentad, padre Juan, intentad solamente describir una piedra preciosa a una asistencia que, como única referencia, tiene los guijarros recogidos en los desmoronamientos de las rocas!

Creo, sin embargo, al recordar sus rostros, que lo hice muy bien.

Por mi parte, si hoy tengo dichas, se las debo a la gente de mi ayllu. Me han dado mucho por un poco de ensueño. Hay maneras y maneras de considerar a los seres. El fervor con que seguían mis charlas me ha acercado a ellos. Todos juntos, yo recreando un universo que ya no existía, y ellos deslizándose por él a pasos tímidos, hemos compartido la emoción. ¡Compartir es importante, esencial! Y fue así, por sus miradas extasiadas, a través de sus preguntas ingenuas, de su humilde sentido común, cómo empecé a descubrir y amar a aquel pueblo del cual había salido y al que había olvidado en el contacto con los príncipes.

En plena convalecencia del alma, no me preocupaba por el mundo exterior. Según los sanadores itinerantes que nos visitaban de cuando en cuando, los españoles habían vuelto a destrozarse entre ellos después de la muerte de Pizarro. A veces, los nombres de Villalcázar y de Martín de Salvedra me volvían a la mente. Me apresuraba a expulsarlos. Ni odio ni amistad. Desterrar todo sentimiento que sobrepasase mi horizonte y pudiese turbar una quietud todavía frágil. Yo aprendía de nuevo a vivir, lentamente, un modo de vida que no era el mío, y desconfiaba de mí misma.

Mientras se desgranaban los cereales y las legumbres secas, ponía en práctica un gran proyecto: instalar un taller de tejido en la vivienda que me prestaba el curaca.

Nuestras mujeres tienen una habilidad extraordinaria para trabajar la lana. Casi nacemos con un huso en la punta de los dedos, y nuestro despertar está acunado por los movimientos de nuestra madre, enganchada varias horas al día a su telar, que consiste en dos varitas de madera: una sujeta a la pared de la casita o a un árbol, la otra atada con una tira a la cintura de la obrera acuclillada, que regula con su cuerpo la tensión de los hilos. Otras dos varitas, paralelas a las primeras, y deslizadas entre los hilos, marcan el camino a la larga aguja de madera que conduce el hilo de la trama. Un útil muy sencillo; la habilidad y el gusto lo son todo. Nuestras mujeres los tienen. De todos modos, es obvio que, en los Acllahuasi donde se confeccionaban las prendas del Inca y de la Coya, gracias a la experiencia de las mamacuna, transmitida de generación en generación, adquiríamos una maestría, una elegancia y una delicadeza en los matices y la combinación de colores que las mujeres de las aldeas no podían alcanzar.

En las circunstancias presentes, revelar esos secretos a mi ayllu, como me lo proponía, me parecía que era tratar de asegurar la continuidad de nuestro arte. En efecto, vuestros compatriotas, virtuosamente, habían cerrado los Acllahuasi, ocupándose ellos mismos de educar a nuestras jóvenes vírgenes, ¡y no era por cierto en telares donde se pedía que ejercieran su talento las manos de aquellas jovencitas!

Una tarde, las mujeres y yo admirábamos un baño de tintura de un violeta soberbio, adquirido por operaciones sucesivas en las que se mezclaba el azul del índigo y el rojo de la cochinilla, añadiendo un toque de amarillo proporcionado por la corteza del agnocasto, y nos preparábamos a sumergir en él las madejas de lana, cuando una banda de chiquillos irrumpió en la sala: al pie de las terrazas de cultivo había un hombre blanco.

—El hombre ha gritado: «¡Azarpay!». Lo ha gritado varias veces —piaban los niños—. Le hemos visto la cara. ¡Puaj! Parece carne cocida. ¿Los extranjeros no tienen sangre, que son tan pálidos?

—No vayas —aconsejaron las mujeres.

Y algunas se pusieron a gemir y a llorar. Yo fui hacia la puerta.

—¡Tu cinturón, tu lliclla, madre! ¡Y espera, al menos, que te peine! —rezongó la segunda esposa del curaca, que me atildaba como a un monosabio y no dejaba que ninguna otra lo hiciera.

La noticia se había propagado. Afuera se amontonaba la multitud.

Los hombres, armados con su taklla, me siguieron por el camino desigual con trozos de piedras, que llevaba a las terrazas de cultivo. Luego, uno a uno, fueron detrás de mí por las «escaleras», si se puede llamar así a las anchas piedras chatas, colocadas en saliente sobre los muros de sustentación, que permiten pasar rápidamente de una terraza a otra.

Abajo se distinguía una silueta de hombre vestido a la europea. No sé por qué, era una estupidez, pensé primero en Villalcázar, pero aquella silueta helada…

Bruscamente me volví hacia mi escolta.

—No hay nada que temer, es un amigo.

Martín de Salvedra franqueó el umbral de la casita entre una doble fila de curiosos. La suya era una delgadez aterradora, estaba sucio, tenía el rostro comido por un pelo salvaje y la mirada… Fue en su mirada donde me detuve. La había visto en los ciervos y las corzas durante las grandes cacerías. Se dejó caer al suelo. Yo me acuclillé ante él.

—Martín, ¿qué os pasa?

—Desde que capturaron a Diego, el hijo de Almagro…

—¿Lo han capturado?

—¡Cómo! ¿No lo sabíais?

El estupor lo volvía a la vida.

—No —declaré—. No lo sabía, no sé nada. Aquí las noticias nos llegan por los sanadores itinerantes, a menudo varios meses después; aquí tenemos nuestra pequeña existencia, nos conformamos, y está bien. ¿Para qué saber? Lo que sé es que el año pasado matasteis a Pizarro y que el hijo de Almagro se proclamó gobernador… sin que ese cambio, por otra parte, haya aportado nada a mi pobre pueblo… Creía que Diego estaba disfrutando de su revancha y vos igualmente.

—El mes pasado fuimos vencidos en el valle de Chupas, entre Jauja y Amancay… Azarpay, ¿no tendríais…? Hace dos días que no como.

Hasta la mesa del curaca, cuya segunda esposa me llevaba los mejores bocados, era frugal. Hice recalentar un sobrante de guiso de guisantes y alubias, y una sopa de harina de quinua. Martín lo devoró todo, con la mirada fija, sin una palabra. Después le ofrecí chicha, pero sólo aceptó agua. Luego se levantó y empezó a pasear de un lado a otro.

—La batalla de Chupas fue una masacre. Algunos de los nuestros prefirieron arrojarse sobre las lanzas del enemigo que caer prisioneros.

Lo interrumpí.

—¿Quién dirige a los partidarios de Pizarro ahora que está muerto?

—Gonzalo se propuso…

—¿Gonzalo? ¿Gonzalo Pizarro? ¡No me digáis que Gonzalo Pizarro ha regresado de su expedición! ¡De la jungla de los antis no se vuelve!

—Él ha vuelto. ¡Gonzalo es lo que es, pero en cuanto a coraje y resistencia…! De ese famoso País de la Canela que se marchó a descubrir, no ha traído, ¡y en qué estado!, más que su vida y la de algunas decenas de sus compañeros, pero de todas maneras es una hazaña formidable. En Quito se enteró de la muerte de su hermano y juró despedazarnos vivos… Nosotros suprimimos a Pizarro para vengar a Almagro, ahora los de Pizarro reclaman la cabeza de su hijo y, cuando la tengan, ¿de quién será el turno? ¡Qué desgracia! En lo que concierne a Gonzalo Pizarro, el representante de Su Majestad, un Vaca de Castro, enviado de España para zanjar nuestras diferencias, le ha rogado que se quedara tranquilo. Vaca de Castro comandaba en el valle de Chupas. ¡Una carnicería, os lo aseguro! Diego de Almagro, un puñado de los nuestros y yo logramos huir. Pero los soldados de Vaca de Castro atraparon a Diego cerca de Cuzco. Y van a ejecutarlo. Desde entonces me escondo. Si me apresaran, me colgarían.

Martín se retorcía las manos.

—Cuando pensaba en matar a Pizarro, me decía: «Haz lo que consideres tu deber. Tu vida no cuenta». ¡Hoy, con nuestro partido aniquilado y mi porvenir arruinado, cuando nada me retiene, la bestia arremete, se encabrita, huye ante la muerte! ¿No es grotesco, pequeño, lamentable?

Me acerqué.

—Martín, lo que necesitáis es descanso. Mañana…

—¡Mañana estaré lejos! No puedo quedarme, mi presencia os comprometería… Azarpay, cuando apresaron a Diego, él intentaba ir junto a Manco. El Inca siempre tuvo simpatía por el hijo de Almagro, le habría brindado asilo. Y yo mismo… Acordaos, cuando estábamos en Cuzco y Almagro y yo veníamos a veros, Manco siempre se mostraba amable. Es por eso… A decir verdad, no esperaba de ninguna manera encontraros aquí, pensaba que, utilizando vuestro nombre y las pocas palabras que conozco de vuestra lengua, esta aldea me proporcionaría un guía para conducirme hacia los montes en los que se oculta el Inca… ¿Podríais hacerlo? ¿Proporcionarme un guía?

Puse mi mano sobre las suyas.

—Vos sois mi amigo, y por eso toda la gente de mi comunidad lo es de vos. Hablaré al curaca, pondrá vigías, no corréis ningún peligro. Voy a traeros un poco de comida, dormiréis aquí, yo me acostaré con las mujeres del curaca. Dormid, os hace mucha falta… En cuanto a Manco, mañana veremos… Martín, antes de acostaros, quitaos la ropa, encontraréis mantas para cubriros, y ponedla en el umbral, trataré de arreglarla un poco. También necesitáis un sílex para cortar esa barba. En cuanto al agua, más arriba hay un arroyo… Y quedaos en paz, vuestros malditos compatriotas no os encontrarán.

La primera esposa del curaca roncaba. Los conejillos de Indias se rascaban los piojos. Yo no dormía y ni siquiera intentaba hacerlo, pensaba. Y cuanto más pensaba, más lugar ocupaba Manco en mi agitación y ésta aumentaba. Manco…

Volvía a verlo y lo oía: «Tú no te vas, yo te echo». Palabras con las que mi orgullo había hecho una barrera infranqueable. Y de pronto, bajo el peso de algunas palabras dichas por Martín, la barrera se desmoronaba. Con mi memoria removida, llevada hacia recuerdos más dulces, de pronto osaba confesarme cuánto echaba de menos a Manco, cuánto echaba de menos todo, hasta sus furores, sus excesos, y a Qhora, a Inkill Chumpi, nuestra ciudad… ¡Todo y todos! Era ingrata, porque en un sentido había recibido más de mi ayllu que de Manco, a quien había dado tanto…, pero ¿acaso se preocupa el corazón por pesar en una balanza el más y el menos?

Por la mañana me preparé. La segunda esposa me peinó.

—En la luna nueva sumergiremos tus cabellos en un buen cocimiento de hierbas —dijo.

No contesté, tenía un nudo en la garganta. Pero cuando me tendió su espejito de latón, encontré mi mirada viva, una mirada que no tenía desde la muerte de Zara.

En mi casa habíamos sacudido, limpiado y remendado la ropa de Martín lo mejor que habíamos podido. Estaba vestido, con la barba pulcra, y esperaba.

—Azarpay —comenzó precipitadamente—, os ruego me perdonéis. Ayer estaba tan cansado y embrutecido, que ni siquiera os he preguntado… ¿Cómo estáis? Tenéis buen aspecto…

—Estoy mejor…

—Creo que no me expreso bien… ¿Qué hacéis aquí? ¡Una mujer como vos en este… este ambiente! Ya sé que está mal decirlo puesto que vuestra aldea me ha brindado tan generosa hospitalidad, pero no comprendo. Si mi pregunta es indiscreta, la retiro.

—He estado muy enferma, a punto de morir. Los míos, la gente que veis aquí, son los que me han salvado… ¿El ambiente? Nací aquí, uno vuelve a acostumbrarse. ¡Fueron tan bondadosos, insistieron tanto para que me quedara! Martín, yo me disponía precisamente… Iré con vos. Solo no llegaríais jamás ante Manco. Sus guerreros se negarían a conduciros ante él. Lo más probable sería que os mataran.

—No querría que os molestarais por mí…

—Acabo de decíroslo, pensaba volver…

Comunicarlo al curaca y a las mujeres fue penoso. También fue duro dejar a Zara. Al bajar de la gruta, fui a implorar la benevolencia de nuestra huaca y a saludar al padre de mi padre. El anciano no hizo ningún comentario. Después del altercado que habíamos tenido a propósito de Villalcázar, casi no nos hablábamos.

No tenía más bagaje que la ropa que llevaba puesta. A la hora en que nuestro padre el Sol brilla en toda su gloria, en medio de los llantos y después de haber jurado y vuelto a jurar que regresaría, dejé la aldea con Martín.

Os sorprenderé sin duda, padre Juan, pero sentí que las únicas personas aliviadas por mi marcha eran mi madre y mi hermana. Las pobres no conseguían ajustar la categoría que yo había alcanzado con nuestro parentesco.

Nos acompañaba Maita, un vecino de mi padre. Maita, «Aquel que Vuela», había cumplido en otro tiempo su período militar en las alturas de la sierra, en una de las fortalezas edificadas por Huayna Capac para detener los ataques de los antis, las poblaciones que ocupan la vertiente oriental, muchas de las cuales se habían unido a Manco. Maita conocía, por lo tanto, los senderos de los montes, y no tuvimos más que seguir su paso vivo. Lo esencial era acercarse al territorio de Manco. Los guerreros se pondrían de manifiesto en cuanto percibieran nuestra presencia.

La expedición a Chile había endurecido a Martín, que soportaba muy bien las alternancias de calor abrasador y de frío glacial que asaltan sin transición al viajero y os hacen sufrir tanto…

No, padre Juan, no insisto. ¡Si rehusáis mis hojas de coca, no las toméis! Aparentemente os gusta sufrir. ¿Os lo han dicho? ¡Sois de esos que, para mortificarse y sin vocación verdadera, llegan hasta el martirio!

Martín volvía a encontrar su resistencia. Lo sorprendí riendo de las bufonadas de Maita, un hombretón charlatán y bebedor, de rasgos groseros pero con oro en los ojos, que bromeaba acerca de todo, incluso cuando por tres veces tuvimos que cruzar unos ríos sobre una débil balsa y debimos meternos en el agua helada para impulsarla.

En cuanto a mí, estaba como embriagada de espacio y de libertad.

Lo había intentado, pero los días que se consumen suavemente bajo la ceniza no eran para mí. Había sido una pequeña muerte. Ahora, con Martín y Maita revivía. Una mujer necesita sentirse mujer. ¡En el ayllu, mi pasado me enterraba, ya no tenía edad ni sexo, no era más que una antigüedad venerable! Y, de pronto, volvía a ser joven, joven como en la época en que todavía no había la sombra de una hija que se deslizaba entre la luz y yo. Sin embargo, a medida que la distancia se acortaba, la aprensión comenzaba a entorpecer mi paso.

—Estáis fatigada, Azarpay —decía Martín—. Esta noche montaremos temprano el campamento. Un día más o menos… Maita nos preparará un delicioso agutí y conversaremos. ¡Dios mío! ¡Había olvidado que la existencia tiene sus alegrías! Gracias a vos…

Martín no tenía prisa. Yo la tenía y no la tenía. Reencontrar a Manco… ¿Cómo me recibiría? ¿Alegría, insultos, amnistía o rechazo definitivo? Como la angustia aumentaba, juzgué que era más honesto decirle la verdad a Martín. Habíamos terminado de cenar, un cervatillo asado cazado por Maita el día anterior y frutas que había descubierto en la selva, una especie de enorme pera con hueso, cuyo nombre ignoro. Su pulpa es muy dulce y perfumada. Estábamos contemplando el fuego. Mientras Martín bebía un vaso de chicha, le conté la escena terrible que había tenido con Manco.

—A vos os recibirá, Martín. A mí…

—¿Rechazaros? Estoy convencido de que el Inca no cesa de lamentar las palabras que le dictó la cólera. Es impetuoso y violento… ¿Habéis pensado que tal vez estaba celoso de la ternura que sentíais por vuestra hija? Hay caracteres así, que no admiten compartir, egoístas que quieren todo el amor para ellos. Pero rechazaros… ¡Rechazar a una mujer como vos, Azarpay! ¿Qué hombre podría hacerlo?

Martín calló. Algunos silencios son elocuentes. El suyo me reveló bruscamente sus sentimientos.

Maita se comportó como un buen compañero y un excelente guía. Nos separamos cuando los guerreros de Manco nos interpelaron.

Maita regresaba a la aldea y yo estaba desolada por no tener nada que ofrecerle. Le di una piedra bastante bonita de color herrumbre con un agujero redondo que había pescado en un arroyo. La tomó como si fuera un tesoro y estoy segura de que lo era para él. También aceptó la imagen piadosa que Martín sacó de su breviario y los dos se abrazaron con grandes palmadas en la espalda, al estilo de España. Martín tenía los dones de corazón que atraen a los humildes pero que estorban en cualquier profesión.

Entre la veintena de guerreros que nos rodeaban, tres cuartos me conocían. Enseguida confeccionaron una litera y se disputaron el honor de llevarla. Marchamos, con Martín siguiéndonos.

En aquellas laderas se sentía la tensión de aquellos hombres en estado de alerta perpetuo. Los gritos de los centinelas reemplazaban a los trinos de los pájaros. En las posiciones estratégicas que dominaban las vías de acceso, surgían cabezas, detrás de montones de rocas destinados a bloquear el ascenso de cualquier intruso, e incluso de un ejército.

Cuando alcanzamos las alturas, los guerreros vendaron los ojos a Martín y lo sostuvieron para franquear los laberintos subterráneos. Emergió desconcertado, frotándose los ojos: «¿Está muy lejos todavía esa ciudad?». Ni siquiera contesté. La impaciencia, esa impaciencia que Manco me había reprochado tan a menudo, me revolvía el estómago.

Y, de pronto, la ciudad apareció ante nuestros ojos, escalonando en las cuestas sus construcciones ocres y blancas, sus penachos de vegetación, la prodigalidad soberana de sus escaleras. Nuestra llegada había sido anunciada. Las terrazas hormigueaban de hombres, de mujeres y de niños. Pero no noté ni cantos ni danzas. Los rostros estaban congelados, mudos. ¿Era un anticipo de la recepción que Manco me preparaba? Sentí la boca seca.

De pronto, una especie de bola rodó a través de la explanada desierta, pasó el puente que cruzaba las aguas azules del canal, entró de un salto en la litera y casi me hizo caer…

—¡Qhora! —exclamé. Y no pude decir más.

Qhora besó mi falda y mis manos. Había envejecido, unas grandes sombras cavaban su cara chata y larga, desproporcionada con su cuerpo, como la tienen a menudo las enanas.

—¡La próxima vez que me abandones, me mato! —amenazó.

—¡Qhora, Qhora!

La abracé, le acaricié los cabellos.

—El Inca ha sabido lo de la niña, todos hemos sabido… —murmuró—. Nuestra tórtola, nuestra rama…

—Calla —pedí—, calla, ahora no… ¿Manco está bien dispuesto?

—¿Quién puede adivinar los pensamientos del Inca? Ha ordenado que te condujeran al palacio, me lo ha dicho Inkill Chumpi. Me tomó con ella. Desde que te fuiste, ocupa tu palacio… El extranjero que sigue tu litera… lo conozco.

—Es Martín de Salvedra, el primo de Villalcázar.

—¡Ese monstruo! —rezongó Qhora.

—Martín es bueno. Viene a pedir asilo, los suyos lo buscan para colgarlo.

—Ya hay otros extranjeros aquí.

—¿Quieres decir hombres blancos?

—Cinco. Son cinco. El Inca les ha hecho construir una casa y los ha provisto de mujeres. A ellos también los buscaban.

Llamé a Martín y le traduje lo que Qhora acababa de contarme. Aquella noticia sorprendente sirvió de diversión. Devolvió a Martín algo de su buen talante y me permitió controlar mi emoción. Los guerreros depositaron la litera en un patio del palacio y se retiraron con Qhora. Martín y yo nos quedamos esperando.

Yo iba y venía entre las matas de kantuta y los matorrales de salvia con flores azules. El único ruido que se oía era el de una fuente que vertía el agua en un gran estanque con fondo de arena y plantas trepadoras en los lados, poblado de una pequeña fauna acuática reproducida en oro. La turbulencia del chorro y los reflejos del agua daban vida a los peces, ranas, renacuajos, etcétera, que parecían moverse. Bajo el agua ondeaban unas minúsculas llamas amarillas. El conjunto, de una gran belleza, no existía cuando me fui, aquel mayo, hacia el valle de Yucay.

El Sol se fue. El cielo se oscureció. Aparecieron servidores con antorchas de copal y nos propusieron una colación. La rechacé.

—¿No tenéis frío? —preguntó Martín—. ¿Cuánto tiempo tendremos que aguardar todavía? No hablo por mí, sería inoportuno, pero vos… ¿No podéis preguntar…?

—¡Mi pobre amigo! ¿Preguntar qué a quién? Nadie tiene derecho de interrogar al Inca. Antes yo tenía ese privilegio, pero me dirigía al hombre, y cuando el hombre desea castigar, se convierte en el dios. Si Manco quiere hacernos esperar hasta mañana, lo hará.

—Es culpa mía. Habéis vuelto por mi causa…

—¡Martín! ¿Cuándo dejaréis de sentiros culpable? Comprended que no habéis sido más que el pretexto que necesitaba para volver. Soy yo quien lo ha querido así.

Se elevó un canto. El patio fue invadido por servidores que nos invitaron a seguirlos. Atravesamos varias galerías y nos introdujeron en la gran sala donde Manco se entretenía después de cenar. Mis ojos, acostumbrados a la penumbra de las casitas, parpadearon. Entre los fuegos cruzados del oro que adornaba las paredes desde el suelo a las vigas, distinguí a la habitual asamblea de dignatarios, un grupo de cantantes acompañadas de flauta y tamboril y, en el fondo, a Manco, sentado, bebiendo chicha, con una mano en la cabeza de su jaguar favorito, y sus mujeres acuclilladas, con las cabelleras atadas con unas cintas de oro que se deslizaban a sus pies como madejas de seda. El único detalle insólito en aquel cuadro del que yo había formado parte durante tanto tiempo eran unos hombres blancos con jubón y calzas, también ellos con un vaso en la mano.

Murmuré a Martín:

—Avanzad, haced como si no hubierais notado a vuestros compatriotas. Sobre el Inca, sobre él solo, debe concentrarse vuestra atención. No lo olvidéis jamás.

Por mi parte, en mi corazón había más cólera que amor. Había regresado con la mejor disposición, decidida a asumir la responsabilidad de la horrible pelea que nos había separado, en resumen, a perdonar a Manco su crueldad y hasta… ¡hasta! su indiferencia hacia Zara. ¿Los hombres son capaces de sentir lo que sentimos nosotras, que llevamos a nuestros hijos en el vientre y los alimentamos con nuestra sangre? Confieso que me había dicho eso un poco cobardemente, deseosa de encontrar una excusa para poder amarlo plenamente de nuevo… Pero ¿merecía yo esa espera, ese comportamiento insultante? Después de todo, ¿quién lo había hecho Inca? ¿Lo sería si mi mano no hubiera vertido el veneno a Tupac Huallpa? ¿Lo sería si no lo hubiera sacado de los calabozos de Sacsahuaman arriesgando cien veces la vida?

Con espíritu rebelde, me postré sin demostraciones excesivas. Detrás de mí, Martín se había arrodillado.

—¿Qué quiere el extranjero? —preguntó Manco.

—Martín de Salvedra era amigo de Almagro, ¿te acuerdas, señor? En Cuzco te visitaba con frecuencia. Ha ido a mi aldea. Yo me había refugiado allí después… Manco me interrumpió:

—Háblame del extranjero. ¿Tomó parte en la muerte de Pizarro?

—Es un amigo fiel, con el alma recta. Actuó según su conciencia. Dígnate, señor, concederle tu hospitalidad.

—Puede quedarse. Tendrá compañía. Esos hombres también tomaron parte en el asesinato del gobernador. Dile que es bienvenido. Dile también que no se aleje de la ciudad.

A continuación transmití los agradecimientos de Martín a Manco, que a continuación hizo un gesto. Las mujeres se levantaron. Tres de ellas, con unos rostros redondos y lisos, tenían apenas la edad en la que se sale del Acllahuasi. La cuarta me dirigió una mirada húmeda: era Inkill Chumpi. Había engordado.

Inkill Chumpi presentó a Manco dos vasitos de oro llenos de chicha. Manco los tomó y tendió a Martín el que tenía en la mano izquierda. Las asistentes atisbaban: el ceremonial de las libaciones guiaba sobre la actitud del Inca. La mano izquierda no honra al huésped como la derecha, y la consideración varía según el tamaño del vaso. ¡Felizmente, Martín ignoraba esas costumbres, si no, su escasa confianza en sí mismo hubiera sido menor aún!

Cuando bebieron la chicha, Manco invitó a Martín a reunirse con los españoles. Fue la ocasión de esas efusiones calurosas y sonoras a las que se libran los vuestros, padre Juan, incluso si su intención es apuñalarse al día siguiente. Me quedé sola. Cientos de ojos con los párpados bajos me observaban. Aunque yo había compartido con todos los que se encontraban en la sala los peligros, los rigores y las esperanzas de la larga marcha que nos había conducido de Ollantaytambo a la ciudad de Manco, nadie se arriesgaba a manifestar ningún sentimiento mientras el Inca no hubiera definido mi posición.

Yo tenía calor, frío, sed, me latían las sienes. Pero ahora me conocéis bastante, padre Juan, para saber que las humillaciones me enderezan.

El jaguar de Manco tiraba de su cadena. Unos guerreros antis habían matado a la madre y nos lo habían regalado, cuando no era más grande que un conejillo de Indias. A veces yo lo llevaba a mi palacio y Zara lo estrechaba con sus bracitos, lo besaba, reía…

Manco, con una palabra, hizo que el jaguar se echara al suelo. Luego, como si el animal le recordara súbitamente mi presencia, se volvió.

—Se te ha atribuido una vivienda. Te acompañarán.

Besé sus sandalias con unas ganas salvajes de morderlo y seguí a los servidores. La vivienda era bonita, lo admito. Tenía varias habitaciones distribuidas alrededor de un patio florido y verde. Estaba situada al oeste, en la zona de la Inti Cancha, la plaza sagrada, donde residían el gran sacerdote y los amauta, pero un poco alejada, en los límites de la ciudad, y del jardín partían unos senderos caprichosos que se multiplicaban como raicillas a través de unas extensiones vírgenes y cubiertas de zarzas.

Para muchos sería una ubicación privilegiada. Para mí, el exilio y la desolación. Antes, desde mi palacio, construido en el parque de Manco, tenía libre acceso a sus aposentos. Ahora, para verlo, tendría que solicitar audiencia, una vejación suplementaria que yo no estaba dispuesta a infligirme.

Salí de la litera, las sirvientas acudieron presurosas y apareció Qhora.

—Ven —susurró—, ven, estarás contenta.

No había nada que decir sobre la decoración de las salas. Toques de oro, incrustaciones de piedras finas, floreros, y las vigas despedían buen olor.

—Ven, ven —repetía Qhora tirándome de la falda. Reencontré un poco de dulzura en aquel gesto familiar. En el umbral del dormitorio despidió a las sirvientas. Entré y lancé un grito. Colgadas de las clavijas dispuestas para ello, mis túnicas, mis lliclla, todas las vestiduras que yo había dejado al partir estaban allí. Y en las hornacinas se ordenaban los cofrecitos de alhajas que Manco me había regalado, mis cintas para el cabello, mis sandalias, mis mantas y hasta los pequeños utensilios que usaba en mi higiene y mi arreglo.

—¿Has sido tú? —pregunté.

—Cuando vinimos de Yucay, tuve que vaciar tu palacio y guardar tus cosas en cestas. Al enterarse de tu llegada, el Inca ordenó que trajeran las cestas aquí. Yo misma lo he arreglado todo. No falta nada.

Palpé las telas y me llené los ojos de refinamiento, de elegancia, de belleza. De pronto puse la mano en la cabeza de Qhora.

—Todavía me ama —dije.

Las mujeres nos aferramos a menudo a futilidades para reanimar la esperanza.

A la mañana siguiente, después de ir a inclinarme ante el gran sacerdote y los amauta, mis antiguos maestros, me dirigí a la casa de Inkill Chumpi. No tenía ganas de verla. Qhora tuvo que insistir. En el trayecto, una multitud rodeó mi litera. Entre nosotros las noticias corren como el viento. Mi reintegración al seno de nuestra comunidad había liberado a los habitantes de su reserva. Hoy todos querían saludarme, reiterarme su alegría, su respeto… Eso me reanimó. Inkill Chumpi reinaba tal vez como dueña en mi antiguo palacio, ¡pero fuera de las paredes yo seguía siendo soberana!

Al verme estalló en sollozos.

—Qué alegría que hayas venido. Yo no podía. El Inca… ya sabes cómo es.

—Lo sabía, ya no lo sé. Tendrás que explicármelo. ¿Y a qué vienen esas lágrimas?

Inkill Chumpi gimió:

—¡Me guardas rencor!

—¿Por haber ocupado mi lugar? ¡Sería demasiado honor!

—¡Azarpay, Azarpay! ¡No me hables así! Yo te quiero, eres mi única amiga, sin ti estaría muerta… Al principio, cuando el Inca me instaló aquí, estaba deslumbrada. Ya ves, no te oculto nada… ¡El Inca! ¿Qué mujer resistiría a su divina brillantez? ¡Ser distinguida por él! Casi enseguida comprendí que me había elegido a mí, tan mediocre, sólo para vengarse mejor de ti. Porque éramos amigas. Una luna después, ya no me miraba. En realidad, no me miró nunca, no mira a ninguna de sus mujeres. Cuando la naturaleza lo enardece, hace llamar a cuatro o cinco, se distrae y las olvida. Ninguna retiene su atención. ¡Y, sin embargo, las hay jóvenes y bonitas! Te llevaste su corazón contigo, Azarpay. Todo el mundo lo sabe en la ciudad.

—Sin embargo, hace más de un año que ocupas mi palacio.

—¡Yo o cualquier otra, qué importa! ¡Pero ninguna de verdad, te digo! Azarpay, cuando supimos que Zara… Uno de los nuestros, de Cuzco…

—¿Cómo reaccionó Manco?

—Nos hizo llamar a mí y a Qhora, nos anunció la muerte de la niña y nos ordenó esconder nuestras lágrimas. Sólo nosotras dos conocemos los motivos exactos de tu marcha. Él no la menciona jamás. ¿Y quién hubiera osado hacer una pregunta, pronunciar tu nombre? Algunos creen que te envió a espiar a los hombres blancos; otros, las mujeres sobre todo, pensaron que lo habías engañado y que te había hecho ejecutar… Azarpay, tu hija…

Cada detalle me la recordaba. No podía mirar las colgaduras de las puertas sin verla acudiendo al sonido de mi voz, casi esperaba que apareciese…

Apresuré la despedida. Nos besamos. ¡Pobre Inkill Chumpi! ¡Se necesitaban más armas que su débil voluntad para seducir a Manco!

En los días que siguieron esperé una llamada discreta, un signo. Engañaba mi impaciencia con prolongadas abluciones. Me peinaba. Ensayaba mis atavíos. Inventariaba los cofrecillos de alhajas. Reconstruía mi apariencia. Qhora me observaba, suspirando. Un atardecer, cuando contemplaba el ocaso en el jardín, pensando que el mañana sería sin duda igual a hoy, murmuró, con su mejilla contra mi falda:

—¿Pensaste cómo ofendiste al Inca con tu conducta? Repites que te echó. Fuiste tú quien quiso marcharse, quien se rebeló… ¡Rebelarse contra el Inca! ¿Un dios limpia una afrenta como un hombre cualquiera una mancha de barro de su manto?

—Fue por Zara.

—¿Te indignaste en tu corazón cuando los hombres blancos se llevaron a Titu Cusi, su hijo bienamado, y él no intentó perseguir a los secuestradores? Tampoco podía hacerlo por Zara.

—Titu Cusi no era mi hijo. Una madre defiende a su hijo… Evidentemente, tú…

—Zara era la hija que yo no tendría jamás. Yo habría actuado como tú. Pero debes reconocer que el Inca no te perdonará.

—¡Vete, bruja! —aullé.

Cuando mi furor malvado se agotó, reflexioné. Qhora no estaba completamente equivocada. Comprendí que, en mi rencor concentrado en el ser de carne, el amante, el padre, había descuidado al dios. En efecto, padre Juan, es un pensamiento sacrílego el que os confío: a pesar de las observancias de lenguaje a las que me había obligado el uso, nunca consideré a Manco un dios. ¡Demasiado humano en sus pasiones! ¡Y demasiadas circunstancias en las que lo había visto disminuido, despojado! La imagen del Inca no se adecua a las sombras. Pero poco importaba. Si era necesario renunciar a mi orgullo para halagar el suyo, lo haría.

Volví a casa de Inkill Chumpi y supe lo que necesitaba saber. En mi tercera visita, en lugar de entrar en mi antiguo palacio, ordené a los porteadores que me dejaran en los jardines. Y tomé el laberinto vegetal que comunicaba con una terraza plantada de arbustos y alegrada con fuentes cantarinas, que Manco, en nuestros tiempos, apreciaba por su refrescante soledad. Según Inkill Chumpi, seguía yendo todos los días a la misma hora, la hora malva del crepúsculo, que inclina al sosiego del alma.

Había cuidado mi aspecto para producir un buen efecto. Una túnica y una lliclla blancas. Ni un bordado, ni una alhaja, una simple trenza de lana sobre mis cabellos sueltos. Cuando Manco apareció, me arrojé a través del camino, como muerta. Un instante después oí su voz.

—Suponía que eras lo bastante inteligente para ahorrarnos una escena ridícula. Levántate.

—¿Para qué estar de pie cuando la luz del Inca se aleja y nos abandona en la oscuridad? —repliqué—. Soy tremendamente culpable hacia ti, señor. Pero ¿me has dado la oportunidad de implorar tu perdón?

—¡Azarpay, Azarpay! Te conozco. No sientes arrepentimiento ni remordimientos. Termina con esta comedia, te sienta mal.

—Señor…

—Escúchame —dijo Manco—. Cuando la jarra se rompe, se vacía. El corazón también. Levántate.

Obedecí. Su mirada pétrea me espantó. Me precipité a él y cogí su mano.

—¡Te amo! —exclamé—. No puedes…

—Hubiera podido desterrarte para siempre de esta ciudad, matarte. Yo lo puedo todo. Lo has olvidado.

—¡Se trataba de nuestra hija, de tu hija!

—¿Una hija debía contar para ti más que el deseo de tu señor? Yo creía que tu amor no tenía límites, Azarpay. Me has decepcionado.

—¡Sin embargo te lo di todo!

—¿Y no lo has recibido todo?

Dije, destrozada:

—Manco, te lo ruego, recuerda…

—No. Tengo memoria sólo para odiar. Vivirás aquí con honor, no esperes nada más. Ahora, vete y trata de adquirir el sentido común que te falta.

Martín de Salvedra vivía con los partidarios de Almagro. Eran cinco: Diego Méndez, Gómez Pérez, Francisco Barba, Cornejo y Monroy. No me gustaban aquellos hombres. Sentía en ellos una solapada podredumbre, miasmas maléficos. No obstante, por Martín, hacía detener mi litera cuando los encontraba.

Martín tenía un hermoso aspecto, llevaba unas ricas vestiduras europeas donadas por Manco, que realzaban una robustez formada en la adversidad. Desbordaba de agradecimiento.

—¡El Inca es tan generoso! A menudo nos invita a cenar y no deja de distribuirnos presentes. Y se interesa por todo. Mis compañeros le han enseñado el ajedrez, las damas, el juego de bolos… Apuesto a que pronto los superará. Hasta empieza a hablar castellano.

—Me alegro por vos, Martín.

—¿Y vos, Azarpay?

Yo eludía la respuesta con tono desenvuelto.

—Tejo, bordo, me mantengo ocupada. ¿Se aburre uno acaso en un paisaje tan soberbio?

Martín suspiraba.

—A riesgo de parecer ingrato, diría que sí. ¡Se os ve tan poco!

—Tenéis a vuestros amigos… y mujeres. ¿Acaso el Inca no provee a todas vuestras necesidades?

—Tengo pocas necesidades… Azarpay, cuando pienso en nuestra deliciosa caminata con Maita…

—No penséis demasiado. Los recuerdos son más molestos que útiles. Hasta pronto.

Y hacía una seña a los porteadores.

Alrededor de dos lunas después de nuestra llegada, Manco atravesó la explanada con sus guerreros, sus estandartes, sus caracolas y sus tambores.

¿Adónde iba? Lo ignoraba. ¡Yo me había sentado a la derecha del Inca y ahora sabía menos que sus sirvientes! En un sentido era un castigo peor que la muerte o la exclusión, y estaba segura de que Manco lo había elegido deliberadamente.

Pero aquello me enardecía. ¿Creía que iba a resignarme a no ser más que un florero en su hornacina? Resignarse es aceptar la derrota. Yo no la aceptaba. ¡Algún día, de una u otra manera, triunfaría sobre su voluntad! En esa perspectiva, trataba de estar al corriente de los rumores, de las intrigas de la corte. Qhora, que conservaba sus amistades entre los domésticos del palacio, era mi informante. Fue ella quien, al día siguiente de la partida de Manco, me anunció la ejecución del joven Diego de Almagro, decapitado en la plaza mayor de Cuzco.

—El Inca ha partido para distraer su cólera —dijo—. Tendremos prisioneros.

Imaginé enseguida la pena de Martín.

—Ve a buscarlo —ordené.

Qhora hizo girar sus ojos espantados.

—El Inca…

—¡Yo soy mi única dueña! Cuando Zara… Si he podido llevar a la niña a mi ayllu, si descansa tranquila y feliz, es gracias a Martín. Además, el Inca… Si indicas a Martín las sendas y viene por el jardín hasta la dependencia donde he instalado mi telar, ¿quién lo verá?

—Las sirvientas…

—Las sirvientas no se atreven a desobedecer mis órdenes y rondar cerca de la dependencia cuando tiño o tejo. Necesito silencio para concentrarme, ellas lo saben y tú también… Vamos, anda, no te enfades, Martín entiende algunas palabras de nuestra lengua, comprenderá.

Así empezaron las visitas clandestinas de Martín de Salvedra. Al comienzo, me inspiró pura amistad. Después, al placer de su compañía se añadió el goce perverso de burlarme de Manco. En sus primeras visitas hablamos sobre todo del joven Diego de Almagro.

—Diego —decía Martín— se creía el campeón de una causa justa. En realidad, su nombre no ha sido más que el portaestandarte de otras ambiciones… Siempre las mismas. ¡Recuperar lo que ya habíamos quitado a aquellos que nos lo habían quitado primero! Abatido Pizarro, un acuerdo entre el Inca y Diego hubiese aportado una solución razonable a nuestros problemas y a los vuestros. La revancha ha prevalecido. Qué queréis, a los veinte años, mal aconsejado, la cabeza de Diego se envaneció. Poneos en su lugar: Lima, que la víspera nos consideraba unos parias, tuvo para con él los ojos de una coqueta. Nos instalamos en el palacio de Pizarro…

—¿Cómo procedisteis… quiero decir, para matar a Pizarro?

—¿De veras os interesa? Fue un domingo. Nos alojábamos sobre la plaza de la catedral, casi junto al palacio, pero no creáis… ¡Entre el tugurio que ocupábamos nosotros y la residencia de Pizarro había la misma diferencia que entre nuestras situaciones respectivas! Proyectábamos atacarlo en el camino a misa. ¿Sospechó algo? Anunció que no iría a misa. Vimos perdida la ocasión. Nuestra tensión aumentó. Allí estábamos, masticando y masticando nuestro odio, cuando uno de los nuestros se levantó y gritó: «¡Hay que terminar, es él o pronto seremos nosotros!». Aún teníamos puestas las corazas, tomamos nuestras alabardas, había también dos ballestas y un arcabuz, y nos lanzamos hacia la plaza.

—¿Cuántos erais?

—Menos de veinte. Diego no estaba con nosotros. ¡Fue ejecutado por un crimen que se cometió sin él! La misa había acabado y quedaba poca gente frente a la catedral. Yo estaba sobreexcitado y gritaba como los otros: «¡Viva el Rey! ¡Abajo los tiranos!». El deseo de matar me ardía en las sienes, no tenía más que eso en la cabeza: ¡matar! Un paje nos vio y se precipitó al interior del palacio para dar la alarma. Lo seguimos. Arremetimos por la escalera. Se oyó un portazo. Era la puerta del salón, que se cerraba. El domingo, día del Señor, Pizarro acostumbraba recibir. Al oír nuestras voces y el ruido que hacíamos detrás de la puerta, sus comensales, que estaban desarmados, huyeron por ventanas y patios, lo digo a disgusto por su honor… Fue entonces cuando volvió a abrirse la puerta. El capitán Chávez, encargado de defender la entrada al salón, ¿abrió la puerta por aturdimiento o para salvar su vida? Nunca se sabrá. Inmediatamente le cortaron la garganta. Entramos en el salón. No había nadie. Mis piernas ya no me sostenían tan bien. Sentí como un malestar de estómago. Fuimos de cuarto en cuarto hasta un reducto en el que, sin duda, Pizarro consideraba que le sería más fácil parar el ataque. Allí estaba, con dos pajes y el último de sus hermanos. Los pajes y Alcántara fueron inmediatamente atravesados. ¡No quedó más que aquel anciano de setenta y tres años, grande, seco, imperturbable, que blandía su espada, y si la hubiera dirigido hacia mí, os lo juro, Azarpay, no habría hecho ni un gesto para esquivarla! Yo intentaba reunir mi odio, mis agravios, pero estaba vacío como una cáscara de nuez… Pizarro resistía… Irritado por esa obstinación, uno de los nuestros empujó hacia su espada al compañero que tenía delante. Pizarro lo ensartó y, al hacerlo, se descubrió y recibió el golpe fatal en la garganta. Prefiero no hablar de la manera en que enseguida se encarnizaron con él. Al fin, cayó. Todavía tuvo fuerzas para dibujar en las baldosas una cruz con su sangre antes de expirar. No fue agradable.

—Pero vos deseabais su muerte, Martín.

—No así. Algo más limpio.

—¿Os parece que Pizarro actuó con limpieza cuando, dejó que estrangularan al viejo Almagro en su celda?

—No. No, por supuesto. Pero al imitar a aquellos cuyos actos despreciamos, ¿no nos volvemos igual que ellos? Ese encarnizamiento… ¡Y ahora, el hijo de Almagro decapitado, sin contar a tantos valientes soldados sacrificados a nuestras rivalidades! ¿Cuándo terminaremos de matarnos mutuamente?

—Los dioses se vengan —dictaminé—. Nuestro oro empuja uno a uno a vuestros jefes a la tumba, y no es más que justicia. Si los españoles se hubieran quedado en su tierra…

—Yo no os habría conocido —señaló Martín. Y su rostro se iluminó.

Manco regresó y las visitas de Martín cesaron. Mis tejidos se beneficiaron. Terminé un encaje de algodón, tan fino que la pieza entera cabía en mis manos. Hice con él una lliclla, la bordé con pájaros y flores de hilos de oro y plata y, al no tener ocasión de lucirla, la guardé.

Luego comencé una túnica. Había cuidado especialmente los baños de tintura, insistiendo en la cochinilla y la cáscara de agnocasto hasta obtener un ocre rojizo brillante. Decidí trabajar la lana de la manera que en vuestro país se llama «realce». En realidad, si me obstinaba en aquel trabajo complicado, que exige mucha destreza, era para intentar escapar de mis pensamientos.

La soledad me pesaba o, más bien, digamos las cosas crudamente, me hacía falta un hombre. Mi castidad duraba desde hacía mucho tiempo. Esta confesión, viniendo de una mujer, os choca, ¿verdad, padre Juan? ¡Sabed que si, entre nosotros como entre vosotros, la superioridad del macho es incuestionable, por lo menos se reconoce a las mujeres ciertas necesidades naturales y no se las ahoga bajo vuestros sacrosantos e hipócritas principios!

Sin embargo, nunca había pensado en Martín como posible amante, y tampoco lo pensaba cuando la hice buscar por Qhora. Él acudió. Yo estaba con mi labor. Mientras desataba la tira que me ataba al telar, él se inclinó para admirar la obra. Me levanté y me volví. Ese movimiento me empujó contra él. Nuestros bustos se rozaron. De Martín se desprendía un olor a hombre, mezclado con otros, picantes, de las plantas aromáticas que abundan en los senderos. Sentí un súbito calor en el cuerpo… una extrañeza, si puedo traducir así una sensación que conocía bien, pero que no correspondía en absoluto al sentimiento fraternal que tenía por Martín.

Él ya retrocedía. Me acerqué y le tendí las manos.

—¡Martín, qué placer veros!

Me cogió las manos y las besó.

—Azarpay, me habéis llamado y he venido. ¿Es razonable? El Inca…

—El Inca, seguramente lo sabéis, me ignora…

Reí. Cien pícaros demonios me hacían cosquillas en los riñones.

—Habéis progresado, Martín. ¡Estáis al corriente de nuestras costumbres! En efecto, recibir a un hombre podría traerme contratiempos, pero para mí no hay peor contratiempo que el aburrimiento, y os añoraba… Pero no querría… Si lo estimáis preferible por vuestra seguridad…

El rubor le subió a la cara.

—¡Me consideráis cobarde hasta ese punto!

—Prudente, simplemente.

—¡Prudente! —repitió—. Cuando por vos…

¡Pobre querido Martín! Me parece verlo, con la indignación oscureciendo sus ojos castaño claro, debatiéndose entre el deseo de justificarse con palabras y el temor de pronunciarlas.

—No os enfadéis —le dije—. No es un reproche. Vuestra posición es delicada. Yo comprendería muy bien…

Me interrumpió:

—¡Qué me importan los riesgos, qué me importa el Inca! El primer día, en Cajamarca, cuando Villalcázar me llevó hacia él y os vi… ¡Qué instante maravilloso! Y después… ¡Vuestra belleza se adorna con tanta inteligencia, coraje, sensibilidad, sirve de estuche a tantos valores! Yo no habría podido amar, amar con mi corazón, por hermosa que fuera, a una mujer cruel, egoísta, coqueta…

—Pero también soy así, Martín.

—¡Sois maravillosa! Así que no me habléis de prudencia. No era en mí en quien pensaba. Os amo tanto como para sacrificar la dicha de pasar algunas horas con vos…

Lo miré. Él bajó los ojos.

—He hecho mal, me había jurado… Es grotesco. Por favor, perdonadme y olvidad lo que os he dicho. Un hombre como yo… ¡Qué es el amor de un hombre como yo para una mujer como vos!

Me acerqué. Quitadme mis años, padre Juan. Un hombre, incluso tímido y mojigato en extremo, ¿era capaz de resistirme? Nunca pregunté a Martín si había conocido otras mujeres. No lo creo. Con el tiempo, conseguí convertirlo en un amante no demasiado torpe. Además, el peligro que presentaban nuestras relaciones bastaba para darles sabor.

Había descubierto, con voluptuosidad, un juego suicida. Retrospectivamente, pienso qué desesperada debía de estar para haber cometido semejante locura. No ignoraba lo que nos esperaba si nos sorprendían. Morir atados, desnudos, colgados de los cabellos (o más bien de los pies, dado que Martín tenía el cabello corto). ¡Colgados, entonces, cabeza abajo en la punta de alguna roca, hasta que la sed, el frío, los sufrimientos, nos destruyeran, no es el tipo de muerte que uno corre a buscar! Pero en aquel entonces, esos tormentos me parecían sin importancia comparados con la negra tempestad que sacudiría a Manco, públicamente escarnecido, igual como él me había repudiado. Imaginar su humillación era tan deleitoso como plantarle los dientes en la carne. Un golpe del que ni el hombre ni el dios se recobrarían.

¿Y Martín, y Qhora, me diréis? No sentía ningún remordimiento. Estaban encadenados a mi barca, irían donde yo fuera. Me doy cuenta, padre Juan, de que os estoy pintando un cuadro muy sombrío de aquella relación, tal vez porque me cuesta más evocar los momentos tiernos. Nuestras conversaciones eran lo mejor. Me gusta aprender, y Martín me enseñó mucho sobre España, su historia, su geografía, sus costumbres, también sobre vuestra religión. Villalcázar nunca se preocupó por enseñarme nada, si no era a conducirme bien en la cama.

Conversando así, adquirí un excelente dominio del castellano y de sus matices. Ya no tenía que buscar las palabras, venían solas. Mi espíritu acumulaba esos conocimientos con el placer que otros experimentan al coleccionar objetos inútiles… Relegada por Manco a la categoría de insignificancia, no veía en qué me podrían servir. Pero los dioses sí lo sabían.

Fue al evocar su medio familiar cuando me habló un día de su hermana y de Villalcázar.

—Nuestros padres eran pobres. Mi hermana… Su belleza, su carácter, no se contentaban con la miseria digna que es el destino de la mayor parte de los pequeños gentileshombres en España. Y, naturalmente, hacía comparaciones con la rama mayor de nuestra familia, de la que descendían los padres de Villalcázar. Ellos vivían con desahogo. Puso la mirada en él y se juró que lo conseguiría. Todas las jóvenes de los alrededores compartían la misma ambición, sobre todo porque era un muchacho de aspecto soberbio, con esa vivacidad, esa audacia, que gustan a las mujeres. Mi hermana, para lograr su objetivo, hizo lo que las otras no habían hecho: se ofreció. Poco después le anunció que estaba embarazada. En aquel tiempo, Villalcázar tenía sentido de la honestidad y se casó con ella. Su madre, que esperaba una nuera con dote, se encargó de informarle, después de un espionaje de sirvientas, de que había sido engañado: su mujer no esperaba ningún heredero. Siguió una escena espantosa. Villalcázar se embarcó hacia el Nuevo Mundo. Mi hermana… ¡Dios tenga piedad de su alma!, fue culpable en gran medida. Destruyó en él la nobleza, la bondad y toda la fe en el ser humano. La desdichada bien que lo pagó. Villalcázar no volvió jamás a España. Ella quedó sola, atrapada en su propio lazo, enamorada de un hombre al que había perdido, desacreditada entre los suyos… Y pagó aún más cuando Villalcázar, unos veinte años después, la hizo venir a Cuzco para obedecer nuestras leyes que, en el Nuevo Mundo, prescriben que todo propietario instale a su mujer en su hogar o se case si aún no lo está…

De la hermana de Martín yo no había visto más que el cadáver, una forma alargada en un ataúd, unos cabellos rubios formando bucles y dos manos escuálidas cruzadas sobre un crucifijo. Pero esa imagen, asociada en mi memoria a la muerte de Zara, me resultaba cruel.

Sumido, él también, en sus recuerdos, Martín proseguía:

—Mi hermana llegó con su escasa salud consumida por los rigores del viaje. Hay que contar alrededor de seis meses para ir de España al Perú. No se hacía ilusiones. ¡Pero ir del brazo de un marido, aunque no fuera más que para los deberes de representación, le parecía mucho después del purgatorio que había vivido! En Cuzco, en vez de purgatorio encontró el infierno: una casa hormigueante de concubinas, un hombre habitado por una pasión insensata que el tiempo, en lugar de tranquilizar, exacerbaba… ¡Cuando Villalcázar bebía, es decir, casi todas las noches, entraba en las habitaciones de mi hermana y, delante de la pobre mujer, se dedicaba a celebrar vuestros encantos y a maldeciros! Hasta había hecho pintar, sin que vos lo supierais, varios retratos vuestros cuando aún estabais en Cuzco, me lo dijo mi hermana. Conserva sólo uno, que ha colgado encima de su cama. Bastante parecido; lo vi cuando ella me llamó… ¡Azarpay! ¿Qué tenéis? ¡Dios mío! ¡Qué bruto soy! Y me había prometido no recordaros jamás todo lo que tuviera relación con ese día terrible…

Dije con esfuerzo:

—¿Creéis que está vivo?

El odio había vuelto y me anudaba el vientre. ¡Pensar que Villalcázar vivía, que tenía mi retrato en su cuarto, que retozaba debajo con sus mujeres! A menos que hubiera tenido la decencia de descolgarlo después de que Zara… ¡Él vivo y mi hijita, muerta!

—¿Vivo? —repitió Martín—. Me han dicho que habría sido herido en la batalla de Chupas, en la que luchaba, evidentemente contra nosotros, junto al representante de la Corona, pero después…

Entonces le conté mi locura de ir a Cuzco con el padre de mi padre en el momento de la muerte de Pizarro.

—¡Qué curiosa es la sucesión de los acontecimientos! —dije—. Ahora pienso que si vos no hubierais suprimido a Pizarro, Villalcázar no habría salido hacia Lima, me habría recibido y, tal vez, yo habría podido matarlo.

Martín me estrechó en sus brazos.

—Me siento feliz de que no lo hayáis hecho. Matar a sangre fría no causa más que repugnancia. Una mujer como vos…

Me solté y bromeé.

—¡Una mujer como yo! Siempre decís eso, Martín, pero ¿conocéis a la mujer que soy verdaderamente?

El nuevo año, luna tras luna, se inscribió en el cielo. Otro comenzó. En el mes de la cosecha, Martín apareció un día, muy agitado.

—¡Azarpay! Un virrey nombrado por Su Majestad ha desembarcado en el Perú. Es portador de ordenanzas que favorecen a vuestro pueblo y está comisionado para tratar con el Inca. Lo ha sabido ayer por uno de sus espías. Parece dispuesto a parlamentar.

—Con Manco nunca se sabe —comenté.

La actitud displicente que yo había adoptado cedió al día siguiente. La litera de un dignatario se detuvo ante mi puerta y dejó el mensaje que ya había dejado de esperar, después de haberlo hecho tanto: el Inca me convocaba a su palacio aquella misma tarde.

Imaginad, padre Juan, a un prisionero acuclillado en su calabozo, a diez metros bajo tierra, a quien anuncian que volverá a ver la luz, imaginad… no sé qué os colmaría… Bien, por ejemplo, ¡que todas las almas del Perú cayeran en vuestra red! ¡En suma, imaginad que ocurre lo impensable, lo imposible, y tocaréis de cerca la euforia que me agitaba!

Como toda mujer, hice que mi arreglo se ajustara a mi estado de ánimo. Hice hervir mis cabellos en jugo de hierbas. Envié a las sirvientas a recoger orquídeas, saqué veinte túnicas, ordené mis cinturones, vacié mis cofres de alhajas… Estaba febril, indecisa, enloquecida de dicha. Qhora me observaba con mirada sarcástica.

—No vas a una fiesta —repetía.

Después de reflexionar, juzgué más hábil y digno disimular. Quité las flores de mis cabellos, despojé de lo superfluo mis orejas, mi cuello, mis muñecas, y elegí una vestimenta sencilla. La única concesión a mi orgullo fue una línea fina, trazada del ángulo de los ojos a las sienes con ichma en polvo. Sólo las princesas tienen derecho a ese maquillaje de encantador color carmesí. En el tiempo feliz de nuestros amores, Manco me había autorizado a usarlo derogando la disposición. ¡Eso le recordaría cuánto, entonces, la fuerza de su deseo lo doblegaba hacia mí!

En el palacio me condujeron a la gran galería cubierta, de donde la vista saltaba de los bosquecillos rocallosos hasta las lejanías que las cascadas cubrían con una cortina de agua. Manco estaba sentado en su banco de granito rosa. Los cinco españoles y Martín se descubrieron a mi entrada. Las mujeres llenaban los vasos de chicha. Me acerqué y me incliné. Una mujer trajo una estera y me acuclillé. Desde la escena del jardín no había vuelto a ver a Manco de cerca. Recuerdo que llevaba un sedoso manto negro hecho con lana de vicuña El tiempo lo había enriquecido en majestad, pero aquel hermoso rostro hermético se parecía muy poco a la afable fisonomía de su juventud.

Entró en el tema sin preámbulo ni cortesías.

—Debes saber, Azarpay, que nuestra situación toma un nuevo giro. El soberano de España parece preocuparse por fin por nuestros derechos. Nos envía a un señor investido de poderes extraordinarios. Estos hombres, aquí presentes, se proponen negociar en mi nombre y obtener la devolución de nuestra corte en Cuzco… ¡Naturalmente, piensan ante todo en su propia amnistía! Pero no tengo intenciones de ofrecérsela suscribiendo transacciones desiguales. Las condiciones del tratado serán estudiadas punto por punto. No poseo la práctica de su lengua necesaria para ello. En cuanto a un intérprete… No son solamente las palabras lo que hay que traducir sino su verdadero sentido. Tú eres la única entre nosotros que has tratado lo suficiente a los españoles para descubrir sus astucias. Estos hombres parecen llenos de sinceridad y de gratitud y, sin embargo, un hombre blanco no será jamás otra cosa que un hombre blanco. Por lo tanto, asistirás a nuestros debates.

Besé la sandalia y el borde del manto de Manco. Le aseguré mi lealtad y le agradecí su confianza, ocultando mi exultación bajo el mismo tono frío, impersonal, adoptado por él.

Un halo de oro nimba en mis recuerdos los días que siguieron. Estaba en el palacio desde la mañana y regresaba a mi casa a la luz de las antorchas. Qhora me esperaba y me interrogaba.

—¿Habéis hablado…?

—¡Qué pregunta! ¡Tengo la garganta seca!

—Quiero decir, ¿el Inca te ha dicho algo… algo que indique que, además de los servicios que le prestas…?

—¡Qhora! ¿Los dioses te han colocado a mi lado para recordarme que la existencia no es más que un pantano? En este momento, la mirada de Manco se dirige hacia Cuzco… Lo esencial es que me necesite y, sobre todo, que se digne admitirlo. Ya vendrá el resto. ¡Los dignatarios no se engañan! De pronto han recobrado la memoria y me asedian con cortesías.

Diego Méndez, por su personalidad, se afirmaba como el jefe de los cinco españoles. De modo que fue él quien marchó hacia Lima en embajada ante el virrey.

Esperando su regreso, volví a mi trabajo en el telar. Martín se presentó. Morir colgada de los cabellos o de los pies ya no me tentaba. Había una probabilidad de recuperar mis privilegios, mi importancia y, tal vez, a Manco. Despedí a Martín. Con dulzura… y promesas que yo deseaba ardientemente no cumplir. Fue duro. Habría preferido insultos a su resignación.

Diego Méndez regresó. Nada me gustaba en aquel español de una corpulencia malsana, de cabellos rojos y ralos, que sumergía su barba en la chicha, mezclaba arrogancia y groserías, y del que era inútil buscar la mirada pálida bajo las pestañas caídas.

Pero ¡cómo no recibir amistosamente a un hombre que nos traía la paz y, con su voz resonante como mil trompetas, reabría ante nosotros las puertas de Cuzco!

Diez años de lucha entre el Inca y Su Majestad de España estaban a punto de terminar. El heroísmo y la obstinación de Manco triunfaban. Es verdad que habría que contemplar también los intereses de la Corona, evaluar la división de poderes, pero compartir vale más que blandir un puño vacío, y Manco parecía haberlo comprendido finalmente. Comenzaron los preparativos del viaje. Manco me advirtió que yo lo acompañaría a Lima para servir de intérprete entre él y el virrey. ¡Sol, Sol! Mi litera navegaba sobre plumas rosadas, yo ya no tocaba la tierra.

Y llegó aquella mañana en la que todo se tambaleó. Fue justo cuatro días antes de la partida. Yo descansaba en mi cuarto.

La noche anterior, Qhora me había embadurnado el rostro con un emplasto compuesto por ella que debía atenuar los efectos de la edad… ¡Reíd, reíd, padre Juan! ¡Las arrugas acentúan la virilidad del hombre, pero en una mujer son cuchilladas contra su seducción! Así que yo estaba allí, dejando que mi imaginación volara hacia encantadoras perspectivas, cuando apareció Qhora.

—El extranjero está en tu taller.

—¿Martín?

—¡Que yo sepa, no recibes a otros!

Me levanté.

—Sin embargo, le había dicho…

Me arranqué el emplasto, que se desprendió como una piel, y salí corriendo. Estaba furiosa y maldecía a Martín. Durante más de un año lo había tenido en mis brazos con despreocupación. Ahora, con sólo saberlo en mi casa, sentía que el suelo se movía bajo mis pies.

Entré en el taller.

—Martín, os había dicho…

—Azarpay, acabo de sorprender una conversación de mis compatriotas. A mí no me dicen nada. Conviene advertir al Inca. Diego Méndez y sus amigos planean asesinarlo.

—¿Asesinar a Manco? ¿Os he oído bien?

—Sí.

Me apoyé en la pared.

—¡Esto parece…! ¿Y cómo piensan salir de eso? Son sólo cinco.

—No he oído nada más.

—¡No tiene sentido! ¿Qué interés tendrían?

—Azarpay, reflexionad. Para España, la desaparición del Inca resolvería de una manera radical los problemas que plantea la causa indígena, de la que él es el único defensor. ¡En realidad, Diego Méndez ha ido a Lima para negociar esa muerte! Asesinato por asesinato. ¡El del Inca borraría el de Pizarro! ¿O es a instigación del virrey? Lo ignoro. Lo que es seguro, según los comentarios que he podido captar, es que con eso conseguirán su rehabilitación y ventajas sustanciales. ¡Esos miserables! ¡Corresponder así a las bondades del Inca…! Siento vergüenza…

—Martín, voy al palacio. Vos regresad. Es necesario que no sospechen, podrían vengarse en vos.

—¡Oh, yo…! —dijo Martín.

Vuelvo a ver a menudo la expresión de cansancio de su boca. Vuelvo a verla y me siento mal. No sabré jamás si Manco tuvo en cuenta o no mi advertencia. Con los ojos clavados en el suelo, el alma como ausente del cuerpo, me escuchó y me despidió.

Pasé el día angustiada y volví al palacio a la mañana siguiente. Manco no me recibió. Al subir otra vez a mi litera, tropecé, y los malos presagios no dejaron de multiplicarse. Varias veces tuve estremecimientos en todo el cuerpo y silbidos en los oídos, pisé un escorpión, una sirvienta bostezó tres veces ante mí, dos arañas… Me detengo, os aburro. Los europeos no sienten como nosotros, no saben interpretar los signos que la desdicha coloca ante ellos, se ríen, y hacen mal.

Agotada, me acosté temprano. A lo lejos, oí un concierto de flautas procedente del palacio. Manco ofrecía un gran banquete en honor de sus huéspedes españoles, un banquete que cerraba las festividades y ceremonias propiciatorias que se habían sucedido desde el anuncio de nuestra marcha. La música me reconfortó un poco.

¿Lo habéis notado, padre Juan? La mayor parte de los acontecimientos trágicos que han jalonado mi existencia me han sorprendido en pleno sueño.

Estaba por lo tanto atontada, despeinada, temblorosa, cuando los porteadores me depositaron aquella noche fatal en los jardines del Inca, donde habíamos disfrutado juntos tan dulces horas. Eché a correr. Las mujeres se apartaron y yo caí de rodillas. El manto y la túnica de Manco estaban rojos de sangre, pero él respiraba. El gran sacerdote me levantó. Los médicos rodearon a Manco. Permanecí entre los dignatarios mudos y los criados, que aullaban.

Traté de reaccionar. Había temido lo peor. Pero lo peor había pasado… ¡Manco vivía!

Me lo repetía y me lo repetía, buscando a Martín con los ojos. Ya sabía, por el servidor enviado por Inkill Chumpi para avisarme, que los españoles eran los autores del atentado, pero Martín… Su ausencia me decidió a romper el silencio agobiado de los dignatarios.

He aquí un resumen de sus relatos del drama: después del banquete, Manco había organizado un partido de bolos, su distracción favorita. Diego Méndez le ganó una pieza de oro a Manco, la perdió, se encolerizó… A partir de ahí, los testimonios divergen. Según unos, Diego Méndez se había lanzado sobre Manco, hiriéndolo con su daga; según otros, Manco, descubriendo un presagio funesto en el desarrollo del partido, había dado orden a su guardia de suprimir a los españoles, y fue entonces cuando Diego Méndez y sus compañeros se arrojaron sobre él y lo apuñalaron…

¿Pero Martín…? Los brazos señalaron una hoguera que adquiría un tinte rojizo en la cuesta.

«Los hombres blancos han logrado escapar a los guardias y se han refugiado en la casa que el Inca les había asignado como residencia. Mira, está ardiendo. Los guardias la han incendiado y la rodean. Cuando el fuego obligue a los hombres blancos a salir, los matarán».

Me precipité hacia allí. Pasadas las terrazas, bajé por uno de los senderos que conducían a la casa. No tuve que ir lejos. Una masa oscura caída sobre un matorral bajo me detuvo. Una espada o una lanza había atravesado a Martín entre los omóplatos. Aparté su ropa. El corazón ya no latía. Me senté en el suelo y me quedé allí, acunando a Martín contra mí, como había acunado el cuerpo de mi hija.

Luego tuvo lugar el lento, el siniestro desfile de los adioses. Toda la corte en duelo se inclinó sobre el lecho de Manco para recoger su aliento y sus palabras. Al fin, él me reclamó. Besé sus manos, que me habían estrechado tan poderosamente y que la agonía crispaba.

—Azarpay, aquí está tu nuevo Inca. Sírvele en todo… Y tú, hijo, pide consejo a esta mujer, que es clarividencia, habilidad e inteligencia.

Desatinada, olvidando la etiqueta, busqué la mirada del Inca. Él bajó los párpados. El Inca se dignaba reconocerme algún mérito, pero no perdonaba.

Sus despojos embalsamados fueron colocados en el Templo del Sol.

Martín descansa al pie de un pisonay. Obtuve la autorización para enterrarlo según vuestros ritos. Sobre su tumba, recité un avemaría. Él me había enseñado las palabras, que yo encontraba poéticas. Y planté una cruz.

Si vuestro dios existe, padre Juan, Martín debe de estar a su diestra. Si no es más que una engañifa, estoy segura de que nuestros dioses se han alegrado de guiar su alma bella y pura hacia los verdes paraísos. Fue, como Manco, víctima de la codicia de los vuestros.

Padre Juan, mañana por la noche, durante nuestro último alto, acabaré este relato. Tal vez os arrepentiréis de vuestra curiosidad. Será demasiado tarde. Habéis querido saber, sabréis.

Manco sobrevivió sólo cinco días a sus heridas. Poco antes de su muerte, según nuestras costumbres, reconoció por señor y dueño a su hijo mayor legítimo, el joven Sayri Tupac.