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Padre Juan de Mendoza, 10 de octubre de 1572.

El alba azulea. He dormido como un animal.

Ayer franqueamos el Urubamba por uno de esos famosos puentes colgantes. ¡Enloquecedora impresión que devuelve al hombre a su fragilidad terrestre! Después empezamos a trepar. Matorrales espinosos que los indios cortan para permitirnos avanzar, selva. El pie se hunde en un humus podrido, colmado de agua, las manos aferran lo que pueden, el aire es húmedo, venenoso, abundan las mariposas y las hormigas voladoras, la cabeza me da vueltas. Ella me ha ofrecido una hamaca y yo la he rechazado. ¡Falsa humildad, que no es más que orgullo!

Había oído vagamente murmurar que los hermanos Pizarro se habían conducido de modo torpe con el Inca Manco. ¡Bonito eufemismo!

¿Qué hago yo en esta naturaleza hostil, siguiendo el balanceo de su litera, yendo donde ella va, ignorando adónde voy?

Cuando me interrogo, me gusta decirme: Señor, que me lleva el cuidado de Tu gloria; pero ese gusto que experimentaba antes en desafiar las prohibiciones, esas curiosidades malsanas, insensatas… ¿No será más bien el diablo que me lanza un nuevo desafío? Podría ser mi madre, pero yo veo sólo a la mujer. Florecida en su belleza majestuosa. ¿Domina también los años? ¡A veces la odio!

Rezo mientras camino. Cien avemarías me alivian. Hoy he decidido continuar descalzo… ¡Dominar esta carne pérfida!

Cuando pasamos el puente, sus servidores cortaron las cuerdas que lo amarraban a la orilla. ¿Por qué?

¡Santa María, madre de Dios, extended sobre el pecador vuestro blanco manto!

El alto que hicimos en Ollantaytambo, padre Juan, era en cierta forma un peregrinaje. Después del incendio de Cuzco, Manco estableció su cuartel general en la fortaleza cuya construcción habéis admirado tanto. Los sacerdotes y las vírgenes del Sol tenían allí sus aposentos reservados. Nosotras, las mujeres, vivíamos en el palacio de abajo. Casi todas las noches, cuando Manco estaba presente, yo subía la elevación de terrazas que unía los dos edificios y me reunía con él. ¡Tiempo tejido con hilos de oro que ilumina mi memoria!

Después de beber, hablábamos largamente, discutíamos acerca de lo que se había hecho, de lo que se hacía, de lo que se debía hacer… ¡Nuestros corazones nos lo decían, el hecho era cierto: los españoles servirían pronto de abono a nuestra tierra y la exquisita paz renacería de la guerra! Por cierto, Hernando Pizarro recuperó Sacsahuaman, pero su hermano Juan, el maldito, murió, con el cráneo reventado por una piedra durante la batalla. ¡Un Pizarro menos! Hubo celebraciones, la chicha corrió en arroyuelos… Por cierto, el enemigo muestra una tenacidad que nos sorprende. Lima y Cuzco, cercadas por los capitanes de Manco, resisten, pero la ciudad de Jauja, posición estratégica en el centro del Imperio, nos pertenece de nuevo. ¡Sol, Sol! Por cierto, nuestro ejército reclutado apresuradamente, no es aquel que se gloriaban de conducir nuestros incas, le falta disciplina, «oficio», como hubiera dicho Villalcázar; se entorpece con mujeres y niños. Hay que llenar esos estómagos, suplir las ignorancias, pero tenemos el número, los arcabuces tomados al enemigo, prisioneros españoles para fabricar pólvora, caballos que nuestros hombres se han hecho hábiles en capturar con sus boleadoras, ¡y qué jinete magnífico es Manco! Cuando lo vemos marchar en su alazán, vestido de guerra, precedido por el estandarte imperial con los colores del arco iris, llevado por una fanfarria triunfal de flautas, de caracolas y tambores, ¿cómo dudar de que nos traerá la victoria en la punta de su lanza?

En agosto comienza la estación de las siembras. Los graneros de la región estaban vacíos y el hambre amenazaba. Para asegurar la próxima cosecha, Manco se resignó a enviar a sus campos a más de la mitad de sus guerreros y sus familias. La naturaleza es soberana. Los hombres marchan a su ritmo. Es así como el sitio de Cuzco, que duraba desde hacía meses, fue levantado en parte. Hernando Pizarro aprovechó para atacarnos en Ollantaytambo. Recibido por trombas de flechas y avalanchas de piedras, debió retirarse con los suyos. Manco hizo abrir las compuertas, el río inundó la llanura y Hernando estuvo a punto de morir ahogado. En la retirada hubo numerosos muertos y heridos. ¡Sol, Sol! Nosotras, las mujeres, no teníamos bastantes manos para revolver la chicha y dar de beber a nuestro señor y a su familia.

Pero se perfilaban sombras. Llegaban tropas frescas, desde Panamá, Nicaragua, Guatemala, Castilla del Oro y Nueva España, en barcos llenos para apoyar a los Pizarro. A esos refuerzos se añadía el contingente proporcionado por nuestra propia raza, indígenas de provincias anexadas, deseosos de tener una revancha sobre la dinastía de los incas que los había civilizado y enriquecido. ¡Así son los hombres! ¡Muerden la mano que los saca de la inmundicia! Seguían los dignatarios, por las ventajas que podían obtener. Las deserciones de la gente de su sangre afectaban terriblemente a Manco. Vuelvo a verlo: la mirada opaca, el alma que se hunde en las profundidades negruzcas del ser… Pero sobre todo eso estaba Cuzco, tierra de los dioses, sede de omnipotencia… Tenía prácticamente la ciudad en el puño y se le escapaba.

Y, de pronto, un nombre vuela de boca en boca: ¡Almagro! Almagro que vuelve de Chile, con el cuerpo atormentado por los sufrimientos, el corazón sangrante… Almagro, con su gran ejército, que envía una llamada amistosa a Manco… Almagro, el acuerdo posible, la alianza honesta contra el enemigo común: los Pizarro.

Se concierta una cita en Urcos, en el valle de Yucay. Hernando Pizarro es informado inmediatamente. En cada campo pululan las orejas ávidas y las piernas listas. El color de la piel garantiza el anonimato. Hernando se apresura a embrollar el juego. Dirige una advertencia a Manco: Almagro, dice, no tiene ningún poder para hacer tratos, sus promesas no son más que pretensiones y mentiras. Manco hace cortar la mano del mensajero.

Padre Juan, en el caso de que todavía no estuvierais avezado a los excesos de la sensibilidad y que siguierais escandalizado por nuestras costumbres bárbaras, sabed que vuestros compatriotas hacen lo mismo corrientemente. Las manos cortadas que se enviaban de campo a campo eran, en cierto modo, en la moral de esta guerra, un intercambio de gentilezas.

Volvamos a Hernando. Para acabar de instilar el veneno de la duda en el espíritu de Manco, arregla un encuentro con el principal ayudante de Almagro y le prodiga abrazos, sabiendo bien que nuestros espías le informarían de la escena. De ahí a que Manco deduzca que los españoles intrigan a sus espaldas… En vano intenté demostrarle la bellaquería de Hernando y el interés que tenía en poner en contra a dos jefes que se estimaban y cuyo acuerdo aniquilaría toda probabilidad de los Pizarro de mantenerse en Cuzco… Manco ha sufrido demasiado, no huele más que traición por todas partes. La desconfianza lo precipita en la trampa. Hasta creo que su odio encuentra un escape en la situación. Y al responder con violencia a las aperturas de Almagro, pierde el único apoyo que tenía entre los vuestros.

Después de aquellas maniobras, decidió abandonar Ollantaytambo.

Yo estaba encinta.

Nuestro cortejo se alargaba en varias leguas. Los cóndores, las águilas y los halcones que daban vueltas en el aire debían preguntarse de qué entrañas salía aquella gigantesca serpiente de anillos rutilantes y empenachados que se lanzaba al asalto de los montes. Manco había querido conferir un carácter solemne a nuestra retirada.

Él, el hombre-dios, última defensa de las creencias, de las costumbres y las tradiciones, iba delante, rodeado de su guardia personal, con lanzas y escudos de oro. Detrás venían sus arqueros, sus honderos, los despojos de los incas difuntos, cubiertos de alhajas, los dignatarios que habían elegido la dignidad y el exilio, los sacerdotes con vestiduras blancas y máscaras de oro, encuadrando el Punchao, el gran disco del sol, salvado de la tormenta, y los adivinos, los sabios, los amauta… Después la inmensa caravana de las literas, con las cortinas cerradas, en las que íbamos nosotras, las mujeres. Seguían, objeto de todas las codicias, los innumerables, maravillosos tesoros disimulados en las galerías subterráneas desde la aparición de la soldadesca de Atahualpa, transportados por cien mil llamas. Y, en fin, la multitud y sus familias, servidores, porteadores, auxiliares encargados de los víveres, del aprovisionamiento de agua, de la confección de las flechas y las piedras para la honda, los prisioneros españoles, y decenas de miles de guerreros repartidos por los lados y por la retaguardia.

Llevaba a Qhora conmigo. Teniendo en cuenta la lentitud a que nos obligaba la magnitud del convoy, yo estaba segura de que daría a luz en el camino. Día tras día, a través de esta vegetación que ahora conocéis, a veces acerada, aterciopelada, lasciva, letal, que absorbe en su tufo a hombres y bestias, y los encola con sus humedades azucaradas y sus alientos pútridos, nos acercamos a las nubes. Y tuvo lugar el ataque.

Los chachapuyas, una tribu aliada de los españoles, pretendieron cortarnos el camino de las cimas. Manco los aplastó. Hubo un sobreviviente: el jefe, Chuqui Llasax, a quien llevamos cautivo con una cuerda al cuello.

Por Chuqui Llasax supimos que Almagro se había apoderado de Cuzco y que retenía en las celdas de Sacsahuaman a Hernando Pizarro, su hermano Gonzalo, Villalcázar y otros conquistadores notables. ¡Es inútil concretar lo que sentimos al imaginar a Gonzalo en el lugar infame donde nos había puesto! El humor alegre de Manco cedió cuando supo que Almagro había coronado Inca a uno de sus medio hermanos, Paullu, que siempre había mostrado una complacencia servil con respecto a los vuestros. Gesto sin valor, pero hostilidad confirmada. Eso lo inquietó. Si bien el número de nuestros guerreros era considerable, el de las personas cuya salvaguardia debían asegurar ellos era mayor aún.

De allí en adelante continuamos a marchas forzadas, llegando hasta las crestas y exigiendo proezas sobrehumanas de nuestros porteadores. Por la noche, acampábamos entre las rocas y el hielo. En aquellos lugares mudos y azulados, donde viven las almas de los antepasados, durante algunas horas se levantaba el esbozo de una ciudad, con sus fuegos, sus ruidos, sus olores… Ya no se medía el tiempo. Los días eran lo que Manco hacía de ellos. En fin, después de haber estado a ras del cielo y franqueado varias gargantas, decidió bajar y hacer un alto, convencido de que ningún español se atrevería a alcanzarnos. Nos recibió el valle de Lucamayo, bien protegido por colosales murallas naturales.

Una vez establecido el campamento y rendidos los honores a los dioses, Manco hizo cortar la cabeza a Chuqui Llasax, el jefe chachapuya. Ésta, clavada en la punta de una lanza, presidió a continuación el banquete general.

La sangre derramada apaga el odio y aviva la sed.

Sabiendo cómo terminaría la juerga, me retiré con Qhora. Estaba cansada. Me dormí en medio de las risas espesas de los hombres bebidos. Las mujeres cantaban. Mi último pensamiento fue preguntarme a cuál de ellas elegiría Manco para terminar la noche.

Me despertaron unos clamores. Estaba oscuro. Deduje que la orgía estaba en su apogeo. El niño se movía. Aunque mi vientre no escatimaba esfuerzos para ofrecerle una morada redonda y opulenta, parecía que le faltaba sitio. Lánguida de ternura, trataba de encontrar una posición que me aliviara un poco cuando oí los mosquetes. Primero creí que eran los nuestros y pensé que Manco debía de estar muy borracho para permitir que se desperdiciara así la pólvora. Después, cuando recobré la conciencia, la batahola me pareció insólita. Miré hacia afuera por una de las rendijas de la tienda. En cuanto divisé las corazas y los cascos españoles, no tuve más que una idea: salvar al niño. Sacudí a Qhora silenciosamente. Arrastrándome (creedme, ¡no es algo fácil para una mujer que llega al término de su embarazo!), nos hundimos en la vegetación a la cual se adosaba la tienda y permanecimos allí, bajo los matorrales, con el corazón deshecho, conteniendo la respiración. El abuso de la chicha nos costó muy caro. Los españoles se retiraron con un gran botín de joyas, varios despojos venerados, la mitad de nuestras llamas y, peor aún, se llevaron a la Coya, a algunas mujeres y a Titu Cusi, un hijo ilegítimo de Manco de cinco años de edad, a quien su padre amaba tiernamente. Sin contar los muertos. Ese desastre, el primero que sufríamos, lejos de debilitar la voluntad de Manco, la endureció aún más.

Continuamos nuestro camino. Cada vez más lejos, cada vez más alto. Ningún blanco habría sobrevivido por donde pasamos. El frío nos clavaba sus agujas de hielo en los huesos. El aire nos faltaba. Nos alimentábamos sólo con una tajada de charqui, carne de llama salada y desecada, o con un poco de chuño o de maíz. Y si Manco se dignaba con cedernos algunas horas de descanso, era únicamente para que los porteadores repusieran sus fuerzas.

Estaba comiendo una mazorca de maíz cuando empezaron los dolores. Al hacerse más frecuentes las contracciones, Qhora extendió una manta sobre el suelo de la litera. Me tendí encima. Me sentía tranquila y sin aprensión. Recordando mi aborto, me había rodeado de las mayores precauciones: nada de golosinas ni de coca, ayunos frecuentes, ofrendas importantes a las huacas así como a la Pachamama, nuestra diosa-tierra… En el camino, había cuidado de detenerme ante cada apacheta. Vos las habéis visto, padre Juan, son esas grandes pirámides de piedras dispuestas en las alturas. Todo viajero debe añadir su propia piedra y escupir encima para ahuyentar al espíritu maligno que mora en los parajes. No dejé de hacerlo.

¡Cómo deseé ese hijo, padre Juan, cómo deseé dar un hijo a Manco! Fue una niña, una cosa pequeñita, minúscula, arrugada, peluda, pringosa, pero en cuanto apareció y Qhora me la enseñó, me sentí… ¿Qué puedo deciros? ¡Un hijo, padre Juan, es el mundo entero para una madre! Atendiendo a mi orden, los porteadores depositaron la litera a un lado del camino. Había nevado la víspera. Derretí la nieve en la boca y rocié a la pequeña con esa agua tibia y, mientras Qhora la envolvía con una manta, tomé puñados de nieve y me froté con ellos vigorosamente. ¡Intensa y abrasadora caricia sobre mi cuerpo glorioso!

En recuerdo de la espiga de maíz que yo tenía en la mano cuando llegó a este mundo, llamé a mi hija Curi Zara, «Maíz de Oro». ¡Zara! ¡El único nombre capaz de hacerme verter lágrimas! Pero ¡cuánto reíamos Qhora y yo ante el menor movimiento de la pequeña maravilla que yo tenía en los brazos!

El lugar elegido por Manco para establecerse y lanzar su nueva guerra contra los españoles era una de las ciudades sagradas donde los incas acostumbraban retirarse de cuando en cuando, a fin de meditar bajo la mirada de los dioses y madurar sus proyectos en celestiales confidencias. Sólo el gran sacerdote y la filiación legítima del soberano conocían los emplazamientos, así como, evidentemente, los servidores. Pero ese pueblo bajo, siempre elegido en las mismas aldeas y las mismas familias en los alrededores de Cuzco, no ignoraba que la suerte de sus ayllu dependía de su discreción y hubiera preferido la muerte a arriesgarse a divulgar los secretos a los que sus funciones los iniciaban.

Adivino, padre Juan, una pregunta en vuestros labios. ¿Qué fue de los obreros constructores que levantaron esas ciudades en plena naturaleza salvaje? No busquéis, haced como yo. Los príncipes tienen sus razones. Y hablando de príncipes… ¿Vuestro difunto rey, Carlos V, ha titubeado alguna vez al sacrificar ejércitos, al autorizar masacres a fin de que su pensamiento dominara Europa y la cristiandad? Y hablando de cristiandad… ¿La evangelización de las poblaciones, demasiado a menudo sinónimo de exterminación, no es un piadoso manto arrojado sobre las inconmensurables necesidades de oro que las ambiciones espirituales de Su Majestad de España precisaban? Vos lo sabéis, yo lo sé: las existencias pasan, las obras permanecen. ¡Entonces evitemos las hipocresías!

El paraje adonde nos condujo Manco era sublime. Penetramos en él por el único acceso: una escalera que se abría paso entre la sombra blanca de los picos, cuyos escalones se ensanchaban hasta convertirse en rellanos a medida que la piedra cedía su sitio a la tierra. A media ladera se escalonaba la ciudad. Después, por debajo de las fortificaciones y de las viviendas comunes, los terrenos cultivados se aferraban a la pendiente, redondeados como balcones, dominando fondos de selva, surcados de arroyuelos.

Normalmente, sacerdotes y vírgenes del Sol poblaban esos retiros consagrados al culto y la oración. Pero aquél estaba desierto… ¿Maldición? ¿Enfermedad misteriosa? ¿Incursión mortífera de los antis, tribus caníbales que ocupaban la ladera oriental de nuestros montes y de los que antaño habíamos tenido que defendernos? Manco se negó a informarme sobre ese punto, pero era seguro que la ciudad estaba abandonada desde hacía lustros.

Además, una vegetación lujuriosa, invasora, se había autorizado todos los excesos, violentando palacios, templos, casas, ahogándolas bajo su peso, derramando su semilla como un animal borracho. Cedros y helechos arborescentes habían crecido en los patios, en las salas y hasta en los estanques. Espesuras de cañas, matas de retamillas, macizos puntiagudos de agaves se repartían plazas y callejuelas, y las lianas, las zarzas, las orquídeas, cien especies de plantas greñudas y entrelazadas encapuchaban los techos.

Felizmente, la mano de obra no escaseaba. Todas las aldeas que habíamos encontrado se vaciaban para engrosar nuestro cortejo.

Durante los siguientes largos meses acampamos en las terrazas desbrozadas. ¡Pero cuando las vías estuvieron libres de estorbos y otra vez pavimentadas, las canalizaciones reparadas; cuando los muros ya raspados, limpios y pulidos con arena mojada, recobraron su juventud; cuando las grandes techumbres de paja clara se recortaron alegremente sobre el paisaje, qué panorama ofreció nuestra ciudad!

Entre la ciudad alta y la baja se estiraba la Intipampa, vasta explanada de hierba fina, lugar de fiestas y ejecuciones, cortada en el medio por un canal. Las aguas del canal, venidas de los glaciares, alimentaban estanques y fuentes y estaban presentes en cada patio, en cada jardín. Más abajo, irrigaban los cultivos. En la ciudad alta se destacaba la Inti Cancha, la plaza sagrada. El palacio del gran sacerdote y el templo estaban frente a frente. Junto a ellos, se levantaban diversas residencias destinadas a los dignatarios, a sus familias y a nuestros pensadores, los amauta. A la izquierda, un poco alejado, atravesado de galerías y patios floridos, se elevaba el nuevo palacio de Manco, el palacio que cada Inca debía hacer construir, lo que él hasta entonces no había podido hacer. El descubrimiento de enormes bloques de pórfido y de granito blanco, ya tallados y formados, destinados sin duda a algún monumento religioso, había permitido apresurar la construcción. Las puertas, con pesados dinteles, eran belleza pura.

La ciudad baja comprendía, entre otros edificios principales, las prisiones y los talleres donde las mujeres machacaban las materias vegetales y minerales para extraer los pigmentos utilizados en la tintura de las lanas que se tejían al lado, en el gran Acllahuasi. Éste, ya bien provisto de jovencitas, estaba dirigido por las mamacuna de Cuzco. Un poco más lejos se podían admirar las termas, una sucesión de diez baños en escalones, donde bajaba el agua con reflejos de oro y plata.

Me temo que la descripción de nuestra ciudad, voluntariamente concisa para no fatigaros con demasiados detalles, sea demasiado fría. En ella falta lo esencial: el relieve. No olvidéis, padre Juan, que los planos de los arquitectos debieron ajustarse a un terreno rocoso con una fuerte pendiente. Por lo tanto debo hablaros de las escaleras. ¡Un derroche! ¡No se daban tres pasos sin que surgiera una para corregir los declives! Edificios y espacios se encastraban en los dédalos de esos miles de escalones esculpidos directamente en la piedra y cuyo movimiento, ya alegre, vivo, gracioso, ya lento, grave o solemne, animaba y articulaba cada perspectiva, confiriendo a la ciudad un encanto imposible de restituir… Parece absurdo decir que era música y, sin embargo, es así como lo siento todavía.

Poco después de nuestra instalación, recibí el título de mamanchic, reservado en principio a las coyas, y excepcional para una mujer joven. Además, Manco me otorgó un pequeño palacio situado en el límite de sus jardines, entre matas de orquídeas. Habíamos reanudado nuestras relaciones amorosas, pero no eran ya las mismas que antes de mi embarazo. Demasiado odio envejece a un hombre.

En cuanto sus espías (los tenía por todas partes) le informaban acerca de un rico convoy en la Nan Cuna, salía con algunos de sus guerreros, atravesaba en barca el Apurimac, atacaba por sorpresa y mataba mucho. Reaparecía con caballos, armas, mercancías, vestimentas europeas que le encantaban y preciosas vanidades que nos entregaba. No las utilizábamos, pues éramos hurañamente hostiles a lo que no conocíamos, actitud bastante tonta pero que nos confortaba en nuestro aislamiento.

También traía prisioneros. Viajeros, mercaderes, soldados… Conservaba a los soldados para fabricar pólvora y enseñar el manejo de los mosquetes a sus guerreros. Los que rehusaban hacerlo iban a reunirse con los condenados.

Las ejecuciones tenían lugar en el Intipampa y la ciudad entera participaba. Se erigían arcos de ramas y los festones de flores recorrían los bordes del canal. Las gradas que dominaban la explanada se suavizaban con tapices. Había color, músicos, bailarines, los jaguares preferidos de Manco, y nosotras, las mujeres, estábamos obligadas a asistir, ahuecando nuestras faldas de fiesta a sus pies.

El espectáculo comenzaba, anunciado con grandes sones de caracolas, que hacían estremecerse deliciosamente a los guerreros. Cuando terminaba, yo iba a vomitar. Ver a los ajusticiados, empalados en una estaca que les salía por la boca me trastornaba. ¡No os engañéis conmigo, padre Juan! Suprimir a esa carroña que venía a despedazar nuestro país me parecía una obra piadosa. Pero esa crueldad inútil, esos sufrimientos, esas torturas… ¿Por qué?

Al principio se lo dije a Manco. Me miró, con unos ojos que eran como dos sílex.

—¡Por qué! ¿Y tu memoria, Azarpay? Nada borrará de la mía lo que los españoles nos hicieron en Sacsahuaman. ¡Por otra parte, se portan peor que nosotros! Estos hombres pagan por los que violan y mancillan nuestra raza. Nosotros también hemos pagado y eso continúa. ¡Nuestros hombres, nuestras mujeres y nuestros niños continúan pagando! ¿Y de qué somos culpables sino de haber mostrado demasiada ingenuidad hacia esos perros? Eso no volverá a ocurrir jamás. Tengo una ventaja sobre ellos. Ignoran dónde estamos. Yo, en cambio, sé dónde y cuándo alcanzarlos. Cuando ya no se atrevan a aventurarse por los caminos, ni siquiera en las callejuelas de las ciudades, cuando por fin comprendan que más vale vivir que morir por unos puñados de oro, entonces se embarcarán y el Imperio renacerá. Ésta es mi guerra. No es limpia. Pero ¿acaso me han dejado elegir?

Con Manco más a menudo ausente que presente, yo dedicaba a mi hija el tiempo que le hubiese consagrado a él normalmente. No fui una madre ejemplar. Mi única preocupación fue malcriarla. Cuando Zara guiñaba sus ojos maliciosos, yo me derretía, desataba los cordones que la sujetaban a su cuna, la cogía en brazos y la comía a besos y me alimentaba con el olor nuevo de su cuerpecito inquieto. Qhora nos sorprendía y rezongaba.

—No obras bien. Las leyes lo prohíben. Tendrá los miembros flojos y harás de ella una jovencita exigente y llorona. Estoy segura de que tu madre jamás se hubiera permitido…

—¡Pobre mujer! ¡Aparte de cuando me ponía entre sus piernas para despiojarme…! Es la única demostración de afecto que conservo de ella. Yo quiero que mi hija me ame, quiero que, más tarde, recuerde que ha tenido una madre.

—¡Si el Inca supiera esto!

—¿El Inca? ¡Zara le interesa muy poco!

Qhora suspiraba.

—Una muchacha no puede luchar, no cuenta.

Yo también suspiraba. Comprendía que Manco desdeñara a las otras, a aquella abundancia de nacimientos, salidos de la borrachera o de un breve estremecimiento de deseo. Pero Zara, la hija concebida en el amor, mi hija, ¿era normal que jamás tuviera una mirada, un gesto hacia ella?

Nuestra existencia proseguía, regida por el majestuoso ceremonial de la antigua corte, dirigida por el canto de las vírgenes del Sol, los encantamientos de los sacerdotes, el calendario de las fiestas religiosas y la ronda de las estaciones, que hacía crecer y multiplicarse la hoja de coca y el maíz, proliferar bajo tierra la sabrosa papa, abrirse las pesadas campanas aromáticas de las daturas y las orquídeas, la kantuta y mil flores cuyos nombres no os dirían nada.

Aquel período, a pesar de algunas heridas, pronto no sería más que lo que queda en mi memoria: el recuerdo de un tiempo bendito entre todos los demás… ¿Recordáis, padre Juan, que después de nuestra partida de Ollantaytambo, Almagro había arrebatado Cuzco a Hernando Pizarro?

Por nuestros espías, nos enteramos de que Gonzalo y Villalcázar se habían fugado de la fortaleza de Sacsahuaman, y de que Almagro, finalmente, se había decidido a soltar a Hernando.

—Con todos los Pizarro contra él, Almagro está perdido —comentó Manco—. Quieren Cuzco, lo tendrán y, además, el pellejo del Tuerto.

Predicción que se cumplió en la primavera siguiente. La tierra bebió la sangre roja de vuestros compatriotas y se cubrió de sedas, de terciopelo, de acero y de cadáveres. Hernando, ayudado por su furor, triunfó sobre Almagro. Cuando la lucha terminó, nuestra gente, que saboreaba aquella macabra danza fratricida desde lo alto de las colinas, bajó por las pendientes y dejó desnudos a los muertos. Los buitres se encargaron del arreglo fúnebre.

Almagro, enfermo, sufriendo de gota y consumido por una vieja sífilis, fue juzgado, condenado y estrangulado en su calabozo. Luego decapitaron el despojo en la plaza mayor de Cuzco. A continuación, Hernando y sus capitanes vistieron sus ropas de duelo y lo enterraron muy cristianamente. Cuando Manco se enteró de lo ocurrido, se emborrachó. Pienso que, sin querer admitirlo, lamentaba haber desdeñado la mano tendida por Almagro y que le quedaba un fondo de ternura hacia el Tuerto.

Aquella noche vi en sueños a Martín de Salvedra. Estaba allí, en nuestra ciudad, y me tenía abrazada. Ese sueño me intrigó. Martín nunca me había atraído físicamente. También me tranquilizó: saqué de él la convicción de que el desastre no lo había alcanzado.

Después de la muerte de Almagro, la ferocidad de Manco se exacerbó. Saber que Cuzco estaba de nuevo en poder de los Pizarro lo volvió loco. Multiplicó las expediciones punitivas, llevándolas cada vez más lejos, desdeñando los riesgos. Su temeridad le valió varios reveses. Cuando regresaba, se consolaba con los cautivos que había hecho, se saciaba de chicha y consumía mujeres muy jóvenes, bellas, menos bellas… Era el número lo que contaba para vaciarse de su odio, pero el odio permanecía, royéndole el vientre como una bestia feroz.

¡Yo estaba cansada, padre Juan! Cansada de la situación en la que se hundía Manco, cansada de temblar cuando él marchaba, cansada cuando volvía de esas diversiones bárbaras que las ejecuciones representaban para él. ¡Hartarse de sangre no constituye precisamente la dicha para una mujer! Y yo no sabía qué hacer, al descubrir que la ciudad, el caro símbolo de nuestra libertad, no era en realidad más que una prisión de la cual, como un pájaro, sólo mis pensamientos podían evadirse. Y no se privaban de hacerlo.

En ese contexto, me parecía que la reconquista no tenía ninguna probabilidad de éxito. Manco y yo habíamos creído en ella, pero yo ya no creía. ¿Y él? Había puesto mucha nobleza, un prodigioso heroísmo en su voluntad de oponerse a los invasores, de rechazar sus reglas, de preservar costara lo que costase la parte hermosa de nuestras almas. Pero la lucha que libraba ya no era más que una resistencia ciega, mortífera, un encarnizamiento casi animal, una necesidad de morder. Como no me estimulaba ninguna ebriedad guerrera, yo razonaba en sentido inverso: antes que aferrarse a las pesadillas y a los sueños, ¿por qué no abrir los ojos, adaptarse a la realidad y tratar de sacar provecho de la situación?

En el transcurso de los años pasados, los españoles habían contraído demasiadas alianzas con gente de nuestra raza. Se habían implantado sólidamente en el país, eran demasiado numerosos, la relación de fuerzas se invertía dándoles ventaja. Sin embargo, tenían, tienen, que contar con nosotros. La acción de Manco estorbaba notablemente sus proyectos. De modo que Pizarro empezaba a difundir ciertos rumores, según los cuales estaba dispuesto a concertar un arreglo, sabiendo bien que el mensaje llegaría a nuestros oídos.

La primera vez que nuestros espías transmitieron esas ofertas de paz a Manco, mordió su manto con furia. Algunos días más tarde, Pizarro encontró en el patio del palacio que ocupaba en Lima una docena de cabezas rubias y pelirrojas recientemente cortadas… Como todavía conservaba alguna influencia sobre Manco, traté de ablandarlo. Fingir que creía en las leales disposiciones de la Corona de España le permitiría contactar nuevamente con las provincias que nos habían abandonado. Así que le decía:

—Aquel que economiza su grano no tiene cosecha. Si nos comprometemos a mantener las promesas que Pizarro hizo a los jefes de las tribus, éstos se unirán a nosotros. ¡Seamos quienes seamos, nuestro corazón no latirá jamás por un blanco! Después… Mañana no es ayer. Ahora tienes un ejército importante, disciplinado y organizado. Conoces a los españoles, su táctica. ¡Esta vez, todos juntos, los ahogaremos!

Lo que pareció decidir a Manco fue la partida de Gonzalo Pizarro. A Gonzalo, a quien su carácter empujaba a locas aventuras, se le había metido en la cabeza descubrir el «país de la canela». ¡No ignoráis que las especias valen en vuestras comarcas tanto como el oro y más que las esmeraldas y las perlas! De modo que Gonzalo navegaba por el océano verde de la vertiente oriental de nuestros Andes, una selva pantanosa en la que hormigueaban fieras, serpientes, caníbales, y de la que nadie ha vuelto jamás.

En cuanto a los otros Pizarro… La muerte se había llevado a Juan durante el sitio de Cuzco y Hernando se encontraba en España. De manera que sólo quedaba Francisco, el gobernador o el marqués, como prefiráis. De los Pizarro, el más poderoso era el que Manco detestaba menos, porque la imagen del anciano no estaba relacionada con las espantosas humillaciones que le habían infligido. Después de consultar a los dioses, sacrificar a algunas vírgenes del Sol e interrogar a los oráculos que por la voz del gran sacerdote se revelaron favorables, Manco respondió al mensaje de Pizarro. El lugar de la entrevista se fijó en la entrada del valle de Yucay.

Los servidores habían preparado un espeso, amplio, hermoso cenador con vegetación y trazaron un camino de juncos y flores entre las plantaciones de coca, por donde debía llegar Pizarro. Manco estaba sentado en un trono bajo. La luz, muy viva, irisaba su capa de plumas de colibrí. Yo misma le había anudado el gran disco de plata que brillaba sobre su pecho y las jarreteras de las piernas, cubiertas de esmeraldas. Una máscara de oro disimulaba sus pensamientos.

En mi calidad de intérprete, yo estaba de pie a su derecha. Detrás, sobre un rico mosaico de tapices, se hallaban los sacerdotes y su familia. Delante de él, sus más bellas mujeres, acuclilladas, muy adornadas con alhajas tal como él lo había ordenado, añadiendo su suavidad a ese paisaje abundante en colores, en plumas, en bordados y en ornamentos de mil centelleos.

Mientras esperaba la llegada de Pizarro, Manco pidió comida. Se tendieron unas esteras e inmediatamente aparecieron sopas calientes, caza asada, guisos, frutas. Se oían gritos de niños provenientes del campamento. Manco había llevado a su casa entera. Zara estaba allí, al cuidado de Qhora. Entonces mi hija tenía cuatro años. Crecía perfectamente, era muy bella… Gracias, padre Juan, por el cumplido. ¡Aunque os lo prohibáis, bajo el hombre de Dios permanece aún el seductor! En efecto, Zara se parecía a mí, pero era caprichosa, colérica, en suma, malcriada, y por mi culpa, es verdad. ¡Qué queréis, no podía decidirme a transformar aquella exquisita planta salvaje en legumbre doméstica; hubiera sido renegar de mí misma! Y como sabía ser zalamera, engatusadora, como nos adorábamos a escondidas… Me callo. Los recuerdos felices son los más tristes de evocar.

Manco estaba saboreando un guiso con guisantes, sazonado con algunas hierbas que se encuentran sólo en el Valle Sagrado y que yo había hecho buscar para él, cuando acudieron algunos de nuestros guerreros destacados en avanzada: se acercaba un tropel de españoles acompañados de servidores indígenas.

Pronto estuvieron allí, en un centelleo de acero y torbellinos de brocado. El grupo se detuvo a distancia. Dos de ellos echaron pie a tierra. Avanzaron con un intérprete, hollando las orquídeas de color rosa y malva, las salvias azules, el follaje dispuesto en su camino. Los seguía un soldado que llevaba de la brida un encantador caballito gris tordillo, enjaezado con una silla de piel escarlata.

Hacía casi cinco años que no veía a Villalcázar, pero era de esos hombres que no se olvidan. Su presencia me sorprendió y tuve un mal presentimiento. Él y su compañero, Alonso Medina, un gentilhombre del círculo de Pizarro, se inclinaron ante Manco.

Luego Villalcázar, prescindiendo de su intérprete, se dirigió a mí como si nos hubiéramos visto el día anterior. Era una insolencia. Alardear de aquella manera de nuestras relaciones anteriores no podía menos de indisponer a Manco. Conociéndolo, estaba segura de que lo hacía deliberadamente.

—Volver a verte es siempre un placer. Estás soberbia… El caballo es un presente del marqués. Ruega al Inca que lo acepte en prenda de amistad.

Aunque había tenido cuidado de practicar castellano conversando con nuestros prisioneros, traduje con dificultad. Las palabras se me escapaban. Sentía que Manco estaba rígido de irritación y yo me sentía trastornada. Manco habló.

—Di a estos hombres que yo también he traído un presente, pero que se lo daré en mano a Pizarro, con mi agradecimiento por su atención.

Villalcázar se inclinó de nuevo.

—El marqués no se siente bien. Nos ha enviado para comenzar las negociaciones. Cuando hayamos llegado a un acuerdo, se trasladará para firmarlo y, en caso necesario, arreglar con el Inca los puntos que continúen en litigio.

—Eso no era lo convenido —objeté.

Villalcázar sonrió.

—Es lo que conviene al marqués.

—El Inca no tratará más que con él. Se va a ofender.

—Por favor, limítate a traducir.

Me volví hacia Manco. Su reacción fue inmediata y tal como yo temía. Se levantó y dio un puntapié a los platos de oro dispuestos ante él.

—¡Lenguas de serpiente y corazones de traidor! El Inca no trata con hombres que se descubren ante Pizarro, el Inca trata de jefe a jefe. ¡Que estos hombres desaparezcan o los mato! La entrevista ha terminado.

Villalcázar alzó la mano en una señal de apaciguamiento. Manco aulló:

—¡Y dile a éste que si alguna vez osa volver a presentarse ante mis ojos, haré cuerdas para mi honda con sus tripas!

Y volvió a sentarse, con los brazos cruzados. Yo traduje. Villalcázar alisaba su sombrero. Se burlaba. A pesar de todo, admiré su audacia. Teníamos con nosotros más de diez mil guerreros listos para arrojarse sobre él y hacerlo picadillo, y él no lo ignoraba.

—Yo ya había advertido al marqués —dijo—. El indio tiene cerebro de mono. Sólo se lo podrá domar muerto… Hasta pronto, preciosa.

—¿Has entendido lo que ha dicho el Inca? Te matará si vuelves a presentarte ante él.

—Pierde cuidado. No estará en nuestra próxima entrevista.

Dirigió a Manco un saludo muy estudiado. Alonso Medina lo imitó y se fueron. El intérprete y el soldado ya estaban lejos.

Lo primero que hizo Manco fue ordenar que colgaran el hermoso caballito de un árbol. Asistimos en silencio a la ejecución. Estábamos petrificados, temiendo nuevas consecuencias de su cólera. Pero cuando las sacudidas del animal cesaron se limitó a pedir otra comida.

Las mujeres se precipitaron para retirar las esteras, sobre las que se había derramado el resto del contenido de los platos. Esteras y alimentos serían quemados. Era la regla. Todo lo que el Inca tocaba, alimentos, vestiduras, etcétera, era reducido a cenizas después de usado, y las cenizas se guardaban en unos cestos y eran esparcidas al viento una vez al año.

Mientras las mujeres trajinaban en aquello, Manco convocó a sus capitanes y les anunció que se levantaba el campamento. Lo dijo en tono alegre, y comprendí bruscamente que la escabullida de Pizarro le convenía. Hasta la había previsto, y si había consentido en encontrarse con los españoles, era más para curar su orgullo herido exhibiendo su esplendor presente que para discutir una paz que su naturaleza rechazaba. Esa constatación me lastimó.

Comió con buen apetito, bebió al final tres vasos de chicha y se retiró con dos bonitas vírgenes que un curaca le había ofrecido en el camino de ida. Eso nos permitió estirar nuestros miembros anquilosados.

En el campamento ya se preparaba la partida. Mi tienda se encontraba en la parte alta, cerca de la de Manco. Todavía no había sido desmontada. Alrededor, vi a varios servidores y a Qhora, que gesticulaba. Se detuvo al verme, estalló en sollozos, se arrojó de cara al suelo, se levantó… Tenía el rostro gris y los ojos dilatados de terror.

—¡Qhora! —grité—. ¿Qué pasa? —Miré alrededor.

—¿Dónde está Zara? —No contestó.

—¿Dónde está Zara? —repetí.

—La han robado, han robado a la niña…

La aferré y la sacudí.

—¡Robado! ¿Qué dices?

Y como ella permanecía muda, atontada, hipando, tragándose las lágrimas, hice algo que jamás había hecho: la abofeteé.

—Eran dos hombres… dos hombres que parecían de los nuestros —dijo, sorbiéndose los mocos—. Yo estaba peinando a Zara cuando entraron en la tienda. Creí que iban en busca de tus cosas… Como me habían dicho que nos marchábamos, lo había preparado todo… Me golpearon. Cuando volví en mí, Zara ya no estaba. Primero pensé… ¡Es tan traviesa! Pero tampoco estaba fuera, los sirvientes no la habían visto y su manta había desaparecido. La habrán envuelto con ella para llevársela. ¡Quién se daría cuenta en esta agitación! Iba a avisarte… Nuestra flor, nuestra tórtola…

La dejé con sus gemidos y traté de concentrarme. ¿Secuestrar a Zara? ¿Por qué? ¿Quién? Aquello no tenía sentido. Y, de pronto, recordé el secuestro del pequeño Titu Cusi, el hijo bienamado de Manco…

Qhora tiraba de mi falda.

—Han dejado esta cosa pinchada en mi broche. Puede que tú sepas…

Le arranqué la «cosa» de las manos. Un papel. Con unos caracteres como los que trazan los blancos. Salí corriendo.

Estaban comenzando a cargar las llamas. Las tiendas caían una a una. Los guerreros se reunían. Me acerqué a uno, lo interrogué y, siempre corriendo, bajé la pendiente. Mi pierna mala hacía lo que podía. Los prisioneros españoles estaban atados a un mulli, con una cuerda al cuello y los miembros trabados. Avancé, bajo la sombra fresca del árbol, y tendí el papel a uno de ellos.

—¡Lee! —dije.

Era un hombre muy joven, un aprendiz de sastre que había tenido la mala suerte de formar parte de un convoy atacado por Manco. Cuando llegó a nuestra ciudad tenía un rostro de niña, rubio y suave. Ahora estaba seco, quemado por la fiebre y las pestañas se le caían. Jamás había disparado un mosquete, pero manejaba la aguja con destreza. Manco lo había asignado a cuidar de sus prendas europeas. Me recordaba vagamente a Martín de Salvedra. De vez en cuando, le daba algunas hojas de coca y un poco de carne.

—La lectura no es mi fuerte —señaló—. Felizmente es corto…

—¿Qué hay escrito en ese papel?

Leyó, balbuceando:

—«Si quieres a tu hija, ven a Cuzco a buscarla. Sola. Bartolomé».

Subí a la tienda de Manco. Una de las jovenzuelas se había dejado caer en un rincón. La otra estaba debajo de él, con la túnica subida. Me acuclillé, esperando a que Manco terminara. Mis pensamientos se arremolinaban, se escapaban, era incapaz de atrapar uno. Me dolía todo. Imaginar a Zara… ¡Padre Juan! ¡Era como si me hubieran partido en dos!

Me esforcé por calmarme. Manco decidiría. Él sabría qué convenía hacer.

La muchacha lanzó su primer grito de mujer. El cuerpo pesado y magnífico de Manco la cubría completamente, a excepción de una de sus piernas, menuda y tostada, que estaba estirada perpendicular a la cama.

Manco se separó, se volvió y me vio. La chica también. Él hizo un gesto y ella se levantó, se bajó la túnica y se marchó, con el cuerpo cubierto por los cabellos. La otra muchacha la siguió. Me enderecé. Abordar a Manco lloriqueando no era la mejor manera de hacerlo. Sería fuerte, hablaría con voz segura, como si estuviera dicho que del padre me vendría el socorro que me devolvería a mi hija. De pronto no estuve tan segura…

Me acerqué a la cama. Manco se levantó.

—¿Qué quieres?

Su voz no tenía ni una pizca de amabilidad. Sin embargo, me conocía lo suficiente para saber que jamás, ni siquiera en la época floreciente de nuestros amores, me habría rebajado a ofenderme por sus placeres, que no son sino una de las múltiples maneras de purgar el cuerpo de sus humores, y que sólo por un motivo muy grave iría a molestarlo.

Le hablé y le enseñé el papel. Como no decía nada, le pregunté:

—¿Vas a enviar guerreros? Los indígenas de Villalcázar que se han llevado a Zara no deben de estar lejos.

—Tienen caballos y están lejos. ¿Enviar guerreros…? Entonces, ¿no lo entiendes? Es una trampa. ¡Para retrasar nuestra marcha, volver con refuerzos, rodearnos y capturarme! ¡Esos perros son capaces de cualquier cosa!

—No me parece que se trate de eso. Villalcázar no ha aceptado nunca que lo abandonase…

—¿Después de tanto tiempo? ¿No te estás dando demasiada importancia?

Estaba demasiado angustiada para sentirme herida.

—Manco, ¿qué vas a hacer?

—Partir lo antes posible, ganar los montes.

—Pero Zara… ¡Zara!

Manco meneó la cabeza.

—No hay nada que hacer.

—¡Nunca la has querido! —grité—. ¡Es carne de tu carne y no cuenta para ti más que un puñado de hierba!

—Azarpay…

Me dejé caer a sus pies.

—¡Te lo suplico! ¡Si no lo haces por ella, hazlo por mí!

—Me reprochas… ¿Qué hice cuando los españoles se llevaron a Titu Cusi? Esperé. En el momento propicio, los nuestros lo rescataron. También para tu hija llegará el momento. Hay que esperar.

—¡Esperar! Titu Cusi no volvió hasta después de dos años… ¡Dos años! Esperar dos años y tal vez más, y quién nos dice… Titu Cusi tenía a su madre con él, mientras que Zara… ¡Tan pequeña, perdida en medio de hombres cuya lengua no entiende…! ¿Quién la cuidará? ¿Quién se preocupará por saber si tiene frío, si tiene hambre, si tiene miedo…?

Mi sangre fría se había agotado. Manco empezó a vestirse, con el alma ausente, con aquella expresión que tenía una vez que había tomado sus decisiones. Mi cabeza resonaba como una campana. Llevada por la costumbre, me levanté sollozando para anudar su taparrabo cuando, de pronto, un pensamiento secó mis ojos. Dejé la tela y busqué la mirada de Manco.

—Puesto que no quieres hacer nada…

—No puedo hacer nada.

—Yo sí puedo. Iré a Cuzco y traeré a Zara.

—¡Ir a Cuzco! ¡Estás loca! Te apresarán y te torturarán hasta que les digas…

—¿Que les diga qué? ¿La ubicación de nuestra ciudad? Hice el trayecto en litera cerrada. Ignoro dónde desembocan los túneles y los pasos secretos. No conozco más que el camino que lleva al monte, y todo el mundo lo conoce: tus guerreros vigilan allí constantemente.

—¿Y ellos saben que tú no sabes nada?

—¡No me importa! ¡La verdadera tortura es imaginar a Zara sola, sin mí, y no actuar!

—No irás, te lo prohíbo… El Inca te lo prohíbe.

Yo le había dado demasiado al hombre para temer al dios.

—Iré —repetí.

—No irás.

—Iré.

Estiró la mano.

—Debería matarte.

—Puedes hacerlo. Te costaría menos que devolverme a mi hija.

Manco se puso a gritar.

—¡Si te vas, si vas donde está ese hombre, no vuelvas! Y si él te entrega al verdugo, no cuentes con nosotros. ¡No te vas tú, yo te echo!

Cogí la ropa de una sirvienta, me trencé el cabello como hacen las mujeres del pueblo, me proveí de una manta, de un poco de carne seca y de unas mazorcas de maíz, escondí bajo mi ropa mi bolsa de coca y mi collar de esmeraldas, y me despedí de Qhora y de Inkill Chumpi. Qhora se desgañitó llorando y se echó al suelo, pero yo no cedí y me negué a llevármela.

Al final del día empecé a cruzarme con jinetes españoles. Vi también un cortejo precediendo a un curaca que se pavoneaba en una magnífica litera. Pero éste no era más que el esclavo de aquéllos, encadenado por sus ambiciones. Las terrazas de cultivo, dispuestas como escaleras de honor sobre las laderas que daban al valle, parecían bien cuidadas. Estábamos en mayo. La cosecha ya había despojado la mayor parte de los campos. Me agregué a un grupo de hombres y mujeres, campesinos que iban a Cuzco. No eran locuaces ni curiosos. Por la noche encendían un fuego. Las mujeres hacían una sopa espesa con harina de quinua. Yo ofrecí algunas tajadas de charqui. Y el fondo de un pozo nos abrigaba.

La fatiga ahuyentaba la desesperación. Me dormía con la carita de Zara bajo los párpados y la encontraba allí al despertar. Evitaba pensar en Villalcázar. El deseo de matarlo me quitaba las fuerzas. ¡Más tarde! Por el momento, si no había otra posibilidad de recuperar a Zara, estaba dispuesta para todo lo que él exigiera. Lo había dicho cuando nos encontramos en el terreno de Hernando Pizarro, mientras Manco estaba prisionero en Sacsahuaman: «Cada uno tiene su precio».

Pasamos por debajo de mi palacio. Un español, con un sombrero blanco y una capa de terciopelo granate, subía la cuesta sobre su caballo. Lo seguían dos negros conduciendo una carreta tirada por cuatro mulas enjaezadas con pompones y cascabeles. Los campesinos con los que yo iba se pusieron a hablar de Marca Vichay. Había respeto y temor en su tono. Mi cañari se había convertido en un personaje y gobernaba en una parte del valle. Estuve a punto de subir a mi palacio, pero resistí. Zara tiraba de mí hacia delante.

El cuarto día, al final de la mañana, entré en Cuzco. Es una impresión singular, padre Juan, sentirse totalmente desorientada en un lugar donde se ha vivido y cuya imagen es venerada por la memoria. ¡Ya no reconocía nuestra ciudad! Había crecido hacia arriba, tenía otros colores, había perdido toda su majestad.

Sobre los muros de piedra de nuestros palacios y de nuestros templos que se habían salvado del gran incendio provocado por Manco, se elevaban fachadas de cemento cubierto con yeso, blancas, color ocre rosado, azules, malva, verde suave. Aparecían horadadas por unas ventanas frívolas, que subrayaban unos arabescos de hierro forjado. Algunas tenían hasta dos pisos, lo cual me asombró. Aquellos planos verticales, vertiginosos, que nos robaban el cielo, se cubrían con unas curiosas techumbres onduladas. ¿Dónde estaban nuestras nobles perspectivas al mismo nivel, dónde estaba nuestra techumbre rubia, dónde estaba yo? En una ciudad muerta. Sobre su esqueleto, sobre mis recuerdos, los españoles habían construido la suya.

Con paso de sonámbula me dirigí hacia la Huacaypata… ¡Perdón, la Plaza Mayor! En la fuente bebí, me refresqué el rostro y me arreglé el pelo y la ropa. Deshice mis trenzas y me peiné. No me senté, no habría podido volver a levantarme. Cuando pregunté por la casa de Bartolomé Villalcázar, diez brazos se tendieron hacia una de las calles que desembocan en la plaza y, desde lejos, me mostraron el precioso trabajo de madera calada que decoraba la galería del primer piso.

Pensar que mi hijita estaba allí… Mi corazón se agitó, olvidé mis pies ensangrentados y corrí.

Un alto portal claveteado de plata, coronado por un macizo dintel de granito, vestigio del pasado, se encastraba en la fachada. Uno de los batientes estaba entreabierto. Me deslicé en el interior.

No hace falta, padre Juan, describiros el vestíbulo embaldosado, su pesado mobiliario, la escalera con hermosa baranda de cedro, los conocéis, esa casa es la misma donde os he recibido… No. No me preguntéis cómo me he convertido en su propietaria y no tengáis demasiada prisa por saberlo. ¡No os agradará en absoluto! Por el momento, quedémonos con aquella que era yo, una pobre mujer joven con los pies lastimados, que iba a recuperar a su hija.

En el vestíbulo, titubeé. La ausencia de servidumbre me sorprendía. En el fondo divisé un patio y unos caballos atados. Elegí la escalera. Me temblaban las piernas. Aquellos escalones lanzándose hacia las alturas no tenían nada en común con las escaleras de nuestra ciudad, que salían de la roca misma.

En el rellano, a la derecha, había una puerta abierta, por la que se escapaba un zumbido monótono. Me acerqué con precaución. En el medio de la pieza, sobre un zócalo cubierto con unas colgaduras negras, había una de esas largas y horribles cajas de madera, en las que vosotros, los cristianos, encerráis a vuestros difuntos. Unos cirios doraban con sus llamas amarillas una cabeza rubia de mujer, que reposaba sobre un almohadón de satén. Era la primera mujer blanca que yo veía. La enfermedad o la muerte habían consumido sus carnes. La piel del rostro, muy pálida, cubría unos huesos frágiles e infantiles. Pero las manos cruzadas sobre un crucifijo ya no eran jóvenes.

La luz de los cirios empujaba a los asistentes hacia la sombra. Distinguí vagamente, por los detalles de sus vestimentas, a algunos españoles de pie, a dos religiosos pasando las cuentas del rosario y detrás, arrodillados, a un gran número de indígenas de uno y otro sexo, rezando con un falso fervor al dios extranjero que los alimentaba.

Faltaba Villalcázar.

Sin darme cuenta, me había adelantado. De pronto sentí que las miradas se posaban en mí y retrocedí. A mitad del camino, en la escalera, oí una voz que susurraba mi nombre. Me volví. Necesité algunos segundos para ajustar el amable rostro de Martín de Salvedra a la fisonomía erosionada, devastada, del hombre que bajaba los escalones.

—Venid —dijo.

Fuimos a una salita de la planta baja y él cerró la puerta.

—Martín, ¿qué hacéis aquí? ¿Dónde está Villalcázar?

—En casa del obispo. Para organizar el ceremonial de las exequias.

—¿Quién es esa muerta? ¿Una persona de su familia?

—Su mujer.

—¿Su mujer? ¡Me había dicho que no estaba casado! ¡No importa! Martín, ¿sabéis…?

—Tranquilizaos, vuestra hijita está bien.

—Martín…

—Está en una propiedad que Villalcázar posee en los alrededores… ¡Azarpay, me siento tan, tan aliviado de que hayáis venido! Imagino vuestra angustia… ¿Y qué podía hacer yo? En la pobreza en que estoy… Desde la ejecución de Almagro vivo en Lima con Diego, su hijo, y algunos compañeros. Una vida de apestados. ¡Los abusos, las humillaciones que sufrimos! Pizarro pagará. ¡Pagará, os lo juro! Perdonadme, me dejo llevar… Esto no os concierne. No estáis aquí para escuchar mis lamentos…

—He pensado en vos a menudo —dije—. Martín, ¿dónde queda la propiedad de Villalcázar?

Me cogió la mano.

—¿Cuánto tiempo hace que no nos hemos visto? ¿Cinco años… seis?

—Seis años. Antes de vuestra partida para Chile.

Dejó mi mano y suspiró.

—¡Una eternidad! Tengo un caballo, os llevaré allí.

—No querría comprometeros.

—¿Comprometerme? Villalcázar y yo no nos dirigimos ya la palabra. Si mi hermana, sintiendo próximo su fin, no me hubiera hecho llamar… Ella me puso al corriente sobre lo de vuestra hija. ¡Qué ignominia! Yo creía que ya nada podría asombrarme de los hombres…

—¿Vuestra hermana?

—Mi hermana era la esposa de Villalcázar.

—¿Vuestra hermana? ¡Oh, estoy desolada; Martín! ¿Por qué no me habéis dicho jamás que Villalcázar estaba casado con vuestra hermana?

—Recordar ese casamiento siempre me ha asqueado. Fue obra de mi hermana y, contrariamente a lo que podéis pensar, no fue Villalcázar el que hizo el mal papel.

—¿De qué ha muerto?

—De enfermedad del alma. Eso no se cura. Vamos, él puede volver.

Salimos de Cuzco por la ruta del sur. Martín me había dado un gran chal de su hermana, con el que me ocultaba. Me había sentado de lado, delante de él, rodeada por sus brazos y sujeta con las dos manos a las crines del caballo. A pesar del espanto que me causaba la energía que se desprendía del animal, por primera vez desde el secuestro de Zara me sentía menos desgraciada.

—¿Falta mucho? —preguntaba yo sin cesar.

—Un poco.

Martín no hablaba. De pronto se desvió y se introdujo en un camino. Los campos de cultivo se extendían hasta las estribaciones de los montes. Paja rojiza. Allá también se había efectuado la cosecha.

—Aquí está la propiedad —indicó Martín.

—¿Cómo la adquirió Villalcázar? —pregunté.

—Cuando Almagro volvió de Chile y sus negociaciones con Manco Inca fracasaron, se apoderó de Cuzco y redistribuyó las tierras que Pizarro había otorgado a algunos. La propiedad fue para uno de sus capitanes; yo he venido a menudo. Y entonces, después de la derrota y la ejecución de Almagro, Pizarro volvió a tomar lo que nosotros habíamos quitado a sus fieles… Llegar a robarse, odiarse, matarse entre compatriotas, ¡qué desastre! Villalcázar, que se había distinguido combatiendo contra nosotros junto a Hernando Pizarro, ha sido espléndidamente recompensado: el palacio de Cuzco, estas tierras provistas de varias aldeas… Es precisamente a causa de eso… Las leyes que rigen la existencia de los españoles en las Indias Occidentales estipulan que todo aquel que disfrute de una tierra rica debe tener a su esposa junto a él o casarse. Villalcázar se resignó a hacer venir a mi hermana. Debo deciros…

Lo interrumpí.

—¿No es aquí?

En el recodo de una colina, encaramadas a poca altura sobre un saliente con matorrales, se perfilaba un grupo de casitas y la silueta hueca de un gran edificio esbozado por el armazón de madera.

—Es aquí —dijo Martín—. La antigua construcción se incendió y Villalcázar la está haciendo reconstruir.

Ató el caballo a un árbol y trepamos hasta las casitas. Alrededor, el terreno estaba desbrozado y se extendía en explanada ante la obra.

—Es raro —murmuró Martín—. ¿Dónde están los obreros?

Entonces escuché las lamentaciones. Una mujer gemía, con esa voz enronquecida, lúgubre, que entre nosotros se asocia a la desgracia. La voz provenía de una de las casas.

—Ocurre algo —dije—. ¡Martín, Martín, os ruego…!

Empecé a temblar mientras me inundaba el sudor. Recuerdo que tropecé con una piedra. Martín me sostuvo.

—Calmaos. Debe de tratarse de un accidente… alguno de los obreros. Sería preferible que esperásemos fuera. Alguien saldrá.

Me desprendí de él.

—¿Esperar? ¡Esperad vos! ¡Yo voy a ver a mi hija!

Me agaché para penetrar en el interior de la casita y me absorbió la oscuridad. Choqué con unas sombras. Hombres. Lo adiviné por su silencio. Nuestros hombres son ruidosos sólo en la guerra, la borrachera o la alegría.

En alguna parte de la habitación, la mujer seguía gimiendo. Martín se había reunido conmigo.

—¡Zara! ¡Zara! —grité yo.

—¿Qué buscas? —preguntó una voz de hombre. Tal como habíamos convenido, expliqué:

—El extranjero es pariente del señor Villalcázar. Venimos a buscar a la niña para llevarla a Cuzco.

—Es una gran desgracia —contestó el hombre.

Lo empujé y me lancé entre las sombras. Zara estaba tendida sobre una manta, vestida con la túnica blanca con flores rojas y amarillas que yo le había bordado, con los cabellos cuidadosamente alineados a cada lado de su bonito rostro. Me arrojé sobre ella, la estreché, la llamé. Me negaba a aceptar lo que veían mis ojos, lo que sentían mis manos. ¡No podía ser! Y continuaba palpándola, hablándole, sacudiéndola casi con rudeza…

—Azarpay —susurró Martín.

—¡Dejadme, que me dejen!

La mujer dijo:

—¡Una hermosa niña, e inquieta! Fuimos a recoger hierbas para la sopa. Le gustaba mirar trabajar a los obreros. Yo se lo había prohibido y se me escapó… Mis piernas ya no son muy buenas, ¿comprendes…? Corrió hasta la obra, trepó sobre unas tablas y perdió el equilibrio… Un obrero la ha visto caer. Se ha roto la nuca. ¡Son tan frágiles a esa edad! ¡Un pajarito! ¡Y el señor Villalcázar, que nos había ordenado que la cuidáramos! Un hombre ha ido en busca del religioso extranjero que vive en la aldea… Para el entierro, ¿sabes?

El entierro… ¡Enterrar a Zara! ¡Poner a mi hijita bajo tierra según las malditas costumbres españolas, a ella que amaba tanto la luz, ella que no era más que luz! Me dirigí a Martín:

—Esperan a uno de vuestros sacerdotes para enterrarla. Pero eso… eso… esa abominación, ¡jamás! Vámonos.

Cogí a Zara en mis brazos. ¡Padre Juan! ¡Si supierais cuánto pesa el cuerpo de un niño muerto!

—¿Qué haces? —preguntó la mujer.

—Nos vamos.

Ella aferró mi falda.

—No puedes. El señor Villalcázar tenía mucho apego a esta niña. Es necesario que el sacerdote vea con sus propios ojos que no la hemos maltratado, si no, el señor Villalcázar…

—¿Qué dice? —preguntó Martín.

Mientras yo se lo traducía, la mujer discutía con los hombres. Eran hombres como los de mi ayllu, salvo uno de ellos, vestido a la europea, probablemente un criado de Villalcázar, que se dirigió a mí. Tenía la suficiencia que echa a perder a menudo a los humildes, en cuanto adquieren un poco de autoridad sobre sus semejantes.

—Mujer, cállate. Vete o quédate, si quieres. Pero la niña se queda con nosotros.

Martín dijo en voz baja:

—Son demasiado numerosos. Por vuestra seguridad, Azarpay…

—¡Mi seguridad…! Martín, habéis sido muy bueno. Ahora idos, no tenéis nada que hacer aquí, no os impliquéis en esto.

Meneó la cabeza.

—Coged a la niña bien sujeta y seguidme. Vamos a tratar de pasar.

El criado de Villalcázar, que debía de entender algunas palabras de castellano, extendió la mano hacia mí.

—¿Quién eres tú?

El tono de voz, el gesto, me arrancaron de la desesperación.

—¡No me toques! —grité—. ¿Quién soy? ¡Mírame, hombre de baja calaña, larva abyecta, mírame bien! ¡En el lugar de donde vengo te colgarían por esto! Soy Azarpay, la madre de esta niña engendrada por Manco Inca, tu señor y tu dios. Ella desciende de nuestro padre el Sol, su carne está alimentada con la sangre divina. Atrévete a impedirme prepararla según nuestros ritos para la vida feliz del más allá… Atrévete, puedes hacerlo. ¡Pero tiembla, temblad todos! El Inca está en todas partes, los suyos os encontrarán y cuando os haya hecho despedazar y empalar, cuando no seáis más que pedazos de carne ensartados en una estaca, los demonios y los gusanos devorarán vuestro corazón, ¡seréis podredumbre para la eternidad! Venid, Martín.

Avancé. Uno a uno, los hombres se apartaron. Afuera el día era magnífico, la luminosidad sedosa de una hermosa tarde llegando a su fin. Creo que fue al descubrir el cielo en su lugar, los montes erguidos, cuando comprendí verdaderamente qué soledad tan grande sería la mía desde entonces.

Habíamos retomado el camino; luego, lo habíamos dejado y nos encontrábamos, ahora, en un campo de hierbas altas. Martín me ayudó a bajar del caballo. Me senté con Zara contra mí, envuelta en el chal. Es curioso ese absurdo deseo de los vivos de comunicar su calor a los muertos. ¡Tenía tanto miedo de que tuviera frío!

—¿Qué vais a hacer? —preguntó Martín.

Eran las primeras palabras que pronunciaba. Yo no había pensado en nada, pero lo supe inmediatamente.

—Vuelvo a Cuzco a matar a Villalcázar.

Martín se sentó frente a mí.

—Sed honesta, ha sido un accidente.

—Si él no se hubiera llevado a Zara, ella estaría viva, ¡es lo mismo!

Martín suspiró.

—Fijaos, antes hubiera intentado disuadiros, pues no conocía el odio. ¡Pero ahora…! Sin embargo, Azarpay, en estas circunstancias sería una locura. Vuestras relaciones privilegiadas con Manco Inca son de dominio público. En Cuzco, correríais el riesgo de ser reconocida a cada minuto. Los de vuestra raza que se han aliado con los Pizarro para recuperar sus bienes serán los primeros en denunciaros. Y no os encontráis en un estado… Perdonadme por hablaros tan brutalmente, pero para vengarse hay que vivir y elegir el momento.

Acaricié la cabeza de Zara. Volvía a verla con las mejillas coloreadas por los juegos, los cabellos enmarañados. ¡Cuánta vivacidad, cuánta alegría en ella! Los recuerdos se detuvieron allí. Ya no habría risas, lágrimas, penas, dichas que añadir. Se había terminado, ella no crecería, no envejecería, su imagen estaba detenida para siempre. Martín se levantó.

—¿Habéis pensado en…? ¿Dónde creéis que…? Es imposible que se la llevéis al Inca. Ella… ella no soportaría el viaje. Decidme, ¿dónde os parece que…? Os ayudaré.

Martín tenía razón: los muertos no esperan. Conservar a Zara en su gracia y su belleza era más urgente que matar a Villalcázar. Busqué.

¿Dónde? Pensé en mi palacio. Por encima de los pastos había grutas sanas y secas, propicias a la conservación de los cuerpos y al bienestar de las almas. Pero ¿cómo llegar hasta allí? Los españoles ocupaban el palacio, y por los alrededores y el valle de Yucay pululaban los indígenas a sueldo de ellos, traidores y convertidos. Si me sorprendían con el cadáver de mi hijita, me lo quitarían, lo meterían en una caja, y meterían la caja en la tierra… Entonces, ¿dónde? Y, ante todo, ¿dónde encontrar las manos expertas para prepararla, ungirla, embalsamarla, adornarla? En todas las aldeas se conocían los secretos, los ritos, pero vuestra religión, vuestras leyes prohibían esa manera de honrar a nuestros difuntos. Eso no se practicaba más que a escondidas, entre nosotros, en el seno del ayllu… Interrumpí mi reflexión.

—Martín, ya sé adónde iré: entre los míos, a mi aldea.

—¿Dónde es?

—Cerca de Amancay.

—Os llevo. Además, está en mi camino. Vuelvo a Lima.

—¿No vais a asistir a las exequias de vuestra hermana?

—¿Me imagináis conduciendo el duelo con Villalcázar? ¡Vencedor y vencido codo con codo! No tengo la desenvoltura ni la hipocresía que se imponen.

Lo miré.

—Martín, ¿por qué no regresáis a España? Almagro ya no está…

—Está Diego, su hijo. Yo soy un hombre muy corriente, Azarpay, pero soy un amigo fiel. Diego me necesita, tenemos cosas que hacer juntos. Después… ¡qué importa!

Nos separamos al pie de las terrazas de cultivo. La cosecha allí es más tardía. Hombres y mujeres comenzaban a formar haces con el maíz recién cortado. Los niños los ayudaban; los más pequeños, a cuatro patas, se afanaban en misteriosas tareas. Cuando tenía la edad de Zara, yo también me divertía persiguiendo las miríadas de insectos trepadores que el trajín hacía salir de sus agujeros. Nada había cambiado.