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Padre Juan de Mendoza, 13 de octubre de 1572.

¡Barbarie, barbarie! Pero te lo pregunto, Señor, ¿quiénes son los bárbaros? ¿Estos indios cuya alma está aún en terreno baldío o aquellos sobre quienes has derramado Tu luz con generosidad y a quienes el oro y la ambición han vuelto sordos a Tus enseñanzas?

La que yo era murió a la muerte de Manco. Nació la que soy.

Después de un período de dolor y de duelo, comprendí que mi lugar ya no estaba en nuestra ciudad. ¿Qué debía esperar sino llevar en ella la existencia de reclusa ofrecida a las antiguas favoritas? Honores, privilegios, respeto… Esas perspectivas con olor a rancio me sublevaban. Todavía me sentía joven de cuerpo, con el espíritu inquieto, y pensaba merecer algo mejor que la sombra y el olvido. ¡Pretensión increíble para una mujer privada de todo sostén masculino! Era consciente de ello, pero el orgullo y el odio me empujaban a sacudir mis costumbres y a perseguir un destino que, de nuevo, se me escabullía.

¡No os imaginéis, padre Juan, que una vez llegada a tales conclusiones amontoné mis riquezas sobre las espaldas de los porteadores y me fui! Eso no ocurre así en nuestras comunidades. Necesitaba el consentimiento de los míos y hacer mis planes.

Fuera de este monte, los vuestros estaban por todas partes y, seguramente, ¡poco dispuestos a estrecharme contra su corazón!

Yo no concebía otro destino que Cuzco. Partiendo de esa base, esbocé las grandes líneas de mi proyecto. Lo más difícil fue ordenarlas. Cuando me faltaba inspiración o los riesgos me hacían dudar de que mi proyecto fuera posible, me dirigía a la tumba de Martín o trepaba por las terrazas al pie de la roca donde las cabezas barbudas de Diego Méndez y sus cómplices, clavadas en picas, se desecaban al viento y al frío. Entonces me volvían las fuerzas.

Una vez listo mi plan, solicité una entrevista con Atoc Supay, un gran dignatario elegido por Manco entre su familia para asegurar la regencia, ya que el nuevo Inca tenía sólo diez años. Este detalle estremecerá a los virtuosos, pero contrariamente a las realezas europeas, que a veces parecen tener dificultades para engendrar un heredero viable y normalmente constituido, en cambio algunos de nuestros Incas han tenido hasta doscientos hijos. Esta superabundancia se explica por el número, la variedad y la belleza de sus mujeres. ¡Como los hijos a su vez se multiplicaban, os dejo calcular la cifra colosal que alcanzaba la parentela del Inca reinante! Esta parentela formaba lo esencial de su corte. Evidentemente, no todos los varones (descartemos el despreciable sexo femenino cuya progenitura no contaba) podían pretender alcanzar el brillo celestial. Algunos no tenían más que su ascendencia para iluminar su mediocridad, pero muchos, entre los cuales se reclutaban los gobernadores de provincia, los capitanes de ejército y los principales funcionarios, poseían la inteligencia, la inflexibilidad y la cautela que hacen a los jefes. El regente, Atoc Supay, era de estos últimos.

Me he preguntado a menudo acerca de las razones que lo indujeron a darme su consentimiento. ¿Me consideraba capaz de realizar una obra útil o fue la ocasión de desembarazarse de una mujer molesta, cuya personalidad, tan estrechamente ligada a los tiempos heroicos de Manco, era capaz de estropear la influencia que él ejercía sobre el joven Inca?

Fuera como fuese, obtuve lo que quería: mi libertad de acción y las informaciones indispensables para intentar la aventura. Las que me proporcionaron nuestros espías me obligaron a retrasar mi marcha. No estábamos lejos del segundo aniversario de la muerte de Manco cuando llegué con Qhora a mi palacio de Yucay. Volver a ver aquellos lugares, reencontrarme con Marca Vichay, mi querido cañari, después de tantos años…

—¡Tantos años, Marca Vichay! —repetía yo, reteniendo mis lágrimas por dignidad.

—Catorce, señora Azarpay. Hace catorce años que tuve la inmensa dicha de servirte bajo tu techo. Y han pasado doce años desde que nos encontramos en Cuzco, justo después de la entronización de Manco Inca.

Precedidas por Marca Vichay, penetramos en la gran sala. Los muebles, amontonados y alineados contra la pared, empequeñecían la pieza que yo había conocido tan noble en su despojamiento. Unos españoles jugaban a la taba y bebían vino ante una mesa. No tuvieron ni una mirada para nuestra ropa ordinaria de campesinas. Marca Vichay se detuvo. Se inclinó, intercambió algunas palabras en buen castellano con los jugadores y llenó las copas, sonriendo. Admiré la representación que me brindaba. ¿Quién hubiera creído que era de los nuestros al ver su diligencia?

Los años lo habían beneficiado. La última vez que lo había visto era joven y no poseía nada, ni siquiera la ropa que lo cubría. Ahora se trataba de un hombre orgulloso, con poder, con gestos amables, vestido de fina lana y cuya autoridad, gracias a su aparente adhesión a los vencedores, se extendía sobre numerosas aldeas. Eso permitía a nuestros correos y espías atravesar impunemente el valle cuando iban y venían de nuestra ciudad a Cuzco.

Único recuerdo del pasado: Marca Vichay lucía siempre sus cabellos largos, brillantes, retorcidos en un rodete, con su círculo de madera y sus trenzas de lana multicolores flotando sobre la nuca.

Cuando se reunió con nosotras, murmuré:

—¡Salgamos! ¡Esos hombres aquí…, me ahogo!

Cogimos la escalera que conducía a los baños. No había sido reparada. Las heridas de la piedra y el suelo destrozado testimoniaban la rabia con que los españoles se habían encarnizado en su búsqueda del menor asomo de oro. No quise subir hasta las terrazas. Los jardines no eran más que terrenos baldíos y zarzales. Unos caballos pastaban en la hierba salvaje.

—Lo lamento mucho, señora Azarpay —se quejó Marca Vichay—. Es imposible hacerles comprender…

Me enderecé.

—Pronto, te lo juro por mi vida, esos bribones estarán fuera de aquí. ¡Ellos, sus animales, sus ruidos, sus olores…! Vamos a tu casa.

Un poco apartada del palacio, Marca Vichay se había hecho construir una vivienda. Sus mujeres acudieron. Graciosas, arregladas… Una tras otra besaron el borde de mi túnica embarrada.

—¿Estás seguro de que ellas no dirán nada? —murmuré.

Los grandes labios de Marca Vichay se fruncieron.

—Son jóvenes y aman la vida.

Me sirvió él mismo mis platos preferidos y unas magníficas frutas cubiertas con miel extraída del maíz de Yucay, el mejor maíz del mundo. Después de comer, despidió a sus mujeres.

Los españoles se habían marchado. Aprovechamos para volver al palacio. Mientras Marca Vichay vigilaba, bajé a la sala secreta donde estaban escondidos mi oro y mis cosas preciosas. Todo seguía allí. Quería asegurarme antes de confiarme más. Luego volvimos a su casa.

Yo no quería detenerme en los años pasados, en los que hasta las alegrías se habían transformado en penas. Le dije sólo lo que él necesitaba saber y nos dedicamos a mis proyectos.

—Lo que tú hagas está bien —recalcó Marca Vichay.

No había perdido mi poder sobre él. Lo sentí, con el corazón acariciado por un dulce placer. Os lo he dicho, padre Juan, la adoración me alimenta. ¡Y desde la muerte de Martín estaba más bien desprovista de adoración!

—Me alegro de tenerte a mi lado —manifesté.

Enseguida hablamos de Gonzalo Pizarro.

Sin duda, padre Juan, tenéis el espíritu admirablemente preparado para haber clasificado en él, una a una, las convulsiones que sacudieron a los españoles al comienzo de su implantación en nuestro país. De cerca o de lejos he soportado las repercusiones. Figuran en mi relato. Pero no resisto al goce de decir de nuevo dos palabras al respecto. ¡Qué queréis, a los vencidos no se les puede pedir reacciones caritativas! ¡Cuando los vuestros se desgarraban, los míos tenían un poco de paz!

Sin embargo, ahora comprendo qué doloroso debe de ser para un hombre de Dios descubrir en sus compatriotas sentimientos tan divergentes de los que preconiza la religión… Las trampas socarronas y homicidas entre Almagro y Pizarro, la ejecución ignominiosa del primero, el asesinato del segundo, la decapitación del joven Diego… a todo lo que se añaden los muertos anónimos en uno y otro campo… Admitiréis que estas peripecias, guarnecidas de cadáveres, ofrecen un muy curioso ejemplo de la moral cristiana a nosotros, los descreídos. Blandir la cruz, símbolo de amor y mansedumbre, chapoteando hasta el vientre en la sangre de los hermanos, ¡qué imagen tan edificante! Tanto más cuanto que aquella batalla de rapaces no se detuvo allí… Es absurdo pretender controlar la ambición. Incluso el virrey, delegado por Su Majestad de España, aquel mismo que debía tratar con Manco, recordáis, lo aprendió a sus expensas.

Henos aquí, en efecto, llegados a los recientes acontecimientos ocurridos mientras yo tejía, bordaba y volvía a bordar mis planes para abandonar la ciudad. Y ahí estaba de nuevo Gonzalo, el único Pizarro que quedaba en el Perú, resurgiendo con estrépito en la escena política. ¿La razón de ese regreso? Las nuevas ordenanzas que se suponía debían suavizar algo la suerte de la gente de mi raza, traídas por el virrey. Furor de los colonos. ¿Para qué conquistar el país si ya no se puede esclavizar al indígena y transformar en oro su sudor y su sangre? El virrey es un funcionario celoso. Se obstina en aplicar las ordenanzas. Desembarca, no conoce nada de la mentalidad de los españoles de por aquí… ¡Quién los conoce, por otra parte, en vuestras comarcas! Se convierte en la fiera que hay que abatir. Los colonos se vuelven hacia Gonzalo. Éste también llora de rencor y de rabia, estimando que el sillón de gobernador que ocupaba su hermano le correspondía a él por derecho, y no a aquel infeliz enviado por el Rey.

Por lo tanto, Gonzalo Pizarro se pone a la cabeza de la revuelta.

Corromper por medio del oro o de las amenazas es un terreno donde Gonzalo se mueve como un experto. El gobierno municipal de Cuzco lo nombra capitán general. Los jueces reales, en Lima, destituyen al virrey y ordenan su partida. El virrey huye. Gonzalo lo alcanza en Quito y le hace cortar la cabeza por un esclavo negro. ¡Otra cabeza barbuda que rueda!

Esto ocurría en enero de 1546, tres meses antes de que yo abandonara nuestra ciudad. Ésa era la situación en la que me preparaba para volver a Cuzco. Encontrar otra vez a un Pizarro dueño del Perú no me molestaba. Ya dominaba perfectamente mis odios, pues había comprendido al fin que era la única manera de saciarlos.

A la mañana siguiente, subí con Qhora en la litera de Marca Vichay. Había cambiado mi ropa usada por un atavío elegante y hermosas joyas de las que estaba provista. Las mujeres habían cuidado mi cabellera. Lo que leí en los ojos de Marca Vichay me hizo bien.

En el comienzo de este relato, padre Juan, cuando estábamos en las fluctuantes impresiones del primer contacto, me permití daros una pequeña clase sobre el capital que la belleza representa para una mujer. Aquel día, más que nunca, mi aspecto era primordial. ¡Todo dependía de él! Y, angustiada, no cesaba de preguntarme: ¿seguiría gustándole a Bartolomé Villalcázar?

¡Sí! ¡Villalcázar!

Sospechaba que os sobresaltaríais. ¡Cualquier cosa es posible, padre Juan, cuando la venganza está al final! Una lluvia tupida saludó mi entrada en Cuzco. Esta vez había tomado mis precauciones. Por los informes transmitidos al regente de nuestra ciudad, sabía que, después de compartir las triunfales cabalgatas de Gonzalo Pizarro, Villalcázar había regresado a la ciudad.

La litera nos dejó frente a su vivienda. El servidor que me abrió era el mismo que había zaherido al padre de mi padre. Después de evaluar mi oro y mis esmeraldas, me rogó con mucha deferencia que lo siguiera. Subimos la escalera. Tres chiquillas con ropa a la europea la bajaban, y no estaban más vestidas, con aquellas sedas que les ajustaban la cintura y dibujaban sus senos, que si hubieran estado completamente desnudas. Dieron media vuelta, entraron detrás de mí en la sala adonde me condujo el servidor y se sentaron en una banqueta, con los dedos en la boca, observándome. Yo permanecí de pie. Entró Villalcázar.

—¡Fuera! —gritó.

Las chiquillas recogieron sus faldas y se marcharon. Él fue hacia mí. Se detuvo.

—Juanito… el criado que te ha abierto… me ha dicho: «Hay una india muy bella que quiere veros». Juanito tiene razón. Siempre eres bella.

Yo lo miraba. Una cicatriz le atravesaba la mejilla. Pero esa clase de hombre sale bien de todo. La cicatriz le iba bien a su porte.

—¿Quién te ha hecho eso? —pregunté.

—Un compañero de tu querido Martín, en la batalla de Chupas… No me pidas noticias de Martín. No lo hemos apresado ni colgado. Ignoro qué es de él.

—Martín ha muerto. Se había refugiado entre nosotros. Mataron a Martín cuando los españoles de Almagro asesinaron a Manco.

—Se equivocó de campo. ¡Ya se lo advertí!

—No he venido para hablar de Martín, sino a proponerte un negocio.

—¡Un negocio! ¿Qué negocio? ¿Qué tienes para vender? ¿Tus alhajas? Soy comprador. Las pequeñas que has visto adoran los regalitos.

—¡Por favor, se trata de cosas serias!

Villalcázar rió.

—¡Bien! ¡Seamos serios!

—Vivir en los montes ya no me conviene, Bartolomé. Y en otra parte… Es aquí, en Cuzco, donde quiero vivir. Estoy…

Me interrumpió.

—Por mi parte te daría gustoso la autorización. Pero después de la jugada que tú y el indio le hicisteis a Hernando Pizarro…

—Hernando está en España.

—Los Pizarro tienen el rencor tenaz. Ahora manda Gonzalo. Aquí o en otra parte, dudo de que te conceda el derecho de residencia. Ni siquiera es prudente…

—Lo hará si te casas conmigo.

—¡Qué dices!

Sonreí.

—¿No me lo propusiste, hace algunos años? Te adelantaste un poco, pero después tu mujer murió y eres viudo. Según vuestras leyes, tendrás que pensar en ello… Quiero decir, pensar en volver a casarte.

Se frotó la cicatriz con la palma de la mano.

—¡En verdad eres la mujer más sorprendente…! La última vez, cuando me disponía a salir para Lima, me insultaste, tenías la muerte en los ojos, y ahora vienes… No entiendo. ¿Un negocio, decías? ¿Qué negocio? ¿Qué ganaría casándome contigo? ¡Perdóname, pero me obligas a recordártelo: no tengo ninguna necesidad de pasar por el altar para tenerte!

—Yo necesito casarme contigo para recuperar mis bienes.

—¿Heredaste del indio?

—¡No hables de Manco en ese tono! No se trata de él… Huáscar Inca me había regalado una propiedad en el valle de Yucay. Una gran propiedad, un palacio, aldeas, inmensos cultivos, campos de coca… Acuérdate. Después de la entronización de Manco, quise que me los devolvieran. Tus amigos ocupaban el palacio y los Pizarro se negaron. Si te casas conmigo, si llevo tu nombre…

—Ya tengo una propiedad.

—No en el Valle Sagrado. Antiguamente, era propiedad exclusiva de los Incas. Por eso los Pizarro se adjudicaron la totalidad de las tierras. ¿No te gustaría tener un palacio donde Gonzalo tiene el suyo?

—Con uno me basta.

Ensanché mi sonrisa.

—¡Es la primera vez que oigo a un español declararse satisfecho con lo que tiene! Has cambiado, Bartolomé. Eras más voraz.

—No tenía lo que tengo… Tú también has cambiado. ¡Qué dulzura!

—Es que quiero persuadirte. Quiero mi oro, y poder disfrutarlo.

—¿Qué oro?

—Cuando los ejércitos de Atahualpa amenazaron Cuzco, saqué y escondí todo el oro que había en el palacio, y había mucho, puesto que Huáscar Inca permanecía allí muchas veces para descansar. Estatuas, jarrones, estatuillas, la vajilla y hasta los utensilios de cocina… ¿Sabes que la comida del Inca se prepara sólo en recipientes de oro?

—¿Y dónde está ese oro?

—¡Bartolomé! ¿Me tomas por idiota? Te casas conmigo, yo recupero el oro, lo dividimos… Ese oro, sin embargo, no es nada en comparación… ¿Has oído hablar de la famosa cadena llamada «cadena de Huáscar»?

—¡Los indios dicen que medía trescientos metros y tenía unos eslabones gruesos como las muñecas! Según su costumbre, fabulan para hacernos la boca agua. Los hermanos Pizarro han buscado esa cadena por todas partes. No existe.

—Existe. Pero los Pizarro habrían podido en vano poner patas arriba la mitad de Cuzco… Allá donde está…

—¿Porque tú lo sabes…?

—Yo la tengo.

Villalcázar se sobresaltó.

—¡Mientes!

—Huáscar la hizo transportar a los montes, trozo a trozo. Me llevó. Vi la cadena. Sus tesoros también están allá. En el caso de que él muriera… Ha muerto. Según su voluntad, la cadena y los tesoros son míos. ¿Sigues sin creerme?

Dijo lentamente:

—Después de todo, es posible. Parece que Huáscar hizo más locuras por ti que ningún Inca hizo jamás por una de sus favoritas. Y nunca se pudo poner la mano sobre su oro… Pero ¿has pensado…? ¡Si dices la verdad, posees un gran secreto! Podría entregarte para que te hicieran soltar la lengua.

—¿Te divierte asustarme? Eres capaz de lo peor, pero hacerme eso a mí… Y, si lo hicieras (¡ya ves que de todos modos lo he pensado!), ¿qué ganarías? Los funcionarios reales no bromean. Por derecho de conquista, la cadena iría a los cofres de Su Majestad de España. ¡Te colmarían de felicitaciones, tal vez algunas otras tierras, una miseria! Mientras que si presentas la cadena como propiedad de tu mujer, una pieza que no tiene precio… Y si tratas directamente con tu rey, un título de conde o de marqués no le costaría nada.

Meneó la cabeza.

—Hay algo que se me escapa en tu historia. Tenía la impresión de que me detestabas, incluso antes… antes de lo que pasó con tu hija, y ahora…

Reuní mis fuerzas.

—¡No vuelvas a hablarme de mi hija! ¡Lo que hiciste es despreciable! Te guardé un terrible rencor. Tal vez, en el momento, si hubiera podido te habría matado. Con el tiempo… El tiempo ayuda a reflexionar. No querías que ocurriera eso. ¿Quién desearía la muerte de una niña inocente? En cuanto a detestarte… ¡Confiesa que me has dado motivos en muchas ocasiones! ¡Eres un loco cuando te encaprichas! Pero a ti, al menos, te conozco. No se ofrece una montaña de oro y la propia persona, además, a un desconocido. Y mis amantes no son legión entre tus compatriotas, tú has sido el único. ¿A quién querías que me dirigiera para ayudarme a cambiar de existencia? Estoy cansada, Bartolomé, cansada de vivir proscrita, de obedecer a nuestras leyes. La muerte del Inca es la bajada a la tumba para sus mujeres. ¿Me imaginas en una tumba? ¡Me ahogo allí! Mientras estaba Manco, luché con él contra vosotros. Ahora ya no está. Y defender una causa perdida… Perder me causa horror. Esto, al menos, puedes entenderlo, ¿no?

—Si me has mentido en cuanto a la cadena, te mataré.

Lo miré fríamente.

—Si no tienes confianza, si no me quieres a mí ni a mi oro, es inútil que discutamos. Me arreglaré con Gonzalo Pizarro.

—¿Gonzalo? ¡No saldrías viva de sus manos!

—¿Quieres apostar?

Entonces al fin, al fin, lanzó el primer grito:

—¡Te lo prohíbo! ¡Él no te tocará!

Y me sentí aferrada, manoseada, triturada… Fuimos a su habitación. Jamás había podido resistirme a los arrebatos de Villalcázar. Lo había previsto. Mi cuerpo miserable era, en aquella ocasión, mi mejor carta de triunfo.

El retrato del que me había hablado Martín estaba, en efecto, encima de la cama. Por la mañana, después de una noche sin dormir, simulé descubrirlo a la luz. Villalcázar no se inmutó.

—¡Estas chiquillas son tan torpes…! ¡Atrévete a jurarme que nunca pensaste en mí en los brazos de tu indio!

En su risa, la risa fatua y triunfante del hombre, comprendí que ya tenía los dos pies en la trampa.

Hizo el viaje de ida y vuelta de Cuzco a Lima, donde Gonzalo Pizarro tenía su corte, y obtuvo su conformidad.

—Siempre seguí a los Pizarro. Gonzalo no podía negármelo. Tus títulos de propiedad serán su regalo de bodas. Por otra parte, políticamente, el asunto le conviene. La unión de la compañera de Manco Capac con un capitán español simbolizará el acuerdo que deseamos establecer entre nuestras dos razas. Cuando el ejemplo viene de arriba, es contagioso.

No habría boda sin bautismo. Villalcázar me presentó al obispo de Cuzco. El obispo me recibió amablemente. ¿Era hacia la pecadora que mostraba una encantadora humildad o era mi oro, del que se hablaba mucho desde el anuncio de nuestros desposorios, hacia el que se dirigían sus bendiciones? Os dejo juzgar, padre Juan.

Gracias a la ayuda del clérigo que delegó para instruirme en la religión, empecé enseguida a aprender a leer y escribir en castellano. Su ilustrísima tuvo la delicadeza de prestarme a su clérigo hasta que estuve en condiciones de descifrar un texto. Leer, escribir, ver las palabras deslizándose bajo la pluma, fijar acciones y pensamientos me pareció maravilloso. No os lo oculto, consagré a eso más entusiasmo que a retener los dogmas que me amenazaban con el infierno.

La víspera de la boda fui bautizada y recibí el nombre de Inés. Villalcázar había elegido a mi madrina entre las esposas de sus amigos, que lo felicitaron efusivamente. Las mujeres, en cambio, economizaron sus cortesías. Para ellas, todas las indias apestaban a azufre y a lujuria.

En descargo de esas mujeres, digamos que los maridos, que devoraban a dos carrillos los frutos verdes o maduros ofrecidos a su soberana voluntad, no tenían deseo de subir al lecho conyugal para cumplir desganadamente con su deber y llenar de niños unos vientres para los cuales el único placer autorizado es engendrar.

Gonzalo Pizarro honró nuestra boda con su presencia. El tiempo había afinado su físico. Con la barba lustrosa, y la ágil silueta de un animal salvaje, era atractivo. Su vocabulario y sus maneras arruinaban un poco esa prestancia. Cuzco lo recibió como un rey. Al entregarme los títulos de propiedad que me devolvían mis bienes, dijo:

—¡Al fin entre nosotros, señora! Ésta es una resolución que hubierais debido tomar hace diez años.

—Vuestra Señoría no habría tenido tanta satisfacción —repliqué, sonriendo.

Él también sonrió y, dirigiéndose a Villalcázar, dijo:

—La única que no he tenido es… Te aprecio demasiado, amigo. ¡Si no fuera por eso!

Cuando terminaron los festejos, nos dirigimos a Yucay. Era el mes de la labranza. En las terrazas de cultivo, los hombres trabajaban la tierra con sus taklla. Las mujeres, arrodilladas ante ellos, deshacían los terrones. Llamé a Villalcázar, que cabalgaba junto a mi litera.

—¿Ves a esas mujeres? Yo hubiera podido ser una de ellas.

No contestó. El paso de los porteadores lo exasperaba. Llegar al palacio lo calmó. Yo había enviado a Qhora algunos días antes con mis instrucciones. Cuando hubo admirado con un vistazo distraído la disposición interior, descendimos por mi habitación a la sala subterránea. La cantidad de oro allí reunida lo dejó un minuto largo en suspenso, sin voz. Luego, en tanto que yo luchaba con mis recuerdos, se dedicó a sopesar los objetos. Ya os lo he dicho, padre Juan, para vuestros compatriotas la belleza se juzga al peso. ¡Sin embargo son ellos los que nos tratan de bárbaros!

Pasamos una semana en Yucay. Fue alegre. Marca Vichay nos colmó de atenciones y de suntuosos platos de caza. Junto con él decidimos los trabajos de restauración. Vuestros españoles, sus caballos, sus juergas, su codicia dejaban rastros…

Los curaca de mis aldeas acudieron. Les presenté a su amo. Villalcázar se mostró encantador. Su soberanía le encantaba, así como la abundancia de riquezas que descubría. Fuimos al valle a inspeccionar mis campos de coca. La coca estaba adquiriendo un gran valor comercial. Los españoles habían levantado la prohibición sobre la hoja mágica, que antes era monopolio del Inca. Veían en sus virtudes un medio de aumentar el rendimiento de aquellos a quienes explotaban y explotan siempre. Así fue como mi pueblo, mi pobre pueblo, empezó a copiar a sus príncipes. En exceso, para soportar los rigores de la existencia que le imponen… Y cuando el organismo ya no se rebela ante el hambre y el agotamiento, cuando va sin dificultad más allá de sus fuerzas, se desgasta rápido. Una masacre discreta.

—Tenemos una fortuna —comentó Villalcázar, que ya se había apropiado de mis bienes con soltura.

Eso me convenía, quería que estuviera alegre. Resopló al subir la pendiente.

—Es la edad —comenté riendo.

—¿La edad? ¡Tengo siempre la misma, la de vivir bien!

Cuando volvimos a Cuzco, reorganicé la casa. Los espacios se ahogaban entre las maderas siniestras de un mobiliario llegado de España. A pesar de los gritos de Villalcázar, relegué la mitad a una dependencia y atraje al interior al sol, que disfruta jugando con los oros. Las sedosas colgaduras de plumas que Huáscar había apartado con su mano divina cubrieron las puertas, añadiendo al brillo de los jarrones y las estatuas el color que, entre nosotros, es el elemento indispensable de la decoración.

Una vez efectuados esos primeros arreglos, los amigos de Villalcázar invadieron nuestros salones. Yo aparecía con discreción, dejando a sirvientas jóvenes y despiertas el cuidado de darles de beber. Las sirvientas habían sido elegidas por Marca Vichay. Asimismo me envió mozos formados en el servicio para reemplazar a los antiguos sirvientes. Pronto tuve una servidumbre que sólo dependía de mí.

Una vez por semana, el obispo cenaba en casa. Yo le había ofrecido dos espléndidos jarrones de oro macizo y el tributo de toda una aldea para sus caridades. Esa munificencia ponía de relieve mi modestia. Los grandes prelados se creen, gustosamente, que son Aquel que representan y exigen el mismo incienso.

El obispo, una vez aflojado por la buena comida y los excelentes vinos, era de un trato muy agradable. Conversábamos con libertad. Él se enorgullecía de mi conversión como si hubiese sido obra suya. Villalcázar, que se quedaba quieto sólo ante una mesa de juego, desaparecía. Yo interrumpía nuestra conversación y suspiraba: «Bartolomé es el mejor de los esposos, pero me preocupa. Tendría que pensar en su salud. Los hombres que han vivido solos durante tantos años, en la disipación inherente al oficio de las armas, no saben cuidarse. Sin embargo, Ilustrísima, os suplico que esto quede entre nosotros. Los hombres detestan que se dé importancia a sus pequeñas debilidades físicas».

El apetito de un glotón no se satisface jamás. Villalcázar tenía mi palacio de Yucay, mis aldeas, mis campos de coca, mi oro, pero pronto comenzó a importunarme para que lo condujese al lugar donde Huáscar había ocultado su cadena y sus tesoros. El momento todavía no era propicio para mis proyectos. Y yo ya no sabía qué pretexto inventar para contener su impaciencia cuando, bruscamente, la situación política volvió de nuevo al drama.

Una mañana, yo estaba en el patio interior, (que había decidido transformar al estilo de vuestro país), cuando apareció Villalcázar. Lo llamé.

—¿Qué te parece? ¿Te gusta?

—Me voy a Lima.

—¿Algún problema?

—Gonzalo ha recibido una carta conciliadora del Rey, que se digna reconocer que el nombramiento del virrey fue una elección desdichada. En resumen, veladamente, Su Majestad está dispuesto a pasar a ganancias y pérdidas la ejecución del virrey y a absolver a Gonzalo… La carta le ha sido enviada desde Panamá por Pedro de La Gasca, el nuevo presidente de la audiencia de Lima y enviado de Su Majestad. Según los informes recibidos, La Gasca es un eclesiástico muy culto, muy hábil y desprovisto de toda ambición personal. Ya ha captado a algunos de los nuestros que han olfateado algo.

—¿Olfateado qué?

—No nos engañemos. Si los jueces reales han proclamado a Gonzalo Pizarro gobernador del Perú, es bajo presión, por temor o por afán de lucro. Nuestra posición frente a la Corona es totalmente ilegal. Y la popularidad de Gonzalo ha bajado. Ya no hay entusiasmo. Demasiadas muertes. Sus verdugos nunca descansan. ¡Matan por cualquier cosa, hasta por una mujer codiciada cuyo marido molesta! Los ahorcados no tienen más voz ni bienes, pero su olor infecta el aire y siembra el terror… Aceptar la gracia que Su Majestad nos ofrece y ganarnos la voluntad del presidente La Gasca me parece una salida razonable. ¿Qué hombre resiste al oro? ¡Pavimentaremos con él el camino del Eclesiástico hasta doblegarlo!

El consejo que Villalcázar llevó a Lima era prudente. Gonzalo titubeó. Algunos de sus íntimos, comprometidos en negocios turbios y temiendo que la indulgencia real pasara ante su puerta sin detenerse, lo pusieron en guardia: ¿no sería una trampa? La sospecha prevaleció. Armonizaba con el carácter de Gonzalo, incapaz de renunciar a su omnipotencia. Rechazó la gracia. La rebelión se hizo oficial.

Durante varios meses no supe nada de Villalcázar, aparte de algunas noticias poco alentadoras que me comunicaba el obispado. Los desórdenes y las deserciones se multiplicaban. La Gasca conducía su guerra con sotana raída, breviario en mano y amnistías en el bolsillo. Atraerse a los colonos era su prioridad. Prometió la revisión de las famosas ordenanzas del virrey, que debían aflojar nuestras cadenas. Esa política, que aseguraba a vuestros compatriotas en sus derechos, le abrió poco a poco las puertas de las ciudades. El Eclesiástico daba tranquilidad.

Yo, por mi parte, rabiaba. Cuando el techo de paja arde, las vigas que lo sostienen arden también. Si Gonzalo Pizarro caía, Villalcázar caería con él. Confiscarían sus bienes y los míos. Me encontraría despojada, sospechosa. Y sería definitivamente excluida del estrecho círculo del poder, donde la señora Corrupción mezcla las cartas y dirige el juego, factor esencial en los planes que yo había trazado para ayudar a continuación a mi desdichado pueblo. ¡Tantos esfuerzos y semejante fracaso!

Leo vuestros pensamientos, padre Juan. Os decís: «¡Justicia de Dios!». ¿Nunca habéis disimulado, transigido, maniobrado, mentido y odiado? ¿Podríais jurarlo, santo hombre?

En el mes de la siembra, se avistaron rebeldes en la costa, en Arequipa. Acosados por los soldados de La Gasca, se decía que pensaban buscar refugio en Chile. Eso tampoco me favorecía. Ya veía nuestras propiedades arrasadas, las ruinas cubiertas de sal y la palabra «TRAIDOR» escrita en grandes letras por todas partes, cuando supimos que una gran batalla había tenido lugar en el sur, cerca del lago Titicaca, y que el ejército real había sido derrotado en las colinas de tierra roja, donde los campesinos aymaras cultivan la patata desde el comienzo de los tiempos.

Llegó el regocijo. Se pusieron colgaduras, tapicerías y guirnaldas en las ventanas. Las calles de Cuzco rivalizaron en coquetería. El cañón tronó, las campanas repicaron. Tambores y trompetas recibieron a los vencedores precedidos por el estandarte real de Castilla. Porque, se perteneciera a Su Majestad de España o a Gonzalo, se combatía con el mismo signo.

Reanimada por aquel delirio de alegría que sacudía la ciudad, me ocupé de preparar la recepción que Villalcázar deseaba ofrecer a Gonzalo. Se trincharon carretadas de carne, se sirvió una profusión de caza y de pasteles. El vino corría como la chicha entre nosotros. El éxito reciente, los luminosos días que se avecinaban, la derrota de La Gasca, los prisioneros y los muertos fueron otros tantos pretextos para vaciar y volver a llenar las copas. Los servidores cambiaron seis veces los manteles y se gastaron los brazos volviendo a sentar en sus sillas a los convidados a los que la ebriedad hacía tambalear.

La noche palidecía cuando la noble y vacilante concurrencia se retiró. La sonrisa de Villalcázar se eclipsó con el último invitado.

—Ven —dijo.

Su tono me hizo abandonar el inventario de los destrozos que ocasionan las fiestas como aquella. Lo seguí al dormitorio.

—Tienes tres días para sacar todo el oro que trajiste de Yucay y volver a ponerlo en su escondite.

Creí que la bebida le había ahogado la inteligencia.

—Tanta bebida… —comencé.

—Me separo de Gonzalo. Se ha terminado.

—¿Qué?

—¿Me permites hablar? No me seduce el suicidio. Gonzalo, en poco tiempo, será hombre muerto.

—Pero, ¿no esperáis refuerzos de Arequipa, de La Plata y de otras ciudades? ¡Bien, Bartolomé! ¡La Gasca ha perdido, todos lo dicen!

—¡Si escuchas a los borrachos y a los iluminados! Yo previne a Gonzalo cuando La Gasca desembarcó: el Eclesiástico, con sus expresiones amables, sus indulgencias y sus bendiciones, era mucho más peligroso que un ejército. Gonzalo rió. Se negó a escucharme. Se niega a la realidad. Aferra su hueso y prefiere reventar a soltarlo. ¡Él es libre de hacer lo que quiera! Yo abandono.

—¿Qué vas a hacer?

—Ofrecer mi espada a La Gasca. En los momentos que vivimos, si no se está con alguien, se está en contra. No hay término medio. En cuanto a ti… ¡En cuanto mi sumisión se haga pública, no doy mucho por nuestras cabezas si Gonzalo nos atrapa! Vete a Yucay. Tu mayordomo me parece hombre de cuidar sus intereses. Hazle comprender que los nuestros son los suyos. Si es necesario, que te esconda.

Al alba, antes de que Villalcázar tomara el camino de Lima, redactamos nuestros testamentos a petición suya. Cada uno, en caso de muerte, donaba sus bienes al cónyuge sobreviviente. El notario, llamado de urgencia, homologó las actas.

—Nunca se sabe, con todas las triquiñuelas administrativas y teniendo en cuenta que eres india… —dijo Villalcázar—. Si yo muriera, conservarías esta casa.

Me abstuve de hacerle notar que aquello no valía nada comparado con lo que él heredaría si yo desaparecía antes.

—¡Dios sea contigo! —dije.

El calor de mi voz reanimó un deseo que se había entibiado un poco.

Me quedé a vivir en mi palacio. De cuando en cuando, acudían los vigías apostados por Marca Vichay. Yo me refugiaba en su casa y me mezclaba con sus mujeres. Pero no fueron más que falsas alarmas. Por dos veces, uno de los criados que Villalcázar había llevado consigo me llevó un mensaje.

En el primero me relataba la excelente acogida de La Gasca. El segundo me llegó en el lluvioso mes de diciembre: el ejército real se aprestaba a dejar Jauja, donde acampaba, y a subir por Amancay en dirección a Cuzco para aniquilar las tropas, muy reducidas, de Gonzalo Pizarro. La suerte de Villalcázar me angustiaba. No quería que se me escapara. Su muerte me pertenecía. Así que yo oraba con fervor a nuestro padre el Sol, cuya copa desbordaba de afrentas, y que no podía menos que aplaudir mis propósitos. Visité igualmente la huaca del valle. Qhora y yo nos cargamos de ricas ofrendas, hojas de coca, chicha, lana fina y rico maíz, a fin de que su influencia benéfica protegiera a Villalcázar.

Fue a comienzos del año nuevo cuando atraje a Marca Vichay a mi lecho. Algo me había gustado siempre en él. Y yo había madurado desde la época de Huáscar. ¡Ya no temía que los demonios y los gusanos me devoraran las entrañas si otro que no fuera el Inca me tocaba! Marca Vichay se comportó en su papel de amante con la misma devoción que ponía en servirme.

¡Vamos! ¿Y ahora qué he dicho? ¡Ya os suponía capaz de oír de todo, padre Juan! ¿Estaríais, por casualidad, imaginándome como una criatura lúbrica, revolcándome en el lodo con mi hermoso cañari? Me apresuro a desengañaros. Nuestras relaciones fueron siempre delicadas, amables. Una distensión para el cuerpo y el espíritu. Yo no deseaba más. En cuanto abandonaba mi lecho, Marca Vichay volvía a vestir su librea de mayordomo. De ese modo, la distancia entre nuestras respectivas posiciones seguía siendo como debía ser, aunque se reforzaban los lazos de fidelidad que lo unían y lo unen siempre a mí.

En el campo, el tiempo se mide según el trabajo de la naturaleza. A mi llegada, las nuevas plantas de maíz brotaban de la tierra. Habían crecido, madurado, y ya apuntaban como puntas de lanza sus mazorcas hinchadas de savia, cuando apareció Villalcázar.

—Vengo a buscarte. Prácticamente no hemos tenido que combatir. En el momento del enfrentamiento, las tropas de Gonzalo se desbandaron. El heroísmo colectivo exige un mínimo de esperanza. Y ya no había. Yo lo había predicho: Gonzalo se encontró solo, midiendo al fin la situación en que se había metido. ¡Minutos espantosos, por cierto! Podía elegir: precipitarse sobre nuestras líneas y matar a algunos de nosotros antes de perecer él mismo, o admitir su error y terminar como cristiano. Eligió lo más honorable y entregó su espada a La Gasca.

—¿Y…?

—Fue juzgado aquella misma tarde y decapitado al día siguiente. ¡Al diablo! ¡Un valiente entre los valientes! Si me hubiera escuchado…

Sombrío, con el rostro cerrado sobre sus recuerdos, Villalcázar no estaba dispuesto a decir más. Más tarde, los comentarios de vuestros compatriotas me permitieron conocer algunos detalles de la ejecución. Os los transmito.

Aunque yo habría transformado de buena gana a los Pizarro en «tambores», no os sorprendáis de oírme acompañar con voz elogiosa los últimos pasos de Gonzalo. Cuando la muerte es grande, se saluda y merece que se la cuente…

En la plaza mayor de Cuzco, en aquella tarde de abril donde me place pensar que nuestro padre el Sol brillaba, Gonzalo avanza, escoltado por oficiales y monjes. Siempre le gustó el fasto. Lleva su manto más espléndido, un suntuoso terciopelo amarillo destellante de oro y, bajo su no menos soberbio sombrero, lleva alta esa cabeza con barba sedosa que, en algunos minutos, habrá abandonado sus hombros. Contempla sin amargura a sus antiguos compañeros, entre las filas de los cuales trota su mula. No tiene aún cuarenta años y ya ha tenido más que ellos: el imperio más vasto de nuestro mundo, las más prodigiosas riquezas (entre ellas las minas de Potosí), más de lo que nadie tendrá jamás, incluso más que un rey a quien están prohibidas ciertas disipaciones. Ha vivido mil vidas en una, un fantástico torbellino color de oro y de sangre. Entonces, ¿qué puede lamentar? Muere en paz con su dios y va a pagar su deuda a su soberano. ¡Está sereno, aliviado de sus crímenes, aunque no han debido de pesarle jamás! Con la imagen de la Virgen María en la mano, sube los escalones del cadalso. ¿En qué piensa? ¿Orgullo de haber sido lo que fue o contrición, esa brusca toma de conciencia que parece asaltar a los más endurecidos de los vuestros en el último instante? ¿Cómo saberlo? Nada se lee en su rostro, que llegó fresco y juvenil de España, y que se ha vuelto aquí, en nuestro país, curtido por el viento de todas las pasiones… Gonzalo besa el crucifijo. Rehúsa la venda que le presenta el verdugo. No teme mirar la muerte a los ojos. Fue su mejor cómplice y lo es aún hoy, haciéndose hermosa para él…

Ignoro si, en el día de hoy, Hernando Pizarro vive todavía. Las noticias nos llegan lentamente de Europa, y la juventud lo ha abandonado también a él… ¡Otra ironía de la existencia, padre Juan! ¡Si Hernando no hubiera sido retenido en España por la condena del viejo Almagro, sentencia arbitraria que le valió veinte años de fortaleza, sin duda habría compartido el destino trágico de sus cuatro hermanos! Según lo que me han dicho, ahora se ha retirado a sus propiedades de Extremadura, lleva un tren de vida principesco y está casado con Francisca, la hija que Francisco Pizarro tuvo con una hermana de Atahualpa. Francisca, heredera de una gran fortuna, es la sobrina de Hernando. ¡Qué importa! Los Pizarro siempre han obtenido del cielo las dispensas necesarias para rastrillar el oro, estuviera donde estuviese.

El gobierno tranquilo del presidente La Gasca alejó como agua bendita los demonios turbulentos.

Todos los españoles que se habían alineado a tiempo bajo la insignia del Eclesiástico celebraban su sabiduría y la propia; Villalcázar como los otros. Recibimos mucho, se emborrachó mucho y discutimos varias veces en público, pues él tuvo algunos malestares. Yo le suplicaba que bebiera menos.

—¿Te vuelves tan aguafiestas como nuestras mujeres? —aullaba, pero sus gritos tenían menos fuerza.

Si el vino ayudaba a Villalcázar a olvidar a Gonzalo Pizarro, no le restaba memoria respecto de sus intereses y pronto me conminó a cumplir mi promesa y conducirlo al escondite de Huáscar. Yo estaba lista. En la fecha fijada nos marchamos.

Villalcázar estaba nervioso. Me abandonó con mis porteadores a la entrada del Valle Sagrado y marchó a todo galope hacia el palacio. Cenamos. Recuerdo que en el menú había perdices deliciosas y bananas asadas. Después del postre, fuimos a sentarnos en el jardín. Marca Vichay nos sirvió piña, cacahuetes y un botellón de vino. Villalcázar empezó a hablar del viaje a España que proyectaba.

Su familia tenía relaciones en la corte. Contaba con esos apoyos para llegar hasta el Rey. La perspectiva adquiría en su espíritu el relieve de una nueva conquista y había dispersado la melancolía que lo roía desde la ejecución de Gonzalo.

Con la desaparición de los Pizarro, se presentía que se acababa la era de las grandes expediciones y los juegos guerreros. El porvenir sin relieve que Villalcázar percibía ante él lo asustaba. No lo decía, pero yo lo adivinaba. Era uno de esos temperamentos que, cuando alcanzan un objetivo, buscan otro… ¡Estoy convencida de que se había aprovechado de la ocasión que le proporcionó la hermana de Martín para romper una boda que, apenas celebrada, ya debía de hacerlo bostezar! En el Nuevo Mundo, donde ocupar un lugar entre los jefes no se concedía más que a unos pocos, el desafío, los obstáculos y las incertidumbres lo entusiasmaban. En cuanto a mí… Si yo no me hubiera mostrado rebelde, irreductible, ¿me habría concedido más atención y tiempo que el que precisa un hombre para tender a una mujer en su lecho, marcarla, arreglarse la ropa y guardarla entre sus recuerdos? El enfrentamiento de nuestros caracteres había encendido esa pasión tórrida, responsable de la muerte de Zara, pasión que ya se consumía y que, enseguida, se dispersaría en cenizas, pues toda posesión, aunque hubiera sido tenazmente deseada, despertaba muy rápido en Villalcázar cansancio y desinterés.

Lo que agitaba sus sueños en aquel momento era derribar una puerta nueva, la de la corte de España, a fin de conseguir, con la cadena de Huáscar, un título de conde o de marqués. Todavía no lo tenía, o sea que le hacía falta. ¡Lo quería! Disputar en una sociedad experta en genuflexiones, en maneras aterciopeladas y en bajas intrigas le era totalmente extraño. De modo que hablaba de ello con gran entusiasmo. Y, a la sombra azul oscuro de los grandes pisonay, al escucharlo exponer estrategias de antecámaras y de salones, me contenía para no gritarle: «Admira esta dulce noche, respira estos perfumes de hierbas, saborea este vino y estas sabrosas frutas, entrégate entero a las horas presentes, porque las tienes contadas».

Al alba reanudamos el camino. Marca Vichay nos acompañaba. Nos detuvimos en los alrededores de Ollantaytambo. Al día siguiente, confiando a un criado las monturas de Villalcázar y de Marca Vichay, cruzamos el Urubamba. Villalcázar, que no daba jamás tres pasos a pie, penaba y maldecía. Yo le había propuesto una litera. Había rehusado: «¿Qué parecería? ¿Me ves transportado como si fuera un relicario? Eso es para las mujeres, los impotentes y los viejos». ¡Igual reacción que la vuestra, padre Juan! Sin ninguna cortesía.

Después de un duro abrirse paso entre los arbustos espinosos, ordené un alto. Villalcázar pidió de beber. Intervine. Las bebidas fermentadas son nocivas para aquellos que no están acostumbrados a trepar. Se encolerizó. Marca Vichay le llenó un vaso, que él vació de un trago. Proseguimos. Para llegar al viejo fortín donde Huáscar había dejado a sus porteadores, empleamos cinco veces más tiempo que entonces. Villalcázar tuvo malestares, náuseas, vértigos.

Por la noche, durante la cena, mientras los criados nos presentaban las carnes asadas, los pimientos y las mazorcas de maíz, declaré que él no estaba en condiciones de continuar y que volveríamos otro día. Villalcázar, interpretando mis palabras como una excusa, se enfureció. Creed en mi experiencia, padre Juan. ¡Contrariar la voluntad de un hombre es el mejor método para que se empecine!

El propósito de la excursión era supuestamente la exploración de una selva llena de árboles con esencias raras, situada a una hora escasa de marcha, y llevamos con nosotros sólo a Marca Vichay. Villalcázar y yo habíamos discutido a ese respecto. Compartir un secreto tan fabuloso con un tercero le parecía aberrante.

—Lo es tanto como aventurarnos solos entre esta vegetación —repliqué—. ¿Qué conoces tú de nuestros montes aparte de lo que has podido ver desde tu caballo? Por otra parte, dado que la cadena se quedará donde está hasta que se completen tus negociaciones con Su Majestad de España, Marca Vichay no tiene ninguna razón para sospechar cuál es el contenido de la gruta. Le diré que es una huaca cuyo emplazamiento me había revelado Manco y que él no debe entrar. No osará hacerlo, tendrá miedo de la maldición.

—¿Y si se atreve? ¿Si nos sorprende ante el oro? ¡Peor! ¿Y si después vuelve solo a la gruta?

Me encogí de hombros.

—¡De acuerdo! ¡Mátalo si eso te tranquiliza! Será fácil en el camino de vuelta. Diremos a los servidores que te ha faltado al respeto. Eres español. Será suficiente para justificar tu gesto.

—Habría creído que te interesaba tu mayordomo.

—Más me interesa ser marquesa.

Villalcázar rió. Yo también… De modo que íbamos los tres. Marca Vichay abría el camino según mis indicaciones.

Tal vez estéis sorprendido, padre Juan: ¡qué memoria, después de tantos años! Me encargaré de refrescar la vuestra.

Volvamos al día en que Huáscar me había llevado allí. Recordad que, al volver al palacio, yo había señalado en una pequeña maqueta de arcilla los puntos de referencia que me había mostrado el Inca. Recuperé la maqueta al bajar con Villalcázar a la sala subterránea. Como veis, tenemos mucha astucia para disimular nuestros tesoros. Vuestros compatriotas se lamentan bastante de ello. Todavía buscan, exploran, sondean quebradas y ríos y no descubrirán jamás otra cosa que lo poco que abandonamos para calmarlos y que no representa más que un grano de maíz en relación con la cosecha de todo un campo. ¡Preferimos perder esa cosecha a entregar una sola mazorca!

El fragor de la cascada no tardó en guiarme. Avancé sin pensar en nada. Todo estaba decidido e inscrito en mi cabeza. Todo se haría en el debido momento. Detrás de mí, Villalcázar gruñía y maldecía. Cada paso obligaba a liberarse de las lianas y de aquel suelo esponjoso, que exudaba sus humores pegajosos.

Al fin llegamos. Como la primera vez, la súbita brecha que dejaba ver el cielo, en medio de la selva concentrada alrededor de aquel espacio centelleante, me atrapó. Me detuve. Ante mis ojos nublados se perfilaba la maciza silueta de Huáscar, bordeando la lámina de agua, alcanzando el reborde rocoso sobre el cual rebotaba la cascada… Algunos seres desaparecen, otros se transforman. Pero los paisajes se incrustan. El agua se extendía ahora a derecha e izquierda hasta las ondas negras de las enramadas. Rechacé los recuerdos y la emoción. Repentinamente tenía prisa por terminar. Dije a Marca Vichay, como habíamos convenido:

—Debemos cruzar esta agua. Vigila dónde ponemos los pies.

Y me volví hacia Villalcázar.

—¿Tienes sed?

Él, con el rostro sudoroso, trataba de recuperar el aliento. Le tendí el odre de vino. Noté que tenía canas en las sienes. Bebió. Esperé. De pronto, dejó el odre, se tambaleó, intentó enderezarse y cayó de espaldas. ¡Qué grande era! Me arrodillé y lo sacudí.

—¿Me oyes?

Movió los párpados, dirigiéndome una mirada vaga.

—He cumplido mi promesa, Bartolomé. Éste es el lugar. La cadena y los tesoros de Huáscar están ante ti. Sólo tienes que cruzar el agua, y el oro… ¡Tanto oro, Bartolomé! ¡Suficiente para ser príncipe en tu país, organizar una expedición, ir al encuentro de nuevas glorias! Pero no irás. No irás a ninguna parte. Es estúpido, ¿no? ¡Todo ese oro al alcance de la mano, más del que encontraron los Pizarro, y eres incapaz de dar los pocos pasos que te separan de él, ni siquiera puedes levantarte! ¿No sientes que tus miembros se entorpecen y entumecen? No te inquietes, es normal, vas a morir… ¿Cómo pudiste creer que yo olvidaría? ¡Robarme a mi hija! ¡Ella era la rama florecida que embellecía mi existencia y tú la mataste, tus sucias acciones la mataron! ¿Perdonarte? La gente como tú siempre cree que merece el perdón de las víctimas. Yo no te perdoné, Bartolomé, yo no perdono nada…

Hubiese continuado así durante horas. Tenía tantas cosas que decir, tantas cosas que me llenaban la cabeza y el corazón… Pero ¿dónde está el goce cuando las palabras ya no pueden herir, cuando aquel a quien se dirigen ya no nos oye?

Me levanté.

—Ven, ya está —grité.

Marca Vichay llevó a Villalcázar hasta el campamento. Los servidores improvisaron una camilla y lo bajamos. En Ollantaytambo, Marca Vichay partió a todo galope en dirección al palacio. Se detendría sólo el tiempo necesario para cambiar su caballo por una montura fresca a fin de llegar a Cuzco lo más rápido posible. Mis instrucciones eran que fuera al obispado y pidiera en mi nombre al obispo que nos enviara al mejor médico de la ciudad. El médico enviado a Yucay era un amigo de Villalcázar. Juntos habían servido a los Pizarro y luchado en los campos de batalla. Sabía más de gangrenas, fracturas, llagas y chichones que de fisiología general, pero cualquier médico habría diagnosticado el fatal deterioro de una constitución destruida por decenios de aventura y excesos, diagnóstico reforzado por los recientes malestares padecidos por Villalcázar.

Durante una semana, Marca Vichay y yo nos turnamos a su cabecera en previsión del caso, muy improbable, de que recuperase la conciencia. Al fin se extinguió y le cerré los ojos.

¡Padre Juan, es inútil inventarme remordimientos para vuestro consuelo moral! Hice lo que debía. Además, tuve un poco de frío los meses que siguieron. El odio mantiene el calor.

Las exequias tuvieron lugar en Cuzco. Ofició el obispo. El presidente La Gasca mandó a uno de sus allegados para representarlo. Desfilaron las personalidades de la ciudad: los príncipes incas, arrepentidos y convertidos. En otro tiempo, las larguezas de Huáscar para conmigo habían congelado sus sonrisas. Desde que yo besaba los pies de nuestros vencedores, desbordaban de afecto. ¡Solidaridad en la bajeza!

Villalcázar fue inhumado en Yucay. Su Ilustrísima el obispo se trasladó con una brillante cohorte. Era una buena ocasión para olfatear de cerca mis riquezas. Bendijo mis tierras y mi palacio y se marchó con otros dos jarrones de oro macizo. Me quedé holgazaneando algunas semanas en mi querido valle. Después volví a Cuzco. Los pretendientes empezaron a asediarme. Me quejé al obispo, que había vuelto a frecuentar mi casa y venía a comer dos veces por semana.

—¿Los hombres no pueden dejar a una viuda en paz?

—Querida hija, mi ministerio me autoriza a contestaros, sin que haya lisonja en ello, que la falta debe imputarse a vuestra belleza y fineza de espíritu… Además, qué queréis, vuestra fortuna tienta.

—¡Ilustrísima, debíais haber empezado por allí! Pero voy a desilusionar a todo el mundo. Nadie reemplazará a mi esposo.

El obispo eligió una fruta confitada y suspiró.

—Esa fidelidad os honra. Sin embargo, los deberes materiales priman a menudo sobre los sentimientos. Como la propiedad que Bartolomé Villalcázar os ha dejado era una encomienda…

Padre Juan, ¿sabéis qué es una encomienda…? En efecto. El mismo principio que se aplicaba en España durante la reconquista contra los moros, un reparto de tierras a valerosos capitanes o tenientes de modo que estos, sin ser los propietarios, se benefician del tributo o renta, encargándose a su vez de educar a los paganos de sus aldeas en la religión cristiana y de tratarlos bien… Pero entre las encomiendas de España en la época de los moros y las encomiendas del Perú; existe una diferencia: la distancia. Allá, era posible controlar de cerca a los encomenderos. Aquí, se ríen de sus obligaciones. Nadie las respeta y nadie mete la nariz en los asuntos de los otros. ¡Y os dejo adivinar qué parte de la humanidad puede vanagloriarse de esta institución, sin duda nacida de piadosas intenciones pero que, en nuestro país, llega al lento asesinato de todo un pueblo!

Cerremos el paréntesis. Aborrezco a los encomenderos. Los desollaría vivos. Los atiborraría de pimientos hasta que se ahogasen. Les vertería oro fundido en los párpados. Les… ¡Mirad! ¡Con sólo pensar en ellos me vuelvo bárbara! Y sería estúpido arruinar esta última velada y la maravillosa paz de nuestros montes vituperando aquello contra lo que se es impotente. Así que volvamos a los consejos de mi amable obispo, hacia quien no tengo más que alabanzas.

—No ignoráis, querida hija —continuó—, que los hijos de los encomenderos heredan las ventajas concedidas a sus padres. Si la unión no ha tenido frutos, la viuda tiene la obligación de volver a casarse, para que esas ventajas pasen al nuevo cónyuge. Para no perder los privilegios correspondientes a la encomienda del finado Bartolomé Villalcázar, estáis forzada a encarar un nuevo casamiento.

—Ilustrísima, me siento feliz de que hayáis abordado el problema. Yo deseaba, precisamente, hablar de ello con vos. Os lo he dicho, la sola idea de volver a casarme me repugna. Y, para ser franca, ¡poner bajo tutela mi fortuna personal…! Antes de que un esposo la dirija, prefiero disponer de ella a mi gusto. Los hombres se disgustan ante las caridades, y a mí me agradan. En resumen, he pensado en una solución. Depende sólo de vuestra aprobación y de la voluntad del presidente La Gasca. Desearía que la Iglesia o la orden que vos designarais recoja los beneficios de esta encomienda. Servirían para mantener un hospicio. Me comprometo a hacerlo edificar a mi costa en la propiedad. La Conquista ha tenido sus afortunados, pero también sus malaventurados. Gran número de soldados españoles lisiados, remendados por todas partes, arrastran su miseria y su rencor al azar de los caminos, cuando no en las ciudades, donde las tentaciones son múltiples y se añade la degradación moral a los achaques físicos. El hospicio sería para ellos. Incluso podríamos emplearlos según sus aptitudes. Nuestro Inca, el gran Huayna Capac, acostumbraba decir: «Si el pueblo no tiene ocupación, hazle transportar una montaña de un lado a otro. Así prevalecerá el orden». Es sólo una imagen, pero cuando las manos se activan, el espíritu permanece en reposo y más dispuesto a volverse hacia Dios que hacia el diablo…

El presidente La Gasca, cuya sencillez desdeñaba la arrogancia y el despliegue de vestuario de su séquito, vino a visitar Cuzco. Tuve el honor de asistir al banquete que le ofreció la municipalidad, sentada a su derecha. Y cuando Antonio de Mendoza, el nuevo virrey, sucedió a La Gasca, Su Ilustrísima el obispo me lo trajo y cenamos juntos.

Reino desde entonces. Ninguna personalidad pasa por la región sin prever un desvío por mi casa. Las autoridades de Cuzco, e incluso a veces el gobierno de Lima, me consultan, principalmente sobre los litigios que enfrentan a los de mi raza contra los vuestros. Cada edicto de España me es transmitido apenas el barco toca puerto. De todo hago mi miel.

¡Desatad el corazón de los príncipes con vuestra prodigalidad, acariciad la vanidad de los hombres, tratad con miramiento los celos de las mujeres, tened buena mesa, oídos complacientes y boca discreta, adoptad la misma cortesía hacia los criados que hacia los amos, atraed a los humildes y el rumor os favorecerá!

Reconozco que mi pasado me ha ayudado. ¡Qué dulce es, para el orgullo español, impulsarme hacia delante, a mí, mujer de mi raza, limpia de los vicios que nos endilgan, repintada con los colores de la virtud, excelentemente impregnada de vuestra maravillosa civilización, ejemplo perfecto de una integración que los hombres cultos se jactan de lograr!

Nunca me costó ni me cansó fingir. Al contrario. Encontré una constante delectación en engañar a los vuestros. ¿Acaso no empezaron ellos, presentándose como salvadores cuando no eran más que lobos y buitres?

Éste es el último alto. De cualquier forma que me juzguéis, padre Juan, gracias. Vuestra venida ha sido para mí un regreso a la luz…