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Padre Juan de Mendoza. Ollantaytambo, 9 de octubre de 1572.

No he podido conciliar el sueño en toda la noche. Al alba, me levanté, recé varios rosarios y, ahora, sentado sobre un murete, garabateo estas pocas notas antes de que partamos. Estoy ante una vista suntuosa. Una a una, adquiriendo un color rosado, las montañas renacen de las brumas. Frente a mí, dominando el río, se eleva la formidable ciudadela de Ollantaytambo.

La técnica de estos constructores es un desafío a todo lo que nosotros, hombres de una civilización superior, hemos realizado. ¿Cómo han logrado izar sobre las pendientes abruptas estos gigantescos bloques de roca y ensamblarlos con una armonía que raya en la perfección? Ayer subimos. Y mi admiración aumentó. De cerca, el pulido de las piedras es tan suave a la vista que parece terciopelo, y están unidas con una precisión tal que una aguja de coser no podría encontrar un intersticio para deslizarse. ¡Qué hombres tan bárbaros en ciertos aspectos, que ignoran el uso de la rueda y hasta de los clavos, provistos de simples instrumentos de sílex, de cinceles de bronce y cobre, hayan sido capaces de concebir y de llevar a cabo semejantes obras supera a la mente!

Estamos alojados en un palacio. El propietario, de pura ascendencia inca, parece el servidor de ella. ¿Qué poder tiene que hace inclinarse a los príncipes? La he observado mientras recibía el homenaje de los indios que habitan los parajes e intercambiaba con cada uno de ellos saludos y regalos. ¡Qué bondad sonriente con los humildes! ¡Pero esa muerte del Inca que confiesa sin pestañear, sin remordimientos, como un acto indiscutiblemente necesario…! Es una mezcla de ángel y de demonio. ¿Qué lado me reserva? Sólo Tú, Señor, lo sabes. ¡Así que hágase Tu voluntad!

Villalcázar… ¿Es este Villalcázar, u otro con el mismo apellido, el que fue su difunto esposo? No me he atrevido a preguntárselo. ¡Parece execrarlo tanto! Los puntos sobre los que hay que preguntar se acumulan. Tengo sólo una certeza: odia a nuestra gente de España y se ha burlado de ella a conciencia. ¿Por qué se muestra diferente conmigo? Cuando lo pienso con lucidez, no veo más que un motivo para su franqueza: todo está ya preparado para que yo no hable. Confieso que en otros momentos la vanidad me domina. ¡Tiene tantas exquisitas atenciones para conmigo! Entonces me convenzo de que se siente feliz al entregar sus confidencias a un espíritu capaz de apreciar el suyo.

Durante estos dos días que hemos pasado en Ollantaytambo, he tenido muchas veces ganas de montar el alazán que me ha prestado y galopar hasta Cuzco a prevenir al obispo. Esta mujer no es de los nuestros. Si finge serlo, es con un propósito bien definido. Pero estoy seguro de que también ha previsto esta reacción. Si yo hubiera tratado de escapar, no habría llegado lejos, ella ha dicho demasiado. ¡Demasiado y no lo bastante! Sólo ha entreabierto la puerta. De la conquista de estas tierras, no conocemos más que la versión de aquellos que las tomaron… ¿Qué le hemos hecho a este pueblo, qué le hemos hecho a ella?

Para condenar o absolver hace falta poseer todos los elementos. Es así como ella me seduce y me arrastra. Ahora, estoy casi seguro, sabe con qué fin he venido a Cuzco. La habrán informado. Y este juego la divierte. ¿Hasta dónde llegará? Inspírame, Señor. En todo carácter fuerte hay alguna debilidad. Si yo lograra descubrir la suya, tal vez aún sería tiempo de ganar para Ti esta alma.

La entronización de Manco tuvo lugar poco después de nuestra entrada en Cuzco. La noticia se difundió rápidamente y pronto afluyeron los jefes de las tribus conquistadas, los gobernadores de provincia y las ofrendas. Por lo general, para la asunción del Inca, las caravanas cargadas de oro, de plata y de pedrerías surcaban la Nan Cuna hacia la capital, pero, aunque la popularidad de Pizarro seguía siendo grande, el modo en que había pedido el rescate de Atahualpa había despertado cierta prudencia, y los floreros y los objetos preciosos permanecieron escondidos donde estaban. En el palacio de Huáscar, que Manco había elegido como residencia temporal, se amontonaban elementos de alfarería policroma, telas de algodón y lana, armas, tejidos de plumas finas, coca, maíz, plantas aromáticas, maderas perfumadas; en resumen, lo que cada región producía, y esas cosas más modestas eran de todos modos bienvenidas, pues Manco se encontraba muy desprovisto de todo.

Diez días antes de la ceremonia cesamos toda relación carnal. El futuro soberano se retiró para orar y meditar, bebiendo sólo agua y alimentándose de maíz crudo y de una hierba llamada chucam, que consumimos en período de ayuno porque aporta energía. El día de la entronización hubiéramos podido creernos en la mejor época de nuestros Incas. El pueblo, vestido de fiesta, coloreaba las colinas con toques vivos, y todo lo que todavía había de noble en nuestro país se apretujaba en la Huacaypata, la gran plaza de Cuzco, adornada con ramas y flores.

Los españoles estaban presentes. A nuestra llegada a la ciudad, sus soldados, a pesar de las consignas, habían saqueado sin vergüenza, llegando hasta a penetrar en el Templo del Sol… Sin embargo (¡tan inmenso era el deseo de paz!), los espíritus se obstinaban en ver en ellos a liberadores, y el destello de sus corazas y de sus cascos reemplazaba, a sus ojos, el oro que nos habían robado.

Se celebró una misa. Pizarro coronó a Manco con el llautu imperial y la mascapaycha, solemnidad reservada al gran sacerdote del Sol. La sustitución no provocó ningún murmullo. Sin duda, tomaron al anciano por algún oficiante delegado por las divinidades.

Obligado a hacerlo, Manco prestó juramento de fidelidad al Rey de España, reconociendo así la toma de posesión oficial de Cuzco por el invasor. Los dignatarios lo imitaron, tocando cada uno el estandarte de Castilla a medida que el notario real los invitaba a hacerlo. ¡Habría apostado mi collar de esmeraldas a que no tenían la menor idea del alcance de su gesto! Luego, Pizarro y Manco Inca bebieron en la misma copa de oro y se besaron. Las trompetas sonaban a todo volumen, la alegría era extrema, pero yo rabiaba.

Con el alma deshecha asistí a los festejos tradicionales que siguieron, que esta vez se desarrollaron en presencia de los incas difuntos y del disco de oro de Inti, nuestro padre el Sol, que había escapado a la codicia de los soldados. Hubo mucha música, cantos y danzas, en los que participé porque Manco me lo había pedido. Villalcázar se pavoneaba en primera fila con los hermanos Pizarro. El cabello brillante, un sombrero de terciopelo negro y una capa de satén blanco sobre su cota de malla… No me quitaba los ojos de encima. Aunque me esforzaba por ignorarlo, lo sentía pegándoseme en la piel. La velada terminó a la luz de las antorchas con un banquete en el que se sirvió tanto vino de La Mancha como chicha.

Cuando estuvimos solos en la habitación, Manco se arrancó la ropa con furor.

—¡Voy a romper la nuca a los Pizarro! —exclamó. Guardé su manto, que había recogido, y me arrojé contra él. Me cogió el rostro entre las manos.

—Al principio creí en ellos… Habían derribado a Atahualpa. Ese perro maldito me parecía la peor amenaza. ¡Qué ciego estaba! ¡La peor amenaza son ellos! Lo he comprendido después del pillaje de Cuzco… ¡Hombres sin fe ni palabra! Tenías razón cuando lo decías, pero una mujer… Pensé que las mujeres prestan demasiada atención a sus agravios personales… ¡Habría debido recordar que no eres una mujer común! Si los dejamos, nos robarán todo, todo lo que tiene valor para nosotros. ¡Quieren nuestro oro, pero también nuestras tierras y, pronto, querrán imponernos a su dios, sus costumbres, seremos menos que llamas, sólo útiles para transportar las cargas que nos atarán a la espalda!

—¿Qué vas a hacer?

—Fingir, esperar. Cuando se es débil, no hay más que una fuerza: la paciencia. Someterse en apariencia, adormecer la desconfianza del enemigo, hacerse gusano para que él se crea jaguar. ¿Por qué crees que he aceptado rendir homenaje a su rey, que he permitido que Pizarro tocara con sus manos impuras el llautu imperial? Por el momento, están todos aquí: ellos, sus armas de fuego, sus caballos. Pero cuando se dispersen estaremos listos. ¡Incluso si muchos de los nuestros deben perecer, somos tan numerosos y ellos son tan pocos, que los exterminaremos uno a uno hasta el último, y yo, Manco, reinaré!

¡Qué hermoso y joven era, de pronto! Aquella noche tuvimos el mejor momento de nuestros amores.

Algunos días más tarde, Manco reclutó con su nombre un ejército de cinco mil hombres y partió con Pizarro y un grupo importante de jinetes a combatir a las últimas facciones fieles a la familia de Atahualpa, que rondaban alrededor de Cuzco después de haber huido al acercarse los españoles. Durante su ausencia, cuando me proponía enviar a un servidor al valle de Yucay, porque no era conveniente para una mujer, aunque fuera escoltada, aventurarse por los caminos, Marca Vichay me dio la sorpresa de venir a Cuzco.

¿Os acordáis, padre Juan, de Marca Vichay, aquel servidor cañari a quien yo había confiado la guardia de mi palacio y de mis bienes? Tenía buen aspecto, esa piel de seda que poseen algunos de nuestros jóvenes; llevaba el rodete sujeto con un aro de madera y sus trenzas de lana que le caían sobre la nuca. Tal era su apariencia que, con ese toque de arrogancia que le confería la autoridad con que yo lo había investido, se habría creído que era un hijo de príncipe. Se postró, besó el borde de mi túnica y estuve a punto de llorar, de tanta que era mi alegría al verlo… Además… Qué queréis, padre Juan, cada uno tiene sus defectos. ¡Necesito adoración!

Las noticias que me traía no eran buenas. Las tropas de Atahualpa habían respetado mi palacio, pero ahora lo ocupaban los españoles. Naturalmente habían segado el oro de los jardines, habían arrancado las placas de las paredes, roto mi baño, quitado el sello del fondo de la tina, demolido en parte las terrazas y masacrado los canteros para desenterrar las canalizaciones, que eran igualmente de oro. También habían matado a mis jaguares.

—¿Y qué más? —pregunté.

Una risa maliciosa sacudió a Marca Vichay y eso me hizo bien. Ya nadie reía en Cuzco. Sin embargo, antes de la llegada de los españoles éramos alegres. Recuerdo que, incluso en Yahuarpampa, las cabriolas y las payasadas de Qhora lograban a veces deshacer el ceño fruncido de mis compañeras de desdicha. Pero ahora vivíamos como ahogados. Los alargados ojos brillantes de Marca Vichay, escondidos por sus fuertes pómulos, me observaban. De pronto, triunfante, me anunció que mis rebaños de llamas se multiplicaban apaciblemente en las alturas.

—Los extranjeros son tan tontos que ni siquiera se les ocurre subir hasta la roca. ¡Sólo el oro y las mujeres los hacen moverse!

—Precisamente, Marca Vichay, el oro… ¿El oro en la cámara secreta?

—En su sitio, señora Azarpay.

—¿No se sorprendieron al ver el palacio vacío, no te han molestado, no han intentado hacerte hablar?

Marca Vichay se abrió la capa y se subió la camisa. Su pecho y su espalda estaban marcados con estrías violáceas.

—¿Te han azotado?

—Y se disponían a quemarme los pies. Lo hacen siempre.

—En Cuzco también. ¿Por qué te perdonaron?

—Llegaron otros. Uno de ellos comprendía algunas palabras de nuestra lengua. Logré explicarle que mis amos se habían llevado el oro por temor a los guerreros de Atahualpa y que en el palacio no quedaban más tesoros que algunas sirvientas jóvenes y bonitas, que estaban a su disposición si les gustaban las mujeres. ¡Eso sí! ¡Las mujeres les gustan! Desde entonces, los sirvo lo mejor posible ¡y no piensan más que en comer, beber y fornicar!

—Continúa así. ¡Ojalá revienten! —exclamé.

—¿Cuándo vendrás? —preguntó Marca Vichay.

—Pronto, muy pronto. El Inca hará que se marchen.

Cuando Manco volvió, victorioso sobre Quizquiz, el último gran capitán de Atahualpa, le relaté la visita de Marca Vichay. Decidió entonces avisar a Pizarro.

—No te devolverán tu palacio, no devuelven nada. Pero Pizarro se sorprendería si no reclamaras su devolución.

¡Quién de nosotros pensaría aún en besar la tierra cuando divisamos Cuzco! Ya no había ciudad sagrada, cualquier indígena podía tener acceso a ella. Las plazas eran ahora lugares de mercado y atraían a toda una multitud de gente, llegada de otras partes, a la que su complicidad con los vencedores despojaba de todo respeto. Nuestras calles, cuyo pavimento no había conocido jamás otra cosa que el pulimento de los pies desnudos o de las sandalias y el paso aterciopelado de las llamas, resonaban ahora continuamente con el estruendo de los caballos. Las calzadas, antes tan limpias, no eran más que un lodazal maloliente… Los jinetes no dudaban en utilizar las calzadas y también las aceras. ¡Tanto peor para el transeúnte; el mal menor que podía ocurrirle era quedar salpicado hasta la frente! Ir en litera de un lugar a otro se convertía en una expedición. Los porteadores se arriesgaban a regañadientes. Y los palacios de nuestros Incas difuntos, más o menos transformados en establos, abrigaban a vuestros compatriotas, sus diversiones y sus querellas. Allí jugaban día y noche. El oro ya no brillaba en nuestras fachadas; saltaba de mano en mano al capricho de las tabas.

Sin embargo, Pizarro no se dormía sobre los laureles. El anciano actuaba. Echaba sus redes sobre Cuzco, aprisionándola entre las mallas de una administración rígida. Se había elegido un gobierno municipal que dirigían dos de sus hermanos, Juan y Gonzalo. Todo pasaba por ellos. Como primeros signos de la supremacía española, se habían apresurado a mandar levantar cadalsos sobre la Huacaypata, y bautizaron como «Iglesia de Santo Domingo» nuestro Templo del Sol. ¡El patíbulo y la cruz!

En resumen, sólo éramos tolerados en aquella ciudad construida con el sudor de nuestros antepasados y que los Hijos del Sol siempre habían iluminado con su divina sabiduría desde su fundación. Pero ¿dónde estaba el Sol, dónde estaban los dioses?, se lamentaban los habitantes. Muchos comenzaban a pensar que nos habían abandonado para castigar la inercia de Manco. Y los príncipes que habían acogido favorablemente su asunción no dudaban en reprochárselo. Manco recibía impasible los sermones, limitándose a repetir: «Sin los españoles, el Imperio tendría por dueño al Bastardo de Quito, y vosotros no viviríais para asistir a su triunfo». Yo sufría por él.

Un día se presentó un funcionario enviado por los hermanos Pizarro. En respuesta a mi demanda concerniente a mi propiedad, venía a avisarme de que los bienes de los Incas difuntos pertenecían ahora a la Corona de España, lo que incluía la casi totalidad del valle de Yucay, del que Huayna Capac y Huáscar habían sido los grandes propietarios.

—Eso no se aplica ni a mi palacio ni a mis tierras —observé—. Ya no pertenecían a Huáscar Inca, me los había donado.

El hombre, flaco, vestido de negro, con el rostro devorado por el pelo a tal punto que, cuando hablaba, se tenía la impresión de que mascaba su barba junto con su bigote, clavó en mí sus ojos pequeños, alojados bajo unas enormes cejas.

—¿Tenéis el acta de propiedad?

—¿Qué es eso?

—Los documentos, señora. Los documentos que prueban esa donación.

Me erguí.

—¡Bien, señor! Presumo que no ignoráis que nosotros jamás hemos utilizado la escritura. Entre nosotros, todo es consignado en los quipus. No hay ningún papel. Pero puedo citaros a varios príncipes que estaban presentes en calidad de testigos cuando Huáscar me ofreció esa propiedad y que os confirmarán…

—Dudo de que eso baste, señora. Los testimonios se compran.

—¡Señor!

—No lo toméis a mal. Para establecer vuestros derechos, es la regla, es necesario un acta oficial. Comprended que debemos justificar vuestras pretensiones ante los oficiales reales que velan por los intereses de Su Majestad, el Rey de España, en este país…

Lo interrumpí, incapaz de escuchar más.

—Me dirigiré directamente al gobernador (así llamaban entonces a Francisco Pizarro).

El hombre se inclinó.

—Como gustéis, señora.

Dejé estallar ante Manco el furor que había contenido. Él me acarició el cabello.

—Los que ocupan tu palacio son los hombres de Gonzalo, el hermano de Pizarro. Domínate. Yo te había prevenido: lo que tienen, lo conservan, y lo que aún no tienen, piensan conseguirlo.

Me aparté.

—¿Cómo puedes permanecer tan tranquilo? ¡Yo no puedo más! ¡Al robarme, es a ti a quien roban, al Inca! ¿Cuánto tiempo más debemos soportar…?

—Pizarro deja Cuzco. Va a la costa, a Lima, a fundar una gran ciudad… ¿Lo oyes? ¡Se va! Pronto podré actuar. Mientras espero, continúo, la mascarada continúa… He dado la orden de organizar una gran caza en honor de la partida de Pizarro. Lo verás. Háblale de tu propiedad. Podría encontrar sospechoso que no lo hicieras. Pero hazlo sin rebeldía, con humildad. No tienes más que pensar… ¿En qué te imaginas que pienso cuando trago sus insultos y sonrío?

Veinte mil hombres de nuestras aldeas habían sido convocados para preparar la caza imperial o chako. La operación consistía en describir un ancho círculo de veinte a treinta leguas de diámetro, delimitado por las fronteras naturales que son ríos y escarpas. Luego, bajando a través de los montes y lanzando gritos terribles, los hombres empujaban a los animales, cerrando cada vez más el círculo hasta llevarlos y encerrarlos mediante sus hileras compactas en el terreno elegido para ese propósito, que era el centro del círculo.

Manco llegó en el alazán que le había dado Pizarro, en compañía de éste y de su asociado, Almagro el Tuerto. Después de los dignatarios íbamos nosotras, las mujeres, en nuestras nuevas literas, lenta procesión alrededor de la cual piafaban las cabalgaduras de los jinetes españoles, mezclados con numerosos soldados a pie y armados. De vez en cuando, uno de los soldados apartaba la cortina de una litera… ¡Qué lejana parecía la época en que ese gesto habría costado la vida al audaz que se hubiera arriesgado a hacerlo! Ahora, hasta cuando estábamos con el Inca, se permitían escrutarnos abiertamente.

Una pregunta, padre Juan. ¿Es una cortesía en España levantar con la mirada la falda de las mujeres? ¿No? ¡Entonces, cambiar de país modifica las costumbres! No frunzáis las cejas. Yo, como vos, estoy convencida de que hay españoles que respetan nuestro sexo, pero ¿dónde están? ¡Bien, más vale volver a la caza, todavía no estáis listo para oír todas las verdades!

Los porteadores nos depositaron en lo alto de una colina que bajaba en pendiente suave hacia el campo de caza, un amplio espacio de hierba densa. Sin contar los pumas, los osos, los ocelotes y los zorros, caídos igualmente en la trampa y que los hombres ya habían suprimido, así como gatos monteses y otras fieras, había, contenidos por la barrera que formaban los ojeadores, entre veinte y treinta mil animales: corzos, gamuzas, ciervos, vicuñas, guanacos… El ondear de aquellos pelajes satinados o lanosos, agitados por remolinos asustados en los que se mezclaban y se acaballaban los ocres, los rojizos, los castaños casi negros con una punta de blanco aquí y allá, es un espectáculo que guardo piadosamente en mi memoria. No lo hemos vuelto a ver y no lo veremos más. La caza de Manco fue la última. Vuestros compatriotas prefieren matar ellos mismos a troche y moche, y la preservación de las especies (tampoco la humana) no les preocupa.

Bajé de mi litera. Qhora se apresuró a arreglar mi cabellera y los pliegues de mi lliclla tejida en un algodón sedoso, bordada con grandes flores de lana multicolor, regalo de un gran curaca de la costa. Aunque hubiese ido allí a cumplir mis funciones de intérprete junto a Manco, sentía los ojos de sus otras mujeres, que me seguían. La mayor parte eran princesitas de sangre inca, reunidas para la asunción de Manco. Su educación se había visto perjudicada por los acontecimientos y soportaban mal que yo ocupara el primer lugar y el lecho del Inca cada noche. Las mentalidades se degradaban. Faltaba la mano firme de las mayores que habían perecido en Yahuarpampa. Hasta la Coya era una jovencita… Y pensaba que me correspondía sugerir a Manco que honrara más a menudo a algunas, para calmar los humores y devolver a nuestra corte los modales y la decencia de antaño, cuando una gran sombra me cerró el camino. Villalcázar estaba tan cerca que sentí su olor: metal, piel, ámbar…

—Permitidme… —dije.

—¿Me tratas de vos ahora? No tienes buena cara. ¿El indio no se ocupa de ti?

—Olvidáis que habláis del Inca… Dejadme pasar.

—No olvido nada, quédate tranquila. Ni la manera en que me abandonaste ni tu gusto por… ¿Tu semental te satisface, por lo menos?

—¡Dejadme pasar o grito! ¿Qué buscáis, un escándalo? No creo que el gobernador lo apreciara.

Miró por encima de mi hombro y dijo con otro tono:

—Precisamente ahí está su hermano. Quería hablarte.

Me volví. No había ningún parecido entre Francisco Pizarro y Gonzalo. Por otra parte, no eran más que medio hermanos, ambos bastardos de madres distintas, lo que explicaba la gran diferencia de edades. Gonzalo debía de tener la mía, una veintena de años. Era fornido, de cuello macizo y cabeza cuadrada. Añadid la expresión agresiva que no abandonaba sus ojos negros y hermosos más que para inflar la boca ancha, de fuertes dientes, y tendréis el retrato de Gonzalo Pizarro, esbozado a grandes rasgos. También recuerdo que se tocaba constantemente la barba, acariciándola, rascándola, pellizcándola o peinándola con sus dedos separados.

—Señora —dijo, sin levantarse siquiera el sombrero.

—Señor.

—He oído decir que presentáis reivindicaciones acerca de una propiedad situada en el valle de Yucay.

—Exactamente. Esa propiedad es mía.

—Señora, las cosas son de quien las tiene.

—¡Un punto de vista, señor, que puede estimular muchas vocaciones! Como ya he dicho a vuestro funcionario, ese bien me viene de Huáscar Inca, y tengo testigos suficientes para probarlo.

—Un consejo, señora: no insistáis. Los españoles no damos fe más que a los documentos y terminaríais por contrariarnos. Creo que no habéis tenido motivos de queja de nosotros. Os hemos recogido, nos hemos preocupado por vuestro bienestar, os hemos concedido, para defender vuestro honor, al mejor y más valiente de los hombres, mi amigo Villalcázar, aquí presente… No nos lo hagáis lamentar. Debéis permanecer con nosotros. No se puede pacer hierba salvaje y estar al mismo tiempo al abrigo de la intemperie.

Villalcázar sonreía. Recordé las recomendaciones de Manco, tragué mi rabia y dije cortésmente:

—Os ruego que me excuséis, señores. No se hace esperar al Inca.

En la otra ladera de la colina, se escalonaban por orden de precedencia nuestros príncipes y nuestros dignatarios. Se habían dispuesto asientos para Pizarro y Almagro el Tuerto, y un banquito recubierto de lana para Manco. Las princesas, que se habían reunido con él mientras yo hablaba con Villalcázar y Gonzalo, estaban acuclilladas a sus pies, desplegando sus túnicas orladas y con cinturones bordados de plumas de colibrí. Lucían colgantes de nácar, de coral o de lapislázuli en las orejas, y collares y brazaletes de habas, amuletos en rojo y negro. Ya nadie llevaba oro. En cuanto a mí, me obstinaba en llevar mi collar de esmeraldas; las piedras preciosas interesaban a nuestros vencedores sólo en función del peso del metal en que estaban engarzadas.

Ante la invitación del gobernador, empecé a comentarle el desarrollo de la caza tal como se practica entre nosotros. Empezaba la selección. Se procedía siempre de la misma manera. Las hembras de los ciervos, las gamuzas y los corzos en edad de tener hijos se soltaban inmediatamente, así como los machos más hermosos. La carne de los otros se distribuiría a la población de la provincia. ¡Qué fiesta en nuestro ayllu cuando la recibíamos! No teníamos otras posibilidades de comer carne; la caza estaba prohibida bajo pena de muerte al hombre común. Pizarro interrumpió mis explicaciones.

—En nuestras comarcas, también, la carne de caza está reservada para la mesa de los señores.

—En la mesa del Inca no se sirven más que aves, Vuestra Señoría. Esta ley está hecha para disuadir a los que podrían ser tentados por la holgazanería.

—No veo la relación.

—¡Que Vuestra Señoría se digne reflexionar! El hombre que puede disponer a voluntad de un alimento apetitoso, variado y, además, fácil de conseguir, ¿pondría la misma voluntad para cuidar su campo y los del Inca? Y si la tierra permanece yerma, ¿dé dónde se sacará el tributo, tan preciado en caso de escasez? Nuestra sociedad siempre ha funcionado así. El trabajo de cada uno aprovecha a todos y el esfuerzo de todos contribuye al bienestar de cada uno. Por eso aquí la pereza es considerada un crimen: daña el interés general.

Pizarro sonrió, lo que era excepcional.

—El principio me parece excelente. Un pueblo dedicado al trabajo es también una riqueza… ¿Habéis nacido en una aldea, señora Azarpay? No lo parece. Las mujeres no tienen en general vuestra finura y vuestra belleza.

Juzgué que era el momento oportuno.

—Creo que el Inca os ha informado, Vuestra Señoría, de mi deseo de recuperar una propiedad mía en el valle de Yucay. Vuestra Señoría lo puede todo. ¿Podríais…?

Debajo del ancho sombrero de fieltro negro que no se quitaba jamás, el rostro largo y delgado del anciano se retrajo.

—Lo siento. Este tipo de problemas no me incumbe. Dirigíos a mis hermanos.

—Precisamente…

—Lo siento.

Del campo de caza subían grandes gritos, saludando la esquila de las vicuñas y los guanacos que a continuación se dejarían en libertad. Esos animales no se domestican. Nos gustaba contemplar esa fase de la caza, a la que dábamos mucha importancia y que nos causaba orgullo. Aquellos vellones opulentos, sedosos o ásperos, peinados al viento de las cimas y alimentados con la hierba de la puna, eran convertidos por los dedos sabios de nuestras mujeres en la lana que nos vestía, las mantas que nos protegían del frío, las sandalias que nos calzaban, los adornos que nos diferenciaban; en resumen, en una de las bases esenciales de nuestra civilización, un don de nuestra Madre la Tierra, y como tal los recibíamos.

Vuestros compatriotas no tienen la misma percepción de las cosas. Explotan a los hombres hasta los huesos, la naturaleza hasta la piedra, y pretenden ser los amos…

—¡Una caza en la que no se participa no es una caza! —declaró Pizarro bruscamente—. Decid al Inca que debo volver a Cuzco.

Se levantó y reclamó su montura. Hubo un movimiento en su séquito. Detrás de mí oí una voz que susurraba:

—Apostaste por el indio y te equivocaste. Yo no renuncio jamás.

Para mi alivio, Villalcázar partió hacia Lima con Pizarro. Su violencia tenaz me asustaba. Oscuramente, yo presentía que algún día los demonios que lo poseían me harían una jugada fatal.

Mientras tanto, Almagro el Tuerto gobernaba Cuzco. El socio de Pizarro no tenía ni la prestancia ni el aspecto grave de éste. De fisonomía ingrata, era pequeño, vivo, jovial y cálido. Entre él y Manco nació una especie de amistad. Venía a menudo al palacio. Lo acompañaba Martín de Salvedra, el primo de Villalcázar. Yo aprovechaba para mejorar mi castellano. Conversar con un hombre, aunque fuera en público, hubiese sido impensable para una incap aclla en los tiempos antiguos, pero vivíamos una época trastornada en la que nada estaba en su lugar. Y Manco me alentaba. Decía que cuanto más frecuentáramos a vuestros compatriotas, más sabríamos sobre ellos… ¡aunque Martín fuera lo contrario de todo lo que España nos había enviado! Me gustaba encontrarme con él. A veces, sin embargo, me irritaba al empecinarse en defender a Villalcázar.

—No es malo por naturaleza, sólo reacciona a su manera. La existencia, la que ha llevado en estos países, le ha enseñado que todo se obtenía por la fuerza. Sois su primer fracaso y no lo soporta. Está loco por vos… ¿Admitiréis, de todos modos, que cualquier hombre, sin ofenderos, puede estar enamorado de vos? ¡Pues bien, él lo está! Pero tranquilizaos. Bajo las maneras que le conocéis, disimula una inteligencia aguda. Sabe que a Pizarro le interesa conservar buenas relaciones con el Inca y no intentará nada.

Un día, Martín me dijo:

—Voy a dejaros. Almagro ha puesto sus ambiciones en esta ciudad de Cuzco, pero Pizarro le niega los derechos que considera que tiene sobre ella. ¡Mala fe, malos pretextos! Los Pizarro son así. Almagro entonces ha decidido ir a conquistar Chile. Ya se han presentado quinientos voluntarios. Soy uno de ellos.

—Martín —objeté—, ¿sabéis bien lo que hacéis? ¿Por qué no volvéis a España? Vuestro lugar no está entre esa gente.

—Almagro ha sido bueno conmigo. Chile es el único medio de asegurar el porvenir de su hijo. Vos lo habéis visto, es un mestizo. Almagro lo tuvo de una india, en Panamá. Le debo eso.

—¿Tenéis familia en España?

—Una hermana mayor.

—¿Está casada?

—Sí.

—¿Tiene hijos? ¿Es feliz?

—No a las dos preguntas.

—¿Y vuestro cuñado?

—La abandonó por el Nuevo Mundo. Dejemos eso, por favor, es un tema penoso. Para volver… ¿Qué haría yo en España? Pero todavía tenemos una pequeña tierra… ¡Oh! Soy consciente de que no tengo las facultades de Villalcázar, me enredo en demasiadas consideraciones, maniobrar no es mi fuerte y me haría falta tener más salud. ¡Pero vuestro país es tan hermoso, y ese espíritu de camaradería…! Los soldados de Almagro no son los de Pizarro. Los jefes hacen a los hombres. Almagro es muy querido, no tiene un alma codiciosa, comparte todo con nosotros, es un honor servir a ese corazón generoso… Y para ser franco, no me veo en absoluto recorriendo mi magro campo de olivos, dormitando al sol y malcomiendo el año entero el cerdo que habría sacrificado en Navidad, como hacen los pequeños propietarios entre nosotros. ¡Falta de modestia, ya lo creo! Mi sueño sería adquirir una propiedad en este país. No muy grande, abierta hacia el buen aire de los montes. Creo poder entenderme con los vuestros, tenemos mucho que aportarnos mutuamente.

—Os echaré de menos, Martín.

Notaréis, padre Juan, que soy receptiva a la amistad. Lamentablemente, los españoles no me han dado ocasión de demostrarlo. Martín fue algo dulce en mi vida. Volveremos a encontrarlo.

Con Almagro en ruta hacia Chile y Pizarro en Lima, comenzó el reinado de Juan y Gonzalo, los hermanos del gobernador. Juan y Gonzalo no se descubrían más que ante Dios y ante el oro. A mi parecer, esas dos divinidades eran solamente una en su espíritu. Por los indígenas de ciertas tribus que nuestros incas habían conquistado, Juan y Gonzalo sabían que a la muerte de Huáscar y de Atahualpa se habían escondido numerosos tesoros. La idea de que vivían rodeados de montones de oro de los que no podían echar mano exasperaba su glotonería y los volvía tan rabiosos como pumas en luna llena.

Sin anunciarse, sin motivo, uno u otro aparecían en el palacio, maltrataban a los servidores, irrumpían en los aposentos de Manco… Ya no se molestaban con fórmulas ni reverencias hipócritas, nos escupían su pensamiento crudo: ¿el Inca? Un fantoche, una cáscara vacía, un rey de paja, bueno sólo para proveerlos de oro… ¡El oro! ¡La palabra está dicha! Choca con el mutismo de Manco, les vuelve a la cara, se enojan, se mesan la barba, patalean, gritan, amenazan, sus ojos están rojos, su piel violeta… Cuando vuelven la espalda, Manco cruje como el hielo y maldice. Soy yo, ahora, quien debo exhortarlo a la calma.

Como la situación se hacía intolerable y hasta peligrosa para su vida, Manco resolvió huir. Además, mantener esa actitud equívoca lo alejaba de su familia, que también estaba expuesta a las peores vejaciones. Convocó a nobles y a dignatarios y les reveló sus designios: hacer estallar la revuelta que se incubaba en todo el Imperio y atacar en una acción simultánea que impediría al enemigo reagruparse eficazmente. Por el momento, su intención era reunirse con el gran sacerdote del Sol (hermano suyo y de Huáscar), que había partido con Almagro bajo el pretexto de facilitar los contactos de éste con las poblaciones del Sur, en realidad para reclutar allí hombres y volver a liberar Cuzco.

Un atardecer, Manco se fue por una puertecita, a pie, vestido como un simple campesino y con el gorro de lana de los collas, una tribu que vive cerca del lago Titicaca. Su cabello corto, a un dedo del cráneo, como lo está únicamente el cabello del Inca, hubiera podido traicionarlo. ¡Además, era mejor estar fuera de Cuzco en aquella época! Al día siguiente por la mañana, sus mujeres debíamos mezclarnos con la afluencia de gente que, después de la llegada de vuestros compatriotas, estropea la serena majestad de nuestra ciudad; debíamos pasar la muralla en grupos de a cuatro o cinco, reunirnos enseguida y encontrarnos con él en un lugar convenido en la ruta del Sur.

La velada transcurrió en preparativos. Qhora, mi enana, se había procurado ropas de campesina. Probárselas divirtió a las princesitas y secó sus lágrimas. Les enseñé cómo sujetar sobre la espalda el recipiente de chicha y calzar en un pliegue del lliclla las cargas previstas para conferir un poco de modestia a sus siluetas. ¡La huida se convertía en fiesta! Por mi parte, estaba impaciente por volver a ver a Manco. Dirigir a aquellas jovencitas que nunca habían tenido otras responsabilidades que llevar sobre los hombros su ligera cabeza me angustiaba.

Fuimos a acostarnos. Aquellos atavíos me habían devuelto a mi primera infancia y trataba de reconstruir el rostro de mi madre con jirones de recuerdos, cuando se oyó un gran ruido. Oí gritar a Qhora, una antorcha agujereó con su fuego amarillo lo oscuridad de la habitación y, antes de que hubiera entendido de qué se trataba, un montón de soldados españoles rodeó mi lecho.

—Vístete —dijo uno de ellos.

Protesté. Por pura fórmula. Mi corazón aterrado ya me había susurrado la explicación de esa intrusión: ¡Manco! Manco, apresado, muerto tal vez, a menos que su huida no se hubiera advertido… No veía cómo habría sido posible, pero me aferré a esa idea.

—No hagas preguntas y vístete —repetía el español. Como se negó a dejarme sola, lo hice ante ellos. Otros soldados habían reunido a las princesas en una sala del palacio.

¡Qué doloroso espectáculo, padre Juan, ver a hombres encarnizándose con criaturas! Las pobrecitas, con los ojos hinchados de sueño y de llanto, se lanzaron hacia mí. Ese movimiento de confianza, el primero, me ayudó a mantener una calma que estaba lejos de sentir. Acudieron los sirvientes. Les ordené que no se interpusieran: no habría servido de nada.

Qhora se aferraba a mi falda. Le di unos golpecitos en los dedos: «¡No seas tonta, quédate ahí; no adelantarás nada con morir!». Se hacía la sorda. ¡Era obstinada como una llama! Un soldado se dio cuenta, la atrapó por la nuca y la dejó entre las sirvientas. En tres piruetas, Qhora volvió a pegarse a mí y dedicó una mueca al soldado. Éste se encogió de hombros y los otros rieron.

Salimos del palacio remontando la ciudad alta hacia las terrazas de Collcampata. Aquella marcha siniestra, que las antorchas de copal proyectaban en sombras sobre las fachadas, me recordó la noche en que los guerreros de Atahualpa nos habían conducido hacia Yahuarpampa a mí, a la Coya Rahua Ocllo y a tantas mujeres cuyos huesos se mezclaron con la tierra. Ahora sabía que en ciertas circunstancias los hombres se exceden tanto en la crueldad como en la valentía, así que no me hacía ilusiones acerca de la suerte que nos esperaba.

Ante el palacio donde una de las princesas, Inkill Chumpi, «Cintura Florida», vivía antes de ser ofrecida a Manco, se elevaron gritos. Nos detuvimos. Un español atravesó las filas: «Es una de las mujeres. Un verdadero demonio. Hazla callar, si no…».

Lo seguí. Inkill Chumpi rodaba por el suelo. Sollozaba, se arañaba las mejillas y se tiraba del cabello. Quien no conoce las manifestaciones que la desesperación inspira a nuestras mujeres habría podido creerla habitada por poderes maléficos. Por otra parte, los soldados formaban un círculo sin atreverse a acercarse. Me arrodillé.

—¿Quieres que los extranjeros te tomen por una cobarde, a ti, la nieta del gran Huayna Capac? ¿Quieres que entren en tu palacio y se lleven a tus hermanos y hermanas?

—Dicen que violan a las mujeres, van a matarnos, tengo miedo —gimió Inkill Chumpi.

Tenía unas largas pestañas espesas, las mejillas muy redondas, la boca roja como una flor de kantuta y contaba catorce primaveras. Alisé sus cabellos y arreglé su banda.

—¿Tienes miedo? El miedo no es la muerte. Yo he tenido miedo muy a menudo y estoy viva, ¿verdad? Piensa en el Inca. Si te viera así, se avergonzaría de ti.

La cogí, le pasé un brazo alrededor de los hombros y continuamos. ¡Pobre Inkill Chumpi! ¡Nunca supo cuánta fuerza me había dado su debilidad!

Por encima de Collcampata se eleva la fortaleza de Sacsahuaman. Cuando entramos en la pendiente comprendí que era allí adonde nos llevaban los soldados. El cielo estaba opaco, sin una estrella; la luna se escondía. Yo tenía un guijarro en mi sandalia que me lastimaba. Mi pierna, la mala, me tiraba.

Franqueamos la triple muralla por las estrechas aberturas practicadas en los muros. Aunque los Incas tenían una residencia en una de las tres torres levantadas en la inmensa explanada que formaba el corazón de la fortaleza, yo nunca había subido a Sacsahuaman. De lejos, su aspecto es prodigioso. De cerca aplasta, uno se siente polvo. Pensad, padre Juan, que para subir por la colina algunos bloques de granito que se utilizaron en su construcción, se necesitaron hasta veinte mil hombres para cada uno. ¡Pensad también en lo que podían sentir unas desdichadas criaturas arrancadas al sueño en plena noche y brutalmente trasplantadas a ese glacial universo de piedras, construido a escala de gigantes!

Siempre empujándonos e injuriándonos, los soldados nos hicieron entrar en uno de los edificios y bajar unos escalones. Después penetramos en un subterráneo, al final del cual había otros escalones. A medida que nos hundíamos en las profundidades, el frío se intensificaba. Una humedad viscosa rezumaba de las paredes y se fundía en charcos que espejeaban a la luz de las antorchas. ¡Era la única nota alegre! Yo tiritaba y pensaba: ¡Manco! ¡Manco! Su nombre me llenaba la cabeza, lúgubre como el canto de las caracolas marinas cuando anuncian la muerte. Y, bruscamente, los soldados nos empujaron a una sala y lo vi, vi a Manco.

Estaba sentado en el suelo y tenía el cuello encerrado en un collar de metal, sujeto al muro por una cadena, y los miembros cargados de hierros.

Durante días no nos dieron para comer más que un poco de maíz y unas hierbas crudas. No teníamos ni luz ni mantas, agua apenas suficiente para calmar la sed, ¡y os dejo imaginar en qué cloaca estábamos sumidas! Sin embargo, el amor hace brotar flores no importa dónde. Prodigar nuestros cuidados a Manco era una dicha.

Para aliviar su carne mortificada, desgarramos pliegues de nuestras lliclla y las deslizamos bajo las cadenas, le dábamos de comer y beber a oscuras, arrastrándonos como animales, y cuando terminábamos esos pobres cuidados, nos agrupábamos alrededor de él, formando un refugio contra el frío. Él era nuestro hijo, nuestro padre, nuestro amante, nuestro dios. Jamás un Inca, en la cima de su magnificencia, había sido amado con un amor tan puro, tan intenso, como Manco lo fue en esos momentos cuyo horror nos unía unas a otras, eliminando todos los malos pensamientos que germinan tan fácilmente en el corazón de las mujeres.

Nos informó de que había sido reconocido y denunciado por un indígena de una de las tribus conquistadas, al salir de Cuzco. No se lamentaba. Repetía: «No hemos expiado nuestras faltas lo suficiente. Aceptemos la prueba, nuestro padre el Sol nos ayudará». Una mañana (al menos eso creí yo, porque todavía no nos habían llevado nuestra ración de comida), aparecieron Juan y Gonzalo Pizarro.

—¡Te limpiamos el camino, te pusimos sobre el trono de tus antepasados y tú, perro, huyes para apuñalarnos por la espalda! ¿La gratitud no existe, entonces, en vuestros cerebros de salvajes? Hemos sido demasiado pacientes. ¡Con seres de vuestra especie no hay más que el látigo, el hierro y la fuerza! O nos entregas vuestros tesoros o violaremos a tus mujeres una a una ante ti, y después te mataremos.

Manco movió los labios. Hablaba tan bajo que me costó captar sus palabras.

—Los guerreros de Atahualpa saquearon Cuzco, y lo que ellos no pudieron llevarse lo habéis cogido vosotros. Cuando llegué con el gobernador, el palacio de mi padre estaba vacío, y también lo estaba el de mi hermano Huáscar. No tengo nada.

—¡Mientes! Todos los indios mienten. ¡Sois astutos, mentirosos y viciosos! Tú sabes dónde está el oro. Reflexiona. Tienes dos días.

Traduje maquinalmente. Mis ojos parpadeaban. Las antorchas, esa claridad cruda… me había desacostumbrado. Gonzalo Pizarro se peinaba la barba, con los bigotes retorcidos de repulsión. Teníamos, en efecto, un aspecto horrible. Sobre todo Manco… Sus ojos me aterrorizaban. Dos agujeros. Se tenía la impresión de hundirse en la negrura de la nada. Antes de irse, los hermanos Pizarro escupieron sobre él.

—¿Qué vas a hacer? —pregunté.

—No conseguirán nada.

Me acerqué.

—Dales el oro que tengo escondido en mi palacio —susurré—. Dáselo, si no, harán lo que han dicho.

—Lo harán de todos modos. Cuanto más tengan, más querrán, y cuando tengan todo… En fin, cuando crean tenerlo, nos eliminarán. Eso es lo que perdió a Atahualpa. ¡Si se enterasen de que bajo nuestros palacios y nuestros templos hay salas secretas y galerías subterráneas, esos demonios serían capaces de demoler Cuzco piedra por piedra!

No volvió a abrir la boca hasta dos días después, cuando se presentaron los hermanos Pizarro escoltados por unos quince soldados.

—Entonces, ¿dónde está el oro, maldito perro hediondo?

—Buscad en los barrancos, en el fondo de los precipicios, en el lecho de los ríos y lo encontraréis —dijo Manco—. Los partidarios de Atahualpa lo arrojaron allí mucho después de la ejecución de su amo para que vosotros no lo tuvierais.

—Te burlas, animal —expresó Juan Pizarro—. Pero no te reirás mucho tiempo.

Se retiraron. Los soldados permanecieron en el subterráneo y los oímos bromear entre ellos.

—Mira, mi todopoderoso señor —murmuró la pequeña Inkill Chumpi—, mira, nos han dejado las antorchas.

Manco no contestó. Y los soldados invadieron nuestro calabozo.

Padre Juan, ¿los españoles que os relataron la maravillosa conquista del Perú os contaron que, aquella mañana, los soldados orinaron sobre el Inca, que cinco de ellos se apoderaron de cinco de sus mujeres y las violaron ante nuestros ojos? ¿Os lo han dicho? Supongo que no. No son más que detalles.

Horrorizada, yo, quien os habla, debí asistir a aquello, ver a Inkill Chumpi, pura y virgen, derribada, despatarrada bajo esos brutos, oír sus gritos… Todavía sigo oyéndolos, los suyos y los de sus compañeras, mezclados con los gruñidos de sus agresores. Todavía siento el olor que despiden los hombres cuando no son más que bestias en celo.

Manco, con el alma detrás de los párpados, parecía ausente. Quise interponerme entre aquellos brutos y me retuvo.

—No te muevas, traga tu lengua. Suplicar o indignarse sería rebajarse inútilmente. La indignidad recae sobre los que la cometen. Pero observa, escucha y no olvides nada. ¡No olvides jamás!

Esa misma noche, los soldados volvieron y violaron a otras mujeres. Fue peor. Ellas, al haber visto lo que habían hecho a las otras, se debatieron frenéticamente, y ellos las agarraron entre varios, sujetándolas y golpeándolas unos mientras otros las forzaban por turno. Después vomité lo poco que tenía en el estómago y me precipité, todas nos precipitamos, las que aún estábamos intactas, hacia los pequeños cuerpos tendidos en el suelo, maltratados, como desarticulados. Ni siquiera teníamos agua para lavar la sangre, limpiarlos de la simiente impura. Entonces Manco me llamó. Tenía una voz extraña, muy suave.

—Pagarán —dijo—. Por cada insulto, cada golpe, cada ultraje. ¡Les arrancaré los ojos, cortaré su piel en tiras y, ya que les gusta tanto el oro, lo fundiremos y se lo haré beber ante mí hasta que tengan las tripas llenas! Azarpay, vas a salir de aquí.

Lo miré, creyendo que el odio lo había vuelto loco.

—Di a los soldados que vayan a buscar a los Pizarro.

Al día siguiente dejé la fortaleza en litera, con Qhora. Al verme, las sirvientas del palacio se retorcieron las manos y empezaron a gritar. Les ordené que se callaran, que me quitaran los harapos podridos que me cubrían y que me prepararan el baño. Estaba muy débil, el aire y el mundo de los vivos, con sus ruidos, sus gestos, su exuberancia, me aturdían.

Una vez lavada, me pusieron ropa limpia y me instalaron ante una comida. Allí estaban, dispuestos sobre manteles bordados, mis platos preferidos, varios guisos: de porotos, aderezados con hojas tiernas de quinua y diversas hierbas de nuestros montes, y de agutí, que es un conejillo de Indias salvaje, de gran tamaño, asado, condimentado con pimientos muy fuertes, cacahuetes, piña y guayabas. Al no haber comido nada los últimos días, devolví los pocos bocados que había tragado.

Me parecía que nunca más tendría hambre. Estar rodeada de abundancia, de comodidades y de belleza me parecía una deserción. ¡Todo me resultaba insoportable, hasta el olor de mis cabellos delicadamente perfumados con la flor de la canela! ¿Cómo disfrutar de algo sabiendo que Manco se hallaba entre la inmundicia y pensando que las pequeñas debían de temblar ante el menor movimiento de los soldados?

Cuando entré en la habitación y vi mi lecho mullido, inmaculado, estallé en sollozos y me vacié de todas las lágrimas que no había vertido. Qhora me reprendió:

—Dejándote llevar por la pena es como las abandonarás.

Y me trajo mi bolsa de coca. Los días que siguieron se vio mi litera recorrer de la mañana a la noche las calles de la ciudad alta y de la ciudad baja. Quien no pertenezca a nuestra raza no puede imaginar las dificultades que tiene una mujer para hacerse entender por los hombres. Si yo no hubiera adquirido cierto renombre de sabiduría durante el reinado de Huáscar, la parentela de Manco seguramente se habría negado a acordarme algún crédito, a pesar de la aversión unánime que suscitaba entonces la dominación española.

Después de interminables entrevistas y demostrándoles que si no cooperaban sufrirían la misma suerte del Inca, conseguí ablandar a príncipes y dignatarios y convencer a aquellos corazones fríos de que se separaran de sus últimos jarrones preciosos para calmar la impaciencia de los Pizarro, que esperaban el rescate que se suponía que debían reunir.

No es necesario decir, pues nuestro candor se había derretido, que sabíamos muy bien que nunca liberarían a Manco. Así que, el rescate… sólo era una palabra. Una palabra que refulgía, una palabra que evocaba para Juan y Gonzalo la cosecha de oro recogida en Cajamarca… Una palabra para ganar tiempo hasta el regreso del gran sacerdote del Sol, a quien yo había enviado un mensaje informándole de la situación y suplicándole que actuara en consecuencia. A veces, me decía que Manco quizá ya habría perdido la vida y que me estaba esforzando en intentar mover montañas en un paisaje petrificado.

Mientras tanto, llegó otro Pizarro, Hernando, delegado por el gobernador para tomar el mando de Cuzco. De los cinco hermanos, Hernando Pizarro era el único hijo legítimo. Su padre, un señor de Extremadura, le había legado unas maneras afables que volvían majestuosa su corpulencia y corregían sus rasgos rudos. Había pasado la treintena, era honrado (¿no es exagerado emplear ese calificativo al hablar de aquellos que nos conquistaron?), inteligente, hombre de gran orgullo… Su temperamento violento y entero le proporcionaba pocos amigos entre los suyos, lo que no le inquietaba. En cambio, tenía reputación de ser benevolente con los de mi raza. Además, se susurraba que si Pizarro, después de la victoria de Cajamarca, lo había enviado a España, cargado de oro para vuestro Rey, era a fin de tener las manos libres pues en presencia de Hernando la condena de Atahualpa no se habría pronunciado.

En cuanto lo supe en Cuzco, me dirigí al Sumtur Huasi, el espléndido palacio del que se habían apropiado los Pizarro, en la esquina de la Huacaypata, rebautizada con el nombre de Plaza Mayor. Allí reinaba la afluencia de la que se beneficia todo nuevo jefe, a la cual se añadía el séquito importante que componía la corte de Hernando. En medio de aquel desorden, yo buscaba alguien a quien dirigirme para solicitar una audiencia, cuando sentí que me cogían por los hombros. Gesto acariciador, familiar, posesivo… Al volverme, apenas me sorprendió encontrarme con la mirada azul de Villalcázar.

—Me he dicho… ¡ese talle, ese porte, esos cabellos de reina, no puede ser sino Azarpay!

Su rostro era alegre. Sonreía. Yo también sonreí. Todo sentimiento, simpatía, amor u odio, crea lazos. Y… ¿cómo explicaros?, hacía semanas y semanas que me inclinaba como una niña ante los viejos príncipes incas, debatiéndome en la angustia. Ver de nuevo a Villalcázar era volver a sentirme mujer de repente.

—¿Has regresado a Cuzco? —le pregunté.

—Como lo ves. Has adelgazado. Parece que el indio ha hecho de las suyas. ¿Por qué no se conformó con lo que le habíamos concedido?

Mi sonrisa fue burlona.

—¿Por qué vosotros no os contentáis con lo que nos habéis quitado? ¡Ésa es la verdadera cuestión!

—¡Vamos, ahora me tranquilizo! —Rió—. ¡Siempre con las garras afiladas! ¿Por qué? Pues porque somos los más fuertes, querida mía, y cuando lo hayas comprendido… Dime, ¿los hermanos Pizarro han sido correctos contigo?

—Mucho.

Volvió a reír.

—¡Juan y Gonzalo me conocen! Si se hubieran permitido tocarte…

—Entonces, ¿debo agradecerte a ti no haber servido de jergón a sus soldados, como las otras mujeres del Inca?

—Podrías —contestó alegremente—. ¿Qué haces aquí?

—Desearía saludar a Hernando Pizarro.

—¿Sabes que Su Majestad lo ha hecho caballero de Santiago? Eso no te dirá nada, pero es la orden de caballería más estimada en nuestro país… ¡Dichoso Hernando! Desembarca cubierto de honores y trae al gobernador mayores poderes y un título de marqués. ¡Marqués de los Atabillos! Suena bien, ¿verdad? Almagro tampoco ha sido olvidado. Chile será para él. ¡Así todo el mundo está contento! Te acompaño a casa de Hernando.

—¿Y a ti? —me interesé—. ¿No te han hecho ni caballero ni marqués?

—El Rey, querida mía, calibra sus favores según el peso del oro que se deposita a sus pies. ¡Pero espera que yo descubra algún tesoro…!

—¿Tienes noticias de Martín de Salvedra?

—¿Cómo podría tenerlas? Se equivocó al seguir a Almagro. No hay nadie más necio que quien se empeña en tropezar con la misma piedra. El día que nosotros le arreglemos las cuenta al Tuerto…

—¡Pero yo creía…! ¿No acabas de decirme…?

—¿Chile? ¡Ni hablar! Desiertos, piedras y hielo. Y salvajes que, al parecer, nos comen en pedazos que asan bajo nuestras narices. ¡Chile es una madera podrida! Pero Almagro es tenaz. Si se salva, sus pretensiones relativas a Cuzco volverán a acuciarlo y esta vez, ¡crac!, le retorceremos el pescuezo.

—¡Pobre Martín!

Sin tener en cuenta a la gente que deambulaba por la galería y nos miraba al pasar, Villalcázar me sujetó por el brazo, obligándome a detenerme. Tenía otra vez un desagradable gesto en la boca y su mirada de predador.

—¡Pobre Martín! —repitió—. Entonces, ¿para gustarte hay que ser insignificante, sin voluntad, sin ambiciones?

—Martín es bueno…

—¿Bueno? ¡Qué idiotez! ¿Qué proporciona el ser bueno?

—Ciertas cosas que el oro no podrá comprar jamás.

Villalcázar se burló.

—Todo se compra, hasta tú. ¿Quieres apostar?

Hernando Pizarro se mostró irritado por las medidas que se habían tomado contra el Inca. Tenía una gentileza de la que Juan y Gonzalo carecían y, en efecto, creía que obtendría más de Manco con la conciliación. Ordenó que lo desembarazaran de sus cadenas, que le proporcionaran en la fortaleza un lugar y comida dignos de su rango, y los soldados fueron obligados a presentar excusas por los malos tratos ejercidos sobre sus mujeres.

Al terminar la semana, Hernando me convocó y subimos juntos a Sacsahuaman. Durante el trayecto, yo en mi litera, y él sujetando su caballo para igualar el paso de los porteadores, me abordó en tono preocupado: al haber prestado el Inca juramento de fidelidad al Rey de España, su huida era un caso de rebelión deliberada. Habría que hacer muchos trámites para inclinar a Su Majestad a la indulgencia. Si yo conocía poco a Hernando, había practicado bastante, en cambio, con sus hermanos como para entender lo que callaba. De modo que le aseguré la gratitud del Inca. Nos habíamos entendido.

Creo que sería inútil describiros mi emoción al ver de nuevo a Manco. Hernando Pizarro lo abrazó. Yo debí limitarme a besar su mano y su manto. Llevaba unas vestiduras decentes y tenía bastante buen aspecto, una actitud afable… hasta sumisa, impresión que se borró cuando abrió sus anchos párpados y posó su mirada sobre mí.

Somos un pueblo de carácter astuto, pero fiel a la palabra empeñada. Puedo juraros que Manco no habría traicionado jamás el acuerdo hecho con el gobernador si los Pizarro hubieran obrado debidamente. Fueron ellos quienes lo llevaron a la escuela de la astucia, y se mostraron tan excelentes maestros que él se impregnó de sus enseñanzas hasta superarlos.

La entrevista fue larga y cordial. Para uno, se perfilaban nuevas y deslumbrantes visiones de oro, y para el otro, la libertad, la venganza y la esperanza de ser por fin dios en su casa. Aprovechando la amable disposición de Hernando, obtuve la autorización de volver a la fortaleza y llevar conmigo a la pequeña Inkill Chumpi. Las violencias sufridas la habían vuelto muda y no se le podía sacar un sonido.

Más tarde, cuando Martín me inició en las sutilezas de vuestro calendario, que cuenta doce lunas como el nuestro, pero cuyas divisiones permiten más precisión, me ejercité en calcular la fecha que marca los verdaderos comienzos del reinado de Manco. Fue el 18 de abril de 1536.

Por la mañana, subí a Sacsahuaman con Qhora e Inkill Chumpi. La pobre niña, según su costumbre, estaba postrada y se chupaba los dedos con aplicación. A falta de poder comunicarle mi excitación, no cesaba de repetirle a Qhora: «¡Es la última vez, la última vez, me entiendes, que me inclino ante un Pizarro!». Y suspiraba: «¡Es tan bueno, tan bueno que apenas si me atrevo a imaginarlo!».

La estación de las lluvias termina a finales de marzo. El tiempo era alegre. Un polvo rojizo revoloteaba alrededor de la litera. En medio de las rocas calentadas por el claro sol, la fortaleza, rodeada por su triple muralla, parecía un monstruo acechando a sus presas, listo para atraparlas y triturarlas entre sus formidables mandíbulas de piedra. Un terror sagrado se apoderaba de mí cada vez que franqueaba las puertas de Sacsahuaman. Pero aquella mañana quería creer sólo en la felicidad.

Hernando Pizarro ya había llegado, acompañado por un intérprete y dos oficiales elegidos para dirigir la caravana, con los cuales conversaba Manco. Hacía un mes que circulaba con toda libertad en Sacsahuaman, montaba cotidianamente su caballo y, la semana anterior, hasta había ido al valle de Yucay con Hernando y numerosos españoles para asistir a una fiesta conmemorativa en honor de Huayna Capac. Para la ocasión, había ofrecido a Hernando una estatua de tamaño natural que representaba a su padre. Hernando había manifestado cierta decepción: la estatua era de oro hueco. Previendo esa reacción, Manco se había apresurado a declarar que, si lo autorizaban a volver a Yucay con un número suficiente de porteadores, él sabía dónde encontrar una estatua de oro macizo de más de dos quintales. Cuando mencionó el peso, la prudencia natural de Hernando zozobró… Y aquél era el día fijado para la partida de la caravana encargada de transportar la maravilla.

Me postré ante Manco y besé tres veces el borde de su manto. Era la señal convenida.

Al alba, el gran sacerdote me había confirmado por un mensajero que todo estaba dispuesto según las órdenes del Inca. Cien mil guerreros concentrados en la entrada del Valle Sagrado lo esperaban. Con ellos se encontraban los fabulosos tesoros del Templo del Sol evacuados con motivo de la captura de Huáscar, los despojos de nuestros Incas difuntos, las Vírgenes del Sol, las mamacuna del Acllahuasi, la Coya y los niños, que habían partido durante la noche por los subterráneos.

Trajeron el alazán de Manco. En algunas horas, disfrutaría el supremo goce de ser el Sapa-Inca, el hombre-dios, aquel que el Sol ilumina, aquel que manda, protege, guía e inspira, aquel cuyo aliento transforma a voluntad una llanura en cosecha de oro o en lago de sangre, aquel ante quien se inclinan todos los seres. Y, pronto, yo me reuniría con él, bebería en su copa, saborearía su triunfo. Había, en efecto, unas literas ligeras escondidas en los alrededores de Cuzco para llevarnos junto a él.

—¡Señora Azarpay!

Avancé, sonriendo, hacia Hernando Pizarro.

—Señora Azarpay, os ruego que me sigáis. Seréis mi huésped en mi residencia hasta que el Inca regrese. Por favor, traducid.

¿Cómo logré fingir, controlar mi respiración, mi voz? ¡Sin duda por el amor que sentía por Manco y el odio que sentía por los vuestros! El intérprete, un traidor de la provincia de los chachapuyas, escuchaba. Yo traduje. El rostro de Manco permaneció impasible. Montó en su caballo, saludó a Hernando, picó espuelas, seguido de cerca por los oficiales españoles y el intérprete. Y yo lo contemplé alejarse, diciéndome que no volvería a verlo.

Por la noche, cené a la derecha de Hernando. Estaban además sus íntimos con sus concubinas, la mayor parte princesas y hermanas de Atahualpa, bien provistas de joyas. Esas uniones databan de Cajamarca y ya tenían un aire semiconyugal. Villalcázar también estaba presente, acompañado de dos jovencitas. Debía de haberlas traído de Lima. Sus maneras vivaces y graciosas me recordaban a la pequeña yunga que había hechizado tan bien a Huayna Capac con su serpiente. Villalcázar y yo nos ignoramos. Noté que bebía mucho.

Pero, a pesar del vino y las mujeres, el ambiente carecía de alegría. La conversación trató de los disturbios que hacían estragos desde hacía poco en todo el Imperio y que ya habían causado la muerte de numerosos españoles en emboscadas.

—Lo que no me explico —decía Hernando— es cómo esos indios se ponen de acuerdo. ¡Rebelarse al mismo tiempo, en un mismo movimiento y en un país que tiene una superficie tan inmensa…!

Yo hubiera podido responderle que, si se hubiera interesado menos en nuestro oro y más en nuestras costumbres, ya habría comprendido que los chasqui, por sí solos, eran capaces de semejante hazaña. También habría podido decirle que la coordinación de esas operaciones, que Manco dirigía desde la fortaleza, se había hecho por medio del gran sacerdote y de mí.

Es la ocasión, padre Juan, de hablaros de los chasqui. Explotar los recursos humanos adaptándolos a nuestro rudo relieve fue la preocupación constante de los incas. El don que tienen nuestros jóvenes para la carrera es prodigioso. ¡Nacen con el pie alado! A ellos se debe la muy antigua institución de los chasqui o «correos». ¿No habéis reparado, viniendo de Lima, en unas casitas asentadas en la altura, que jalonan la Nan Cuna cada media legua? Son los relevos. En ellos viven varios chasqui permanentemente. Siempre está de guardia uno de ellos. Cuando divisa a alguno de sus colegas que llega corriendo del relevo precedente, se lanza, toma al vuelo el mensaje y parte corriendo lo más rápido posible hasta el próximo relevo, donde confía el mensaje a otro chasqui, que lo transmitirá con la misma velocidad al relevo siguiente, y así sucesivamente hasta llegar a destino. Os citaré sólo un ejemplo: ¡un mensaje enviado desde Cuzco tarda cinco días solamente en recorrer las quinientas leguas que separan nuestra ciudad de Quito! De este modo, el Inca estaba rápidamente informado acerca de todo. Los chasqui se ocupaban igualmente de proveer el menú imperial con pescados de mar, crustáceos y frutos de las tierras cálidas. La institución ha sobrevivido. Los administradores enviados por Su Majestad de España, después de que los grandes jefes de la Conquista se mataran entre ellos, los emplean incluso actualmente. Pero, padre Juan, no busquéis chasqui por aquí. En los montes nos comunicamos por medio de fuego. De día, el humo se ve desde muy lejos. De noche, los vigías leen en las llamas. Es todavía más rápido. Por otra parte, a menudo la acción de los chasqui y los vigías está combinada. ¡He visto cómo el gran Huayna Capac era advertido en dos horas del levantamiento de una provincia que se encontraba a más de cuatrocientas leguas!

Hernando Pizarro ya no me invitaba a su mesa. Comíamos en la habitación donde yo estaba confinada y que compartía con Inkill Chumpi y Qhora. El cuarto tenía dos aberturas: una, estrecha, colocada muy alto, corría a lo largo de la viga del techo y daba a un pequeño patio de donde nos llegaba la luz; la otra era la puerta, cerrada con una colgadura. Al otro lado de la colgadura montaban guardia dos soldados, que eran relevados por la mañana y por la noche. El encono se pintaba en sus rostros. ¡Vigilar a tres indias sin tener derecho a manosearlas debía de parecerles un trabajo muy poco viril! Hernando aparecía todas las noches.

—El Inca se hace esperar, señora Azarpay.

—Una masa de oro tan considerable requiere grandes esfuerzos para transportarla de un lugar a otro, Excelencia.

Con el pasar de los días, yo ya no contestaba. Era inútil. Él ya sabía, aunque era reacio a reconocer ante sus hermanos y sus allegados el error que la codicia le había hecho cometer. Una mañana, un alboroto insólito agitó el palacio. Levanté la colgadura y pregunté qué ocurría a uno de los soldados.

—El indio se ha largado. Una patrulla ha encontrado a los dos oficiales que lo acompañaban. Don Hernando se dispone a perseguirlo. Va a cortar a ese perro en pedazos, y después será tu turno.

Volví a tenderme en mi lecho. Inkill Chumpi canturreaba con un dedo en la boca. Así estaba desde que entró en el palacio. Aquella musiquita me irritaba los nervios. Nada la hacía callar, salvo la comida, el sueño o que yo le peinara los cabellos.

—¿Qué van a hacernos? —susurró Qhora.

—A ti y a la pequeña, lo ignoro. Después de todo, no tenéis nada que ver y Hernando no es un monstruo como sus hermanos. Yo… es necesario que su furor recaiga sobre alguien. —Se echó a llorar y le acaricié la cabeza—. El Inca no podía volver, yo ya sabía que no volvería. ¡Una mujer no cuenta en semejantes circunstancias!

Por una vez, padre Juan, me sentía humilde, aceptaba. A la hora de la cena, Qhora fue hacia las cocinas a buscar nuestra comida con un soldado. Para ocuparme en algo, desaté la cinta que sujetaba los cabellos de Inkill Chumpi y empecé a desenredarlos. Ella se calló y yo saboreé el silencio. De pronto, unos pasos firmes resonaron en el patio. Yo conocía aquellos pasos. Dejé el peine. La pequeña retomó su canturreo y no se interrumpió cuando entró Villalcázar. Me levanté.

—Hernando va a matarte —me dijo.

—Si has venido para anunciarme eso…

—¡Azarpay! ¿No puedes mirarme de otra manera?

—¿Cómo quieres que te mire?

Se acercó.

—No soy tu enemigo.

—¡En ese caso, explícame qué hago aquí!

—Si me prometes volver a vivir conmigo, obtendré tu perdón. Los Pizarro me deben mucho.

—Vete.

—¡Maldición! ¿No comprendes que vas a morir? ¡A tu edad! ¡Una mujer como tú! ¿Y por quién? ¡Por una porquería de indio que te abandona y que pronto no será más que carne podrida! ¿Es eso lo que quieres, aferrarte a un cadáver y terminar como él?

—Hernando Pizarro no se apoderará del Inca. Hay cien mil guerreros con él. Y vosotros, ¿cuántos sois? ¡En Cuzco, ni siquiera doscientos!

—El número importa poco. Acuérdate de Cajamarca.

—La situación no es la misma. Ahora, los nuestros se han familiarizado con vuestros caballos y vuestras armas de fuego y, sobre todo, saben que no sois invencibles. ¡Me hablas de morir y éstos son tal vez tus últimos días!

—¡Tonterías! ¿Pretendes enseñarme mi oficio de hombre? ¡Porque ser soldado es un oficio! Y conozco a tus indios: intrépidos cuando la suerte está con ellos, desbandándose en cuanto parece escapárseles. ¡Nosotros, los españoles, al contrario, damos lo mejor de nosotros en los peores momentos! Azarpay, te daré la vida que desees. Ahora soy rico. Tendrás palacios, jardines, servidumbre…

—¿Cómo puedes saber lo que quiero? Ni siquiera sabes quién soy.

—Sé que te deseo. —Villalcázar se interrumpió y contempló a Inkill Chumpi—. ¿Qué tiene ésa? ¿Es idiota?

—Es lo que tus soldados hicieron de ella. Era una niña feliz y sonriente. Desde que la violaron… Déjanos, por favor.

En dos zancadas, a su manera brusca, se colocó a mi lado y me estrechó en sus brazos.

—Te deseo. ¡Sólo con verte me hierve la sangre! Si sólo así cederás, estoy dispuesto a casarme contigo ante Dios.

Me desasí.

—Cuándo se quiere a una mujer y se tiene la posibilidad de salvarla, no se ponen condiciones, se la salva.

—¿Por quién me tomas? ¡Antes de que me diera cuenta te me escurrirías de entre los dedos! Te salvaré, pero a mi precio… y es un precio generoso. Podría tenerte por nada, hasta puedo tenerte ahora…

—Vete o llamo al soldado.

—He hecho que se retirara.

Me cogió por las muñecas. Sus manos eran dos anillos hundidos en mi carne, sus ojos dos espadas que me atravesaban. Me empujó hasta la cama y se arrojó sobre mí… Entonces vi a Inkill Chumpi lanzarse hacia nosotros a través de la habitación. Con el rostro hundido en su cabellera, que le caía por delante, y los dedos curvados como garras, se hubiera dicho que era uno de esos espíritus demoníacos que rondan los altos pastos, desangran a las llamas y transforman a quien los sorprenden en buitre o zorro.

Se arrojó sobre Villalcázar. «¡Déjala, déjala!», aulló, mientras le tiraba del pelo, lo golpeaba con sus puñitos en la cabeza y trataba de morderlo. Él me soltó. Me levanté, abracé a Inkill Chumpi y, manteniéndola contra mí, retrocedí.

—No la toques —dije.

Él se puso de pie y se arregló la ropa.

—Si Hernando no te cuelga, un día lamentarás que no lo haya hecho —declaró. Y salió.

—¡Azarpay, Azarpay! —repetía Inkill Chumpi.

Y súbitamente comprendí que la pequeña hablaba, que había recobrado la voz. Cuando Qhora trajo la comida, nos encontró abrazadas. Inkill Chumpi reía de alegría. Yo lloraba. He olvidado por qué.

Hernando Pizarro volvió con el rabo entre las piernas. Mascando su rabia, con el orgullo machacado, irrumpió en la habitación.

—El Inca se ha burlado de mí, y vos también, señora. Le he enviado uno de sus guerreros que habíamos hecho prisionero. Si Manco no reaparece dentro de tres días, seréis colgada.

—No vendrá —declaré—. Vuestros hermanos lo han humillado demasiado. Vos sois un hombre orgulloso y valiente, debéis comprenderlo.

—¡Tres días, señora! Tenéis tres días.

Tres días, cuando la muerte está al final, es demasiado tiempo, demasiado amor y proyectos a los que renunciar, demasiadas pequeñas muertes que vivir una detrás de la otra… ¡Además, dar esa satisfacción a los españoles, imaginarlos observándome colgada de una cuerda! La ejecución de un hombre inspira cierta discreción. El suplicio de una mujer cosquillea los instintos masculinos… en todas las razas, por otra parte. ¿Matar no es una manera de poseer?

Resolví estrangularme con mis cabellos la noche siguiente. Es común que las mujeres procedamos así. Qhora me ayudaría. Decidido esto, pensé en la suerte de mis compañeras. Aunque Hernando Pizarro amaba el oro más de lo razonable, no tenía la naturaleza cruel de sus hermanos. Aceptaría sin duda liberar a aquellas dos inocentes y las haría llevar con la familia de Inkill Chumpi.

Qhora se negó rotundamente a abandonarme.

—Nos iremos juntas, tú y yo.

—¡Tú irás con Inkill Chumpi! Yo, por lo menos, sé por qué muero. Hernando aplica su justicia. No le guardo rencor, nosotros haríamos lo mismo.

Luego llamé a los soldados y pedí verlo. Me respondieron que Su Excelencia tenía consejo. Por la noche, tal vez… Pero aquella misma noche los guerreros de Manco se desplegaron en las colinas. El sitio de Cuzco comenzaba.

No dormimos: escuchamos el sonido de las caracolas marinas, de las flautas y de los tambores, que se filtraba por el techo de paja. Inkill Chumpi repetía: «¡Es nuestro todopoderoso señor! ¡No morirás, Azarpay!». Y reía y bailaba como si ya estuviéramos allá arriba, en las colinas, entre los nuestros, en la dicha.

A la mañana siguiente, envié a Qhora en busca de noticias. Volvió con algunos puñados de maíz y el rostro iluminado.

—He podido salir. Los extranjeros están como locos. Han tendido lonas en la plaza y han puesto allí los caballos. Si vieras las colinas… ¡Hay tantos guerreros que ya no se ve la hierba ni la roca!

—¿Qué hacen?

—Nada. Están allá y miran. Como las serpientes grandes cuando fascinan una rata y la hacen casi morir de miedo antes de tragarla cruda.

—¡No olvides que, por el momento, nosotras estamos en las mandíbulas de la rata! —señalé.

Transcurrió el día. A la hora de comer, los soldados no dejaron salir a Qhora. Yo protesté y me respondieron: «Oye, india, teniendo en cuenta el tiempo que te queda, no necesitas comer». Su sudor era agrio. El coraje no impide el temor. Por otra parte, ¿no es la conciencia del peligro lo que le da su verdadero valor? ¿Qué opináis, padre Juan?

El clamor de los guerreros, el mugido de las caracolas y el redoble ininterrumpido de los tambores reemplazaron la cena. ¡Divino, torturador alimento! Saber que los hombres de Manco estaban tan cerca… La sensación de mi impotencia me exasperaba. Esta vez estaba fuera de cuestión el sacrosanto principio del padre de mi padre: «Empuña la desgracia, los dioses te ayudarán…». ¡Los dioses estaban sobre la colina y nosotras, atadas de pies y manos, entre los demonios!

Lo comenté con mis compañeras.

—Pienso que tenemos sólo una probabilidad de salvarnos: que lancen la ofensiva simultáneamente sobre todos los frentes y que los españoles, desbordados, nos olviden. En ese caso, tal vez podamos escapar y reunirnos con los nuestros.

La noche anterior no habíamos dormido. Establecí un turno de guardia. Cuando me llegó el momento de acostarme, el sueño me derribó… Yo tosía. Qhora e Inkill Chumpi, inclinadas sobre mí, me sacudían. Al ver sus miradas llorosas, mi primer pensamiento fue que venían a buscarme para colgarme y cerré los ojos. Luego noté el olor a humo y volví a abrirlos. Una voz gritó:

—¿Vienes, bruja? ¡Si fuera por nosotros, dejaríamos que te tostaras, pero parece que todavía tienes algún valor!

Fuimos de sala en sala. Siempre aquel olor acre, los ojos y la garganta que me picaban, pero ni fuego ni llamas. Afuera, en la plaza, entre las tiendas montadas por los españoles, los caballos enloquecidos se apretujaban grupa contra grupa. En cuanto franqueamos el umbral del porche, un rugido formidable me llenó los oídos. Avancé unos pasos y quedé inmóvil, sobrecogida. ¡La mayor parte de la ciudad alta, adosada a las colinas, estaba ardiendo!

Recordad, padre Juan, que os he dicho que todos nuestros techos están hechos de la misma manera, con un armazón de vigas y viguetas cubierto por espesos haces de paja, una paja larga, flexible, muy resistente, el icho, excelente protección contra el calor y el frío que azotan nuestras regiones, pero también blanco perfecto para las flechas envueltas en algodón bituminoso encendido, y para los guijarros calentados al fuego que nuestros arqueros y nuestros honderos arrojan con tanta destreza.

Aquello era… ¿Se puede describir con simples palabras una hoguera del tamaño de una ciudad, un horizonte de llamas cuya hambre devastadora era alimentada por el viento? El cielo estaba rojo y negro, atravesado por gigantescos trazos de chispas, despabilados también por la tempestad remolineante del humo. Inkill Chumpi sollozaba. Yo estaba petrificada. ¿Cómo se atrevía Manco? ¡Incendiar Cuzco, nuestra ciudad, el ombligo de la tierra, la morada de los dioses! ¿Ya no había nada sagrado para él?

Los soldados se nos llevaron. Los teníamos delante, detrás y uno en cada brazo. Uno de ellos, un coloso con una nariz como un tubérculo y barba roja, llevaba a Qhora sobre sus hombros; si no, la multitud la habría pisoteado. Mezclada con los españoles había una chusma de indígenas traídos en barco desde Panamá y de nativos de tribus conquistadas. Aquel mundo indigno estaba amarillo de espanto, adivinando demasiado bien que nuestros guerreros le reservaban la muerte de los traidores.

En el borde de la plaza comenzaba la ciudad baja. Allí todo parecía tranquilo. Se respiraba mejor, el ruido se alejaba. Al llegar ante el Acllahuasi, los soldados nos pusieron contra la muralla para dejar pasar una tropilla de caballos cuyos dueños los llevaban por la brida. Se introdujeron por la muralla del Templo del Sol, convertido en la iglesia de Santo Domingo. Sin duda dejarían los caballos en el jardín donde, Huáscar incluido, cada uno de nuestros incas había sembrado, regado, cuidado y cosechado con sus propias manos un maíz destinado a las ofrendas… Evidentemente, ya no había maíz, así como también habían desaparecido las láminas y las perlas de oro, las esmeraldas, los cabuchones de turquesas, los mosaicos de piedras preciosas que, en el tiempo de la dulce paz, cubrían de figuras centelleantes los muros y las puertas del templo, y resplandecían hasta en los armazones de los techos.

Los soldados nos llevaron al templo. Después de cruzar la Intipampa o plaza del Sol, rodeamos el grandioso edificio donde los espíritus de nuestros dioses habían difundido sus luces y dictado sus mandamientos durante tanto tiempo. Por las descripciones que Huáscar me había hecho de aquellos lugares prohibidos, en los cuales sólo penetraban el gran sacerdote, sus asistentes, el Inca y algunos de sus parientes, reconocí enseguida el inmenso atrio, antaño abundantemente florecido, plantado de árboles y arbustos, célebre por sus cinco fuentes maravillosas. Ahora estaban mudas. Las canalizaciones habían sido arrancadas, pero la más grande, la que servía para el baño nupcial de la Coya, conservaba todavía el agua de las últimas lluvias en su pilón de piedra.

Por un acuerdo tácito, nos precipitamos hacia el pilón como animales sedientos. El soldado que llevaba a Qhora la depositó dentro. Los otros reían, con el bigote y la barba perlados de agua. Luego, como avergonzados de haberse dejado llevar, nos aferraron de nuevo y entramos en una pequeña dependencia atravesada por una estrecha galería descubierta. A cada lado había una sala sin ventanas, con suelo de tierra apisonada. Nos empujaron dentro de una de ellas. Un soldado permaneció en la galería.

—¿Qué van a hacernos, Azarpay? —susurró Inkill Chumpi.

¡La eterna pregunta!

—Parece que los Pizarro quieren conservarnos como rehenes. Podemos esperar.

Inkill Chumpi suspiró.

La miré. Había perdido sus formas regordetas y su vanidad de niña mimada. Dentro de un año o dos sería una hermosa y encantadora joven, con los grandes ojos listos para la emoción, la nariz noble y la boca dibujada para amores lascivos… ¿Después de un año o dos? ¡En algunas horas tal vez ya no viviría!

Con el fin de sondear nuestra posición, reclamé comida al soldado. No habíamos comido nada desde el día anterior por la mañana.

—Para bajar a los infiernos, donde se encuentra el lugar de los infieles, no es necesario tener el estómago lleno —me contestó.

Por la tarde hubo un incesante ir y venir de hombres y de caballos en el recinto. Por la noche, el soldado fue relevado por el que había llevado a Qhora del Sumtur Huasi, el palacio de Hernando, al templo.

—Vuestros malditos guerreros están ahumándonos como a ratas —me dijo—. Aparte de esta iglesia que la presencia del Señor protege, la casa de las mujeres aquí al lado y un palacio, arde toda la ciudad. ¡Es un horno! Allá arriba, han cavado fosas y clavado estacas para que los caballos se empalen mientras ellos ocupan la fortaleza. Hemos intentado hacer una salida pero hemos tenido que retroceder. Tal vez se podría escapar por la gran ruta, pero don Hernando no quiere. Se niega a abandonar la ciudad. ¡Seguro que nos vamos a asar aquí dentro, y vosotras también!

Sin embargo, compartió con nosotras sus mazorcas de maíz y su agua. Se llamaba Bartolomé, como Villalcázar. Tenía madre y dos hermanas en Extremadura, empleadas en una granja en Trujillo, el feudo de los Pizarro. Contaba con el oro para liberarlas de la servidumbre. Nos dedicamos a orar. Yo tenía la cabeza pesada, estaba cansada. Hice el voto de que, si salíamos de aquella tragedia, no me separaría jamás de mi bolsa de coca…

¡Padre Juan, deberíais seguir mis consejos y masticar algunas hojas, tenéis mala cara! Hacia la mitad de la noche, un crepitar violento que llegaba de la galería nos sacó de nuestra soñolienta meditación. Era lluvia, un brusco diluvio, de los que tenemos en Cuzco. Al mismo tiempo, Inti Illapa, nuestro señor del rayo, iluminó la galería. Mi corazón se aceleró.

—¡Mirad! —exclamé—. El soldado ya no está.

Corrimos hacia la entrada del edificio. Las exclamaciones y los gritos se añadían ahora al estruendo del agua y al resonar de los truenos. Aprovechando un momento de oscuridad, nos acercamos al templo con precaución. Lo que vimos nos dejó estupefactas.

Los españoles brotaban de todas las salidas. Y todos estaban como poseídos del éxtasis frenético al que nos llevan ciertas danzas rituales: se curvaban hacia atrás, bebían la lluvia, y luego se echaban sobre el hombro más próximo, aullando de alegría. Sus ojos brillaban como pequeñas lunas en sus rostros, chorreando agua. Muchos caían de rodillas, besaban el suelo, se persignaban. Había también mujeres indígenas. Las ignoraban. Aquella alegría intensa era sólo de los hombres. Divisé a nuestro soldado. Agarrado de los brazos de otros dos, cantaba. Un canto religioso. Ordené la retirada. Un bosquecillo de árboles nos cobijó. Detrás de los árboles, oí el gorgoteo del arroyo…

¿Os lo he dicho, padre Juan? Dos arroyos recorren Cuzco de arriba abajo. Están cubiertos por unas vigas recubiertas de losas para facilitar el paso de las literas y los peatones. A la altura del templo, el de la izquierda, cuando se está frente a la colina de Sacsahuaman, reaparece, bordea el territorio sagrado y se va, prosiguiendo su curso en el campo.

—Tenemos que separarnos —susurró Qhora—, si no nos descubrirán cuando franqueemos la muralla. ¡No eligen enanas para concubinas!

Le puse una mano sobre la cabeza.

—Estamos juntas y nos quedamos juntas. No discutas. Por otra parte, demasiados españoles me conocen y no hay más puerta que la del norte, donde están todos. Ir a la ciudad alta está excluido… Nos dirigiremos por el arroyo.

—¡El arroyo! ¡Yo soy muy pequeña, me ahogaré, no quiero!

—¿Prefieres que te maten?

Las crecidas habían cesado hacía más de un mes. El nivel era relativamente bajo, aunque aumentado por la lluvia que continuaba, torrencial. Ayudándonos mutuamente, nos dejamos deslizar. El fondo estaba tapizado de guijarros. Las orillas, cubiertas de arbustos, nos ocultaban. Qhora iba en el medio. Sosteniéndola una de cada mano, nos marchamos.

Una vez que dejamos atrás las dependencias del templo, se produjo un cambio. El arroyo, desviándose hacia el sur, bajaba bruscamente por la pendiente. Para que no nos arrastrara la corriente, Inkill Chumpi y yo nos aferramos con nuestra mano libre a las ramas bajas de los arbustos… Y, de pronto, el lecho del arroyo se aplanó, el agua se serenó, llegó la llanura, las hierbas altas y, en el horizonte, un semillero de manchas pálidas. Tiendas. Las nuestras. Me volví. Mis ojos distinguieron unos bordes de piedra que se elevaban en gradas hasta el promontorio del templo, de donde veníamos.

—Las terrazas de los Jardines del Sol —murmuré.

—Te equivocas, Azarpay —dijo Inkill Chumpi—. Mi madre siempre decía que nuestro padre el Sol brilla hasta en plena noche.

—Era el oro, criatura. Ya no hay oro, el Sol ya no brilla. Pero brillará donde está Manco, adonde vamos…

Nos abrazamos. Tres bultos mojados. ¡Y lágrimas, lágrimas! ¡Es tan bueno llorar de alegría!

Los españoles se han complacido en considerar el diluvio providencial que apagó el incendio como una intervención de la Virgen María. Algunos también afirmaron haber visto al arcángel Santiago montado en su caballo blanco, apuntando su espada de luz sobre nosotros, los paganos. Retrospectivamente, me he convencido de que ese milagro lo hicieron los dioses para mí, para que el destino que me eligieron se cumpliera.