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El día de mi nacimiento, un día de septiembre según vuestro calendario, toda nuestra aldea, en traje de fiesta, sembraba las tierras del Inca. Mi madre, frente a mi padre, echaba los preciosos granos de maíz en los surcos que él hacía con su taklla. Cuando sintió las primeras contracciones, hizo señas a mi hermana para que continuara su tarea y se encaminó a los pastos.
Si considero el espectáculo doloroso que ofrece una española en casos semejantes, el Creador ha sido clemente con nosotras: parimos sin esfuerzo. Mi madre cortó el cordón umbilical con las uñas, fue hacia el arroyo y se sumergió en él para purificarse y lavarse, y también me bañó a mí. El agua que mana de los picos andinos es helada, pero las costumbres lo quieren así, para que el recién nacido, cuando recibe la vida, aprenda que aquí abajo todo se paga, y esto vale tanto para los hijos del Inca como para la progenie de la gente común.
Como nací durante la siembra, me bautizaron provisionalmente con el nombre de «Lluvia de Maíz», un nombre que debía atraerme las gracias de los poderes benéficos.
Cuando tuve la edad suficiente, mi madre me sacó de la cuna en la que permanecía atada (una caja ligera de tablas, montada sobre cuatro patas, de las cuales eran más altas las de la cabecera), que transportaba siempre sobre la espalda para tener las manos libres y poder dedicarse a sus ocupaciones, y me instalaba, aquí y allá, en unos agujeros rellenos con trapos donde yo pataleaba a gusto y empezaba a inspeccionar mi minúsculo reino con la mirada.
En el camino que lleva a Cuzco, padre Juan, seguramente habréis visto nuestros magníficos campos en bancales, resaltados por los muros de contención, que parecen escalones gigantescos tallados en las laderas de los montes. En esa altura ideal, en esas mesetas de tierra rica transportada a cuestas, terrón a terrón, por nuestros antepasados, cultivamos el maíz. Por encima, a media pendiente, está encaramada la aldea.
La nuestra agrupaba a una treintena de jefes de familia. Nosotros ocupábamos una casita idéntica a las que la rodeaban. Un techo de paja, muros de tierra mezclada con piedras y manojos de hierba, y una sola abertura, la puerta, que, para conservar el calor de los cuerpos, era tan baja que los adultos debían inclinarse para franquearla. Las noches son heladas en esas alturas.
No esperéis que os describa el mobiliario. ¡La cantidad de muebles con que los españoles llenan sus casas sigue asombrándome! ¿Por qué tantas camas, tantas mesas, tantos asientos que ablandan el cuerpo y le quitan su dignidad natural, cuando a ras del suelo se vive muy cómodamente, hasta lujosamente, cuando se cubre con lanas sedosas o pieles de jaguar? En nuestra casa, como vos os debéis de imaginar, no había nada de eso, sólo una desnudez sin adornos. Algunas hornacinas excavadas en las paredes para guardar nuestros efectos y utensilios, el horno de arcilla para cocinar; el telar colgado de una clavija, las mantas con que nos envolvíamos para dormir… Y tendría que haber mencionado en primer lugar nuestras conopa, tres piedras pulidas como guijarros, con pepitas brillantes incrustadas, una de ellas con la forma de un ave con las alas plegadas, que eran nuestros amuletos, las fuerzas bienhechoras de nuestro hogar.
En esta única pieza, criábamos a los ruidosos cuy, los conejillos de Indias. Sus deposiciones, el humo del horno, el hollín que ensuciaba las paredes y nuestros propios olores, acumulándose día tras día, despedían un fuerte hedor que hubiera provocado el desmayo de un extranjero. Para nosotros era acogedor y reconfortante.
En el espacio delimitado por nuestra casita y otras tres, guardábamos nuestro bien más preciado: dos llamas. Las llamas, los aperos de labranza, la casita y su contenido pertenecían a mi padre. En cambio, el pedazo de tierra que cada jefe de familia recibía al casarse seguía perteneciendo a la comunidad.
En cuanto empecé a caminar, las miradas se posaron en mí. ¿Tenía yo conciencia de mi aspecto agradable? Sin duda. Lo oía repetir tanto… Y entre nosotros se acostumbra más extasiarse ante el volumen de una espiga de maíz o ante el color del pelo de una llama que detenerse a admirar la hermosura de una niña.
Cuando tenía seis años, mis padres decidieron pedir consejo al padre de mi padre acerca de mí. Vivía en lo alto del monte, en el límite entre la roca y la puna adonde se lleva a pacer a las llamas. El padre de mi padre tenía el honor de cuidar la huaca sagrada.
Cada comunidad o ayllu poseé su huaca, que es de algún modo el equivalente del santo patrono que protege vuestras aldeas. Seguramente habréis oído hablar de nuestras huacas. Vuestros pobres religiosos pierden el tiempo tratando de encontrarlas. En cuanto a destruirlas… Habría que secar lagos, desplazar montañas y talar árboles. Las huacas se hallan en todas partes en la naturaleza, y nosotros, la gente de los Andes, estamos particularmente dotados para detectar su poder oculto.
Nuestra huaca era un gran peñasco plantado como centinela en el nacimiento del manantial. La venerábamos: era el Markayok, el Gran Antepasado. Me enseñaron que, antes de petrificarse, había engendrado a los primeros habitantes del ayllu. Éstos se casaron entre sí, y la costumbre persistió. Ningún extranjero era admitido para fundar un hogar… Así que todos, hombres, mujeres, niños, estábamos mezclados como los cabellos de una misma cabeza, con la misma sangre subiendo por nuestras raíces. Eso es un ayllu, una comunión de carne, una solidaridad indefectible. Y si vos, padre Juan, no alcanzáis a captar ese estado espiritual, no comprenderéis jamás a nuestro pueblo.
El padre de mi padre nos esperaba cerca de la huaca. Pieles de zorro lo cubrían como una mata de pelo. Sólo mucho después, cuando preparaban sus despojos para embalsamarlo, descubrí su delgadez. Tenía un rostro fuerte: los pómulos como dos pomos de madera pulida y la mirada fulgurante. Me aterrorizaba y me maravillaba a la vez. Cuando le llevaba una jarra de chicha, me regalaba siempre un canuto de pluma lleno de piojos. No nos faltaban los piojos, pero yo conservaba los suyos piadosamente en su estuche. Habían engordado con su persona, y me parecían de una clase distinta de aquellos contra los que mi madre se encarnizaba.
Después de haber cumplido nuestros deberes religiosos, cogió el conejillo de Indias que había ordenado a mis padres que le llevaran. Sujetándolo por el cogote, le abrió rápidamente el costado derecho con un trozo de sílex, le extrajo el corazón, los pulmones y las vísceras, y elevándolos hacia el cielo se dedicó a estudiarlos. Yo aún no había asistido a un sacrificio. La vista del conejillo de Indias inerte y de su suave piel blanca y rojiza manchada de sangre, me dio ganas de vomitar. Era el más bonito que teníamos y mi preferido. Recuerdo que un cóndor desplegaba su gran sombra por encima de nosotros.
De pronto, el padre de mi padre me señaló con el dedo: «¡Será aclla!», gritó con su voz formidable.
Mi padre lanzó un suspiro, tendió las palmas de las manos hacia la huaca y le envió varios besos y unas cuantas pestañas que se había arrancado. Yo no tenía la menor idea del significado de la palabra «aclla», pero sus reacciones me hicieron pensar que se trataba de algo extraordinario. Vuelvo a ver aquella escena: la niña que era yo, con su silueta menuda, cubierta por una mata de cabello negro; el puño contra la boca rosada, como un capullo; una mirada seria, intrigada… y siento una gran ternura y compasión por su ignorancia.
La noticia corrió. El curaca, jefe de nuestro ayllu, se empeñó en felicitar a mi padre. Y me acarició la mejilla. Desde entonces me habitó el orgullo. Yo contemplaba con conmiseración a las otras niñas que no tenían mi suerte. ¿Qué suerte?, diréis vos. En la cabeza de mi madre aquello era casi tan vago como en la mía. Sin embargo, una mañana, mientras recogíamos los excrementos de nuestras llamas, que una vez secos utilizábamos como combustible, se enderezó bruscamente. «Si eres aclla, vivirás en Cuzco, en el palacio del Inca», dijo. El estupor me hizo caer al suelo, lo que me devolvió a una realidad menos encantadora.
El quinto mes del año celebramos el Aymoray, la fiesta del maíz. Después de recoger nuestra parte de la cosecha (el Inca compartía con nuestro padre, el Sol, el fruto de los dos tercios de las tierras comunales que cultivábamos), poníamos los granos más grandes en cestos y los llevábamos al almacén.
Los extranjeros que hoy vienen al Perú para comerciar no pueden hacerse una idea de la abundancia acumulada en esos inmensos almacenes que antaño jalonaban los caminos imperiales y los alrededores de las ciudades: los españoles los han transformado en posadas. El conjunto de mercancías, víveres, telas de lana y algodón, sandalias, utensilios, etcétera, representaba el tributo debido al Inca por todos los jefes de familia, y proveía a las necesidades del culto, al mantenimiento de los funcionarios, al aprovisionamiento del ejército y a los gastos de la corte de Cuzco. En caso de necesidad, las reservas de alimentos se distribuían entre las poblaciones. Por lo tanto, trabajar para el Inca era una garantía contra el hambre, una seguridad que no existe en la mayor parte de los países, incluido el vuestro, padre Juan.
Con el grano guardado en el granero y una bella mazorca colocada con devoción en cada una de nuestras casitas, comenzaba la fiesta. Los españoles reprochan a nuestro pueblo el ser taciturno. Es verdad que, a la vista de un blanco, las bocas, las orejas y los estómagos se cierran, pero ¡qué alegría tenían entonces nuestros campesinos! Mi padre se distinguía como narrador. Conocía muchas palabras y el arte de reunirlas en ramos, que lanzaba a la concurrencia deslumbrada. También era un bailarín infatigable: ¡sólo la chicha podía debilitarle las piernas!
Mi hermana, Curi Coylor, que significa «Estrella de Oro», volvió a casa durante el Aymoray. Se había casado en un «matrimonio de prueba» el año anterior. Como ya intenté explicarle al obispo de Cuzco, esa costumbre me parece muy acertada, pues nuestros hombres dan menos importancia a la virginidad que a un par de brazos vigorosos que los ayuden en el campo, y se inclinan a pensar que una mujer ya cortejada tiene más valor que otra.
Yo quería mucho a mi hermana aunque no nos parecíamos en nada. Al mirar a nuestra madre, ya se veía lo que sería la figura de Curi Coylor cuando la rudeza de la existencia le quitara su frescura y la redondez de las mejillas. Pero era risueña, de carácter conciliador, y nuestra diferencia de edad (mis padres habían perdido dos varones antes de mi nacimiento) me permitía tiranizarla. Tal vez ya lo hayáis adivinado, padre Juan: las constantes llamadas a la humildad y a la obediencia, que doblegan a las mujeres, a menudo se encontraban en conflicto con mi carácter.
El momento crucial se acercaba. Mis padres me habían anunciado que en noviembre iría con ellos a Amancay, la capital de nuestra provincia, y desfilaría ante el gobernador o su delegado, el huarmicuc, encargado de seleccionar entre las niñas de ocho a diez años a aquellas cuyo físico fuera susceptible de agradar al Inca cuando se desarrollara.
La promiscuidad en que vivíamos me había instruido acerca de las relaciones que mantienen un hombre y una mujer, y esa educación se completaba con la observación de las llamas y los conejillos de Indias. Pero me resultaba imposible asociar al Inca, nuestro amo y dios, con un acto tan natural y animal. Convertirse en aclla, que significa «mujer elegida», permanecía para mí en el dominio de lo abstracto y lo maravilloso.
Entretanto, mi hermana se había casado. Un verdadero matrimonio esta vez. El elegido, Huaman Supay, un joven trabajador, muy tímido, había alcanzado el límite fijado por la ley para el celibato. Necesitaba una esposa para ser jefe de familia y cumplir, como tal, sus obligaciones para con el Inca. Entre nosotros, el corazón no tiene lugar en los esponsales. De manera que nada hacía suponer que aquella unión engendraría una trágica historia de amor.
La víspera de la partida hacia Amancay tuve derecho a un aseo solemne. Mi madre me lavó en el arroyo con un pan de jabón hecho con raíz de chuchau que guardaba para las grandes ocasiones. Luego me examinó el cuerpo centímetro a centímetro. La menor anomalía, el defecto más mínimo, era sinónimo de eliminación.
Tras el examen se apartó de mí y suspiró. «Blanca como el huevo», dijo. Y regresamos a casa.
Una cocción de hierbas hervía lentamente sobre el fuego. Mi madre me instaló de espaldas al horno y sumergió mi cabellera en la olla, cuidando que la mixtura, que se guía en ebullición, no me quemara el cráneo, y me obligó a permanecer así más de una hora. ¡Ni un piojo escapó al suplicio!
Orgullosa, con el cabello brillando como la seda y la cabeza ardiendo, me precipité a casa de Curi Coylor, mi hermana, que vivía al lado.
La casita, recientemente construida, todavía no tenía ese buen olor espeso que engalanaba la nuestra. Encontré el hogar apagado, una jarra rota y los conejillos de Indias muy a gusto sobre los hermosos trajes de fiesta que, según la costumbre, el curaca había enviado a los novios el día de la boda. Espanté a los conejillos de Indias, sacudí la ropa y la coloqué en una de las hornacinas. Uno de los principios que nos inculcaban primero era el de la economía. He visto siempre a mi madre cuidar y remendar nuestra vestimenta hasta que se agotaba su utilidad, que era cubrirnos decentemente y protegernos de la intemperie.
La negligencia de mi hermana me consternó. Curi Coylor había cambiado mucho desde que su marido había sido designado para alistarse en el ejército. ¡Responder a la llamada del Inca y cumplir con el servicio militar era, sin embargo, el orgullo de un jefe de familia! Mi padre no dejaba de repetírselo a Curi Coylor, subrayando sus palabras con unos golpes en la cabeza que tenían por efecto redoblar sus lágrimas. Por mi parte, aunque lamentando su estado de ánimo, yo admiraba la pena de mi hermana. A mis ojos la realzaba como un adorno exótico: en nuestro ayllu, el amor nunca había hecho llorar a nadie. Salí de la casita.
Tendría que haber vuelto para ayudar a mi madre. La había dejado atando unos manojos de hierbas medicinales que se proponía cambiar en el mercado de Amancay por un espejito de latón. Ese espejo, símbolo de una coquetería abandonada al franquear el umbral del matrimonio, resumía sus más locas ambiciones: una de las mujeres del curaca tenía uno…
Digo «una de las mujeres» porque la posición de nuestro curaca lo autorizaba a tener dos. La cantidad de mujeres y de llamas, que podía alcanzar cifras considerables, indicaba el rango que ocupaba un hombre en el Estado. Esta costumbre sin duda os sorprende, padre Juan. Sorprende a todos los españoles, y esa reacción me sorprende a mí. ¿Acaso ellos no tienen también concubinas? La diferencia está en que poseer varias mujeres representaba un derecho honorífico para nuestros señores, mientras que para vuestros compatriotas es un pecado. ¡Y dicen que se peca mucho en vuestro país! Una religión, por santa que sea, no puede anular el instinto. Entonces, ¿por qué condenar el acto carnal? ¡Pienso que eso no hace más que añadir leña al fuego! Y en ese sentido nunca he ocultado mi modo de pensar al obispo de Cuzco. Somos buenos amigos y tiene la indulgencia de escuchar y excusar mis palabras.
Volviendo a esa tarde fatal, decidí subir hasta los pastos y aumentar con algunos puñados de hierbas la recolección de mi madre. La notaba triste. Si me hubieran dicho que era tener que separarse de mí lo que le apenaba, no lo habría creído, ¡tan escasas y protocolarias eran las palabras y los gestos entre nosotros!
Atravesé los campos situados por encima de la aldea. La tierra, desnuda y abonada, descansaba esperando la llegada de diciembre, mes durante el cual plantábamos las patatas y sembrábamos la quinua, que es una especie de arroz. Me entretenía deshaciendo los terrones con la punta del pie cuando vi a mi padre. Estaba bajando el monte. Estuve a punto de caerme de la emoción… Detrás iba Huaman Supay, el marido de mi hermana, y ésta los seguía más lejos. Deduje que el Inca había enviado a casa a Huaman Supay. Corrí hacia ellos.
Mi alegría se disipó rápidamente. No me atreví a interrogar a mi padre. Pasó ante mí hollando la hierba como si quisiera aplastarla, seguido por Huaman Supay. Éste no respondió a mi saludo, lo que acabó de desconcertarme, porque la cortesía se impone entre nosotros en toda circunstancia. Curi Coylor se acercaba. Su rostro era el de una muerta. Di un salto y le tiré de la falda.
—No podía vivir sin mí —dijo ella— y ha desertado. Llegó anoche, nos escondimos en una gruta y padre nos descubrió… Nos amamos, ¿comprendes?
Comprendí simplemente que los amenazaba algo semejante a la sequía o a un temblor de tierra.
—¿Van a castigarlo? —murmuré.
Curi Coylor me miró. Sus ojos eran como dos piedras.
—Padre va a llevarlo ante el curaca, el curaca lo llevará a Amancay, donde lo juzgarán y lo ejecutarán. Es la ley.
—¿Lo ejecutarán…? —Nunca había oído aquella palabra.
—Lo colgarán de los pies, lo lapidarán o lo matarán a garrotazos. ¡Lo matarán! ¿Entiendes?
Si Huaman Supay iba a morir, ¿por qué ella no lloraba, por qué no se arañaba las mejillas como hacen las mujeres cuando hay un duelo en su casa? Su voz sin matices y su mirada seca me espantaban. Contemplé los techos de paja de nuestro ayllu. Aquel paisaje, el único que yo conocía, más cálido para mi corazón que los brazos de mi madre, de pronto me pareció hostil. Me detuve, sujetando a mi hermana por la ropa.
—Huye —dije—. Huid los dos. Id a los montes…
Mi hermana bajó la cabeza.
—Es la ley —repitió—. Ha desobedecido y debe morir.
Entonces, bruscamente, no pude soportar más aquella resignación y fui yo quien huyó.
Entendámonos bien, padre Juan. La idea de condenar a mi padre porque iba a denunciar a su yerno ni se me vino a la mente y, aún hoy, apruebo su rigor. Mi padre era un buen padre, un hombre valiente. Cuando era más joven había combatido en el ejército del Inca y, en recompensa por su conducta, al volver lo habían nombrado pisca camayoc, es decir, jefe de cinco familias, que dependía del chunca camayoc, que tenía a su cargo diez familias, y así sucesivamente, de decenas en centenas, de centenas en millares, hasta el tucricoc, que controlaba cuarenta mil familias y era generalmente el gobernador de su provincia. Esas cinco familias confiadas a mi padre se encontraban bajo su entera responsabilidad. Él debía informar a su superior acerca de los débiles, los anormales, los enfermos, los necesitados, los perezosos, los incompetentes, los nacimientos, las muertes y, llegado el caso, los adulterios y los crímenes. ¡Si no hubiera denunciado a su yerno, la cólera del Inca se habría abatido en primer lugar sobre nosotros; probablemente incluso la aldea hubiera sido destruida para extirpar la vergüenza hasta las raíces!
Evidentemente, en aquella época yo no conocía en detalle la organización de nuestra sociedad, que permitía al Inca estar informado de las necesidades y debilidades de cada uno de sus millones de súbditos, pero el sentido del deber que teñíamos respecto de él me impregnaba ya… ¿Contra qué, contra quién se dirigía entonces la rebeldía que me arrebataba? Lo único que sé es que, cegada por las lágrimas, hipando, aturdida por la súbita aparición de la desgracia en mi breve existencia, resbalé en la cresta de una roca, rodé por los pastos y me fracturé la pierna derecha.
Nosotros tenemos la convicción de que la falta cometida por uno de los nuestros recae sobre sus allegados, incluso sobre todo su ayllu. En los meses que siguieron, Huaman Supay, a pesar de que había expiado su crimen en la horca, fue maldecido a menudo. Se le atribuyeron las diarreas de los lactantes, la pérdida de una llama y también la llegada de una gran bandada de loros procedentes de las tierras cálidas que esquilmaron los sembrados y causaron otros males.
Personalmente, yo no dudaba que su deserción había atraído sobre mí la cólera divina, y aquel bello amor que había conmovido mi corazón ya sólo me inspiraba furia y repugnancia. Al principio, mi madre decía: «Te llevaremos a Amancay el año que viene». Pero cuando nos dimos cuenta de que yo cojeaba, dijo: «Mostrarte al huarmicuc era una idea del padre de tu padre y del curaca. Les hubiera enorgullecido que una de las nuestras fuera aclla y sirviera en todo al Inca. A nosotros también. Pero ¿qué aire se respira mejor que el del primer aliento? Te casarás. Cojear no impide que una mujer procree y cumpla sus tareas».
Mi porvenir retomaba los límites fijados por mi nacimiento. De todos modos, ¿había llegado alguna vez mi mente a representarse un horizonte más soberano que la áspera cresta de nuestros montes y riquezas más fabulosas que una buena cosecha? En lo que se refiere al palacio del Inca… ¿quién hubiera podido describírmelo? No era más que un punto centelleante en mi espíritu, parecido a la luz que irradian las inaccesibles estrellas.
Así, yo no sufría por renunciar a esplendores que no podía imaginar sino, simplemente, por haber perdido mi importancia, por no ser más que lo que era: una entre tantas y lisiada, por añadidura. Y me lo repetía a mí misma, sintiendo una amarga satisfacción al exagerar mi infortunio, que se reducía, en realidad, a una leve cojera.
Se sucedieron los meses (lunas, decimos nosotros). Los campos se cubrieron de brotes nuevos y pronto nosotros, los niños, tuvimos mucho trabajo alejando a los pájaros. Volvió el tiempo de las cosechas. Yo ayudaba a liberar las mazorcas de maíz de su jubón de hojas, las desgranaba y clasificaba los granos. Después llegó el turno de las patatas, la quinua, los guisantes, las judías… También buscaba raíces para variar las sopas calientes, que componían nuestra comida diaria. Y recogía las flores que servían para teñir las lanas procedentes de los rebaños del Inca. Los funcionarios que repartían los fardos de lana en las aldeas volvían a recogerlos una vez que las mujeres habían confeccionado los tejidos.
A finales de julio, terminábamos de enterrar en nuestra parcela el guano que nos correspondía para hacer fructificar las próximas siembras, cuando el curaca mandó llamar a mi padre. Le ordenó ir a Cuzco y traer de allí un aríbalo que él y otros curacas destinarían al gobernador de nuestra provincia. Deseoso de distraerse en su delicada misión con las necesidades cotidianas, mi padre consiguió que se nos permitiera acompañarlo. Partimos en cuanto recibimos las autorizaciones indispensables para todo desplazamiento. Ver Cuzco representaba un acontecimiento único en la existencia de un campesino, y pocos podían jactarse de ello.
Para mí, aquel viaje fue fundamental. El orgullo devolvía a mi madre un poco de su juventud, agrandaba sus ojos. Se había puesto su traje de fiesta. Una ancha faja bordada con lana de vivos colores fruncía su túnica en la cintura, y los lados de su lliclla, el chal de nuestras regiones, caían muy derechos, sujetos borde con borde sobre el pecho con un alfiler de bronce. Como nosotros, iba descalza, pues reservaba sus sandalias de piel de llama para la ciudad. A la espalda llevaba lo que necesitaríamos durante el viaje: la provisión de harina de maíz, las habichuelas, la sal, varios puñados de uchu (esos pequeños ajíes rojos que abrasan deliciosamente el paladar) e incluso el recipiente con chicha, las calabazas que nos servían de vajilla y los palitos para prender el fuego. En la mano izquierda cargaba el huso. Ni siquiera durante la marcha nuestras mujeres permanecen inactivas.
Pronto llegamos a la Nan Cuna. Nuestro camino imperial asombró mucho a vuestros compatriotas cuando lo vieron. Al no tener nada parecido, ni siquiera aproximado, en su país, les resultaba difícil comprender que unos bárbaros hubieran podido llevar a cabo semejante obra. Además, ahora descuidan su mantenimiento. Los muretes se desploman por todas partes y ya no se cuidan las canalizaciones en los lugares pantanosos. Antiguamente, cuando pasaba el cortejo del Inca, se habría colgado a los inspectores encargados de la vigilancia de los caminos por el menor yerbajo olvidado entre el empedrado, pero ¡Pachamcutin!, «el mundo cambia», decimos nosotros.
En nuestro viaje, mis padres y yo nos alineábamos al borde de la calzada para dejar paso a las literas, de las que yo no distinguía más que los doseles emplumados por encima de la cabeza de los servidores, que las rodeaban como nubes de moscas. Imaginar el goce de ir muellemente tendida y balanceada al ritmo de los porteadores me daba languidez, y entonces avanzaba lentamente.
En una curva del camino de montaña, una de las literas se detuvo en un terraplén dispuesto para que los viajeros pudieran apreciar los detalles del paisaje. De ella descendió un hombre. Yo estaba abajo, en la pendiente, y lo distinguí con claridad. Llevaba una vincha como tocado, su túnica estaba bordada de plumas verdes y azules, colgantes de oro brillaban en sus orejas y sobre su pecho. Me encandilé contemplando aquellos fuegos amarillos, pero lo que más me llamó la atención fue su porte, ese aire inimitable que sólo se da en la riqueza y con el que todavía no me había cruzado. Además, era hermoso, de tez clara, como la mía.
Mi padre dijo a mi madre: «¡Mira, un chachapuya! Uno de esos a los que combatimos antes. Esos chachapuyas son feroces guerreros. Lo he reconocido por la vincha, que es su signo distintivo. Seguramente es un gran curaca que va a Cuzco para la fiesta del arado».
¡Un curaca, aquel príncipe! ¡Qué pobre aspecto tenía a su lado el nuestro, que para mí, después del Inca invisible y omnipotente, había encarnado hasta aquel momento el poder soberano! Me quedé atontada y pensativa al descubrir bruscamente que había otros mundos fuera del nuestro. Al final del día llegamos al Apurimac.
Padre Juan, no voy a describiros los esplendores de nuestro río sagrado; vos mismo lo habéis atravesado para venir a Cuzco. ¡Pero pensad en la impresión que puede producir en una niña, que jamás ha cruzado más que un modesto arroyo, el torrente de esa prodigiosa masa de agua lanzándose entre dos farallones! Su rugido me aterró, me llenaba la cabeza hasta tal punto que casi habría olvidado acuclillarme (es nuestra manera de arrodillarnos) ante la huaca que guardaba el puente. En realidad, dos puentes. Uno, más espacioso, para la noble afluencia que nos precedía; el otro, hacia el que nos dirigíamos con un equipo de obreros encargados de la limpieza del camino, más estrecho. Aferrada a la capa de mi padre, yo temblaba como un pajarito en el momento del primer vuelo. Me equivocaba. Sobre esas delgadas pasarelas de cuerdas colgadas sobre el río a más de treinta metros, los españoles consiguieron pasar incluso con su caballería. Es verdad que, al principio de la Conquista, muchos las pasaron arrastrándose…
Cayó la noche. Divisamos los fuegos de un tampu. Un aroma a comida llegó hasta donde estábamos y me cosquilleó la nariz. La carne era un alimento raro para nosotros. Cuando el gobernador de nuestra provincia la hacía distribuir, la salábamos, la secábamos al aire de los montes y la degustábamos sólo en ciertas ocasiones para que nos durase hasta el próximo reparto.
No nos detuvimos en el tampu. Me enteré de que esos albergues públicos, que jalonaban la Nan Cuna de sur a norte del Imperio, estaban reservados para personas de rango superior al nuestro. Devoré mi papilla de maíz y me dormí al borde del camino, acurrucada contra mi madre.
Al cuarto día, por la mañana, llegamos a las puertas de Cuzco. Imitando a mis padres, me postré en dirección al Sol y besé la tierra.
El artesano a quien el curaca había encargado el aríbalo vivía en los suburbios… ¿Que qué es un aríbalo? Un gran recipiente de perfil redondeado y acabado en punta, que sirve para transportar líquidos. Está provisto de dos anillas laterales por las cuales pasa una cuerda que permite sujetarlo a la espalda del porteador. El artesano nos anunció que no estaría listo hasta el día siguiente. Como la gran Fiesta del Arado se celebraba aquel mismo día, mi padre pidió al artesano que le indicara el camino para dirigirse al sitio donde tendría lugar la ceremonia. Éste meneó la cabeza.
«¡Hombre del campo! ¡Entérate de que el seno de nuestra ciudad está prohibido a quien no sea de utilidad para el servicio o la distracción del Inca y sus parientes! Mi muchacho os va a conducir, a ti y a tu familia, hasta la colina de Sacsahuaman. Contemplar, aun de lejos, a nuestro Capa Inca, el gran Huayna Capac, es un recuerdo que adornará con flores toda vuestra vida… ¡Qué hermosa hija tienes! Es una lástima que no viváis aquí: me la prestarías y yo la pintaría en mis vasijas».
Desde el cerro donde nos instaló el chico, dominábamos el valle rodeado por las crestas oscuras de los montes que se encaballaban. En el medio se levantaba Cuzco, y fue así como descubrí la ciudad entera, con tantos reflejos tornasolados que quedé deslumbrada.
Cuzco ha cambiado mucho, padre Juan, desde que vuestros compatriotas arrancaron las placas de oro que cubrían las fachadas de sus templos y sus palacios, y desde que el gran incendio consumió la real cabellera de hilos de oro y plata, mezclados con briznas de paja, que cubría sus techos. Pero si la hubierais visto como yo la vi, antes de que vinieran los vuestros… ¡Una maravilla!
Entonces unos cantos atrajeron mi atención. Se elevaban desde las terrazas de cultivo, situadas hacia abajo, y saludaban la aparición del Inca y su séquito… ¿Describiros mi impresión? ¡Yo estaba demasiado lejos, mi espíritu se hallaba demasiado alterado y tendré cien ocasiones de pintaros mejor a Huayna Capac!
Mientras el Inca, con su taklla de oro, inauguraba la estación de labranza trazando el primer surco a los sones alegres del haylli, mi interés, llevado por la curiosidad natural de mi sexo, se detuvo en las mujeres que habían invadido el campo. Unas ofrecían vasos de chicha; otras, acuclilladas ante el Inca y los príncipes de la familia real dedicados al trabajo, rompían con sus manos desnudas los terrones que alzaban las palas. Yo adelantaba sus gestos mentalmente: eran los mismos que mi madre, mi hermana y yo realizábamos en la aldea. Sin embargo, ¡qué diferencia, qué gracia en los movimientos de aquellas criaturas, con qué sedosa soltura se dibujaban sus siluetas bajo las túnicas sujetas con joyas! Y si, a esa distancia, yo no podía distinguir sus rasgos, adivinaba que igualaban la finura de sus adornos, de manera que de pronto me sentí basta y grosera, como uno de esos cacharros que hacemos para nuestro uso comparado con los que había admirado en casa del artesano… ¡Pero aquel hombre que creaba obras maestras me había encontrado lo suficientemente hermosa para hacerme figurar en ellas! Lancé un gemido.
«¿Qué te pasa?», preguntó mi madre inclinándose. Su rostro me dio miedo: era el mío, el que yo tendría más adelante. La rechacé.
Cuando regresamos al ayllu, fui a implorar a la huaca. Subía todas las tardes a donde estaba y no dejaba de proveerme de presentes: una hebra de lana, una pluma de ave, espinas de cactus (con las que elaborábamos agujas y las púas de nuestros peines); en fin, todo lo que me parecía suficientemente precioso para enternecerla. También le rezaba a la Pachamama.
Aquellos de los nuestros a quienes vuestros religiosos han convertido confunden a menudo a la Virgen María y a la Pachamama. Esperan misericordia y protección de las dos. Pero una, llevada al cielo por los ángeles, es la madre de Dios; mientras que la otra, nuestra Pachamama, es la madre de la tierra. Y la tierra, tal vez lo hayáis comprendido, padre Juan, es la fuente en la cual recogemos nuestra fuerza, la paz de nuestra alma, lo mejor de nosotros mismos.
A riesgo de romperme el cuello, buscaba entre los desprendimientos guijarros que elegía por su forma insólita o su hermoso color, y los hundía en el suelo, sabiendo que la Pachamama se alegraría. Un día distinguí entre la hierba de la puna una de esas borlas de lana roja que atábamos en la frente de las llamas para protegerlas de los malos espíritus. La cogí y la enterré. ¡A la Pachamama le encanta el rojo! Luego, temí el enojo de nuestra diosa: la Pachamama recompensa a los honestos, pero contra los demás desencadena a los demonios que merodean en las alturas.
Pregunté a mi hermana: «¿No te parece que cojeo menos?». Curi Coylor me contempló con el aire extraviado que tenía desde la ejecución de su marido. «Tal vez… ¡Sí, es cierto!». Mentía. Le di la espalda. Su idiotez me exasperaba. ¿Se puede vivir con el recuerdo de un miserable que había osado ofender al Inca y había quebrantado el prodigioso destino de su cuñada?
Cuzco me obsesionaba.
Yo maduraba antes de tiempo y, adoptando sin sospecharlo los defectos de las mujeres del Inca, de las que no había percibido más que las facetas brillantes, me volví vanidosa y despreciativa. Esas inclinaciones, como sospecharéis, no tenían cabida entre nosotros, y la reprobación de los míos me encerraba cada día un poco más en la soledad.
Como último recurso, empecé en secreto un ayuno, como acostumbraban hacer mis padres para purificarse en la víspera de las grandes fiestas religiosas. Durante cinco días me las arreglé para no tomar más que un puñado de maíz crudo y agua. Al quinto día, mi madre empezó la preparación del chuño, una especie de puré de patatas cocido y secado en el hielo, al que lo exponíamos por la noche, que constituye, con el maíz y la quinua, la reserva básica de la alimentación campesina.
Durante toda la mañana aplasté las patatas con los pies para sacarles el jugo. El esfuerzo consumió mis últimas fuerzas. Por la tarde, me escapé y trepé por en medio de los pastos. Tenía vértigos, la pendiente se escabullía, me caí varias veces y, antes de llegar a la huaca, me desplomé. Una mano ruda me aferró. Me encontré suspendida entre el cielo y la tierra, como un conejillo de Indias, frente a la mirada terrible del padre de mi padre.
No tuvo ninguna dificultad en hacerme confesar. Aunque no era más que un anciano cuyo espacio se reducía al horizonte que su vista podía abarcar, el Creador lo había dotado de sabiduría y clarividencia, virtudes acrecentadas por interminables meditaciones, en el transcurso de las cuales su espíritu flotaba entre los vapores de la chicha.
Cada vez que tengo un problema, recuerdo sus palabras. Lamentablemente, traducidas del quechua al castellano, pierden su sabor.
—Hace dos lunas que te observo, pequeña —dijo—. Cuando nuestras mujeres suplican a la Pachamama que nos envíe una buena cosecha, ¿crees que después de rociar la tierra con chicha y depositar en ella buen maíz y plantas mágicas, que después de las danzas y cantos destinados a agradar a nuestra diosa, se cruzan de brazos? ¡Ciertamente, no! El trabajo viene a acrecentar el valor de sus ofrendas. ¿Qué has hecho tú sino admirar tu piel clara y lamentarte? Los poderes benéficos, que están por todas partes, conceden protección sólo a aquellos que saben mostrarse dignos de ella. Si quieres algo, haz lo necesario para obtenerlo y podrás contar con la ayuda divina… Tu madre ha empollado un pajarito demasiado hermoso; tú no has nacido para permanecer aquí, pero la pobre se niega a reconocerlo. Los padres ven a sus hijos en el espejo de su propia juventud… He predicho que serías aclla, ¡y lo serás! Vuelve mañana. No olvides decir a tu madre que me cocine un guiso, y tráeme un vaso de chicha.
Entonces empezó la tortura. Durante meses tuve la pierna inmovilizada, envuelta en un emplasto de hierbas sujeto por unas tablas de madera. Cada semana, el padre de mi padre deshacía su trabajo, me lavaba la pierna con orina y añadía a esos cuidados los encantamientos apropiados; luego, me ponía un emplasto fresco y otra vez las tablas. También me recomendaba ser humilde. Pero lo que la Pachamama leía en el fondo de mi corazón no debía de contentarla: cuando él retiró las tablas yo seguía cojeando.
La prueba, sin embargo, no había sido inútil. Aquella vez rechacé la derrota y decidí ocuparme yo misma de mi maldita pierna. Al notar que llevaba todo el peso de mi cuerpo sobre la cadera derecha, decidí que bastaba con hacer lo contrario.
Os he hablado mucho sobre el tema, así que no os diré lo que me costó rectificar mi manera de caminar, pero adquirí una voluntad dura como el asta de una lanza y, en noviembre, mis padres me llevaron a Amancay. El huarmicuc me retuvo. Dije adiós a mi familia y entré en el aclla huasi.
Padre Juan, si lo deseáis, proseguiremos este relato después de cenar…