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Padre Juan de Mendoza. En Cuzco, ciudad del Perú, 1 de octubre de 1572.
El alba deshace la noche. Por la ventana veo a los porteadores salir uno a uno, pesadamente cargados, con la espalda horizontal. Anoche, como su conversación prolongó la velada hasta una hora en la cual hubiera sido inconveniente presentarme en el obispado, me convenció de aceptar su hospitalidad. También acepté tomar parte en el viaje. No podía desear invitación más oportuna. ¡Bendito seas, Señor, que seguramente la has inspirado!
El valle de Yucay, me ha dicho, no está más que a tres o cuatro leguas de Cuzco. Me rogó que eligiera un caballo en sus caballerizas. Me he quedado con un soberbio alazán tostado. Había recibido otro igual de mi padre cuando cumplí los quince años… ¡Señor Dios mío! ¿Me curaré algún día de ese gusto que todavía me inclina, a pesar mío, hacia los bienes terrenales? Tendría que haberme contentado con el rocín que me prestaron los buenos padres de Lima. Pero ¿no hubiera sido una torpeza rehusar?
¿Qué pensar de su amabilidad? Creo que practica el juego que le ha dado tan buen resultado con las autoridades gubernamentales, a fin de incorporarme al coro que canta sus alabanzas. ¡No olvidemos jamás que la duplicidad es femenina y que las mentiras en una hermosa boca suenan claras como el cristal! Sin embargo, en lo que concierne a su pasado, se expresa con una emoción, una sinceridad innegables. Cuando lo evoca, se la ve tal como debía de ser: fascinante, ¡y tan inocente en el pecado!
Esas muertes colectivas son abominables. Pero ¿no ofrecen una esperanza? Si consiguiéramos volver esa fe ciega hacia Ti, Señor, ¡qué cosecha de almas!
Una preocupación me estropea un poco el día. Pedrillo, mi intérprete, a quien anoche di permiso para ausentarse, no ha reaparecido. Sin embargo, hasta ahora no tengo más que alabanzas acerca de él. Sin intérprete, heme aquí, entre estos indios, privado del oído y de la palabra. De modo que, donde sea que vayamos, estaré enteramente a merced de ella.
Se me ocurre algo. ¿Será que intenta aislarme? ¿Habrá sido ella quien ha apartado a Pedrillo? Si ésta es como me dicen, se le puede atribuir cualquier intención, hasta la más funesta. Pero ¿no me estoy sugestionando? Hay sólo un medio para saber: proseguir, observar, escuchar…
Después de las escenas de inmolación colectiva que os he descrito y de mi rapto, cuando me desperté era de día. Comprobé que estaba en una litera, que esa litera avanzaba y, apoyándome en los recuerdos que se dignaba entregarme mi memoria, todavía muy confusa, creí que el estrangulador había realizado su tarea y que me encontraba viajando a través del país del que no se regresa. Arriesgué una mirada a través de una de las aberturas practicadas en las cortinas. Mi corazón se ensanchó, cálido y dulce en mi pecho.
Así debía de ser el eterno banquete al que son convidadas las aclla difuntas: una extensión de verde, de un verde tan verde, tan vivo, que en ninguna parte había visto algo similar, y aquel festín de flores, los cantos de mil arroyuelos brotando de todas partes, aquella paz sobre la que se inclinaba la sombra violeta de los montes.
Tenía sed. Alegre, curiosa de saber qué néctar bebía la gente del más allá, llamé. El paso de los porteadores se inmovilizó. Apareció un hombre que no tenía en absoluto un aspecto celestial, pero eso no me desanimó.
—Quienquiera que seas —dije, alegremente—, ¿tendrías la bondad de darme de beber?
El hombre se desembarazó del recipiente que llevaba a la espalda, llenó un vaso y me lo tendió. Le di las gracias y bebí. No era más que agua, pero jamás una bebida me había parecido tan delicada.
—¿Dónde estamos? —pregunté por el placer de oír mi felicidad confirmada por la boca rugosa del hombre, que debía de ser un servidor cumpliendo con sus tareas, pues cada uno de nosotros prosigue en la muerte la existencia que ha abandonado.
—En el valle de Yucay —contestó. Mi mente se bloqueó.
—¿En el valle de Yucay? —repetí—. Pero…
El hombre se inclinó.
—Pronto llegarás.
—¿Adónde? ¿Quién eres? ¿Adónde me llevas? —Grité. Todo se enredaba de nuevo en mi cabeza.
—Te llevamos adonde nos ordenó que te lleváramos Huáscar Inca, el nuevo amo de todos nosotros, ahora que el venerado Huayna Capac, su padre, no está.
Las cortinas bajaron y la litera volvió a partir. De pronto recordé… Esas manos que me habían aferrado, arrancado al sacrificio… De un tirón, sin transición, recobré mi ser de persona viviente. Creedme, padre Juan, no fue agradable en absoluto: ¡con la vida, resurgían también las complicaciones!
¿Por qué Huáscar me había hecho raptar? ¿Habría ofendido sin querer en Tumipampa al príncipe taciturno y desabrido que ahora era mi señor? Traté de recordar. No tuve que pensar mucho para llegar de Huáscar a su madre, la Coya Rahua Ocllo. Se decía que tenía absoluto poder sobre él y, ¿no me lo había dicho ella misma?: «Cuando Huáscar reine, reinaré yo y no te olvidaré…». Yo había fallado en mi cometido. Atahualpa había heredado el reino de Quito y la Coya no olvidaba, se vengaba. Pero ¿qué planeaba? ¡Mi muerte, la elegida por mí, no le bastaba entonces!
Después de un tiempo que me pareció interminable, la litera se detuvo. Reuní todo mi valor y levanté una de las cortinas. Estábamos en el flanco de una montaña, dominando terrazas de cultivo, rojizas y amarillas, pues se acercaba la cosecha. Podía oír los sonidos de los tamboriles golpeados por las mujeres y los niños. En nuestro ayllu hacíamos lo mismo para espantar a los pájaros. Abajo divisé los campos de coca, cuyas hojas lustrosas formaban manchas de un verde, brillante, y las ondulaciones plateadas de un río.
Aparté rápidamente la otra cortina. Mi mirada encontró los muros de un palacio todo de granito blanco, tan brillante a la luz del mediodía que mis ojos, que habían pasado largo tiempo holgazaneando en la penumbra, parpadearon y se llenaron de lágrimas.
Padre Juan, es el palacio donde estamos, y voy a daros la explicación de ese magnífico centelleo que os ha maravillado también a vos. Se debe simplemente al mortero, una mezcla de plomo, plata y oro, vertido entre los bloques de piedra, procedimiento empleado a menudo para los palacios de nuestros incas y también para los templos y que, por otra parte, os lo hago notar a mi pesar, fue causa de la destrucción de numerosos edificios por vuestros compatriotas.
Pero volvamos. Aparecieron los servidores. Uno de ellos se acercó a la litera.
—Tómate la molestia de entrar —me dijo.
Por un porche de espeso dintel esculpido con cabezas de pumas, penetré en esta sala, donde nos encontramos. La veis completamente desnuda. Antaño estaba enteramente tapizada hasta la altura de un hombre con láminas de oro, en las que había representadas figuras en relieve de animales, pájaros o plantas… Cada lámina era una pequeña obra maestra llena de risueña gracia. El suelo estaba cubierto con pieles de jaguar, y las hornacinas que veis aparecían adornadas con jarrones y estatuillas con incrustaciones de turquesas, coral y lapislázuli, cuyos destellos se reflejaban en el oro de las paredes. Al entrar, aspiré el olor sutil de las vigas de madera aromática aprisionado por las colgaduras.
—Te hemos preparado comida —dijo el servidor.
Me trajeron unos crustáceos que parecían tan excelentes como los que degustamos en Rimac recién cogidos, perdices asadas, maíz tostado, aguacates y piña. Desde la muerte de Huayna Capac yo me había alimentado sobre todo de lágrimas. El apetito me volvió ante aquellos manjares y resolví no hacerme preguntas que no cambiarían en nada mi situación y aprovechar el tiempo y los placeres que se me brindaban. ¡A menudo, no depende más que de uno mismo convertir un instante o bien en un delicado ramillete de sensaciones o bien en un haz de espinas! Así que saboreé aquellos alimentos sin preocuparme por el veneno que podían contener. A continuación tuve sueño y lo dije.
Atravesamos una galería con un amplio ventanal sobre el valle y después un patio pavimentado, en medio del cual una fuente con cuello de oro murmuraba rodeada de matas de chihaihua, que son unas flores amarillas parecidas a vuestros claveles de España. Bajando algunos escalones, me encontré en un dormitorio. Dos sirvientas me desvistieron, me tendí y me dormí.
Las sirvientas me despertaron a la luz de una antorcha.
—Debes prepararte —anunciaron.
Las seguí con indiferencia. Ya fuera por los efectos de la coca, que se prolongaban, alguna droga sutil echada en los alimentos o la emoción, me sentía como una planta que espera pasivamente que la abonen, que la rieguen, que la corten. Me llevaron al baño por un laberinto de escaleras. El agua, que salía de las fauces de dos serpientes con escamas de oro y plata, que enlazaban sus anillos en la piedra, saltaba y parecía fundirse en oro cuando tocaba la tina, enteramente forrada con el precioso metal. La tina era lo suficientemente grande como para que varias personas retozaran en ella. En las paredes laterales se abrían unas pequeñas hornacinas en las que había unas estatuillas de llamas y vasijas que contenían aceites y ungüentos.
Me puse bajo el chorro. El agua, muy pura, muy fría, conductora de las fuerzas benéficas que secretan nuestros montes, me purificó y disipó mi aturdimiento. Recobré la razón. El día anterior estaba dispuesta a tender el cuello a los estranguladores, vivía en la muerte, recibirla me resultaba dulce. Un momento antes la aceptaba todavía. De pronto, me horrorizó. Escapé de las manos de las sirvientas, me precipité por la escalera y, guiada por las antorchas, con las dos mujeres perdiendo el aliento tras de mí, llegué al dormitorio.
Mi ropa había desaparecido, reemplazada por una túnica de hilos de plata y una lliclla de fondo blanco, elegantemente rayada en rojo y negro. Me puse la túnica. Mis cabellos goteaban agua. Las sirvientas, que me habían alcanzado, protestaban. Para evitar que sus graznidos atrajeran al resto de la servidumbre, dejé que me arreglaran el cabello mientras reflexionaba en los medios para huir. ¿Cómo? ¿Adónde? No lo sabía…
De pronto, las sirvientas sofocaron una exclamación, dejaron los peines y se postraron. Me volví, y yo también me arrojé al suelo.
—Levántate, Azarpay —dijo Huáscar.
El llautu y la mascapaycha le conferían una dimensión que no tenía en mi memoria… Padre Juan, quizá sea tiempo de describiros los emblemas de la majestad divina de nuestros Incas. El llautu es una trenza de cuatro colores, enrollada cuatro o cinco veces alrededor de la cabeza, que forma una especie de diadema casi cuadrada y sujeta sobre la frente un fleco corto y tupido de lana de vicuña roja, cuyas hebras están apretadas en tubitos de oro. Este fleco se llama la mascapaycha. Por encima del llautu, se yerguen, imperiales, dos plumas de corequenque, una blanca y una negra. En nuestra época, se creía que en el cielo de la sierra no había más que una pareja de estos pájaros, lo que aumentaba el carácter fabuloso del tocado.
Las sirvientas se habían eclipsado. Sentía la mirada de Huáscar sobre mí.
—Azarpay —dijo—, desde que te vi en Tumipampa, en mi cuerpo sólo hay tormentos. Cálmalo.
Era mi señor, el Inca, el dios. Me quité la túnica y repetí con él lo que había hecho con su padre.
Al día siguiente, Huáscar me llevó hasta el valle y allí me señaló los montes unidos al palacio. Los muros de piedra, sosteniendo las tierras de cultivo, rayaban de ocre las laderas. A media pendiente se divisaban las aldeas, de lejos no más grandes que las maquetas de arcilla que son para nuestros arquitectos lo mismo que los planos para los vuestros.
Desde el valle subimos en literas hasta los jardines instalados por encima del palacio. Allí vi por primera vez helechos arborescentes, a través de los cuales el cielo se recorta como un encaje, y maravillosas orquídeas, daturas, flores papagayo… También había pisonay, esos árboles grandes cargados de flores que caen en racimos sangrantes, que Huáscar me hizo probar, porque son comestibles, y grandes macizos de kantuta. La kantuta, como una campanilla de color rojo vivo, amarillo o violeta, encaramada en ramilletes de tres o cuatro sobre una rama, es flor sagrada, reservada al Inca.
Despidió a su escolta y fuimos hasta un cercado en el que chillaban unos minúsculos monos burlones. Los pájaros estaban por todas partes: loritos verdes, guacamayos multicolores, golondrinas, tórtolas y colibríes. Ignoro cómo es el paraíso, pero aquel lugar se parecía mucho a las descripciones que hacen vuestros monjes.
Seguimos a pie hasta los pastos, en cuyo borde comienza la roca. Yo respiraba con deleite el aire de las cimas cercanas. Había olvidado su limpidez, el olor de las hierbas y las piedras calcinadas por las heladas y el sol, y casi olvidaba interrogarme acerca de la actitud del Inca hacia mí. Cuando su capricho estuviera satisfecho… ¡Ya le había consagrado la noche entera! ¿Qué haría conmigo?
Juntos, contemplamos las alturas. Había rebaños de llamas pastando. Nos rodeaba un silencio grandioso. Huáscar no parecía dispuesto a romperlo. No era alegre ni expansivo, no había dicho diez frases desde la mañana. De pronto dijo, sin mirarme:
—Quiero saber todo de tu vida pasada, no me ocultes nada.
Yo no tenía nada que esconder, salvo la atracción que había sentido por Manco, pero hubiera preferido ahogarme con una calabaza de pimientos a confesar esa debilidad que mi corazón todavía tenía a veces dificultad en controlar. Cuando terminé de hablar, Huáscar dirigió hacia mí su rostro chato, realzado por su nariz, curvada como un pico.
—Al volver de Tumipampa, tu nombre cantaba en mis oídos, tu belleza iluminaba cada uno de mis pensamientos. Sabía por mis adivinos que los días de mi padre estaban contados y que pronto me pertenecerías. Anoche no me decepcionaste. Cuando se bebe en tu copa, ¡oh, Azarpay!, se tiene cada vez más sed. Agradezco al gran Huayna Capac que te eligiera para mí… Mañana vuelvo a Cuzco. Me esperarás. Dispón de este palacio. Sus servidores ahora son tuyos.
Se agachó, recogió una brizna de hierba y me la tendió.
—La hierba se multiplica con las estaciones. Haré de tus alegrías la inmensa preocupación de mis días. Pero no me engañes nunca ni con actos ni con palabras, o verteré oro fundido en tus ojos mentirosos y te entregaré a mis pumas.
La pasión del Inca se hizo oficial cuando me llevó a Cuzco y, ante varios nobles de su familia, me donó este palacio de Yucay y las tierras y montes que dependen de él. La Coya Rahua Ocllo estaba presente. Me demostró una amistad a la que yo respondía con respeto, burlándome retrospectivamente de mis temores, pero tomando sus mohínes por lo que eran. ¡No hay peor enemigo que el que nos sonríe, padre Juan! Y yo sospechaba que ella no descansaría hasta haber aniquilado la inclinación de su hijo, en lo que la ayudarían todas las mujeres del Inca.
Sin embargo, a pesar de la fuerza del adversario, que en la corte de Cuzco me laceraría con sus garras, el amor de Huáscar crecía como un árbol pleno de savia. No me negaba nada. Yo ni siquiera tenía que pedir. Algunas palabras lanzadas al viento bastaban. Tuve una pareja de jaguares adiestrados que mandó buscar en las tierras cálidas, en la otra ladera de nuestros montes. También una litera como la de la Coya, su esposa-hermana, cofres y cofres de alhajas, ¡y para adornarme con todas las telas preciosas que me regalaba hubiera sido necesario que cada luna durase un año!
Sin embargo, no creo haber sentido el arrebato que me habían procurado los escasos regalos de Huayna Capac. Es verdad que yo era reina en mi palacio, pero el Inca podía, de un día a otro, quitarme una corona que debía sólo a sus manos.
Madurada por la experiencia, ya sin aquella ingenua vanidad, ahora sabía que la belleza se ve con los ojos del deseo, y que éste no es más que una frágil columna de arcilla. Yo andaba por los dieciocho años. A esa edad, entre nosotros, las mujeres del pueblo tienen la carga de una familia y su juventud ha quedado atrás. Y para una aclla era ya mucha edad. ¡Tantos brotes nuevos abundaban en los Acllahuasi!
Si yo no consolidaba mi posición, la mirada del Inca se detendría pronto en otra. Pero ¿cómo? ¿Una mujer puede ser otra cosa que un lindo cuerpo, una distracción? ¿Puede hacer algo más que halagar la naturaleza del hombre? Os lo confieso: entonces pensaba que no, y me relegaba, como lo hacemos casi todas, al papel animal que nos asigna la naturaleza. ¡Brazos, piernas y un vientre para la reproducción o el placer! La existencia tiene sus singularidades. Fue gracias a Rahua Ocllo que abandoné esos pensamientos, que son los mismos desde el alba de los tiempos.
Las prodigalidades de Huáscar, las pruebas evidentes de su favor, comenzaban a desgastar las sonrisas. Ahora exigía que yo asistiera a todas las grandes festividades religiosas. En el grupo de las mujeres, eso habría sido normal, pero yo ocupaba el mismo rango que su madre y su esposa-hermana. Hubiera preferido un lugar más discreto. Huáscar me lo negó. Deseaba imponer su amor a la faz del mundo y ¡quién se hubiese opuesto a que atropellara la tradición! Él era el Inca, el dios.
La ornamentación que añadió a mis jardines de Yucay acabó de exacerbar el disgusto. Yo había evocado casualmente los esplendores de Tumipampa, y unas semanas después tuve la sorpresa de descubrir una floración de oro entre las kantuta y las orquídeas, frutos de oro en los árboles, también oro reemplazando los manojos de hierba que crecen en los huecos de los muros de piedra… Después de esto, sus orfebres y sus joyeros se ocuparon de poblarlo con miríadas de mariposas y de pájaros-mosca con alas incrustadas de pedrería, y pumas de oro con pupilas de esmeralda montaron guardia junto con mis jaguares, en las escaleras que comunicaban las terrazas.
Tachaban de avaro a Huáscar, pero a mí me malcriaba extraordinariamente, tal vez más que a cualquier otra favorita de los incas, aunque no tengo ninguna referencia al respecto.
Sin embargo, mis enemigas se habrían sorprendido si hubieran sabido que, a pesar de sus larguezas, yo no estaba satisfecha. ¡La existencia es vacía cuando no la enriquece ningún sentimiento profundo, ninguna aspiración! Se quiere todo, todo se consigue, y falta lo esencial. Cuando el Inca me llamaba a Cuzco yo debía ir a saludar a la Coya Rahua Ocllo. Siempre tenía a sus enanas junto a ella y una corte brillante compuesta de ñustas, que son las princesas de sangre real, y de palla, las concubinas del Inca, elegidas entre su familia. Rahua Ocllo me ponía enseguida una labor entre las manos, me mimaba. Eso era sólo para vigilarme mejor, descubrir el lugar apropiado para golpear, ajustar el elástico de su honda. Le hubiese encantado beber en mi cráneo recubierto de oro… ¡Sí, padre Juan! ¡Qué queréis! En aquella época vuestros compatriotas todavía no nos habían enseñado que es elegante y civilizado llorar a aquel a quien acabamos de matar, y nos entregábamos a entretenimientos de ese tipo sobre los despojos de nuestros enemigos. En aquella situación, aquello estaba fuera del alcance de Rahua Ocllo y ella se resignaba a destruirme sutilmente llevando las conversaciones a un nivel que yo era incapaz de alcanzar. Bruscamente, ella se interrumpía y me echaba una mirada ácida como el vinagre:
—¡Azarpay, no te quedes muda, da tu opinión! —Luego, reía—. ¡Mirad qué criatura más tonta! Es verdad, Azarpay, que tus orígenes son una excusa. Una campesina no tiene nada en la cabeza. Los piojos le comen todo.
Otras veces, adoptaba un aire compasivo:
—Tienes mala cara, Azarpay. De tanto servir, te gastas, y el Inca jamás ha festejado en un recipiente usado.
Y otras reflexiones que la decencia me impide repetir. Abandoné Cuzco humillada, amarilla de furia, soñando con respuestas imposibles… y es así como comencé a medir la indigencia en que nos mantiene la ignorancia, por ricos que seamos.
Cuando le hice saber a Huáscar mi deseo de instruirme, rió como si se tratara de una broma. Yo insistí:
—Comprende, mi muy poderoso señor, que es para estar más cerca de ti y honrarte.
—Una mujer no necesita más que ser hermosa, dulce fiel.
—¡Una llama macho no exige más de su hembra! —exclamé, furiosa.
Fue una de las raras ocasiones en que oí reír a Huáscar. Finalmente, después de mucho importunarlo, cedió y rogó a los amauta que me recibieran.
Los amauta, que son nuestros sabios y filósofos, enseñaban en el yacía huaca, colegio situado en el distrito de Huacapuma y reservado a los jóvenes príncipes y a los hijos de los jefes de naciones conquistadas. El favor que se dignaban concederme para complacer al Inca era excepcional. Así que empecé chocando con múltiples reticencias. Pero di pruebas de tanta deferencia y sumisión a mis maestros, me mostré tan humilde, tan atenta, que poco a poco se olvidaron de sus prevenciones y consintieron en inclinarse sobre mi pobre cerebro, que entonces era como una casita con todas las ventanas tapiadas. En cuanto le llevaron un poco de claridad, me sentí estupefacta, deslumbrada por las perspectivas que descubría, y no tuve más que un deseo: derribar uno a uno todos los tabiques que me separaban de esa luz radiante hacia la que tendía mi alma.
Cada semana, yo venía de Yucay y consagraba un día entero al estudio.
Aprendí a hablar el quechua, nuestra lengua, con la elegancia de la gente de la corte. Profundicé mis conocimientos de religión, especialmente sobre Viracocha, el dios creador que había dado a la Tierra su relieve y sus seres, una divinidad más bien descuidada en los Acllahuasi, donde se prefería a Inti, el Sol. Me inicié en astronomía y me volví bastante hábil en el manejo de los quipus, esos cordones con nudos, de distintos tamaños y colores, que nos sirven de recordatorio para todo. Es difícil cambiar las costumbres: la mayor parte de los iniciados que usan los quipus rechazan todavía la escritura, inestimable vehículo del pensamiento que debemos a vuestros compatriotas.
Lo que más me apasionó fue la historia de nuestro Imperio. Es una historia muy hermosa, y no me resisto al placer de contaros los inicios. Comienza como una leyenda. La tomaréis seguramente como tal, padre Juan, pero reflexionad. ¿No tiene cada religión una parte de maravilloso? Hace alrededor de cuatrocientos años, este país no era más que selva y maleza. Los indígenas que lo poblaban iban desnudos o cubiertos con pieles de animales, vivían en las cavernas, no tenían dioses ni orden moral y, cuando el hambre los empujaba, no titubeaban en comerse entre ellos.
Afligido por tanta barbarie, nuestro padre el Sol decidió enviarles uno de sus hijos y una de sus hijas para que les enseñaran a construir casas, a desbrozar y cultivar la tierra, a reunir rebaños, a hilar y tejer la lana; en suma, a vivir como manda el respeto de uno mismo.
A su hijo Manco Capac, el Sol le confió una vara de oro, y le dijo que allí donde la vara se hundiera sin esfuerzo, Manco Capac debía fundar la capital de su reino.
Cuando llegaron a nuestro mundo, cerca del lago Titicaca, Manco Capac y su esposa-hermana, Mama Ocllo, caminaron durante largo tiempo. En cuanto encontraban un valle agradable y despejado, trataban en vano de plantar la vara. Y un día, de pronto, de un golpe, muy derecha, ésta se clavó en la tierra. Es el lugar exacto donde más tarde fue edificado el Templo del Sol… Contentos de haber descubierto el lugar, Manco Capac y Mama Ocllo partieron, cada uno por su lado, a llevar la palabra verdadera. Los salvajes, al ver aparecer a esos hijos de dios, espléndidamente adornados y nimbados por un brillo celestial, los adoraron y los siguieron. Cuando hombres y mujeres estuvieron reunidos en cantidad suficiente, Manco Capac los condujo al lugar donde brillaba la vara y construyeron alrededor una ciudad a la que llamó Cuzco, u ombligo, ¡lo que muestra la amplitud de sus ambiciones! Así se fundó el Imperio de los incas, el Tahuantinsuyu, que los españoles han rebautizado Perú, un nombre que nos es totalmente ajeno y que nos cuesta asimilar. ¡Cuando se habla del Perú la mayor parte de los nuestros ni siquiera saben de qué se trata!
El reino de Manco Capac no tenía más que un puñado de alpendes. Sin embargo, muy pronto, a menudo más por la persuasión que por la fuerza, el poder de sus sucesores creció como el agua de una fuente, que se insinúa o se hincha según el obstáculo y prosigue su curso obstinada hasta convertirse en arroyo o en río caudaloso.
Una a una, las poblaciones vecinas se sometieron, reconociendo la superioridad de nuestros ejércitos y de nuestras costumbres. Las que se negaban eran vencidas, evitando todo daño superfluo para no arruinar las riquezas de la comarca. A veces se deportaba a los habitantes, reemplazándolos por algunos de los nuestros, cuya misión era apagar los focos de rebelión e implantar nuestras costumbres y nuestros métodos en materia de riego, cultura y arquitectura. La política ejercida con las provincias conquistadas era sabia: consistía en poner en valor los territorios, o sea que se beneficiaban las poblaciones con nuestra experiencia y nuestra organización. El Inca no les imponía nada que no exigiera de los suyos, a saber, practicar nuestro culto, hablar nuestra lengua, observar nuestras leyes y entregar el tributo obligatorio para cada jefe de familia. El hambre dejó de ser una angustia permanente. Los débiles recibían protección, ropa, alimento, y había funcionarios que tenían por misión vigilar la debida observación de nuestros principios, y que debían rendir cuenta de sus actos ante los jueces…
Un ejemplo, padre Juan, para ilustrar lo que acabo de deciros. El robo era castigado con la horca (para nosotros, apoderarse del bien ajeno, aunque sea una calabaza de maíz, significa un acto más odioso que la muerte y otros crímenes). Sin embargo, si un individuo robaba porque tenía hambre, no era a él a quien se castigaba, sino a aquel bajo cuya responsabilidad se encontraba el individuo y que habría debido impedir su gesto proveyéndolo de lo necesario. ¿No es notable esta justicia? ¿Tenéis algo semejante en España? ¡Os lo pregunto porque aquí vuestros compatriotas parecen fiarse más de su espada que de los tribunales para arreglar sus diferencias!
Al cabo de dos años, los amauta se declararon satisfechos de mi instrucción. Además, me quedé embarazada. Temía ser estéril y eso fue una gran alegría para mí. Huáscar la compartió. Su amor se hacía cada vez más profundo. En cuanto a mí, la veneración que iba unida al dios me había impedido durante largo tiempo estudiar al hombre. Desde hacía poco, era más audaz. Osaba acercarme a la verdad y descubría fallos en su carácter, cierta debilidad, indecisión, que a veces lo inclinaban a afirmarse mediante grandes estallidos en los que no cabía la razón. Esas debilidades eran, sin que él lo sospechara, lo mejor que me daba, lo más apropiado para enternecer mi corazón.
Animada por la nueva calidad de nuestras relaciones y por el niño que llevaba en mi interior, me arriesgué un día a preguntarle cuándo se atrevería a imitar a sus predecesores y a engrandecer el Imperio con algunas conquistas. Recuerdo que estábamos en uno de los jardines; él, sentado en un banquito de oro, y yo a sus pies, acariciando uno de mis jaguares. El sol sembraba de llamas rojizas el techo del palacio, donde los hilos de oro recubrían la paja. El valle deslizaba bajo nuestros ojos sus raudales de verdor y tres loros verdes nos observaban, encaramados en las ramas bajas de un pisonay. Obtuve silencio por toda respuesta. Huáscar continuó mascando su bola de coca, con la mirada opaca. Alrededor de dos lunas después, en el mismo lugar, me dijo bruscamente:
—He decidido rechazar el reparto establecido por Huayna Capac. ¿Cómo podría aplicar en semejante contexto la política de mis antepasados, que siempre fue la de crecer? Azarpay, tú que ahora sabes tantas cosas, recorre conmigo, con el pensamiento, los contornos de nuestro país. En el sur, poseemos la mitad de Chile, pero más allá del río Maule están los guerreros araucanos, tan feroces y combativos que ningún inca ha podido aventurarse más lejos. Al este, la jungla es una barrera igualmente infranqueable. ¡Se debe haber nacido en ese desborde insensato de la naturaleza, en ese pulular de fieras, de reptiles y de insectos venenosos, para sobrevivir! El agua baña el oeste. Queda sólo el norte… El norte, sí, donde hay hermosos territorios que conquistar. Pero, por la voluntad de nuestro padre, el reino de Quito le ha tocado en suerte a Atahualpa, y la ruta de las conquistas se abre en sus fronteras. ¡Para él, para ese intrigante, ese ambicioso que ya ha disminuido mi poder! Esta situación debe terminar. Uno de mis dignatarios ha partido a Quito para lograrlo. Consiento en dejar Quito a Atahualpa a condición de que el reino permanezca integrado en el Imperio y de que ese bastardo abandone toda otra pretensión y venga a Cuzco a prestar juramento de fidelidad como vasallo.
Mientras Huáscar me ofrecía ese discurso, el más largo que le había oído pronunciar jamás, yo pensaba que los jefes de guerra de Huayna Capac se habían quedado en Quito después de la muerte de éste, y que se los creía devotos de Atahualpa, en quien reencontraban las cualidades belicosas del Inca difunto. Me habría parecido más prudente hacer volver los ejércitos antes de tratar con dureza al príncipe de Quito. Intenté expresar esa opinión con delicadeza, pero fui brutalmente interrumpida. Por primera vez vi cólera en el semblante de Huáscar. Deduje que estaba menos seguro de la sumisión de su medio hermano de lo que aparentaba. Dos semanas más tarde, me anunció con tono alegre que había recibido por sus correos la respuesta de Atahualpa. El príncipe de Quito convenía a su requerimiento con los términos más afectuosos. Entonces comenzaron a organizarse grandes fiestas en Cuzco. Si conocéis un poco nuestra historia, padre Juan, ya sabéis que jamás tuvieron lugar.
Una noche, una tormenta terrible sacudió los montes. Yo había salido para escrutar el cielo cuando el rayo cayó en una de las dependencias del palacio. Los sirvientes se habían reunido conmigo. Contemplábamos, aterrorizados, la furia de los dioses encarnizándose sobre la paja del techo. Cuando el fuego estuvo extinguido, hice tapar todos los orificios de la dependencia para que la maldición que entró con el rayo no pudiera escaparse y alcanzarnos.
Al día siguiente fui al baño para purificarme. Delante iba una enana que el Inca me había dado. La vi volver dando alaridos. Había un sapo en el pavimento. Un sapo, un murciélago y muchas otras bestezuelas, según el lugar en que se las encuentre, son signos colocados en nuestro camino que preceden la desgracia. Todos saben eso, pero tal vez vos no lo sabíais, padre Juan, aunque los españoles son muy supersticiosos… Mi difunto esposo se persignaba cuando veía un pájaro negro volando a su izquierda, y si pisaba una araña sin querer todo su día se ensombrecía. ¡En cambio, pretendía que asistir a una ejecución le proporcionaba suerte en el juego y lo ponía de excelente humor!
Dos días después de la tormenta, resbalé en un escalón y tuve un aborto. Habría sido un varón. Los dos meses siguientes los pasé arrastrándome, abatida, por el palacio.
El dolor que me había causado la pérdida del niño no parecía haber aplacado a los dioses. Yo seguía sintiendo su irritación. Un adivino respetado en todo el valle por su piedad y su clarividencia vino a mi llamada para interrogar las entrañas de una llama. El animal escapó de las manos que lo sujetaban cuando el adivino le abrió el costado. Trajeron otra, un animal soberbio de pelo totalmente negro. De todos modos lo sacrificaron… Al extraerle las entrañas, la tráquea se le rompió. El adivino se negó a continuar. Esos presagios funestos bastaban.
En Cuzco progresaban los preparativos para el juramento de fidelidad de Atahualpa. Huáscar, deseoso de dar una fastuosa repercusión a la ceremonia, espació sus visitas al valle. Lo vi poco durante esos dos meses, y casi me alegré: no le hubiera gustado mi rostro triste. Una noche, a fines de diciembre, apareció en mi habitación.
—Vístete.
Me levanté y obedecí. Ante el palacio faltaba la imponente escolta que lo acompañaba en sus menores desplazamientos. Distinguí algunos guardias, dos literas de modesta apariencia… Se dirigió hacia una y me hizo señas de que subiera con él. Los porteadores me saludaron. Yo los conocía. Los cuatro pertenecían a la tribu de los rucanas, en la cual, por privilegio, se reclutaba a los porteadores del Inca.
Salimos de Cuzco. La otra litera nos seguía. Frente al Inca permanecí callada. Su llegada en plena noche, su silencio, me angustiaban. ¿Adónde íbamos? Cuando se avanza así, en lo desconocido, con las cortinas cerradas, el tiempo no cuenta. ¿Cuántas horas avanzamos por la orilla del río? Su fragor era más intenso: en la estación de las lluvias, la crecida de nuestros ríos andinos es formidable, en particular la del Urubamba, que surca el valle de Yucay para deslizarse después en el relieve caótico de la sierra.
De pronto, por el estremecimiento que agitaba la litera, comprendí que franqueábamos un puente. Huáscar me tocó.
—Mira, y recuerda lo que ves.
Eran las primeras palabras que pronunciaba desde que habíamos salido del palacio. Abrió las cortinas. Miré. Estábamos en una garganta encajonada entre dos declives boscosos. La litera se elevaba. Los porteadores avanzaban con la habilidad de la experiencia a través de una selva espesa que, en algunos lugares, estaba cortada por la roca de arriba abajo. Una rampa de escalones tallados en la piedra reemplazaba ahora la senda. Debajo de nosotros se acentuaba el vacío. En el fondo de la garganta, el Urubamba se retorcía como una enorme oruga presa de convulsiones. La segunda litera había desaparecido.
De vez en cuando los porteadores se detenían. El Inca les dirigía algunas palabras y continuaban el camino. Al llegar junto a un viejo fortín en ruinas depositaron la litera en el suelo. Bajamos. Huáscar les distribuyó un puñado de hojas de coca para que recuperaran las fuerzas y, dejándolos, seguimos la ascensión a pie. Él marchaba a pasos rápidos.
Evidentemente, se orientaba en medio de aquella vegetación húmeda y densa, abundante en olores de corrupción, donde los árboles emergían, brillantes, llenos de largas barbas rojizas y perladas de agua, con las ramas entrelazadas unas a otras con el abrazo lascivo de la vegetación, donde se acumulaban las lianas, las plantas trepadoras, las orquídeas. Yo me apresuraba todo lo que podía, trabada por mi vestimenta, inquieta, ignorando lo que él me reservaba.
Desembocamos por fin en un rincón de cielo maravillosamente azul, recortado en la espesura. El agua de una cascada se extendía a nuestros pies como un espejo esmeralda. Huáscar rodeó el paisaje y yo seguí sus pasos como un perrito. Se deslizó bajo la cascada, frente al saliente rocoso sobre el cual el agua tomaba impulso. Tanteando la pared, cubierta por una capa de plantas acuáticas, abrió un estrecho pasaje y se deslizó en él. Lo imité y constaté que estábamos en una gruta. Un poco de luz cayendo de no sé dónde me permitió distinguir a la derecha, en una hornacina, unas antorchas y unos palitos, que utilizamos para encender el fuego. Huáscar cogió una antorcha y me tendió dos palitos. La encendí con ellos.
Sosteniéndola, continuó hacia delante. La bóveda de la gruta estaba sólidamente apuntalada, el suelo cubierto de arena seca, y su fuerte declive nos llevaba hacia oscuras profundidades. Yo apenas respiraba. Estaba cada vez más asustada. Bruscamente brilló una luz fantástica. Me tambaleé. Tanto y tanto oro llameaba al fuego de la antorcha que, durante un instante, creí que nuestro padre el Sol me miraba a los ojos. Huáscar dijo, lentamente:
—Mi nacimiento fue un orgullo para mi padre: era su primer hijo varón legítimo. Por eso, dos años después, quiso adornar con una magnificencia particular las ceremonias de mi destete. Tú sabes que, en esa circunstancia, una danza tradicional reúne, sobre la gran plaza de Cuzco, a trescientos hombres alrededor del Inca. Huayna Capac pensó entonces hacer cincelar por sus orfebres una inmensa cadena de oro que uniría a los bailarines entre ellos, en vez de unirse simplemente por las manos.
—¡La cadena de Huáscar! —exclamé—. La que lleva tu nombre.
—Sería más exacto decir que ella me ha dado el suyo. (Pues huasca significa cuerda o cadena). Esa cadena es el oro que ves. Ordené que la transportaran aquí, trozo a trozo. Se precisaron para transportarla entera casi tantos hombres como los bailarines que había en mi destete. Hoy nadie, salvo tú y yo, sabe dónde está.
—¿Y los porteadores?
—La boca de los muertos es muda.
—Pero ¿por qué esconderla aquí? ¿Su lugar no está en Cuzco, iluminando tu palacio con su belleza?
Huáscar suspiró.
—Azarpay, Atahualpa me ha engañado. Se atreve a lo impensable: ¡se rebela contra el Inca! Con el pretexto de honrarme llevando con él a Cuzco a una noble e importante asistencia, dirige sus ejércitos contra nosotros. Las ropas de ceremonia disimulan corazas y espadas, los sirvientes son otros tantos soldados, con hondas, mazas y arcos. Esta afluencia le pareció sospechosa a los gobernadores de las provincias y me alertaron. ¡El bastardo muestra al fin su astuta naturaleza! Tengo que aplastarlo. Si él triunfara, si se apoderara de Cuzco… La vida no es más que un préstamo, acepto perderla, pero ¡me niego a que Atahualpa ponga la mano en esta cadena, símbolo del amor que Huayna Capac tuvo por mí antes de volverlo hacia ese perro maldito! Si muero, la cadena y todo lo que hay aquí, alhajas, jarrones, objetos preciosos, te pertenecerán. Ahora jura no desprenderte jamás de esta cadena… ¡Azarpay! ¿Me entiendes? ¡Jura!
Juré y besé el suelo para dar más fuerza a mi juramento. Ante mis ojos llenos de lágrimas, el oro se convirtió en fuego líquido. Huáscar me estrechó contra sí y luego me apartó.
—Este es mi adiós. Vuelvo a Cuzco a reclutar un ejército.
—¡Adiós! Pero no, dulce señor. ¿Acaso no es costumbre que el Inca lleve al combate a sus mujeres favoritas?
—Llevaré mujeres. Los soldados no comprenderían que me presentara al combate sin mis mujeres. ¡Pero tú, mi paloma, mi rama verde, tú no!
Entonces supe que quería preservarme de lo peor. En aquel minuto supe que él iba a morir y que él también lo sabía. Salimos, reencontrando el fragor estrepitoso del agua. La selva nos rodeaba. Recuerdo haber deseado que estrechara su abrazo y nos acogiera para siempre.
Los porteadores esperaban cerca del fortín. Hasta el río, Huáscar me señaló los puntos de referencia que me permitirían volver a la cascada. Mientras mi memoria los registraba maquinalmente, repetía: «Esto no será necesario, la justicia de los dioses no puede más que favorecer al Inca». Él no se tomó ni siquiera el trabajo de responder.
Volvimos a cruzar el puente. Su estrecha pasarela se movía. A través de la barandilla hecha de cuerdas de fibras de pita unidas por ataduras retorcidas, se veían las aguas del Urubamba arrojarse contra las rocas como espoleadas por una furia loca, dejando enormes chorros de espuma, mezclando sus oleadas glaucas que el légamo manchaba de herrumbre. Los porteadores se inmovilizaron en la otra orilla. Huáscar me ordenó bajar de la litera.
Fue hacia el puente, contempló el Urubamba, llamó a los porteadores, les habló señalando el agua rugiente con el dedo. Los porteadores fueron hacia la litera, la tomaron por los largueros y, yendo hasta el puente, la precipitaron al vacío. Un torbellino la atrapó, la tragó y devolvió algunos trozos de madera. La corriente los arrastró. Yo miraba sin comprender.
Luego, el mayor de los porteadores se postró ante Huáscar con las palmas abiertas y extendidas, se levantó, inspeccionó el lugar con la mirada, se dirigió hacia una plataforma rocosa cortada a pico sobre el río, se acuclilló, lanzó algunos besos al Urubamba, añadió unas pestañas que se arrancó, que es nuestra manera de saludar a las divinidades… y saltó. Sus compañeros lo imitaron uno a uno con el mismo ceremonial, la misma resolución. Huáscar ya se alejaba. Dominando mi estupor, corrí a alcanzarlo. Él se volvió:
—Ya te lo dije: la boca de los muertos es muda. No lo olvides, deberás hacer lo mismo cuando vuelvas aquí.
Ya sé, padre Juan, estáis horrorizado. ¡Barbarie!, grita vuestro corazón. Pero, cuando Dios y sus santos lo mandan, ¿no vais al martirio como quien va a una fiesta? Por lo menos, así me lo han afirmado… Para nosotros, el Inca era el dios. ¿Vivir más o menos tiempo, acaso importa? Lo que cuenta es asegurarse una infinidad de días felices, retirarse en perfecta comunión con las creencias y la conciencia.
Supongo que, sobre este punto, no me contradiréis. Esos porteadores partieron serenos: habían cumplido su misión en la Tierra, que era morir para que el tesoro del Inca conservara su misterio. Yo habría hecho lo mismo si Huáscar me lo hubiera pedido.
A una media legua, la otra litera y los otros porteadores esperaban. El crepúsculo había llegado de golpe. Entre los montes de un pardo violáceo, el valle se abría casi negro. Hicimos la vuelta mucho más rápida que la ida: los porteadores estaban frescos, habían tenido el día entero para descansar. Huáscar me dejó ante el palacio y se marchó. No hubo efusiones. Todo estaba dicho.
Por la noche, incapaz de dormir, me levanté. Confeccioné una maqueta grosera con arcilla y tracé encima el camino que llevaba a la gruta. Luego guardé la maqueta en un escondrijo.
El mes siguiente, muy cerca de Cuzco, tuvo lugar el enfrentamiento. Las tropas de Atahualpa, conducidas por los grandes capitanes de Huayna Capac, vencieron fácilmente al ejército poco aguerrido reunido apresuradamente por Huáscar. La sangre cayó como lluvia sobre la hierba de la llanura. Para completar el desastre, el Inca fue capturado.
Esas espantosas noticias me fueron comunicadas por Manco. Si no he vuelto a hablaros de Manco hasta ahora, padre Juan, es porque durante el período en que pertenecí a Huáscar, rechacé esa pasión culpable y me esforcé por mantener a Manco lejos de mis pensamientos. De todos modos nos encontrábamos a menudo.
Manco era, en efecto, el hijo de Huayna Capac y de la tercera Coya, Mama Runtu, o sea el medio hermano legítimo de Huáscar, y tenía derecho a participar en todas las fiestas y ceremonias religiosas. Una dulce calidez me inundaba cuando distinguía su alta silueta, su hermoso perfil rudo. Nuestras miradas se habían cruzado una o dos veces y sorprendí en sus ojos lo que yo conseguía disimular en los míos… Cuando Manco apareció en el palacio para anunciarme la derrota de los nuestros y la captura de Huáscar, al principio sólo podía pensar en la desgracia.
Sin embargo, la cortesía era como una segunda respiración entre nosotros y le ofrecí chicha. Él declinó la invitación.
—Vine sólo a avisarte, Azarpay. Coge lo más precioso que tengas, y a tus sirvientes, y huye. Ésta es noche de festejos para el enemigo, lo que te deja tiempo hasta la mañana. Ve a Cuzco. El ejército de Atahualpa está a menos de tres leguas, pero presumo que, a pesar de la indecencia del príncipe de Quito, no osará profanar nuestra ciudad sagrada. La omnipotencia divina lo detendrá. Aquí estarías a merced de sus soldados. Adiós. Voy a los montes a reagrupar a los nuestros y continuar la lucha.
—¿No vuelves a Cuzco?
Manco rió irónicamente.
—¡En Cuzco quedan solamente los sacerdotes, las mujeres, los niños y los ancianos! Todos los de nuestra sangre en edad de combatir han muerto en el combate o hacen como yo… Huáscar fue descuidado. ¡Tener fe en la palabra de ese bastardo! Hace tiempo que debió haber ordenado regresar a los ejércitos que permanecían en Quito. ¡En cambio, permitió que se estableciera entre Atahualpa y los capitanes de nuestro padre una connivencia que hoy nos asesina!
Oír que Manco formulaba en voz alta esas críticas contra el Inca me hizo medir plenamente la situación en que nos encontrábamos. Suspiré.
—Intenté ponerlo en guardia. Hay que ser fuerte para imponer la propia ley. El Inca se negó a escucharme.
Manco me miró atentamente.
—Me habían dicho que tu sabiduría iguala tu belleza, Azarpay.
El tono en que lo dijo me penetró totalmente. Me puse a temblar. La sala, esta misma, nos encerraba en sus paredes de oro, nos aprisionaba en su silencio mágico. Nos hablábamos por primera vez. Por primera vez, y quizá la última, estábamos solos, él y yo. Mi corazón se extravió. Me olvidé de Huáscar, de Atahualpa, de la catástrofe, del peligro, del pudor, de la dignidad. Avancé.
—Voy contigo —dije—, te amo.
El rostro de Manco se convirtió en una máscara impenetrable.
—Perteneces al Inca.
—Te amo —repetí—. Te amo desde que te vi en Tumipampa. Y tú… tú… ¿Por qué viniste hasta aquí? Podías enviarme un mensajero. Viniste porque…
—He venido a prevenir a la mujer del Inca de los peligros que la amenazan, hice lo que él no ha podido hacer. ¿Debo recordarte que está prisionero, herido tal vez? A eso deben limitarse nuestros pensamientos. ¿Quieres que nosotros también lo traicionemos? ¡Si yo te llevara conmigo ahora, no te alcanzarían los días para lamentarlo!
Y salió, abandonándome al sufrimiento y la vergüenza. Afuera, la noche se poblaba de exclamaciones, de agitación y de pasos. Luego, Manco y su escolta se alejaron. Yo me había dejado caer sobre una estera, palpitante, destruida, mordiéndome los labios para contener mis gritos. Los alaridos de los sirvientes lamentándose a través del palacio me devolvieron a la realidad del momento. Al recobrar el espíritu, me dominó la cólera, detestaba a Manco… ¡Ah, cómo lo detestaba en ese instante! Más aún porque su actitud subrayaba mi desatino, pero detestarlo me devolvía la fuerza.
Cuando me enderecé, era de nuevo yo misma, aquella a quien su padre, de muy niña, le había dicho: «¡Aferra la desdicha y los dioses te ayudarán a retorcerle el pescuezo!».
Empecé por enviar un hombre a los pastos en busca del jefe de los pastores; luego, reuní a los domésticos en una vasta dependencia en la que se preparaba la chicha y les ordené cantar y bailar para ahuyentar a los demonios y atraer sobre nosotros la benevolencia celestial. Después de haberme desembarazado así de ellos, ordené a Marca Vichay que me siguiera.
Marca Vichay había sido guardia del Inca antes que éste me lo ofreciera. Era un joven espléndido, de hermoso cuerpo y con esa cabeza fina y viva que tienen a menudo los cañaris, una gran tribu al sur de Quito. Desde que estaba a mi servicio yo no tenía más que elogios para él. Además, sabía que estaba prendado de mí (una mujer adivina esas cosas, incluso bajo el respeto), y eso me parecía una garantía suplementaria para la tarea que quería confiarle, al ser incapaz de realizarla sola. Trabajamos rápido y bien, sin una palabra superflua. Las estatuas, los floreros, la vajilla, los utensilios de cocina, en resumen, todo lo que era de oro, y también las colgaduras de piel y de plumas, las mantas de lana de vicuña, de inestimable valor, las pieles de jaguar, los tapices preciosos, se guardaron en la sala secreta que Huáscar había hecho preparar bajo el palacio cuando éste fue construido. Añadí mis cofres de alhajas y mis más ricos atavíos.
La luna llena comenzaba a diluirse en el alba cuando Marca Vichay fue a los jardines a arrancar las flores de oro. Tuvo que interrumpirse al ver al jefe de los pastores que bajaba de los pastos. Cerramos entonces la entrada de la sala secreta, perfectamente disimulada en mi cuarto detrás de los adornos de piedra, y lo dejamos todo como estaba. Describí la situación al jefe de pastores, le ordené llevar mis rebaños de llamas a lo más alto de los montes y que permaneciera allí hasta que yo en persona anulara esas instrucciones. Se fue.
—Marca Vichay —dije—, debería matarte para que tu boca no me traicione. Así que sé digno de la gracia que te otorgo y de la confianza con la que te honro. Cuida el palacio lo mejor que puedas. Si vienen los soldados de Atahualpa, no intentes resistir. Que cojan lo que no pudimos esconder, pero no reveles jamás la ubicación de la sala secreta. Con tu vida, que me pertenece, responderás de tu lealtad. Ahora elige algunos sirvientes entre los que te parezcan más seguros. Los otros me acompañan, pues parto hacia Cuzco… No olvides avisar a las aldeas. Si aparece el enemigo, que ganen los montes. Una casa se vuelve a construir, la tierra se siembra de nuevo, pero no devuelve la sangre que ha bebido.
Mi enana me ayudó a vestirme. Conservé sobre mí las alhajas que tenía cuando llegó Manco y llevé pocas vestimentas. O volvería en pocos días o no las necesitaría ya. Me proveí igualmente de hojas de coca. ¡Entonces ignoraba cómo me ayudaría esa precaución!
Las mañanas son magníficas en nuestro valle. Cuando dejé el palacio con mi contingente de plañideras y de criados soñolientos, la aurora se elevaba rozando el granito blanco con sus dedos rosados. Ante la puerta, encuadrado por mis jaguares que tiraban de sus cadenas de oro, estaba Marca Vichay. Ni siquiera en medio de aquellos trastornos había olvidado poner sobre sus cabellos, que llevaba largos y sujetos en un rodete, a la manera de los cañaris, el tocado tradicional de su provincia, una especie de corona ligera de madera adornada con trenzas de lana verdes, rojas y azules. Bajé las cortinas sobre esa imagen y por fin, por fin, me autoricé a verter lágrimas y a pensar con el corazón.
En los alrededores de Cuzco me encontré con el pánico. Las viviendas, que los jefes de las provincias conquistadas estaban obligados a construir, estaban en desorden. Llegados en diciembre para asistir a una gran caza organizada por el Inca, ahora huían. Sirvientes hoscos entraban y salían de las puertas, hileras de porteadores paralizaban las calles. Comprobé las deserciones cómodamente al reconocer al pasar los bonetes de lana de vivos colores de los collas, el turbante negro de los huancas, la vincha de los chachapuyas… No continúo, vos no sabéis nada de esas poblaciones, pero verlos desbandarse así me trastornó. ¡Tenía la impresión de que la unión del Imperio, tan cara a nuestros incas, estaba rompiéndose en trozos como un vulgar plato de barro cocido!
El contraste entre la efervescencia de los alrededores y el silencio que dominaba la ciudad propiamente dicha me asustó más.
En el palacio del Inca, su madre, su esposa-hermana, sus concubinas, las princesas de su linaje, todas estaban reunidas en la inmensa sala que los días de fiesta, cuando llovía, servía para los entretenimientos y las danzas. Había allí tal vez dos mil mujeres. Fui a colocarme modestamente entre las aclla, pero Rahua Ocllo me llamó.
—Has venido, está bien —dijo.
Desde que los amauta me habían instruido, me dispensaba cierta consideración.
—¿Hay noticias del Inca? —pregunté.
—Ninguna. Y sin mi hijo, nuestro señor, ¿qué somos nosotras? —Rahua Ocllo se retorcía las manos. La autoridad y la gracia que afirmaban sus carnes estaban como derretidas. Una mujer vieja con la cara ajada.
—¿Qué se ha preparado para la defensa de Cuzco? —pregunté aún.
—¿Qué pueden hacer las mujeres, los niños, los viejos? ¡Sólo los dioses saben lo que nos reserva Atahualpa! Reza, hija mía. Es nuestro único recurso.
Me permití sugerir que armar a los miles de sirvientes varones, aunque sólo fuera con hondas, que todo niño sabía manejar, valía más que esperar pasivamente una suerte incierta. La idea fue rechazada.
—Resistir provocaría represalias —comentó Rahua Ocllo—. Atahualpa es un canalla, una bestia maloliente que merece ser ahorcado con sus propias tripas, pero no permitirá que toquen a las mujeres del Inca y de sus parientes… ¿Acaso su interés no es conservarlas intactas? —Esta última reflexión presentaba a nuestra imaginación, al menos para las más jóvenes, la perspectiva de ocupar el lecho del vencedor o de sus allegados, y no era en absoluto reconfortante.
De modo que esperamos el día siguiente, acuclilladas hombro contra hombro, con los sollozos de unas alimentando el terror mudo de las otras. Las sirvientas trajeron alimentos. Las echamos. Por la mañana, en la cima del monte que domina las terrazas de Collcampata, apareció la vanguardia de Quizquiz y de Chalicuchima, los grandes capitanes de Huayna Capac, alineados bajo el estandarte de Atahualpa. Las plazas y las callejuelas se vaciaron de los raros transeúntes. Las sirvientas corrían por el palacio, gritando y arañándose las mejillas como si los soldados ya estuvieran violándolas (esas prácticas no tienen lugar entre nosotros, pero ¿cómo no esperar los peores malos tratos en una guerra fratricida donde ni siquiera la divinidad del Inca era respetada?).
El enemigo, sin embargo, se contentó con observarnos desde las crestas. Por la tarde, unos enviados de Atahualpa descendieron la colina y se dirigieron a los viejos príncipes, llevando un mensaje tranquilizador: su señor conjuraba a la nobleza de sangre inca, que había huido, a volver a Cuzco para establecer de manera definitiva las relaciones entre el Imperio y el reino de Quito, y restablecer entre el Inca y él el afecto que deben tenerse dos hermanos. Con la misma rapidez con que antes nos habíamos desesperado, nos maravillamos y alegramos. El alivio estuvo a la altura de la angustia. Cuzco respiró. ¡Sea! Se abandonaría Quito a Atahualpa, pero ¿ésa no era la voluntad del venerado Huayna Capac? ¡Por poco se habría tratado de idiota a ese vencedor que se contentaba con lo que había recibido por herencia, cuando podía exigir mucho más! La gente de Cuzco reencontraba con deleite el sentimiento de su superioridad.
«¡Una vez que regresara el Inca, se comerían al bastardo crudo y sin pimienta!». Esta frase, pronunciada por un viejo primo de Huáscar, circulaba por toda la ciudad y, después de haber llorado de miedo, se lloraba de alivio. Expresar reservas habría sido inconveniente, dado el optimismo reinante. Sin embargo, yo tenía un oscuro presentimiento. Si Inti, nuestro padre el Sol, al que habíamos dado a beber chicha y nutrido de vírgenes, de niños, de soberbias llamas, del maíz más tierno, al que habíamos alojado en templos de oro y acariciado por nuestra adoración, había abandonado a su propio hijo, el Inca, ¡es que debíamos de ser muy culpables! ¿Habíamos pagado lo suficiente, sufrido bastante, para que los demonios se dispersaran y que la fuerza benéfica de los dioses retornara todopoderosa a restablecer el orden moral sin el cual no somos nada…?
Uno a uno, los príncipes incas llegaron de las provincias vecinas o de las alturas en las que se habían refugiado. Pronto, con excepción de Manco y algunos otros, estuvieron todos en la ciudad. No faltaban más que Huáscar y Atahualpa para que se reuniera el Gran Consejo.
Del mismo modo, cuando los sirvientes acudieron a advertirnos que los ejércitos enemigos descendían de los montes, los contemplamos sin desconfianza cubrir las pendientes como colonias de insectos. Al avanzar, los insectos comenzaron a tomar formas humanas. Los caparazones se convirtieron en cascos, corazas, escudos, se inflaron con túnicas rellenas de algodón, con mantos bordados cuyos pliegues revoloteaban como alas, se mancharon con ondulantes pieles de jaguar… Aquel hormigueo de cabezas, de brazos, de piernas, de colores, de plumas, de piel, de cobre, de oro y de plata llegó hasta nuestros muros, franqueó nuestras puertas abiertas de par en par, se distribuyó por las callejuelas y las plazas, invadió los palacios y trajo el horror.
Los príncipes incas, atraídos y rodeados por las falaces promesas de Atahualpa, fueron apresados, degollados, estrangulados, colgados, ahogados y lapidados, hasta el último de ellos, incluso los ancianos que no se habían movido de Cuzco. Y como la sed que da la sangre no se apaga más que con sangre, los verdugos posaron sus manos recientemente enrojecidas sobre nosotras, las mujeres. Sin distinción de rangos, nos hicieron salir de los palacios, así como a los niños, y nos llevaron a Yahuarpampa, una gran llanura situada a media legua de Cuzco.
Alrededor del lamentable rebaño que formábamos, enloquecidas por tantas muertes, de las cuales muchas se habían ejecutado en nuestra presencia, el enemigo trazó un triple cerco. El primero estaba formado por las tiendas de los guerreros, el segundo y el tercero por cordones de centinelas que se turnaban, disposición que eliminaba toda idea de evasión que pudiéramos tener.
Encerradas en aquel lugar, éramos tratadas peor que criminales. Pero alimentarse de un puñado de maíz y hierba cruda, cocerse al sol de la mañana, aguantar la lluvia del mediodía, tiritar por las noches (en Cuzco son extremos los cambios de tiempo y de temperatura en un día), acuclillarnos en nuestro fango, soportar privaciones y humillaciones, todavía era vivir, y si muchas llamaban a la muerte, era sólo para escapar a la que nos esperaba.
Cada mañana, los soldados venían en busca de cierto número de mujeres y, ante un grupo de capitanes, al alcance de nuestros ojos, procedían a ejecutarlas. Las víctimas eran colgadas de sus largos cabellos, de las axilas o de los pies en altas ramas y en las puertas de las fortificaciones. Se ponían a los niños en los brazos de las madres y, cuando las desdichadas ya no tenían fuerzas para estrechar contra ellas a los pequeños, éstos caían y se destrozaban contra el suelo. Abrían el vientre de las mujeres encintas, arrancaban el fruto… Veo que os estremecéis, padre Juan. ¡Es curioso cómo los hombres blancos se escandalizan por las atrocidades que se cometen en nuestros países pero aceptan aquellas de las que son testigos en los suyos donde, me han dicho, también pasan cosas terribles! No es necesario tener imaginación para hacerse una idea de lo que sentíamos.
Si resistí algo más fue gracias a la presencia de ánimo de Qhora, mi enana, que fue a buscar entre mis efectos mi bolsa de coca antes que los soldados nos arrastraran fuera del palacio.
Esa bolsa de coca, una chuspa como las que yo había tejido y bordado por decenas en el Acllahuasi de Amancay, era de Huáscar. Él me la había regalado. Estábamos sin noticias de él. Cuando lo recordaba, mi corazón se oprimía. Y cuando pensaba en Manco, bendecía a los dioses por haberlo protegido. No lo hacía a menudo. Cuando tenemos la cabeza anegada de sufrimiento y alaridos, los ausentes nos abandonan. Se vive sólo por vivir, mezquinamente, por instinto, como los animales. Y como los animales, compartimos el aliento con aquellos que están atados a la misma cadena. El azar me había llevado junto a dos jóvenes aclla, oriundas de la provincia de los chachapuyas. Tenían una quince y la otra dieciséis años, rostros encantadores, y las dos llevaban un hijo de Huáscar. Sus embarazos llegaban a término. Las escenas que presenciábamos las habían llevado a una desesperación rayana en la locura. Yo les tenía afecto y las calmaba lo mejor que podía con mis hojas de coca… ¡No era lo más indicado! Si la coca es muy eficaz contra los vómitos y las hemorragias, si tomada en infusión detiene la diarrea, si cura las llagas y los huesos rotos cuando se la pulveriza, los médicos no la han recomendado jamás a una mujer encinta. Pero ¿qué importancia tenía si los hijos de esas aclla nacían deformes, idiotas o muertos? Estaban condenados, de todos modos, y ellas también. Masticar coca era robarles un momento de felicidad a nuestros verdugos.
La lista de los ejecutados se alargaba. La Coya, numerosas princesas y concubinas de sangre inca… ¡Y en cada muerte vivíamos la nuestra! De noche dormíamos abrazadas, las dos aclla, mi enana y yo, tratando de luchar contra el frío con el pobre calor que quedaba en nuestros cuerpos. Una de esas noches de frío intenso, tan frecuentes en la estación, dio a luz la más joven. Era un varón. Rasgué un paño de mi lliclla y lo envolvimos en él para ahogar sus gritos. La madre había decidido ocultar el nacimiento. «Cuando me llamen para colgarme, Azarpay, prométeme…». Enjugué sus ojos llenos de lágrimas, le deslicé en la boca mis últimas hojas de coca que quedaban en el fondo de la bolsa y le prometí todo lo que quiso, hasta matar al niño cuando fuera mi turno. No tuve que hacerlo. Al día siguiente, los soldados vinieron por mí.
Un impulso de orgullo me había llevado a arreglar mi cabello y anudar el cinturón de mi vestido bordado de perlas, suntuosidad ridícula. Una túnica de buena lana áspera me hubiese convenido más, pero era con ese atavío que los soldados me habían sorprendido en el palacio del Inca. Tenía también mi collar de esmeraldas, el mismo que llevo ahora.
Mentiría si os dijera que iba serena al suplicio. Morir en vano, sin un motivo válido, no exalta la valentía. Cuanto más, un furor sordo me ayudaba a poner un pie delante del otro y a mantenerme erguida. Los soldados nos conducían, a mí y a un lote de concubinas pertenecientes a un tío de Huáscar, ante tres jefes que reían ruidosamente y bebían chicha. A un lado se elevaba un aliso, que es un árbol de nuestra región del que se saca madera para la construcción. En las ramas, como enormes flores de datura, doblando sus corolas marchitas, había mujeres. Las cabelleras y los brazos barrían el vacío, las faldas dadas la vuelta cubrían los rostros. Estaban colgadas por los tobillos. Algunas habían dejado de sufrir, otras gemían con gritos ahogados bajo las faldas. ¡Pero lo peor, lo peor, lo que me puso fuera de mí, fue la indecencia a la que las libraban los horrores del suplicio! Y nosotras seríamos pronto esas mujeres que se nos mostraban medio desnudas, convulsionadas, mancilladas, obscenas, grotescas, luchando tontamente contra una muerte cuya indignidad fue más fuerte que mi resignación.
Oí que una voz cubría los lamentos de las víctimas, una voz estridente, terrible, que parecía brotar de las entrañas de la tierra, vomitando groserías e insultos y, al ver retroceder a mis compañeras, supe que era yo quien los profería. Mi memoria las deslizaba entre mis labios. Esas palabras, las que lanzan los hombres del pueblo las noches de gran juerga o los días de cólera, las había oído en boca de mi padre y de mis tíos. Y volvía a ver de pronto a mi padre, a mis tíos, a mi madre, a mi hermana, a los seres que se habían borrado de mi existencia y que llegaban a asistirme a la hora del fin.
Los soldados intentaron arrastrarme. Yo resistí, me debatí y seguí gritando. Uno de los jefes interrumpió sus bromas y se acercó con los ojos fijos en mi collar.
—Sólo las coyas poseen esmeraldas de ese tamaño —dijo—, pero las coyas no tienen tu lenguaje.
—Las esmeraldas me las dio el Inca, y ese lenguaje es el de los hombres de mi ayllu.
Sus ojos subieron hasta mi rostro.
—¿Quién eres?
—Azarpay. Pertenezco a Huáscar Inca, tu señor.
—No tengo otro señor que el glorioso Atahualpa… ¿Azarpay, dices? ¡Azarpay…! ¿No serás esa cuya belleza celebran de Arequipa a Quito, la que ha vuelto loco de amor a Huáscar y cuyo nombre propagan los sanadores de aldea en aldea? ¿No serás Azarpay, la hermosa coja?
—De mi belleza te hago juez, aunque ha sufrido mucho por vuestros tratamientos —dije—. En cuanto a mi cojera… ¡ordena a esos animales hediondos que me suelten y te lo demostraré! —Reí irónicamente.
Gracias a un hombre que reía y bebía chicha mientras a algunos pasos de él unas mujeres agonizaban entre espantosos tormentos, yo había recobrado mi personalidad. Era de nuevo Azarpay, la que mi voluntad había formado. Incluso si eso no cambiaba en nada la situación, por lo menos encontraba bastantes fuerzas en el orgullo para disfrutar de un último placer, ¡el de hacer frente a ese infame! Habría continuado con gusto, pero ya no me escuchaba, estaba interrogando a mis compañeras de desdicha.
Cuando ellas le confirmaron que yo era Azarpay, la favorita del Inca, les volvió la espalda y se puso a discutir con los otros dos jefes. Los soldados esperaban. Mis compañeras esperaban. Yo esperaba. El sol de la mañana calentaba. Las moribundas colgadas del árbol tenían estertores.
Yo tenía fuego en la garganta. Miraba los vasos de chicha. ¡Un vaso de chicha…! Mi furor me abandonaba, así como todo mi interés por mi suerte y la de las otras. No me preocupaba más que por esa sed, esa necesidad… ¡Un vaso de chicha! No me creeréis, padre Juan, pero os lo juro, es verdad, la razón se pierde en tales casos, ¡yo pensaba sólo en chicha! El hombre hizo una seña, los soldados se apartaron y yo me adelanté.
—Tal vez divierta a nuestro señor Atahualpa llevar a Huáscar a su hermosa Azarpay encadenada como una hembra de puma —dijo en tono jovial—. ¿O tal vez él tenga una idea mejor? ¡Nuestro señor Atahualpa tiene un cerebro tan fecundo! Le enviamos algunos presentes. Partirás con la caravana.
—Quiero chicha —declaré—, y a mi enana, y una túnica y una lliclla limpias.
—¡Quieres, quieres…!
La caravana era grandiosa. El enemigo debía de temer un posible ataque de los partidarios del Inca. A veces, yo soñaba que Manco bajaba de las pendientes y acudía a liberarme, pero no era más que un pensamiento fugaz. El sueño era estar aún con vida, llenar los ojos con todo aquello a lo que había dicho adiós: la hierba, las flores, las rocas, el cielo…
Los soldados rodeaban a los porteadores cargados de presentes para Atahualpa: estandartes robados a nuestras tropas, espadas y corazas de oro recogidos en el campo de batalla, y varios cascos magníficos: máscaras de jaguar adornadas con piedras preciosas, esféricas cabezas de aves de presa reconstituidas con plumas brillantes de tonos muy vivos… y también conducían a los antiguos propietarios de esos cascos, dos tíos y cuatro primos de Huáscar, que desfilaban tendidos en sus literas, con sus manos blandas y muertas, que los movimientos de los porteadores agitaban, golpeando el vientre relleno de cenizas y paja, a la manera de los tamborileros. Uno de ellos, el príncipe Huaman Poma, había recibido una flecha en plena frente y la carne se había abierto al retirarla. Los otros rostros estaban intactos, coloreados de bermellón, muy majestuosos, muy bellos.
Ya sé, ya sé, padre Juan, vais a indignaros nuevamente. ¡A cada uno sus costumbres! ¿Acaso en Europa no recompensan a los soldados abriéndoles de par en par las puertas de las ciudades sitiadas y conquistadas, acaso no se les permite robar, violar, matar hasta que, ebrios de sangre, de vino, de mujeres y de rapiñas, se consideran pagados? Y esto os parece muy civilizado, ¿lo admitís, hombre de Dios?
Nuestros Incas no lo admitían. Masacrar y saquear no cuadraban con su política de anexión. En cambio, ¿qué más agradable para un valiente ejército que desfilar, precedido de los despojos de los jefes vencidos, golpeando el tambor o tocando una flauta de hueso; qué más estimulante para el orgullo de un pueblo que ese espectáculo? ¿Y no es más justo acusar a los que deciden en lugar de aquellos que soportan? Hasta el momento, desfilar con el tambor era algo reservado a los enemigos del Inca. Ver a miembros de su linaje en tan grotesca situación me horrorizaba como un sacrilegio, pero estaba viva y con eso ya me bastaba.
Seguimos por el camino de Amancay. Yo había perdido la costumbre de caminar, estaba agotada por las privaciones y los tormentos y Qhora, mi pobre enana, no estaba mucho mejor. Después de franquear el Apurimac bajo una lluvia torrencial, a gatas, pues el agua volvía resbaladizas las tablas que formaban el suelo del puente, decidí no ir más lejos. Hacer a pie a través de la sierra un viaje de doscientas leguas (la distancia de Cuzco a Cajamarca, donde se encontraba Atahualpa) estaba más allá de mis fuerzas.
Me detuve y me acuclillé. Los soldados me ordenaron avanzar y me empujaron con el pie. Yo permanecí allí, como un tocón. Se acercó un jefe. Era gordo, inflado de buen maíz, la piel oscura, con una cicatriz que le levantaba el labio como un perro listo para morder. Lo miré con la ferocidad que nos atribuís. Sin razón. En tiempos de paz somos gente dulce, tenemos el corazón en armonía con los pacientes trabajos de la naturaleza.
—Quiero una litera.
—¡Quieres!
—¿Ignoras quién soy? Azarpay, la favorita de Huáscar Inca. Tú sirves a otro, pero ¿hiciste una buena elección, estás seguro de lo que ocurrirá mañana? ¡Cuando los dioses conduzcan al Hijo del Sol a su trono y él sepa que te atreviste a tratarme como una sirvienta, te hará cortar en pedazos y arrojará tu corazón y tus tripas a sus boas! Cuídame y cuidarás tu porvenir.
Después de algunos intercambios de palabras en el mismo tono, conseguí mi litera. No sabré jamás si fueron mis amenazas o el temor de no poder presentar más que mi cadáver a Atahualpa lo que lo volvió conciliador. Hice subir a Qhora conmigo. No pesaba más que un niño. Los porteadores no dijeron nada. Les di un brazalete de huairuro que tenía en la muñeca. Los granos de huairuro, una especie de poroto abigarrado rojo y negro, son un amuleto muy eficaz. Se dividieron el brazalete entre los cuatro. No eran hombres malvados.
Cuando llegamos a las puertas de Cajamarca, una ciudad a medio camino entre Cuzco y Quito, yo había recuperado carne sobre el esqueleto y claridad en mi cabeza. La ansiedad que me atenazaba había aumentado. La miseria física, ya os lo he dicho, coarta el espíritu y lo limita a los imperativos del cuerpo. Por eso presté escasa atención a los rumores que circulaban en la caravana, según los cuales unos hombres de piel blanca habían desembarcado otra vez en Tumbez, sobre la costa. Hubiese debido recordar la predicción hecha a Huayna Capac, pero mi suerte me absorbía e ignoraba cuán íntimamente estaría ligada en el futuro a la de esos extranjeros… ¡vuestros compatriotas, padre Juan!
El paisaje de Cajamarca es un cuadro pintado por las manos divinas. A la derecha, la sierra con sus campos de nieve y sus picos helados recortándose contra el cielo de un azul violento; a la izquierda, colinas de hierbas duras y arbustos, jardines floridos, vergeles descendiendo suavemente hacia la ciudad que despliega sus techos de paja, sus muros ocres y sus templos de piedra en medio del verde de los cultivos y de los hermosos prados, donde pacen perezosamente llamas y alpacas.
Antes de llegar a Cajamarca, altas columnas de vapor señalan las fuentes calientes de Pultamarca, una de las termas preferidas de nuestros incas. Era allí donde Atahualpa, viniendo de Quito, había esperado el resultado de sus maniobras; era allí hacia donde íbamos. Alrededor, en la pendiente, se elevaban por millares las blancas tiendas de su ejército.
Nos interceptaron unos guerreros. Dejando que los soldados montaran las carpas, los capitanes de la caravana reunieron los presentes destinados a Atahualpa, entre los cuales figuraba yo, y nos dirigimos a Pultamarca. Mi enana, que iba a mi lado con pasitos cortos y rápidos, suspiraba:
—Tengo miedo, ama. ¿Qué muerte nos reservará ese monstruo?
—No debes temer —la tranquilicé—. Una enana siempre tiene un lugar en la corte de un príncipe, aunque él sea un monstruo.
Lo dije con rudeza para que no siguiera hablando, porque yo me hacía la misma pregunta. Antes de llegar al palacio, los capitanes se descalzaron y los servidores sujetaron una pesada carga sobre sus suntuosos mantos. Yo seguía esos preparativos con una mirada de desdicha. En efecto, es descalzo, la espalda curvada y los ojos bajos como se aborda al Inca… ¡Y los capitanes se presentaron así ante Atahualpa que, sin embargo, no tenía más títulos que los de traidor y rebelde!
El Bastardo estaba sentado en los jardines sobre un pequeño trono de oro. Sus mujeres se afanaban recogiendo los restos de su comida. Frente a él, numerosos dignatarios, a los que reconocí por haberlos visto en Tumipampa, estaban acuclillados en semicírculo. Se apartaron para dejar pasar a los capitanes, detrás de los cuales llegaban los presentes.
Los infortunados parientes de Huáscar, convertidos en tambores, obtuvieron un gran éxito.
Atahualpa no tenía ya ningún parecido con el príncipe sumiso y encantador que yo recordaba. Ahora era un soberano. Además, lucía el llautu y la mascapaycha como si ya hubiera reemplazado a Huáscar. Mi enana murmuró:
—Adelántate, ama.
Me adelanté. Me gustaría poder decir que mi porte era altanero, mi aire soberbio de desprecio, pero el heroísmo no es más que una tontería cuando no lleva a nada y nosotras, las mujeres, sabemos muy bien contener nuestros sentimientos bajo la humildad que (según los hombres) nos favorece.
—¡Azarpay! —dijo Atahualpa—. Eres bienvenida. ¡Verte me alegra, igual que alegró a mi padre, el gran Huayna Capac y a mi hermano Huáscar, que no es tan grande y ahora incluso muy pequeño!
Rió. Sus dientes marcaron de un trazo blanco su rostro que, no sé si os lo he dicho, era muy bello. Permanecí callada. Una de sus mujeres le ofreció chicha. Cogió el vaso de oro, se mojó dos dedos en él, levantó la cabeza con veneración en dirección al Sol y, de un papirotazo, envió al astro la gota que perlaba su dedo acompañándola con besos… Mi estómago se contrajo un poco más. Ésos eran los gestos con los cuales nuestros Incas tenían la costumbre de marcar el final de sus comidas y el comienzo de las libaciones. Habréis notado que no bebemos mientras comemos. Dio unas palmadas. Acudieron otras mujeres. Jóvenes, sonrientes, hacían tintinear alegremente sus múltiples brazaletes.
—Azarpay —dijo Atahualpa—, te confío a mis mujeres. Tenemos prisa por contemplar tu belleza en su cenit.
Seguí a las mujeres. Entramos en el palacio. Era pequeño y no tenía más que cuatro habitaciones, pero distribuidas alrededor de un patio con un enorme y maravilloso estanque alimentado por una doble canalización de oro, de donde se derramaba el agua caliente y la fría de las fuentes de Pultamarca. Los muros del palacio, del patio y de las habitaciones estaban recubiertos de una capa brillante que, según mis recuerdos, tenía el brillo y el oriente de las perlas… Comparación que no habría podido hacer en esa época: nuestros incas prohibían su explotación, pues juzgaban la pesca de perlas demasiado dura y peligrosa para el pueblo. Como vuestros compatriotas no tienen esas preocupaciones, parece que las perlas se venden actualmente en Sevilla por bolsas, como los granos, y aquí ¡las prostitutas las cosen en sus prendas interiores!
Las mujeres me desvistieron con mucha gentileza y respeto. Aunque yo tenía otras preocupaciones, me mostré igualmente afable. Una mujer no elige a su dueño. Luego, me invitaron a bajar al estanque. Se llegaba por escalones de piedra. El baño, tibio, me distendió. Mi cuerpo encontraba con voluptuosidad las sensaciones de bienestar a las que estaba acostumbrado. Confieso haber considerado con menos repugnancia que anteriormente la perspectiva de acostarme en el lecho de Atahualpa: era a lo que yo atribuía aquellas atenciones.
Al salir del agua las mujeres me secaron, perfumaron mis cabellos con flor de canela y la sujetaron en la frente con una banda de oro. Luego me pusieron una sedosa túnica de algodón blanco, fruncida por un cinturón bordado de rojo, ocre amarronado y oro, después una lliclla de gasa, que sujetaron con un broche, todo subrayado con grititos que me cosquillearon agradablemente. No hay espejo más franco para una mujer que los ojos de otras mujeres. Su admiración era un bálsamo sobre las humillaciones sufridas en el campo de Yahuarpampa. Cantando me llevaron a los jardines y fueron a acuclillarse entre sus compañeras. Siempre evoco con nostalgia esos cuadros de mujeres-flor, inseparables de la imagen que nos hacemos de los incas y de los príncipes. Frente a la rigidez orgullosa de lo sagrado, encarnan la poesía, el sentimentalismo, las pasiones; todos esos movimientos del alma que agitaban secretamente a nuestros soberanos. Los españoles se han negado a comprenderlo… o no han podido.
Atahualpa me señaló un tocón de árbol. Fui a sentarme. Qhora, mi enana, no se apartaba de mí. Tenía el rostro gris y moqueaba.
—Deja de lloriquear —dije—. No tiene aire de mala disposición.
La voz de Atahualpa se elevó:
—Azarpay, cuando me anunciaron tu llegada me pregunté qué haría contigo. Eres bella, esta noble concurrencia está convencida de ello, pero ya no eres nueva. Ocupar el lugar de un triste vencido no sería un honor para nuestros señores. Yo me sentía confuso. Luego se me ocurrió que si nunca se ofrece carne de caza algo pasada a quien no consume más que carne fresca, esa misma caza será suculenta para quien se conforma con caldo de quinua y raíces. En resumen, elegí a diez de mis soldados… Míralos, Azarpay, ahí, a tu derecha, casi frente a ti… De acuerdo, son rústicos, sin elegancia, llenos de sudor, pero vigorosos, bien formados… No podrás quejarte de sus asaltos.
Un silencio total recibió esa declaración. Me enderecé, temblorosa.
—¡No puedes hacer eso! —exclamé—. Soy una incap aclla. Ningún hombre, con excepción del Inca, tiene derecho a tocarme. ¡Tú lo sabes, todos los señores lo saben!
—¡Cállate, mujer! El Imperio me pertenece, Huáscar me pertenece, tú me perteneces, y dispondré de ti como me parezca.
—Mátame —dije—. Mátame, te lo ruego, pero no cometas esa ignominia.
Atahualpa rió.
—¿Matarte? ¿Cuando todavía puedes servir, cuando tu cuerpo puede ser el lecho real sobre el cual se tenderá uno de mis valientes guerreros? Míralos estremecerse… ¡Míralos, te digo! ¿Tendrías el coraje de decepcionarlos?
—¡Los dioses te castigarán! Por la sangre derramada, por tu felonía, por…
Volvió a reír.
—Los dioses aman la sangre, y en su sabiduría saben que seré mejor Inca que mi hermano. Si no, ¿habrían permitido que yo triunfara? ¡Las bendiciones de Inti y de Viracocha están sobre mí! Eres astuta, Azarpay, pero no me harás encolerizar, no te mataré, vivirás mujer de soldado… De todos modos, el que te tendrá deberá ganarte primero. Estos diez hombres…, ¡míralos!, estos diez hombres son los mejores corredores de nuestro ejército. Van a correr hasta Cajamarca. El primero que regrese te recibirá en recompensa. He hablado. ¡Que la carrera comience!
Oí pasos a mi alrededor, órdenes. Yo no veía nada, en mí no había más que odio y vergüenza.
Tal vez, padre Juan, no habéis notado en la condición de incap aclla nada más que el lado superficial, licencioso, que vuestros compatriotas dan a esa institución. Permitidme insistir sobre su carácter sagrado. Dar por sabido que el hecho de apoderarse de una mujer marcada por el Inca era peor que una violación: es una profanación del orden moral y divino que, hasta ese día, nos había gobernado.
Detrás de mí, Qhora sollozaba… Bruscamente, estallaron unas exclamaciones.
—¡Ama, ama!
El tono de Qhora era tan vivo, tan apremiante, que abrí los ojos. Se habían levantado los dignatarios y las mujeres. Todos, hasta el grupo de soldados interrumpidos en su impulso, todos estaban petrificados y habían vuelto la cabeza hacia la misma dirección. Yo también volví la cabeza y distinguí, más allá de las tiendas del ejército, de los cultivos y los prados, una especie de relámpago blanco que crecía, que se estiraba, como un trazo de luz incandescente. Durante un momento pensé que era Inti Illapa, el dios rayo, que venía a hacer justicia, a aniquilar al Bastardo. Pero cuando la deslumbrante luz se acercó, la vi dividirse… Una a una, sobre la línea del horizonte, se desprendieron siluetas cuya forma humana parecía moldeada en el metal, y que avanzaban encaramadas en fantásticos animales de cuatro patas.
La magia de esa aparición nos soldó súbitamente unos a otros. Con el mismo estupor, con el mismo temor, mudos, contemplamos esos seres surgidos de ninguna parte, que no se parecían a nada que conociéramos, coger lentamente el camino que sube a Cajamarca. Ésa fue la primera impresión que tuve de los españoles, padre Juan. ¡Inútil precisaros que el halo sobrenatural que los nimbaba se borró muy pronto!
Mañana al alba, ¿os lo dije?, salimos para Ollantaytambo. Un lugar soberbio, al pie de las grandes montañas. Os gustará. En realidad, padre Juan, os hablo sin cesar de nuestras mujeres y falto al deber más elemental de una anfitriona… ¡Por Dios! ¡No adoptéis ese aire! Si os he ofendido, os ruego que me perdonéis. ¿Qué más natural que proponeros una compañera para alegrar vuestras noches? ¡Aquí, vuestros monjes copian a nuestros señores y han tenido más concubinas que días en una luna! Por eso me había imaginado que los principios que rigen las costumbres de vuestros religiosos no tenían vigencia más que en vuestros países. Sobre todo porque un hombre tan seductor… ¡Vamos! ¿Qué he dicho ahora? ¿Es un pecado ser joven y hermoso, es que no puedo decíroslo?