57

Gamay Trout miraba fijamente a Kurt Austin en el oscuro y frío puente del helipuerto. Nada podría haberla dejado más helada que las palabras que él acababa de pronunciar.

—No te vas a quedar —dijo Gamay.

—Esos cacharros están sobrecargados con doce personas —repuso él—. Otros ochenta y cinco kilos mandarían uno al mar.

Abajo, las luces habían empezado a apagarse a medida que la plaga de arena metálica se arrastraba encima de ellas y las cubría. Toda la cubierta cero se había quedado a oscuras, y sin duda la plaza central estaba siendo asolada.

Un extraño sonido, como el de unos bloques de hormigón arrastrados sobre metal, parecía resonar por todas partes mientras billones de microbots se deslizaban unos encima de otros, llenando los rincones y las grietas de la isla y empezando a trepar verticalmente.

—¡Pero morirás aquí! —gritó Leilani.

—No voy a morir —insistió Kurt.

Gamay se fijó en que él no apartaba la vista de Jinn.

—Nos dará el código y apagará esas cosas antes de que nos devoren vivos.

—Yo no contaría con eso —repuso Jinn.

A su izquierda, la primera aeronave avanzó acelerando, ganó velocidad y rebasó el borde de la plataforma antes de descender… descender… descender hacia la cubierta cero. A medida que aceleraba, el descenso se fue reduciendo y por fin, a nueve metros más o menos, empezó a elevarse.

—Subid a las aeronaves y largaos de aquí —dijo Kurt.

Leilani se lo quedó mirando con la boca abierta. Gamay lo entendía mejor: se había enzarzado en un duelo de voluntades con Jinn.

—Ven conmigo —le dijo a Leilani.

Recorrieron el borde de la plataforma mientras la segunda aeronave despegaba. Marchetti y el último vehículo aguardaban.

—¿Qué está haciendo? —preguntó Leilani.

—Cree que puede vencer a Jinn y obligarlo a anular la orden de la catástrofe.

—Pero eso es una locura —dijo Leilani.

—Puede —repuso Gamay—. Pero si lo que Jinn nos dijo ayer es verdad, esa orden costará muchas vidas y provocará años de sufrimiento en todo el mundo. Si muere, no será anulada, y si lo llevamos con nosotros, dos o tres de los nuestros se quedarían aquí para morir. Kurt jamás consentiría eso, y lo entiendo perfectamente. La única forma que tenemos de ayudarlo es marcharnos de la isla, quitarle una preocupación.

Marchetti las conminó a subir a bordo mientras las hélices empezaban a girar a toda velocidad.

—Lista —dijo Gamay.

Se deshicieron de unas cuantas botas y de los rifles que llevaban los hombres, incluso de algunas chaquetas pesadas, cualquier cosa que aligerara la carga varios kilos.

Paul le agarró con fuerza la mano mientras aceleraban.

Gamay contuvo el aliento cuando saltaron por encima del borde. Era como si estuvieran alcanzando la cima de una montaña rusa. Le flaquearon las piernas, y le dio la impresión de que el estómago le flotaba unos segundos mientras el morro se inclinaba hacia abajo y el dirigible descendía y aceleraba.

Vio la zona lisa de la plaza central repleta de una masa de microbots alzándose hacia ellos. El descenso no parecía estar disminuyendo lo bastante rápido.

—¿Marchetti?

—Aguante —dijo él.

Seguían descendiendo demasiado rápido. Marchetti tiraba hacia sí de los mandos, y el horrible sonido de innumerables máquinas metálicas comiendo resonaba en los oídos de Gamay. El descenso empezó a reducirse, y la aeronave se niveló. Pasaron rozando la plaza y por poco chocaron contra un árbol cubierto de arriba abajo de la plaga invasora.

Finalmente empezaron a elevarse, ascendieron poco a poco a medida que cruzaban el umbral de la isla y sobrevolaron el mar.

—Pilote la aeronave —le dijo Marchetti a su jefe—. Mantenga la velocidad. Acérquenos lo bastante para recibir señal de Wi-Fi.

—¿Qué va a hacer usted? —preguntó Gamay.

—Voy a preparar el ordenador —dijo él.

—¿El ordenador?

El billonario asintió con la cabeza.

—Por si acaso su amigo sabe lo que está haciendo.