18
—Montado en este trasto me siento como si fuera a Woodstock por el desierto —dijo Joe, hablando por encima del ruido del motor de la furgoneta Wolkswagen y escudriñando la oscuridad.
—Esperemos que el lugar no esté tan abarrotado —respondió Kurt.
Joe y él viajaban a través de la noche. Cuando llegaron al punto de ruta, salieron de la carretera del desierto y aparcaron la furgoneta detrás de la pendiente curva de una duna de arena.
Mientras Joe borraba las huellas de los neumáticos, Kurt sacó una lona. Desprendió una fina película de la parte superior y descubrió una capa adhesiva. Al colocar la lona boca abajo y arrastrarla a través del suelo, el adhesivo recogió una fina capa de arena cuando los granos se pegaron a la superficie.
Satisfecho, Kurt arrojó la lona por encima de la parte superior de la furgoneta, la fijó al suelo y echó encima varios cubos pequeños llenos de arena.
Joe volvió cuando Kurt estaba terminando. Parpadeó como si le estuviera engañando la vista.
—¿Qué le ha pasado a la furgoneta?
—La he hecho invisible —dijo Kurt, echándose una pequeña mochila a los hombros—. Así nadie la verá.
—Sí, probablemente tampoco la veamos nosotros —repuso Joe—. Considerando que yo pierdo el coche en el aparcamiento, puede que esto no lo encuentre nunca.
Kurt no había pensado en ello. Buscó puntos de referencia, pero en el desierto no había más que dunas interminables en todas direcciones. Sacó un receptor de GPS y marcó la ubicación del escondite. Esperaba que eso sirviera.
Mientras Joe se ponía la mochila, Kurt se colocó en los pies un calzado para la nieve. Eran un moderno diseño de fibra de carbono, no las viejas raquetas de tenis, pero realizaban la misma función: repartir su peso sobre una zona más ancha y permitirle andar por encima de la arena en lugar de hundirse y abrirse paso penosamente.
Joe se calzó un par similar, y los dos hombres echaron a andar.
Noventa minutos más tarde coronaron la última de una interminable serie de dunas. A medida que llegaban a la cima, recibieron la corriente de un helicóptero que se acercaba por el sur.
Buscando el origen del ruido a su alrededor, Kurt vio una parpadeante baliza en el cielo. Parecía que no se encontrara a más de tres o cuatro kilómetros de distancia, volando a ciento cincuenta metros de altura derecho hacia ellos.
—Agáchate —dijo Kurt, tumbándose en el suelo y tratando de cavar una madriguera en la arena como una serpiente de cascabel.
Joe hizo lo mismo, y enseguida estaban cubiertos hasta el cuello. A pesar de su camuflaje, el helicóptero siguió avanzando hacia ellos, sin desviarse en ningún momento ni cambiar de rumbo.
—Esto pinta mal —susurró Joe.
Kurt se llevó la mano a la pistolera que tenía en la cadera y el revólver Bowen de calibre cincuenta que había dentro. La pistola era muy potente, pero no le serviría de nada contra un helicóptero a menos que tuviera mucha suerte al disparar.
Clavó la vista en la luz roja. Una luz verde más tenue brillaba al otro lado. Llegado el caso, Kurt apuntaría justo en medio de las dos y vaciaría el cargador con la esperanza de acertar a algo importante.
Oyó que Joe quitaba el seguro de su pistola, probablemente con la intención de hacer lo mismo, cuando se le ocurrió una idea: si los habían visto y el helicóptero había sido enviado para darles caza, ¿por qué no llevaba las luces apagadas?
—Es un detalle que hayan dejado las luces de navegación encendidas para que les apuntemos —observó.
—¿Crees que han cometido un error?
El helicóptero siguió aproximándose a ellos; en ese momento se encontraba a solo cuatrocientos metros de distancia y continuaba descendiendo aunque estaba cambiando de rumbo.
—Supongo que estamos a punto de averiguarlo.
El helicóptero pasó con estruendo a sesenta metros por encima de ellos y un par de cientos de metros hacia el oeste.
Kurt observó cómo pasaba y seguía su rumbo. Al ver que no aparecía ningún otro vehículo aéreo, salió de la arena y corrió tras él. Llegó al pie de la duna, subió a lo alto de la siguiente y se tumbó contra la arena al llegar a la cima.
Joe se tendió en el al suelo a su lado. Delante de ellos, el helicóptero aminoró la velocidad hasta que quedó planeando y descendió hacia una forma oscura que se elevaba del suelo del desierto como un barco en el mar.
Una franja de luces de baja intensidad se encendieron formando un círculo en la parte superior del «barco». El helicóptero maniobró, se inclinó lentamente y se posó sobre el peñasco rocoso.
—Parece que hemos encontrado el recinto —dijo Kurt.
—No somos los únicos —contestó Joe.
Unas luces se acercaban por el sudoeste. Parecía un pequeño convoy, compuesto por unos ocho o nueve vehículos. Resultaba difícil contar los faros con todo el polvo que levantaban.
—Creía que Dirk había dicho que no había mucho tráfico por esta zona —comentó Joe.
—Por lo visto es hora punta —repuso Kurt—. Esperemos que no hayan venido a por nosotros.
Cuando los vehículos pararon delante del peñasco, el silencioso desierto se llenó de bullicio. Los faros brillaban, el polvo se arremolinaba y las voces se elevaban a través de él, en un tono tranquilo, hablando lacónicamente de algo en árabe. Unos hombres armados aparecieron en la entrada de una cueva y salieron a recibir a los recién llegados.
En lo alto del risco, el helicóptero estaba apagando motores. Dos hombres salieron, se dirigieron al borde del precipicio y desaparecieron en lo que parecía un agujero abierto en la roca. Kurt supuso que se trataba de una especie de túnel o de entrada oculta.
—Vamos, aprovechemos mientras están ocupados con todos esos coches —dijo.
Retrocedió unos pasos por la duna de arena y echó a correr. Joe lo siguió, tratando de mantener su ritmo.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó este—. ¿Entrar directamente y fingir que somos del grupo?
—No —contestó Kurt—. Daremos la vuelta por la parte de atrás hasta esa pista de aterrizaje. He visto que los pasajeros del helicóptero desaparecían sin bajar por el risco. Allí arriba debe de haber una entrada. Solo tenemos que encontrarla.