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A varios miles de kilómetros de Malé, en la provincia de Shangai, el señor Xhou de China y el señor Mustafá de Pakistán viajaban en un vagón privado de un tren de alta velocidad con destino a Pekín. Xhou llevaba traje y Mustafá un conjunto tribal pastún. La media docena de personas que viajaban con ellos podían identificarse fácilmente como miembros de un bando o del otro.

La velocidad y la suavidad del viaje eran de una innegable majestuosidad, así como la decoración. Unas luces empotradas iluminaban el vagón con una tenue mezcla de color blanco y lavanda. Los cómodos asientos de cuero se amoldaban perfectamente al cuerpo de los pasajeros mientras que los purificadores de agua y los aparatos de aire acondicionado mantenían el ambiente fresco a una temperatura ideal de veintitrés grados.

Un par de chefs ofrecían manjares chinos y paquistaníes en bandejas. Por respeto a la religión de Mustafá, no había alcohol, pero las infusiones de hierbas ayudaban a apagar la sed y a refrescar el paladar.

A pesar de la opulencia, se trataba de una reunión de negocios.

Xhou habló con firmeza:

—Me temo que no acaba usted de entender la situación en la que nos encontramos.

—La situación en la que usted se encuentra —lo corrigió Mustafá.

—No —insistió Xhou—. Todos nosotros. Hemos cometido un error gravísimo. Y ahora es cuando vemos claramente el alcance real de la situación. La tecnología que Jinn controla será una de las más poderosas desarrolladas por el hombre. Reconstruirá el mundo, pero nuestra participación en ella es limitada. Hemos invertido en unos resultados sin tener ningún derecho sobre las máquinas que producen esos mismos resultados. No somos más que usuarios finales de lo que Jinn vende. Como los que compran electricidad a una compañía de suministro en lugar de construirse una planta eléctrica.

Mustafá negó con la cabeza.

—La tecnología de Jinn no nos sirve para nada —repuso—. En mi país no hay nadie que sepa usarla. Lo único que queremos es que cumpla sus promesas y desvíe los monzones de la India a Pakistán. Que cambie el clima a nuestro favor. El clima puede crear un imperio o destruirlo. Mi gente espera que haga las dos cosas.

Una expresión condescendiente asomó al rostro de Xhou por un instante. Sabía que Mustafá era un hombre astuto pero simple. Aspiraciones simples, como la venganza contra un enemigo. Ideas simples, no las que iban más allá de los beneficios a corto plazo.

—Sí —convino—. Pero debe comprender que el cambio climático no es definitivo. No es permanente. Bajo esa forma, es un regalo para Jinn, revocable a su voluntad. Cuando la lluvia empiece a caer en nuestros territorios, dependeremos tanto de ella como los indios que ahora miran el cielo con desesperación. Jinn puede cambiar de opinión y devolverles las lluvias.

Xhou se detuvo para que Mustafá asimilara lo que había dicho y acto seguido añadió:

—Si Jinn lo desea, se convertirá en el dueño de la lluvia y la venderá al mejor postor, un año a unos y al siguiente a otros.

Mustafá levantó su taza de infusión, pero no llegó a beber. Acababa de comprender la verdad, y dejó de nuevo la taza sobre el platillo.

—La India es más rica que mi país —dijo.

Xhou asintió con la cabeza.

—No podrán ofrecer tanto como ellos.

Mustafá meditó sobre el asunto.

—Jinn es árabe, es musulmán; no elegiría a los sij y a los hindúes de la India antes que a nosotros.

—¿Está seguro? —preguntó Xhou—. Usted me dijo que los familiares de Jinn han sido considerados zorros del desierto desde hace mucho tiempo. ¿Cómo se explica si no su riqueza? Elegirá lo que convenga a su clan.

Mustafá dejó la taza y el platillo sobre la mesa considerando las palabras de Xhou. Miró la comida y apartó la vista con asco. Parecía que hubiera perdido el apetito.

—Me temo que puede que esté usted en lo cierto —dijo—. Y lo que es peor, sospecho que a Jinn se le ha pasado por la cabeza mucho antes que a ninguno de nosotros. ¿Por qué si no insistiría en mantener las instalaciones de producción en su pequeño país?

—Estamos de acuerdo —señaló Xhou—. Sin más garantía que las promesas de Jinn y ninguna forma de hacérselas cumplir, estamos en una situación precaria.

—Ninguna tan precaria como la mía —aseguró Mustafá—. Yo no gozo de los lujos que usted tiene aquí. En mi país no tenemos trenes de alta velocidad ni nuevas ciudades con edificios relucientes y carreteras poco frecuentadas. Disponemos de pocas reservas de divisas para amortiguar la caída en caso de que se produjera.

—Pero tienen ustedes algo que nosotros no tenemos —repuso Xhou—. Tienen personas con una memoria ancestral y una larga relación de tratos con Jinn. Es mucho más probable que él se fíe de usted que de un enviado mío.

—Jinn no nos dejará acercarnos a su tecnología —dijo Mustafá.

Xhou sonrió.

—De momento no la necesitamos.

—No lo entiendo —dijo Mustafá—. Yo pensaba…

—Solo necesitamos eliminar la capacidad de Jinn para controlarla. O mejor aún, eliminarlo a él y controlarla nosotros. Si Jinn no estuviera, no podría contradecir las órdenes existentes, y la plaga haría lo que él ha prometido. Así, las lluvias acudirían a nosotros permanentemente.

El bigote de Mustafá se curvó poco a poco hacia arriba, y una sonrisa siniestra se dibujó en su rostro. Pareció entender lo que Xhou estaba insinuando.

—¿Cuáles son sus condiciones? —preguntó—. Y le advierto que no puedo prometerle el éxito. Solo que lo intentaré.

Xhou asintió con la cabeza. Era imposible que alguien pudiera garantizar lo que estaba pidiendo.

—Veinte millones de dólares cuando se confirme la muerte de Jinn, ochenta millones más si puede entregar los códigos de comandos.

Mustafá empezó a babear, pero entonces pareció invadirlo un frío lo bastante intenso para apagar el fuego de su codicia.

—Es mejor no meterse con Jinn —señaló—. El desierto está lleno de los huesos de aquellos que lo hicieron enfadar.

Xhou se recostó. Tenía en el bolsillo a Mustafá, y lo sabía. Un empujoncito a su orgullo zanjaría el asunto.

—No hay recompensa sin riesgo, Mustafá. Si está dispuesto a ser algo más que un títere de Jinn, hará lo que hemos acordado.

Mustafá respiró hondo y se preparó mentalmente para su destino.

—Actuaremos cuando recibamos diez millones de adelanto —dijo en un tono firme.

Xhou asintió con la cabeza e hizo señas a uno de sus hombres para que se acercara. El hombre colocó un maletín en el suelo. Mustafá alargó la mano para cogerlo. Cuando tocó el asa, Xhou habló de nuevo:

—Recuerde, Mustafá, que en mi país también hay sitios repletos de huesos. Si me traiciona, a nadie le importará que unos cuantos cadáveres de paquistaníes se añadan al montón.