29

Kurt Austin permaneció todo lo que pudo en la incómoda postura en que había caído. Incluso después de que los vehículos se fueran, incluso después de que el rumor de sus motores se hubiera desvanecido y solo se oyera el zumbido de las moscas en la oscuridad, permaneció quieto.

Los insectos pasaban volando aquí y allá, se posaban un momento y luego volvían a zumbar. Incluso cuando descendieron sobre él y se pasearon por su cara, Kurt hizo todo lo posible por no moverse por miedo a que alguien estuviera observando. Pero al final tuvo que hacerlo.

Mirando la abertura circular situada muy por encima, deslizó un brazo a un lado, se dio la vuelta lentamente y se enderezó apoyándose. Una vez hecho eso, consiguió sentarse y retrocedió con cuidado hasta apoyarse contra la pared. Cada movimiento le provocaba cotas insospechadas de dolor, y una vez que se hubo recostado contra la pared, decidió quedarse allí un minuto o dos.

Examinó su pierna. Algo le había alcanzado durante el tiroteo, pero no encontró ningún agujero de bala y supuso que se trataba de un trozo de la pared que se había desprendido con el rebote de un proyectil. El hombro le dolía una barbaridad, pero podía moverlo bastante bien.

Alargó la mano y examinó a Joe, sacudiéndolo suavemente.

Joe entornó los ojos como si despertara de un sueño profundo. Se movió unos centímetros, gruñó y se mostró confundido. Echó un vistazo a su entorno, pero no pareció sacar nada en claro.

—¿Dónde estamos? —preguntó.

—¿No te acuerdas?

—Lo último que recuerdo es que nos arrastraron con un todoterreno —dijo.

—Ese fue el punto álgido de nuestro viaje —repuso Kurt, alzando la vista—. En sentido literal.

Joe se obligó a incorporarse, un gesto que pareció provocarle tanto dolor como a Kurt.

—¿Estamos muertos? —preguntó—. Porque si no lo estamos, nunca me he sentido peor en vida.

Kurt negó con la cabeza.

—Estamos vivitos y coleando, al menos de momento, aunque atrapados en el fondo de un pozo sin una cuerda ni una escalera ni otra forma de salir.

—Eso está bien —dijo Joe—. Por un momento pensé que estábamos metidos en un lío.

Kurt miró a su alrededor y reparó en los cuerpos que había en la arena. Dos de ellos parecían llevar allí mucho tiempo. El hedor que desprendían era tan espantoso que casi le provocó arcadas. El tercero era el del tipo que había lanzado por el pozo antes de que lo arrojaran a él. El hombre tenía un gran corte en la frente. Su cuello estaba torcido en un ángulo grotesco. No se movía.

A Kurt le sorprendía estar vivo.

—Supongo que el montón de arena y el hecho de caer de pie han contribuido. Parece que este tipo se dio en la cabeza.

—Además, hemos caído de menos altura —apuntó Joe—. O, por lo menos, yo. ¿Y los otros dos?

—Ni idea —dijo Kurt, mirando los cadáveres medio cubiertos de moscas—. Debieron de cabrear al jefe.

—Si alguna vez abandonamos la NUMA, recuérdame que no trabaje para un dictador ególatra, un chalado ni otra clase de criminal —dijo Joe—. Me parece que no tienen las herramientas adecuadas para resolver las quejas.

Kurt rió, y sintió como si le dieran una puñalada.

—Ah, qué dolor —se quejó, tratando de contenerse—. Se acabaron las bromas.

Alzó la vista a la estrecha abertura de arriba. Un pequeño círculo de radiante cielo naranja se veía más allá.

—Tenemos que encontrar una salida o seremos los siguientes en el menú de las moscas. ¿Crees que podrás levantarte?

Joe estiró las piernas.

—Tengo el tobillo bastante entumecido —dijo—. Pero me parece que estoy bien.

Usando la pared para mantener el equilibrio, Kurt se puso en pie. Se notó mareado por un momento, pero la sensación desapareció rápidamente. Ofreció la mano a Joe y lo ayudó a levantarse. Se estiraron y flexionaron las piernas en el círculo de un metro y medio de diámetro del pozo.

Parecía que este hubiera sido excavado en algunas zonas. La parte superior estaba cubierta de ladrillos de adobe hasta una profundidad de unos seis metros. Debajo había tierra hasta el fondo.

—¿Crees que podremos salir trepando? —preguntó Joe.

Kurt posó la mano en una piedra que sobresalía y apoyó el peso para comprobar su resistencia. La piedra se desmenuzó en una decepcionante lluvia de fragmentos y polvo.

—No.

—Tal vez podamos subir apretándonos contra las paredes —propuso Joe—. Usemos las manos y los pies e impulsémonos hacia arriba.

Kurt estiró los brazos. Apenas podía tocar las dos paredes.

—No haremos suficiente fuerza para subir así.

Miró a su alrededor. Además de los tres cuerpos, el pozo parecía un depósito de trastos y basura. Latas, botellas de plástico e incluso un fino neumático desgastado se encontraban amontonados y desperdigados. Había pequeños huesos por todas partes. Kurt supuso que eran de animales que se habían caído o la cena que alguien había tirado después de acabar las partes comestibles.

Kurt miró el neumático, a continuación las paredes y luego a los muertos.

—Tengo una idea —dijo.

Registró al matón que había lanzado por encima del borde del pozo y extrajo un cuchillo, una pistola de estilo Luger y unos prismáticos compactos del equipo del hombre.

Encontró una cantimplora en su cinturón. Las tres cuartas partes del recipiente estaban vacías. Bebió un trago, apenas un sorbo, y se la pasó a Joe.

—A tu salud.

Joe bebió el trago que restaba mientras Kurt apartaba los trastos y sacaba el viejo neumático de la arena.

—¿Ordenando un poco? —preguntó Joe.

—Muy gracioso.

Se agachó junto a los muertos, contuvo el aliento y ahuyentó a las moscas. Desató la cuerda que los unía.

—Vamos a necesitar esto.

—Me imagino que no llevarán encima un gancho.

—No —confirmó Kurt—. Pero no precisamos ninguno.

Amontonó los cadáveres en el centro del pozo, apilándolos uno encima de otro.

—Siéntate —le pidió Kurt.

—¿Encima de los muertos?

—He puesto el más reciente encima.

Joe vaciló.

—Están muertos —dijo Kurt—. ¿Qué más les da?

Finalmente Joe se sentó. Kurt levantó el fino neumático y lo colocó en vertical contra la espalda de Joe como si estuviera colgando una guirnalda. A continuación, se sentó con la espalda contra el neumático y contra Joe.

—Apoya los pies en la pared y empuja.

Cuando Joe hizo lo que le dijo, Kurt notó que el neumático de goma le presionaba contra la espalda. Apoyó los pies contra la pared de su lado y empujó. El neumático se comprimió ligeramente entre ellos. Entonces sintió una gran presión en la espalda y en los pies, una presión que les permitiría subir por el pozo, disponiendo todavía de entre quince y veinte centímetros de flexión en las rodillas.

—Flexiona los abdominales. A ver si podemos conseguirlo —dijo.

Mientras Joe se flexionaba y presionaba con más fuerza, Kurt hizo lo mismo. Notó el empuje en la espalda, tanto en la parte superior como en la inferior, donde el neumático le estaba oprimiendo. Haciendo un mínimo esfuerzo, se elevaron del montón de muertos.

—Esto podría funcionar —dijo Joe.

—Primero tú y luego yo —precisó Kurt—. Un pie después del otro.

La primera vez que Joe movió el pie estuvo a punto de caerse y se inclinó hacia un lado. Se estabilizaron, y Kurt presionó fuertemente con el pie izquierdo y los impulsó hacia arriba unos veinte centímetros. De inmediato cambió de posición el pie derecho.

El siguiente movimiento de Joe fue más estable, y pronto ascendieron muy lentamente, progresando de forma constante aunque a un ritmo pausado.

—Me olvidé de decirte una cosa —dijo Joe, gruñendo del esfuerzo pero aparentemente incapaz de mantener la boca cerrada—. Antes de que nos echaran de la sala de proyectos, vi un mapa con corrientes y esas cosas. Abarcaba el golfo Pérsico, el mar de Omán y la mitad del océano Índico.

Kurt y él tomaron impulso al unísono, se elevaron quince centímetros y recolocaron los pies de uno en uno.

—¿Había algo fuera de lo normal? —preguntó Kurt, cuyas palabras sonaron forzadas al brotar a través de un diafragma constreñido.

—No tuve… precisamente… tiempo para estudiarlo —dijo Joe—. Pero me da… que pensar.

Volvieron a moverse.

—¿Qué? —preguntó Kurt, abreviando las respuestas.

—Si Jinn está usando esas pequeñas criaturas… para erosionar una presa… ¿por qué… las hemos encontrado en el océano Índico… a miles de kilómetros de tierra firme?

Kurt dejó que una parte de su mente considerara la pregunta, destinando casi toda su concentración a la tarea que los ocupaba.

—Buena pregunta —dijo—. Las presas cierran el paso a los ríos… Los ríos van a parar al mar… Tal vez esos pequeños robots fueron arrastrados al mar sin querer.

Trató de pensar en las presas que desembocaban en el océano Índico o en el golfo Pérsico, pero no se le ocurrió nada destacable.

Hicieron una pausa con las piernas semicerradas.

—En cualquier caso —añadió Kurt—, tenemos que salir de aquí. Sean cuales sean los objetivos de ese chiflado, solo le convienen a él.

Para entonces habían llegado a la segunda sección del pozo. Las bromas y las risas se interrumpieron ya que el ascenso se estaba volviendo más difícil.

Kurt notaba que la espalda, los abdominales y las piernas le empezaban a arder. Apretó con fuerza los dientes y siguió moviéndose.

—¿Estás bien? —preguntó.

—Sí —gruñó Joe—. Pero no me gustaría volver a empezar.

Kurt miró hacia abajo. El pie se le resbaló un poco, pero lo afianzó flexionando la rodilla y encajando el talón. Vio que la pierna le temblaba y notó que unos calambres le recorrían la pantorrilla.

—Quince centímetros más —dijo, respirando con dificultad—. Luego podremos poner en marcha… la segunda parte del plan.

—¿Y si los malos siguen arriba? —preguntó Joe.

—No he oído nada desde que los coches se fueron.

—¿Y si han dejado a un guardia?

—Para eso está la pistola.

Ascendieron otros treinta centímetros, y el rostro de Kurt se bañó de la luz del sol de media tarde.

A treinta centímetros de la parte superior, un extraño ruido sonó en la boca del pozo: un silbido agudo que resonaba en las paredes de adobe.

—¿Oyes eso? —preguntó Joe.

—Estoy tratando de identificarlo —contestó Kurt.

El silbido aumentaba de volumen cada segundo que pasaba y, de repente, justo encima de ellos, pasó una gigantesca sombra. Kurt vio la panza de un gran avión gris y blanco desfilando a toda velocidad por lo alto, con los alerones desplegados y su tren de aterrizaje de seis ruedas extendido como las garras de un águila tratando de asir una rama en la que posarse.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Joe.

—Un avión a reacción —dijo Kurt.

No debía de hallarse a más de treinta metros cuando pasó como un rayo por encima de la boca del pozo. La imagen duró solo un segundo o dos, pero, durante ese breve instante, Kurt se dio cuenta de que tenía una forma extraña.

—No había caído en la cuenta de que estamos en el extremo de una pista de aterrizaje —dijo Joe—. No me gustaría un pelo asomar la cabeza y ser arrollado por un 747.

Conteniendo la risa que pugnaba por brotar, Kurt empujó más fuerte hasta que estuvieron justo por debajo del borde del pozo.

Notaba el aumento de ácido láctico en las pantorrillas y los muslos, y aunque no corría peligro de sufrir calambres ni agotamiento, sentía la necesidad de darse prisa. Los abdominales le ardían de presionar con fuerza la espalda contra el neumático. Parecía que hubiera hecho cien abdominales con un balón medicinal de seis kilos sujeto al pecho.

Sacó la pistola de nueve milímetros del bolsillo y quitó el seguro.

—Ahora, despacio —susurró.

Joe ajustó los pies. Kurt lo hizo a continuación, y ascendieron lentamente los siguientes quince centímetros. Levantó la pistola y estiró el cuello para poder mirar por encima del borde. No vio a nadie vigilando el pozo.

—Despejado —confirmó.

—Despejado también por este lado —repuso Joe—. Y ahora ¿qué hacemos?

Kurt lanzó la pistola por encima del borde y sacó la cuerda de debajo de su camiseta. Se la pasó entre las manos hasta tener la longitud que necesitaba.

Con una mano en cada punta de la cuerda, soltó media lazada con una longitud de aproximadamente doce centímetros. Giró la muñeca y extendió los brazos, lanzando así una onda de energía a través de la cuerda. El centro se alejó de él adoptando una gran forma de U y cayó sobre la parte superior de una estructura con forma de A con la mayor precisión posible.

Kurt la tensó y tiró hacia abajo para que no subiera por las barras metálicas.

Cerciorándose de no retorcerla, le pasó una punta de la cuerda a Joe.

—Agárrala con las dos manos y sujétate fuertemente.

Kurt tensó su trozo y pasó una lazada por debajo de su brazo, alrededor de su tríceps y dos veces alrededor de su mano. Joe lo imitó.

—¿La tienes bien agarrada?

—Como si fuera un billete de lotería premiado —dijo Joe.

—Bien —contestó Kurt—, porque sabes lo que va a pasar cuando descansemos nuestras pobres piernas, ¿verdad?

—Sí —asintió Joe—. Como todo lo que tiene que ver contigo, dolerá.

—El que algo quiere algo le cuesta —sentenció Kurt—. Y esta vez lo que queremos es nuestra libertad. ¿Listo?

—Listo.

Kurt tensó los brazos, afianzándolos.

—Tres… dos… uno… ¡ya!

Los dos hombres tiraron de la cuerda y relajaron las piernas y los abdominales prácticamente a la vez. La cuerda se tensó de golpe alrededor del armazón con forma de A. El neumático cayó de entre los dos, y se balancearon hacia delante, chocaron contra la pared y se quedaron colgando a escasos centímetros por debajo de la parte superior.

El neumático cayó al fondo emitiendo un estrépito, pero Kurt y Joe siguieron agarrados con fuerza muy por encima de él.

—Tenemos que hacer esta parte al mismo tiempo —dijo Kurt—. De lo contrario, uno de los dos volverá abajo.

Ascendieron ambos a la vez, colocando un brazo por encima del otro, hasta que pudieron aferrarse al metal del armazón. El metal les quemó las manos como se las había quemado a Kurt anteriormente, pero no lo soltaron y treparon por encima de la pared baja.

Kurt cayó de bruces sobre la arena y se alegró enormemente de ello. Joe se desplomó a su lado.

Mientras descansaban un instante respirando con dificultad, Kurt notó que le temblaban las piernas. Parecía que hubieran estado metidos en ese pozo varios días. Se miró la muñeca. Su reloj seguía en posesión del guardia de Malé.

Levantó la mano hacia el sol poniente.

—¿Qué haces? —preguntó Joe.

—Trato de hacer un reloj de sol. —Se dio por vencido—. ¿Qué hora es?

—Las siete menos cuarto —anunció Joe—. Debemos de haber marcado un récord. Nos han dado por muertos y hemos vuelto a la acción en menos de una hora.

Otro avión a reacción empezó a silbar a través del desierto mientras ellos permanecían allí, recobrando el aliento. Seguía la misma trayectoria que el primero, descendiendo y haciendo cada vez más ruido a medida que se aproximaba.

Obedeciendo a un instinto de supervivencia, los dos hombres se agacharon y se pegaron contra la baja pared del pozo.

No era necesario que se tomaran la molestia. Un avión a reacción en fase de aproximación final a ciento cincuenta nudos exigía que el piloto tuviera la vista muy por delante del avión, centrada en la zona de aterrizaje. Las posibilidades de que un piloto desviara su atención hacia unos objetos irrelevantes del suelo eran casi inexistentes.

Por otra parte, no había pasajeros.

El avión pasó con gran estruendo por encima de ellos como lo había hecho el primero, en esa ocasión un poco más alto. Kurt se fijó en las mismas extrañas características: una panza con una forma poco usual, dos grandes motores instalados muy por encima del fuselaje, cerca de la cola, y un perfil alar ancho y cuadrado. Parecía una especie de DC-9 o un Super 80 o un Gulfstream elevado al cubo.

—El mismo tipo de avión —observó Kurt—. Parece ruso.

—Sí —convino Joe—. Incluso podría ser el mismo de antes haciendo otra pasada.

El avión gris y blanco bajó más y más, descendiendo como si se dispusiera a aterrizar. Desapareció detrás de una duna antes de que lo oyeran tocar tierra.

El sonido de sus motores se desvaneció por un momento y, acto seguido, sonó un intenso rugido que retumbó a través del desierto durante quince segundos más o menos antes de atenuarse.

—¿No te ha sonado eso como unos inversores de empuje?

—Sí —asintió Joe—. Supongo que el águila ha aterrizado.

—Creo que acabamos de encontrar nuestra ruta de escape —dijo Kurt.

Joe lo miró de reojo.

—En ninguna de las fotos tomadas por satélite aparecía un avión estacionado aquí —explicó Kurt—, lo que significa que ese avión no va a quedarse calentándose al sol del desierto todo el día. Dejará el cargamento que traiga y luego se dará la vuelta y despegará antes de que amanezca.

—Claro —dijo Joe—. Pero eso no es el aeropuerto de Dulles. No podemos acercarnos al mostrador y comprar un billete.

—No, pero podemos colarnos aprovechando la oscuridad —aclaró Kurt—. Es imposible que nos esperen.

—Eso es porque hay que estar loco para intentar hacer lo que propones.

—No tenemos agua —le recordó Kurt—. Ni GPS. Y no tenemos ni idea de cómo encontrar la furgoneta sin él. Así que a menos que quieras vagar por el desierto confiando en la suerte, debemos volver a la guarida del león.

Joe se mostró en desacuerdo, aunque parecía estar cambiando de opinión.

—Me estás confundiendo con tantas metáforas de animales —repuso—. Creía que era una madriguera de conejo.

—Cambió cuando nos atraparon —argumentó Kurt—. Esos tipos son mucho más duros que cualquier conejo.

—Menos el de la película de Monty Python —repuso Joe.

Los caballeros de la mesa cuadrada y sus locos seguidores.

—Esa.

—Cierto —dijo Kurt.

Al acordarse de la película, tuvo que hacer un esfuerzo por no reírse porque le hacía daño en el pecho y en la garganta reseca.

—Tal como yo lo veo, podemos elegir —comentó—. O huimos como sir Robin o nos colamos en su base, y entonces nos escondemos en uno de esos aviones y nos largamos de este sitio antes de deshidratarnos hasta que no quede nada de nosotros más que polvo y huesos.

Joe se aclaró la garganta.

—Tengo un poco de sed.

—Yo también —dijo Kurt.

Joe respiró hondo. Alargó la mano, sacó la pistola de la arena y se la dio a Kurt.

—Usted primero, sir. Dudo que encontremos el Santo Grial allí abajo, pero me conformo con hallar una forma de salir de aquí o como mínimo una reserva de bebidas bien surtida.