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El inesperado viento que había empujado a Kurt, a Leilani y a Ishmael sopló racheado durante casi dos horas. A veces amenazaba con elevar el bote del agua. A mitad de la travesía, el extraño efecto brillante se desvaneció tan rápidamente como había aparecido, tanto del agua que los rodeaba como de sus cuerpos.
—¿Crees que han desaparecido? —preguntó Leilani.
—Lo dudo —respondió Kurt—. Parece que lo que los hace brillar ha pasado, pero creo que siguen encima de nosotros y en el mar.
El viento amainó durante la siguiente hora. Viniera de donde viniese, desapareció una hora antes de que anocheciera. El lado de estribor de la embarcación se hundió más, y a los tres no les quedó más remedio que arrimarse a los calzos de babor para impedir que el bote volcara. Tal como estaba, cada pequeña ola que se acercaba inundaba la cubierta inclinada.
Kurt recogió los paracaídas, los escurrió y los guardó. Casi había acabado cuando un grito de Ishmael lo sobresaltó.
—¡Tierra! —gritó Ishmael—. ¡Tierra a la vista!
Kurt alzó la mirada. A escasa altura sobre el horizonte había un contorno vago de color verdoso. A la tenue luz, podría haber sido una nube emitiendo un extraño reflejo.
Kurt sacó los prismáticos, limpió las lentes y se los llevó a los ojos.
—Que sea tierra, por favor —dijo Leilani, juntando las manos—. Por favor.
Kurt vio prados y copas de árboles.
—Ya lo creo que es tierra —afirmó, dando una palmada a Ishmael en el hombro—. Es tierra, fijo.
Apartó los prismáticos y se dirigió a la parte trasera del bote. Conectó el tubo del combustible al depósito de gasolina de reserva y arrancó el motor fuera borda. Se encendió renqueando, y Kurt giró el regulador.
Cuando la hélice estuvo otra vez en funcionamiento, el bote medio deshinchado avanzó como un cangrejo y caló hasta los huesos a Kurt de un agua sorprendentemente fría.
Veinte minutos más tarde, vio un pico central de unos quince metros de altura cubierto de vegetación. A cada lado de él se extendía terreno llano. Vio olas rompiendo en un arrecife que rodeaba la isla.
—Un atolón volcánico —dijo—. Vamos a tener que pasar el arrecife para llegar a tierra firme. Puede que tengamos que nadar hasta allí.
Miró a Ishmael y luego a Leilani.
—¿Todavía tienes la pistola?
Ella asintió con la cabeza.
—Sí, pero…
—Dámela.
La joven le dio la pistola que ambos sabían que estaba descargada. La sostuvo como si estuviera lista para disparar.
—Ella te va a desatar —aseguró Kurt—. Si nos das algún problema, te haré más agujeros que a este bote.
—Ningún problema —dijo Ishmael.
Kurt asintió con la cabeza, y Leilani desenganchó el mosquetón y levantó el ancla por encima del costado. A continuación, le desató las piernas y tiró la cuerda.
Kurt esperó a que Ishmael se moviera, pero lo único que hizo fue estirar las piernas y sonreír de alivio.
Para entonces se estaban acercando al arrecife que rodeaba la isla. Las olas no eran demasiado grandes, pero en las zonas del arrecife donde había huecos el mar estaba bastante turbulento.
—¿No deberíamos buscar un sitio más tranquilo? —preguntó Leilani.
—El depósito debe de estar casi vacío —contestó Kurt.
Se dirigió al primer acceso que vio. El bote surcó el mar hacia él como una barcaza, empujando una oleada de agua baja por delante. El agua a su alrededor pasó del azul oscuro al turquesa, y el encrespamiento se intensificó en las zonas sumergidas del arrecife que afectaban a la dinámica de las olas.
Coronaban una ola de sesenta centímetros y un momento después otra los azotaba por el costado y se sumían en un seno que parecía tirar de ellos hacia atrás. La columna dura del bote rechinó contra algo sólido, y la hélice se clavó.
Dos olas que venían por detrás se combinaron, y los empujaron hacia delante y hacia babor. Pasaron rozando por encima de más corales mientras la espuma de una tercera ola los cubría.
Kurt giraba el fuera borda hacia aquí y allá, acelerando y aflojando, usándolo tanto como motor como timón. El agua de rechazo que atravesaba el hueco luchaba contra ellos, pero con la siguiente serie de olas grandes se lanzaron otra vez hacia delante. Esa vez el lado de babor sufrió un fuerte golpe, y las dos cámaras se abrieron desgarrándose.
—Hemos recibido un golpe —gritó Leilani.
—Quedaos en el bote todo lo que podáis —vociferó Kurt.
Aceleró una vez más. El motor fuera borda giró durante aproximadamente diez segundos y a continuación empezó a renquear. Aflojó un poco, pero era demasiado tarde. El motor se paró, privado de combustible. Otra ola los azotó de lado.
—¡Saltad! —les ordenó Kurt.
Ishmael se arrojó por encima del costado. Leilani vaciló y acto seguido se tiró hacia delante. Otra ola golpeó el bote medio hundido, y Kurt también se abalanzó contra la espuma.
Nadó con todas sus fuerzas, pero las veinticuatro horas que llevaba sin comer, la falta de agua y el agotamiento de los últimos dos días jugaban en su contra. El cansancio no tardaría en apoderarse de él.
La resaca lo empujó hacia atrás, y a continuación una ola lo arrastró hacia delante. Se raspó la fiel con un coral y se le atascó el pie en un trozo sólido. Empujó con fuerza para soltarse y se lanzó otra vez hacia delante. Le costaba nadar con las botas, pero cada vez que tomaba impulso con los pies contra el coral valía su peso en oro.
Cuando la resaca volvió, introdujo el pie en el coral y afianzó su posición. La espuma lo cegó cuando las olas se elevaron por encima de él. Algo blando chocó contra él por delante.
Era Leilani.
La agarró y la empujó hacia delante con la siguiente ola, y se lanzaron a la zona de aguas más tranquilas situadas dentro del anillo protector del coral.
Kurt nadaba con fuerza. Leilani hacía otro tanto. Cuando los pies de él tocaron la arena, los hundió y avanzó con una mano en el chaleco salvavidas de Leilani, arrastrándola con él.
Salieron de la espuma y se desplomaron en la arena blanca, lo bastante cerca de la orilla para que las olas siguieran azotándolos.
Prácticamente lo único que Kurt podía hacer en ese momento era respirar, pero consiguió pronunciar unas palabras.
—¿Estás bien?
Leilani asintió con la cabeza, con el pecho palpitante, como el de él.
Kurt miró a su alrededor. Estaban solos.
—¿Ishmael?
No vio nada ni oyó respuesta alguna.
—¡Ishmael!
—¡Allí! —dijo Leilani, señalando con el dedo.
El hombre yacía boca abajo entre la espuma mientras las olas lo empujaban a la arena y luego lo arrastraban hacia atrás.
Kurt se levantó, fue dando traspiés en dirección a Ishmael y se tiró otra vez al mar. Lo agarró y lo arrastró hasta la orilla.
Ishmael tosió, se atragantó y escupió agua. A Kurt le bastó un breve vistazo para comprobar que sobreviviría.
Antes de que pudiera celebrarlo, un par de largas sombras descendieron sobre Kurt por detrás. Reconoció las siluetas de unos rifles y de unos hombres corpulentos en las surrealistas sombras pintadas en la arena.
Se volvió. Varios individuos se hallaban de pie con el sol a sus espaldas. Parecía que llevaran uniformes andrajosos y cascos y que estuvieran armados con pesados rifles de cerrojo.
Cuando se acercaron los vio mejor. Eran unos tipos morenos, cuyo aspecto recordaba el de los aborígenes australianos pero con rasgos polinesios. Sus rifles eran unas viejas carabinas M1 con cargadores de cinco balas, y sus uniformes y cascos parecían los que llevaban los marines de Estados Unidos en torno a 1945. Entre los árboles situados en lo alto de la playa también había unos cuantos.
Kurt estaba demasiado agotado y sorprendido para hacer algo más que observar, cuando uno de los hombres se acercó a él. Este sostenía el largo rifle con aire despreocupado, pero lucía una expresión de seriedad absoluta en el rostro.
—Bienvenido a la isla de Pickett —dijo con marcado acento inglés—. En el nombre de Franklin Delano Roosevelt, le hago mi prisionero.