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La isla flotante de Aqua-Terra se encontraba bajo una nueva dirección. Mientras Zarrina daba órdenes en el puente de mando, incluso Otero y Matson se sentían presionados.

Muchos pisos más abajo, Paul Trout se paseaba por los confines de la cárcel de cinco estrellas de Marchetti, haciendo inventario del entorno. La celda estaba equipada con ventanales del suelo al techo, una suave iluminación empotrada y cómodos colchones con doble acolchado. Incluso tenía un sillón de masaje y una máquina expendedora de zumo.

—Una máquina de zumo —dijo Paul con incredulidad.

—Buena idea —repuso Marchetti desde el sillón de masaje—. Yo tomaré un zumo de guayaba y piña, ya que está de pie.

Paul miró a su anfitrión. El hombre arqueaba la espalda como un gato que se frota en los muebles mientras los rodillos de shiatsu se movían de arriba abajo por su columna vertebral.

—Oh, qué gusto —murmuró—. Sí, justo ahí.

Por una parte, a Paul le parecía el colmo del absurdo; por otra, estaba deseando que Marchetti acabara y que llegara su turno. Apagar el fuego le había contracturado la espalda una barbaridad.

Sirvió tres vasos de combinado de guayaba y piña y los llevó al otro lado de la estancia. Los colocó entre Marchetti, que seguía emitiendo extraños sonidos de placer, y Gamay, que fruncía el ceño como la directora de un colegio dispuesta a castigar a todos los alumnos.

Paul le ofreció un vaso. Ella negó con la cabeza, indignada.

—Cuando los dos hayáis acabado de disfrutar de vuestro día en el spa, podríamos buscar una forma de escapar.

—He intentado forzar las ventanas —alegó Paul.

—No se moleste, no podría pasar por ellas —aseguró Marchetti—. Están diseñadas para resistir un vendaval de fuerza diez.

—¿Y las puertas?

—Se abren con un código desde fuera —dijo, cambiando de posición en el sillón—. Es imposible acceder al cuadro eléctrico desde aquí dentro. Por si no se ha fijado, ni siquiera tenemos pomo.

—Ya me había fijado —repuso Gamay.

Marchetti se reclinó un poco más en el sillón, y cuando los rodillos empezaron a vibrar, lo sacudieron y confirieron a su voz un extraño sonido en staccato como si alguien le estuviera golpeando al pecho mientras hablaba.

—Creo… que… no… deberíamos… hacer… nada… —dijo—. Conservar… nuestra… energía.

Paul vio que el fuego de la furia se encendía en los ojos de Gamay. Se apartó rápidamente cuando ella se lanzó hacia Marchetti y su sillón. Agarró el enchufe y tiró de él. El masaje terminó bruscamente.

Marchetti se quedó perplejo. Paul supuso que su sesión quedaba suspendida permanentemente.

—Más vale que se ponga serio —gruñó ella—. Esa gente no está jugando. Esa Zarrina ha matado a uno de sus hombres, y quién sabe a cuántos más. Si no salimos de aquí, nos matarán antes de que esto haya acabado.

Marchetti miró a Paul en busca de ayuda, pero no recibió ninguna y se volvió de nuevo hacia Gamay.

—Lo siento —dijo finalmente—. La negación es mi mecanismo de supervivencia favorito. Cuando tienes muchos millones de dólares, los problemas desaparecen si no les haces caso durante suficiente tiempo.

—Pues este problema no desaparecerá así como así —replicó Gamay.

Marchetti asintió con la cabeza.

—¿Tiene algún protocolo de seguridad? —preguntó Paul—. ¿Algún código de emergencia o algún registro de entrada programado para que detecten su ausencia?

Marchetti se rascó la cabeza.

—La verdad es que no —dijo, como si lamentara decepcionarlos—. Ser demasiado accesible es perjudicial para el personaje de billonario recluido que he estado intentando crear.

—¿Cómo dirige sus empresas? —inquirió Paul.

—En cierto modo, se dirigen ellas solas.

—¿Y si tiene que dar una orden? —quiso saber Gamay—. ¿Y si uno de sus empleados debe hacer una gran compra o cerrar un trato o una fusión que solo usted puede autorizar?

—Le pedía a Matson que lo hiciera.

Eso era un problema.

—Entonces, mientras Matson siga comunicándose con el mundo exterior, nadie se enterará de que usted ha desaparecido —dijo Paul, resumiendo la situación.

Marchetti asintió con la cabeza.

—Me temo que sí.

Gamay parecía tan desanimada como Paul.

—Al menos, hasta que se les ocurra una buena historia sobre su desaparición en una expedición o en otra situación peligrosa.

—Sí —confirmó Marchetti—. Estoy empezando a darme cuenta de que ser un recluso tiene sus inconvenientes.

—Toda clase de inconvenientes —apuntó Gamay—. Circulaban rumores de que Howard Hughes había muerto antes de su fecha de defunción oficial. Probablemente eran falsos, pero el caso es que se había aislado tanto que nadie lo sabía con seguridad. Usted está en el mismo barco. Y como se le ocurra llamarlo isla, le daré una bofetada.

—Barco —convino él—. Y suponiendo que sobrevivamos, prometo volverme una figura mucho más pública de aquí en adelante.

Eso estaba muy bien, pensó Paul, pero no iba a servirles de nada en ese momento.

—¿Qué cree que han hecho con el resto de los miembros de la tripulación?

—Un par de ellos parecían estar del lado de Zarrina —dijo Gamay.

—Los otros probablemente estén encerrados como nosotros —añadió Marchetti—. Hay cinco celdas aquí abajo.

—Manteniéndonos separados impiden que conspiremos contra ellos —señaló Paul.

—¿Qué hay de su gente? —preguntó Marchetti—. Los de Washington. Deben de esperar que ustedes les informen y se pongan en contacto con ellos. Seguro que los echarán en falta.

Paul intercambió una mirada de complicidad con su esposa; después de años juntos, sus mentes lograban fundirse de algún modo.

—No lo bastante rápido.

—¿Qué quiere decir?

Paul se explicó.

—Les enviamos datos cada veinticuatro horas. Pero a Zarrina y a Otero no les costará falsificarlos. Ella sabe lo que les hemos estado enviando y lo que ellos buscan. Me imagino que pasará un tiempo hasta que alguien sospeche.

—Tal vez Dirk nos llame —dijo Gamay, esperanzada—. No pueden falsificar una conexión de vídeo.

—No —convino Paul—. Pero pueden amenazarnos con toda clase de consecuencias desastrosas si intentamos difundir la verdad. Cosa que, por supuesto, intentaremos hacer sin tener en cuenta sus amenazas.

Gamay lo miró.

—¿Cómo le decimos a Dirk, o a quien nos llame, que tenemos problemas sin que nuestros secuestradores se enteren?

—Somos rehenes —repuso Paul—. Dirk ha estado en esta situación varias veces. Podemos dejar caer el nombre de uno de los sitios en los que estuvo o de uno de los criminales que lo retuvo. Eso debería darle que pensar.

—Brillante, señor Trout —dijo Marchetti—. Un código secreto.

—El Lady Flamborough —propuso Gamay.

—¿El qué?

—El Lady Flamborough —repitió ella—. Era un crucero. El padre de Dirk, el senador, fue tomado como rehén a bordo de él en la Antártida. Dirk tuvo que rescatarlo. Si alguno de nosotros tiene ocasión de hablar con Dirk, debe acatar las órdenes y mantener las apariencias delante de Zarrina y de sus matones. Diremos lo que quieran que digamos. En un momento determinado, Dirk hará una pregunta sobre cómo estamos o el tiempo que hace o algo por el estilo. Solo tenemos que sonreír con despreocupación y decir que todo va estupendamente, como si estuviéramos de crucero en el Lady Flamborough.

—Es un poco impreciso —alegó Marchetti—. ¿Y si él no lo capta?

—Usted no conoce a Dirk Pitt —contestó Paul—. Él lo captará.

—De acuerdo —convino Marchetti, entusiasmado—. Entonces tenemos un plan, suponiendo que Zarrina y los suyos colaboren y les pidan que hablen con este. ¿Y si no es así?

Marchetti miró en dirección a Paul. Lo único que el señor Trout pudo ofrecerle a cambio fue una mirada vacía. Dirigió la vista a Gamay, pero tampoco obtuvo nada de ella. Parecía que ninguno de ambos tuviera todavía un plan alternativo.

Mientras en sus rostros se instalaban unas expresiones cada vez más ceñudas, Gamay alargó la mano y volvió a enchufar el sillón. El masaje se inició de nuevo.

Marchetti se quedó sorprendido.

Gamay levantó las manos.

—Tal vez le ayude a pensar en algo.