Capítulo 35
Max se había devanado los sesos para buscar
la manera de salir de la fortaleza subterránea, y solo había
encontrado una solución. En una inspección en mitad de la noche,
había visto a tres guardias en la escalera que llevaba al garaje,
pero supo que no podría engañarlos. Kovac le había dejado el rostro
demasiado magullado, y los guardias sospecharían en cuanto lo
viesen.
No iba a poder salir por la puerta
principal, así que tendría que escabullirse por la puerta de
servicio.
Dejó su escondite en el armario del ala
ejecutiva y fue hacia la sala de los generadores. Se aseguró de
ocultar su rostro de las pocas personas que se cruzó en los
pasillos. Dobló la esquina que estaba más cerca de la sala en la
que los reactores movían las turbinas que proveían de electricidad
a las instalaciones y vio que allí Kovac también había colocado a
un guardia. Con el mismo paso firme y mesurado, caminó por el
pasillo. El guardia, un muchacho de unos veintitantos, vestido con
un uniforme azul similar al de los policías y con una porra en el
cinto, lo miró.
—¿Qué tal estás? —saludó Max en tono jovial
cuando aún estaba a unos tres metros—. Sí, lo sé, mi rostro parece
una hamburguesa. Un grupo de fanáticos antiabortistas me atacaron
anteayer en una manifestación en Seattle. Acabo de llegar. Menudo
lugar, ¿no?
—Esta es una zona restringida, a menos que
tengas un pase. —El muchacho bajó la voz para imprimirle un tono de
autoridad, pero no pareció desconfiar.
—¿Ah sí? Lo único que me han dado hasta
ahora es esto. —Max sacó las dos últimas botellas de agua de los
bolsillos del mono—. Ten.
En vez de ofrecérsela y darle al chico la
posibilidad de rechazarla, le arrojó la botella. El guardia la
cogió con torpeza y miró a Max, que le sonrió inocentemente y
desenroscó el tapón de su botella. La levantó en un brindis.
La cortesía y la sed se impusieron a la
limitada formación del guardia, así que destapó la botella y
devolvió el saludo a Max. Se llevó la botella a los labios y echó
la cabeza hacia atrás para beber un sorbo. Max se lanzó como un
esgrimidor olímpico y golpeó con los dedos rígidos de la mano
derecha en la base de la garganta del muchacho.
El agua escapó de su boca cuando se le cerró
la tráquea. No podía toser. Consiguió soltar una especie de
gorgoteo, mientras los ojos se le desorbitaban y se sujetaba la
garganta en un desesperado intento por respirar. Max le dio un
terrible puñetazo en la mandíbula y el joven se desplomó a sus
pies. Se agachó para comprobar su respiración. Ahora que estaba
inconsciente había dejado de hiperventilar y podía respirar un poco
mejor a través de la laringe dañada. Su voz sería un ronco susurro
durante el resto de su vida, pero viviría.
—Yo, en tu lugar, pediría a la escuela de
formación de personal de seguridad a la que fuiste que me
devolviesen el dinero.
Max abrió la puerta de la sala de
generadores. El cuarto de control estaba desierto y, por lo que se
veía en los paneles, solo funcionaba uno de los motores a reacción.
Ocultó al joven debajo de una mesa y le ató las muñecas a una pata
con una brida de plástico. No se molestó en amordazarlo. Hanley ya
había considerado la posibilidad de sabotear las máquinas e impedir
que los responsabilistas pudieran transmitir la señal, pero le
pareció que sería una pérdida de tiempo. Sabía que disponían de
baterías de reserva en alguna parte de las instalaciones aunque no
las hubiera visto, así que podrían transmitirla de todas maneras.
Si conseguía encontrar e inutilizar las baterías, solo los
retrasaría el tiempo que empleasen en reparar los daños. Quizá unas
horas o unos días, pero en cambio descubriría su presencia. La
única razón por la que no lo habían descubierto rondando por el
cuartel general era que lo creían muerto o que seguía escondido en
el exterior. En cuanto supieran que había un saboteador en el
bunker, los agentes de seguridad lo registrarían centímetro a
centímetro hasta encontrarlo.
Solo podía intentar imaginar la dolorosa
muerte que le tendría reservada Kovac.
Max estaba seguro de que Cabrillo había
recibido el mensaje, y confiaba en que el director hubiera
encontrado el modo de destruir el transmisor mucho antes de que
Severance enviase la señal. Por lo tanto, había abandonado la idea
del sabotaje para dedicarse únicamente a pensar en un plan de
fuga.
Los cuatro motores estaban colocados en
hilera, con gruesos tubos que les suministraban aire por un extremo
y lo soltaban por el otro. Había un colector cerca de la pared más
alejada, por donde salía al exterior un único tubo de escape.
También había un intercambiador de calor antes del colector, para
enfriar los gases que salían de la instalación. La toma de aire
funcionaba de la misma manera pero a la inversa, con un solo
conducto que entraba en la estación generadora y se dividía hacia
las turbinas a través del colector. Max hubiese preferido esa ruta,
pero la entrada estaba a tres metros de altura y no podía llegar a
ella sin una escalera.
—Si a Juan le salió bien, también me saldrá
a mí —murmuró al recordar la fuga de Cabrillo del Golden Dawn.
Encontró herramientas y protectores para los
oídos en un banco de trabajo en el fondo de la sala de control y
abrió la puerta que daba a la planta eléctrica. Con los oídos
tapados, el aullido de la máquina se mantenía en un umbral
tolerable. Antes de poner manos a la obra, abrió la puerta de un
armario rojo. Sin su contenido, el intento de fuga podría
matarlo.
Había una trampilla de acceso en cada uno de
los tubos de escape asegurada con un anillo de pernos. Comenzó a
quitar los pernos de diez centímetros de largo con mucho cuidado,
para que ninguno se cayese. Había desmontado su primer motor a la
edad de diez años y nunca había perdido la afición por las
máquinas, así que trabajaba con rapidez y eficiencia. Dejó un perno
en su lugar pero suelto, de forma que pudiera girar la trampilla.
La máquina conectada a ese tubo no funcionaba, por lo que los
vapores acumulados en el interior hicieron que le lloraran los
ojos.
Cogió un puñado de pernos un poco más cortos
y gruesos de un cajón de recambios en la sala de control. El
diámetro era un poco más pequeño que la rosca, pero pasarían una
inspección superficial. En cuanto pusieran en marcha la turbina, la
presión los expulsaría de la trampilla como si fuesen balas, pero
eso no era problema de Max. Guardó las herramientas en el banco y
se acercó de nuevo al guardia inconsciente para asegurarse de que
respiraba.
En el armario rojo había equipos de bombero:
hachas, detectores de calor, y, lo más importante, botellas de aire
con máscaras. Dado que si se iniciase un incendio en la sala de
generadores el queroseno de los reactores lo avivaría, había
también dos trajes con capuchas hechos con telas ignífugas y
aislantes que protegerían a los bomberos del insoportable calor y
de la acción directa de las llamas.
Max había visto todo aquello en su primer
recorrido por la sala de generadores, y ese descubrimiento había
sido la semilla de su plan de fuga. Cortó la capucha de uno de los
trajes y se lo puso; y también el segundo, de forma que todo su
cuerpo excepto la cabeza quedara aislado por partida doble. Aunque
le quedaban un tanto apretadas por el grosor de los dos trajes
consiguió calzarse las botas. Cargó con dos de las botellas de aire
hasta la trampilla abierta. Sus movimientos eran torpes, como los
de un autómata en una vieja película de ciencia ficción. Las
botellas tenían mangueras que se conectaban al traje a través de
una válvula situada a la altura de las caderas. Hubiese preferido
llevar más aire, pero dudaba que su cuerpo maltrecho pudiese cargar
con tanto peso.
Metió las botellas en la tubería y entró. El
espacio era muy reducido, por lo que tendría que esperar hasta
haber cruzado el colector para disponer de más movilidad. Tendido
de espaldas, giró la trampilla para cerrarla y enroscó ligeramente
uno de los pernos que había sacado del agujero, para mantenerla en
posición.
Después de asegurar la capucha del traje
exterior, abrió la válvula de la botella de aire y respiró. Notó un
sabor rancio y metálico. No tenía ni idea de cuál era la longitud
de la tubería hasta la superficie ni tampoco qué encontraría allí
cuando llegase, pero no tenía más alternativa que subir.
Empujó los tanques hacia delante, y avanzó
un par de centímetros. El interior estaba tan oscuro que notaba
como una presencia a su lado, mientras que el rugido de la turbina
en marcha resonaba en su cabeza.
El dolor en el pecho era tolerable, un dolor
sordo que le recordaba la paliza. No duraría, pero muy pronto sí
que se sometería a un terrible tormento. El dolor era una
distracción, le había dicho Linc, cuando le explicaba parte de su
entrenamiento como SEAL. Es la manera que tiene tu cuerpo de
decirte que dejes de hacer algo. Pero solo porque tu cuerpo te
envíe un mensaje no significa que debas escucharlo. El dolor puede
dejarse a un lado.
Pasó por encima de las aletas del
intercambiador de calor y entró en el colector. Incluso con la
protección de los trajes, notó la onda de calor, como si estuviese
delante de la puerta abierta del horno de un vidriero. Sería mucho
peor cuando entrase en el conducto principal. Los gases de escape
se originaban diez metros más atrás y habían pasado por el
intercambiador, pero a él le parecía que estaba acostado sobre la
cubierta de la máquina.
La fuerza del escape era como un huracán.
Sin los trajes y el aire, Max habría muerto asfixiado por el
monóxido de carbono y su cuerpo se habría convertido en una
tostada. Incluso con la doble protección térmica, el sudor brotaba
por cada poro de su cuerpo, y notaba como si alguien estuviese
aplicando un hierro al rojo en sus pies.
El conducto principal tenía casi metro
ochenta de diámetro y subía en una ligera pendiente. Se colocó con
esfuerzo el arnés ignífugo de la botella de aire, con la precaución
de mantenerse agachado, para no despegarse del suelo. Mientras se
pasaba las correas por encima de los hombros con mucho cuidado, se
le resbaló el pie que tenía apoyado en la botella de reserva. La
corriente de gases calientes cogió el tanque y lo lanzó por la
tubería como una bala. Oyó cómo golpeaba contra las paredes de la
tubería por encima del aullido infernal de la turbina.
Max intentó caminar, pero la presión contra
la espalda era demasiado grande. Cada paso era un precario juego de
equilibrio que amenazaba con enviarlo volando por la tubería como
la botella de aire. Se dejó caer y comenzó a caminar a gatas. El
intenso calor le quemaba las rodillas y las manos incluso a través
de los trajes y los guantes, y el peso de la botella en la espalda
hacía que sus costillas pareciesen cristales rotos moviéndose
dentro de su pecho.
Por si fuera poco, la tierra que rodeaba el
tubo desprendía mucho calor. La fuerza del escape que le golpeaba
la espalda y las piernas no disminuía, pero al menos todas las
ampollas ya habían reventado.
—El dolor... puede... ser... dejado a un
lado —repitió, cada palabra al ritmo marcado por cada uno de sus
movimientos.
Juan ordenó que lanzasen el avión no
tripulado en cuanto el Oregon se acercó
a la isla de Eos. George «Gómez» Adams lo pilotaba desde una
consola detrás de la butaca de Cabrillo. El director y Hali hacían
la primera guardia, ya que Juan siempre lo prefería así cuando se
dirigían a una situación peligrosa, pero no porque los demás fuesen
menos competentes. Simplemente quería tener a su gente con él en
momentos como ese. Eric, Mark y los demás se anticipaban a sus
órdenes como si le leyeran el pensamiento, lo que reducía los
tiempos de reacción en unos segundos que podían significar la
diferencia entre la vida y la muerte.
Eddie estaba en el garaje de embarcaciones
preparando la neumática semirrígida con Linc y sus hombres. Había
un único muelle en Eos, y sospechaban que contaría con unas
defensas formidables, pero probablemente era su única vía de
entrada a la isla. Las imágenes en tiempo real del avión no
tripulado les darían una idea de las defensas con las que deberían
enfrentarse. En la piscina lunar, un equipo de buceadores se
ocupaba de poner a punto el Nomad 1000, por si surgía la necesidad
de utilizar el mayor de los dos submarinos; colocaron las botellas
de aire y el equipo para un grupo de asalto formado por diez
hombres. Los artilleros habían repasado todas las armas del
Oregon, para verificar que estuviesen
limpias y con los cargadores llenos. El personal de control de
daños había comunicado que estaban listos, y Julia se encontraba en
la enfermería por si ocurría lo peor y necesitaban sus
servicios.
Gómez y su equipo de mecánicos habían
trabajado turnos dobles y triples desde el rescate de Kyle, en un
intento por reparar el helicóptero Robinson. Pero el piloto no
estaba muy satisfecho con los resultados. Sin realizar las pruebas
adecuadas, con parámetros controlados, no podía garantizar que el
pájaro volara. Todos los sistemas mecánicos funcionaban por
separado, pero no podía garantizar que funcionaran a la vez. El
montacargas había subido el helicóptero hasta la cubierta
principal, y un técnico mantenía el motor caliente a temperatura de
vuelo, con pausas de cinco minutos, si bien Adams le había rogado a
Cabrillo que lo utilizase solo como último recurso.
Juan miró el reloj digital en la pantalla.
Disponían de una hora y once minutos para encontrar a Max y sacarlo
de la isla. En realidad, disponían de menos tiempo, porque cuando
la barra de tungsteno chocase contra Eos, la onda expansiva
provocaría una ola inmensa. Según los cálculos de Eric,
permanecería localizada, y la topografía del poco poblado golfo
reduciría mucho sus efectos, pero cualquier barco en un radio de
veinte millas desde Eos lo pasaría francamente mal.
El Oregon se
encontraba a quince millas de la isla cuando una imagen transmitida
desde el avión sin piloto apareció en la pantalla; era como una
joroba gris que emergía en el brillante mar que daba a esa parte de
Turquía el nombre de Costa Turquesa.
George hizo que el aparato recorriera los
trece kilómetros de la isla a una altura de mil metros, lo bastante
alto para que no se oyese el motor; además, con el sol que
comenzaba a desaparecer por el oeste, sería casi imposible verlo.
Eos era una roca pelada con algún pino retorcido de vez en cuando.
Enfocó la cámara del avión allí donde los responsabilistas habían
construido el búnker, pero no había nada que ver. Desde esa altura
cualquier entrada estaba bien camuflada. La única prueba de que se
hallaba allí era la carretera asfaltada que acababa al pie de una
pequeña colina.
—Hali, toma un par de imágenes fijas del
vídeo y amplíalas —ordenó Juan—. A ver si encuentras alguna puerta
o reja al final de la carretera.
—Estoy en ello.
—Muy bien, George, da una vuelta. Quiero
inspeccionar la playa y el muelle.
Adams utilizó el joystick para que el avión
no tripulado virase sobre el mar y se acercase al muelle con el sol
detrás. La playa apenas se extendía unos cien metros y, en lugar de
ser de suave arena blanca, era de piedras pulidas por el agua. Los
acantilados, de más de treinta metros de altura, la encerraban por
los lados. Parecía imposible escalar los acantilados sin el
adecuado equipo de montañismo y varias horas de esfuerzo.
El muelle estaba situado en el centro mismo
de la playa, con un espigón en forma de L que entraba casi treinta
metros en el agua antes de llegar al calado suficiente para
permitir la entrada de los pequeños cargueros que habían llevado la
maquinaria pesada para construir el búnker. La carretera se veía
sólida, y tenía sobradamente el ancho necesario para el paso de las
excavadoras y las hormigoneras que en su momento habían recorrido
la isla. Había una construcción de planchas de metal onduladas,
quizá un cuartelillo, donde el muelle enlazaba con la carretera. Un
parapeto rodeaba todo el techo plano, lo que proporcionaba un
amplio campo de tiro a cualquiera que estuviese apostado allí.
También disponían de una visión despejada de los acercamientos por
mar. Una camioneta estaba aparcada detrás del cuartelillo.
Vieron a dos guardias con prismáticos de
gran potencia y armas automáticas situados en el techo. Otra pareja
recorría el muelle, y dos más recorrían la playa.
Cualquier tendido telefónico con las
instalaciones estaba enterrado; por lo tanto, era imposible
cortarlo para incomunicar el cuartelillo. Juan supuso que Zelimir
Kovac se había encargado de la seguridad y había ordenado que, a la
primera señal de algo sospechoso, avisaran al búnker para proceder
a su cierre inmediato.
—Pasa a imagen termal —dijo.
La escena en el monitor cambió, de forma que
casi todos los detalles desaparecieron, excepto el calor corporal
de los guardias.
En la inspección visual no habían visto que
había equipos de dos guardias apostados en cada uno de los
acantilados.
—¿Qué crees que son esas señales que hay
junto a los tipos en los acantilados? —preguntó George.
—Motores pequeños que están enfriándose. Lo
más probable es que sean quads, como los que tenían en Corinto. Es
muy divertido conducirlos siempre y cuando no estén
disparándote.
Cabrillo estaba más interesado en una señal
situada en la carretera. Era el calor residual de la planta
eléctrica, tal como había dicho Eric. Habían hecho un excelente
trabajo para camuflar la huella del calor. Incluso a un observador
bien entrenado le habría parecido que, sencillamente, la carretera
irradiaba el calor acumulado durante el día. La línea de color
naranja opaco en el escáner termal continuaba a lo largo del
muelle, antes de extenderse en casi toda su anchura.
«Tiene que ser un difusor —pensó— para
ocultar todavía más la huella del calor.»
No vio ninguna señal de las tomas de
aire.
Cabrillo pulsó un botón del intercomunicador
para hablar con Eddie y Linc, que estaban mirando las imágenes del
reconocimiento aéreo en una pantalla en el garaje de
embarcaciones.
—¿Qué opináis?
Supo la respuesta antes de que Eddie pudiese
responder.
—Nos costará sangre y sudor, y no hay
ninguna garantía. ¿Tienes alguna foto detallada del lugar donde
termina la carretera?
—Hali está trabajando en ello ahora
mismo.
—Ya están en la pantalla —anunció
Kasim.
Las fotos ampliadas aparecieron en el
monitor, y todos las miraron con gran atención. La carretera
acababa sin más en la colina. Sabía que en alguna parte tenían que
estar las puertas, pero habían hecho un excelente trabajo de
camuflaje.
—Según cuál sea el grosor del blindaje,
quizá podríamos abrirnos paso con explosivos —comentó Eddie, sin
mucho entusiasmo.
—No sabemos si bastará con treinta gramos de
C-4 o necesitaremos un misil de crucero.
—Entonces usaremos el Nomad para acercarnos
a la costa y buscar las entradas de aire. Tendremos que cortar el
tubo con sopletes, una vez que estemos dentro —dijo Eddie—. Solo
desearía disponer de un poco más de tiempo, para que el sol se
ponga.
La trayectoria orbital del satélite ruso
había establecido la hora del asalto, y no había nada que hacer al
respecto. Juan miró de nuevo el reloj justo en el momento en el que
llegaba a cero.
—¿Qué están haciendo aquellos dos guardias
en el muelle? —preguntó George después de poner la cámara de nuevo
en modo visual.
—Estarán haraganeando —comentó Juan,
distraído.
—Creo que hay algo en el agua. Voy a hacer
otra pasada para verlo mejor.
Sin luz, Max no podía saber cuánto aire le
quedaba en la botella, pero calculó que llevaba moviéndose unos
veinte minutos. Por mucho que hubiese intentado respirar lo menos
posible, había consumido el precioso aire a un ritmo prodigioso, y
aún no había llegado al final. Delante, el túnel se veía tan oscuro
como el tramo que ya había recorrido.
Pasados otros diez minutos comenzó a notar
dificultades para respirar. La botella estaba a punto de acabarse.
Muy pronto, estaría respirando el aire que quedaba en el traje, y
luego comenzaría a ahogarse. Como había pasado la mayor parte de su
vida en el mar, siempre había creído que moriría ahogado. Pero
nunca había pensado que se asfixiaría en una nube tóxica.
Continuó moviéndose a gatas, poco dispuesto
a rendirse. Avanzaba treinta centímetros en cada gateo. El traje
exterior se había convertido en un montón de harapos carbonizados,
y algunos trozos comenzaban a desprenderse, sobre todo en las
rodillas. Afortunadamente, la única capa de protección que le
quedaba era más que suficiente.
«A Kyle no le pasará nada», pensó. Estaba
seguro de que Juan rescataría a su hijo de nuevo. Debido al fracaso
de la primera vez, contrataría a otro psiquiatra para que ayudase a
desprogramar su mente. El director nunca cometía dos veces el mismo
error, aunque no supiese cuál había sido la causa del primero.
Incluso era posible que ya hubiese deducido que el traidor era el
doctor Jenner, aunque nunca adivinaría la verdadera identidad de
Jenner. Ni él mismo podía creérselo.
«Morir para rescatar a un hijo», murmuró. No
se le ocurría otra causa más noble por la que morir. Confiaba en
que algún día Kyle reconocería su sacrificio, y rogó por que su
hija perdonase a su hermano por la muerte de su padre.
—El dolor... se... puede... dejar... a un
lado.
Tenía la sensación de estar escalando el
Everest. Necesitaba respirar hondo para aspirar el máximo de aire,
pero cada vez que lo hacía las costillas lo martirizaban. Además,
por muy profundamente que inhalase, o lo mucho que sufriese, sus
pulmones nunca se llenaban del todo.
Sus manos tocaron algo en la oscuridad. Su
sensibilidad de ingeniero se sintió insultada en el acto. Una
tubería de escape como aquella tendría que estar limpia de
obstrucciones, para conseguir el máximo de eficacia de las
turbinas. Palpó el objeto y soltó una risita. Era la botella de
aire de reserva que había volado por la tubería. En su
descontrolado vuelo había acabado deteniéndose con el extremo más
aerodinámico encarado al flujo.
Se apresuró a desconectar la botella casi
vacía y conectó la nueva. El aire tenía el mismo sabor rancio y
metálico, pero no le importó en absoluto.
Quince minutos más tarde, vio la luz al
final del túnel. El conducto tenía una boca ancha y aplanada
conectada a un difusor que enmascaraba el escape caliente de la
vista de un escáner térmico. El cazabombardero invisible utilizaba
un mecanismo similar. La presión de los gases calientes disminuyó
cuando se quitó la botella de la espalda y se tumbó sobre el
vientre para arrastrarse por el interior del difusor. Había unos
delgados barrotes verticales en la boca para impedir que alguien
entrase en el tubo.
Vio el mar a un metro y medio más abajo.
Tenía que ser marea alta. De lo contrario, el agua habría entrado.
Supuso que el difusor tenía una tapa que podía bajarse en caso de
tormenta. Pasar el abultado casco entre los barrotes verticales
resultaba imposible, así que no sabía qué había a la izquierda o la
derecha de su posición. Tendría que confiar en la buena
fortuna.
Se giró para poder golpear uno de los
barrotes con la botella de aire. Puesto de lado, no podía conseguir
mucho impulso, así que retrocedió un poco y probó de nuevo. Sintió
el impacto en las manos cuando golpeó el enrejado una y otra vez.
Debilitado por el efecto del aire salado y los gases corrosivos, la
soldadura de uno de los barrotes se rompió al quinto golpe. Repitió
el ataque en un segundo, y después en un tercero.
Convencido de que tenía espacio suficiente
para pasar, sujetó los barrotes uno tras otro y los dobló hacia
fuera. Asomó la cabeza. Había una angosta plataforma justo debajo
del difusor y, a su derecha, una escalerilla que subía. Ya estaba
dispuesto a volverse hacia la izquierda cuando lo sujetaron por los
hombros y lo sacaron del tubo de escape. Sucedió tan rápido que no
tuvo tiempo de reaccionar antes de que lo arrojaran a un muelle.
Dos guardias estaban a su lado, cada uno con una metralleta en las
manos. A diferencia del muchacho que Max había dejado inconsciente
en la sala de los generadores, esos dos tenían aspecto de
profesionales.
—¿Qué crees que estás haciendo aquí, amigo?
—El guardia tenía un fuerte acento cockney.
Con el casco puesto y casi sordo después del
rato que había pasado dentro del tubo, Max vio cómo se movían los
labios del guardia, pero no oyó las palabras. En cuanto levantó las
manos para quitarse el casco, los dedos se curvaron en los
gatillos. Un guardia se apartó para cubrir a su compañero, que le
quitó el casco.
—¿Quién eres? —preguntó.
—Hola, muchachos. Soy Pablo Limpiapipas de
la Compañía de Deshollinadores ACME.