Capítulo 24

 

Las órdenes de Kovac a los cinco hombres que había enviado para que vigilasen el desmantelado centro responsabilista en Filipinas habían sido muy claras. No debían molestar a las personas que apareciesen por el lugar, a menos que fuese evidente su intención de entrar en las secciones subterráneas. En las semanas que llevaban de vigilancia, los únicos visitantes habían sido un par de filipinos en una vieja motocicleta. Tan solo habían permanecido allí unos minutos, para ver si había algo que valiese la pena robar. En cuanto vieron que no había absolutamente nada, se marcharon por la carretera envueltos en una nube de gases azul.
Sin embargo, la manera en la que ese día se habían acercado otros dos tipos hizo que los guardias se pusieran de inmediato en alerta, y cuando oyeron el eco de la explosión comprendieron que su cautela estaba justificada.

 

En medió del estruendo del cemento que se rompía, Juan cayó a través del agujero hecho por Linc y aterrizó de pie en los escalones. Una nube de polvo obligó a Cabrillo a bajar a ciegas, confiando en que Linc se hubiese apartado. Un trozo de cemento del tamaño de su cabeza lo golpeó en el hombro y fue suficiente para tumbarlo. Rodó por los últimos escalones y quedó tendido en el rellano, mientras más escombros caían a su alrededor.

 

Una mano poderosa lo cogió por la espalda de la camisa y lo arrastró hasta lo que parecía un vestíbulo, lejos de lo que estaba convirtiéndose en una avalancha.
—Gracias —jadeó Juan cuando Linc lo ayudó a levantarse.
Los rostros y las prendas de ambos hombres mostraban el mismo tono gris a causa del polvo.
El andamio de madera que soportaba el peso de la placa de cemento había cedido, y toneladas de escombros y maderos rotos se habían desplomado sobre la escalera y obstruido completamente la entrada al vestíbulo. La oscuridad era total.
Linc sacó una linterna de la mochila. La luz tenía la potencia de los faros de xenón de los coches, pero lo único que vieron fueron nubes de polvo.
—¿Te recuerda algo? —preguntó Linc con una risa seca.
—Parece Zurich cuando pillamos a aquel banquero —respondió Juan en medio de un ataque de tos.
—¿Qué opinas de nuestro comité de recepción?
—Me siento como un idiota por haber creído que esto sería fácil.
—Amén, hermano. —Linc apuntó el rayo de luz a los escombros que obstruían la entrada. Algunos debían de pesar media tonelada o más—. Tardaremos un par de horas en salir de aquí.
—En cuanto abramos el menor agujero nos dispararán como a patos de feria. —Juan colocó el seguro de la pistola y la guardó en la funda sujeta a la cintura del pantalón—. Con inferioridad numérica y de potencia de fuego no tengo ganas de salir de aquí para caer en una emboscada.
—Entonces ¿esperamos a que se vayan?
—No funcionaría. Solo tenemos una cantimplora y dos barras de proteínas. Podrían esperarnos hasta el día del Juicio Final. —Mientras hablaba, Juan había encendido el móvil.
—Podríamos llamar a la caballería. Eddie llegaría aquí con una tropa de asalto en menos de cuarenta y ocho horas.
—No tengo cobertura. —Cabrillo apagó el móvil para no gastar batería.
—De acuerdo, has descartado todas mis propuestas, ¿qué te guardas en la manga?
Juan cogió la linterna de la mano de Linc y alumbró el túnel excavado décadas atrás.
—Veamos adónde nos lleva.
—¿Qué pasa si vienen por nosotros?
—Confiemos en que tengamos tiempo suficiente para montar una emboscada.
—¿Por qué no los esperamos aquí?
—Si yo estuviese al mando de ese equipo, lanzaría unas cuantas granadas antes de comprometer a mis hombres. Quedaríamos hechos picadillo antes de que tuvieran que disparar un solo tiro. Si nos mantenemos fuera del alcance de las granadas, estaremos demasiado expuestos en este túnel. Lo mejor será encontrar una posición más fácil de defender. Seamos optimistas; si se toman la molestia de venir por nosotros será porque hay otra manera de salir de aquí.
Linc consideró las opciones, y con un amplio gesto de la mano indicó que debían seguir el túnel.
Una pared era de piedra pero la otra mostraba señales de haber sido cortada con herramientas. Los dos hombres podían caminar a la par sin apretujarse, y la altura del techo era de unos tres metros.
—Esto es una fisura natural que los japoneses ampliaron durante la ocupación —comentó Cabrillo tras observar la roca.
—Lo más probable es que la abriese un terremoto —asintió Linc—. Construyeron la fábrica, o lo que fuese, donde el agujero llegó hasta la superficie.
Juan señaló unas manchas oscuras en el suelo. La dispersión indicaba que era sangre, en grandes cantidades.
—Disparos.
—Más de una víctima.

 

Juan apartó la luz de las siniestras manchas. Sus labios estaban apretados formando una severa línea. La temperatura fue bajando y la humedad aumentaba a medida que iban descendiendo. Era pensar en el sufrimiento que se había padecido allí y no el descenso de la temperatura lo que hizo temblar a Cabrillo.

 

El túnel no era recto; iba serpenteando a medida que bajaba en una suave pendiente. Tras veinticinco minutos de marcha y haber recorrido más de tres kilómetros, el suelo se niveló y encontraron una primera cámara en un lateral. La entrada estaba parcialmente cerrada por un desprendimiento menor; el techo del túnel se veía resquebrajado y amenazaba con desplomarse en cualquier momento. Esa cueva era otro accidente geológico natural que los japoneses habían ampliado. El recinto era más o menos circular, de unos dieciséis metros de diámetro, y con el techo a cinco metros de altura. No había nada en la caverna excepto algunos pernos en las paredes que en otro tiempo habían soportado las instalaciones eléctricas.
—¿La administración? —preguntó Linc en voz alta.
—Tiene sentido dado que es la habitación más cercana a la superficie.
Encontraron otras dos pequeñas cuevas laterales antes de llegar a una cuarta donde los japoneses habían dejado algunos objetos. Había una docena de camastros atornillados al suelo y varios armarios metálicos junto a una de las paredes. Juan se encargó de mirar en los cajones y Linc examinó los camastros.
—Nadie diría que se hubiesen tomado la molestia de dar camas a los prisioneros.
—En estos cajones no hay nada. —Juan miró a Linc—. Necesitaban las camas porque tenían que sujetar a sus víctimas—. Alguien contagiado con el tifus, el cólera o sometido a la acción de algún gas venenoso no se quedaría quieto.
Franklin apartó las manos del camastro metálico como si se las hubiese quemado. Había otras cuatro cavernas como aquella, algunas lo bastante grandes para albergar cuarenta camastros. Más adelante vieron una pequeña entrada en el túnel principal. Juan metió la cabeza y los hombros por la abertura: era un pozo. Casi al final de donde alcanzaba la luz, vio el suelo cubierto con todo tipo de cosas imposibles de identificar. Había sido el vertedero comunal, y entre la basura había huesos humanos. Se habían descoyuntado con el paso de las décadas, así que
Cabrillo no podía saber cuántos cuerpos había allá abajo. Unos quinientos sería un cálculo que se quedaría corto.
—Este lugar es como un matadero —comentó cuando salió del agujero—. Un campo de exterminio.
—Que estuvo en funcionamiento durante dieciocho meses.
—Creo que el almacén en la superficie solo se utilizaba para proteger los laboratorios secretos de aquí abajo, donde experimentaban con cosas realmente horribles. Utilizar un sistema de cuevas significaba que podían aislar rápidamente cualquiera de ellas si se producía el escape de algún virus.
—Despiadado y eficaz. —No había ni sombra de admiración en el tono de Linc—. Los japoneses podrían haber enseñado a los nazis un par de cosas.
—Estoy seguro de que lo hicieron —dijo Juan, todavía alterado por lo que acababa de ver—. La Unidad 731 tuvo sus orígenes en 1931, dos años antes de que Hitler asumiese el poder. Poco antes de que acabase la guerra, el intercambio de información y tecnología fue en el otro sentido. Alemania suministró al imperio japonés motores a reacción y cohetes para los aviones suicidas, además de material nuclear.
El siguiente comentario de Linc murió en sus labios.
Absorbida por la distancia y las rocas, no pudieron oír la explosión en la entrada de la cueva. Sin embargo, ambos notaron la sacudida de la onda expansiva en sus cuerpos, como el viento que desplaza un camión. Los responsabilistas habían volado la montaña de escombros y ahora estaban en los túneles dispuestos a apresarlos.
—Sin duda conocen bien los túneles, por lo que llegarán muy pronto —señaló Cabrillo, con voz grave—. Disponemos más o menos de media hora para encontrar el modo de salir de aquí o algún lugar que podamos defender con dos pistolas y once balas.
La siguiente cueva era una sala médica que no había sido vaciada como las demás. Había colchonetas en las camas y los armarios estaban llenos de frascos de productos químicos. Las etiquetas estaban en alemán; Juan se lo señaló a Linc como una prueba de sus anteriores palabras.
Linc observó las etiquetas y luego las leyó en voz alta en inglés:
—Clorina. Alcohol destilado. Agua oxigenada. Dióxido de sulfuro. Ácido clorhídrico.
Cabrillo había olvidado que Linc hablaba alemán.
—Tengo una idea. Busca bicarbonato de sosa.
—No creo que este sea el momento de preocuparse por una digestión pesada —comentó Linc mientras buscaba entre los frascos y botellas.
—Lecciones de química en el instituto. Apenas recuerdo nada, pero al profesor le encantaba enseñarnos cómo fabricar armas químicas.
—Qué encantador.
—Era un viejo hippy que creía que necesitaríamos defendernos cuando el gobierno acabase confiscando todas las propiedades privadas —explicó Juan. Linc lo miró de una manera extraña y le entregó el recipiente de cristal con el bicarbonato—. ¿Qué puedo decir? —Cabrillo se encogió de hombros—. Crecí en California.
Juan pidió a Linc que buscase otro producto químico.
—¿Qué quieres hacer con todo esto? —Linc le entregó una botella que contenía un líquido ámbar.
—Una guerra química.
Estuvieron de acuerdo en que montarían la emboscada en una de las salas médicas más pequeñas. Linc utilizó unas mantas y algunas colchonetas para simular los cuerpos de dos hombres acurrucados en la cama más apartada. Juan preparó una bomba trampa con el rollo de cinta aislante de la mochila de Linc, los productos químicos y la cantimplora. A la luz de la linterna, los maniquís daban el pego y atraerían a los responsabilistas. Colocó el teléfono móvil de Linc en el modo de radiotransmisor entre las dos figuras.
Linc y Juan se ocultaron a esperar en una habitación en el lado opuesto y un poco más alejada en el túnel.

 

Si Juan tenía alguna dificultad con lo que se disponían a hacer solo tenía que pensar en las víctimas a bordo del Golden Dawn para no tener remordimientos. Pasaron los minutos; la aguja luminosa del segundero del reloj de Cabrillo se movía como si se le estuviese acabando la pila. Linc y él habían tendido innumerables emboscadas, por lo que no les costaba permanecer inmóviles y con los ojos abiertos, aunque no se pudiera ver nada en el oscuro túnel. Estaban apoyados en ambos lados de la pared de piedra, con la cabeza ladeada y los oídos atentos al menor sonido.

 

Los oyeron al cabo de veinte minutos. Juan distinguió dos y después tres pisadas diferentes, a medida que los guardias responsabilistas avanzaban por el túnel. No había ninguna luz, así que dedujo que llevaban una linterna de infrarrojos y gafas de visión nocturna que les permitían ver en la oscuridad.
Los guardias se detuvieron mucho antes de llegar a la cueva lateral, como si esperasen una emboscada. Aunque Juan no podía ver, sabía por los sonidos qué estaban haciendo. Habían avanzado casi en silencio para acercarse a la entrada, moviéndose uno tras otro cuando estaban seguros de que sus compañeros los cubrían.
Se oyó el roce del metal contra la piedra, y casi de inmediato una voz gritó:
—Los veo. Salid con las manos en alto y no sufriréis ningún daño.
El sonido metálico lo había producido uno de los guardias al apoyar el arma en la entrada para apuntar con el fusil de asalto a los bultos en la cama al otro extremo de la cueva.
Detrás de Linc, para que su corpachón ocultase la voz, Juan conectó el móvil y respondió:
—Vete al infierno.
Con el volumen del teléfono puesto al máximo, debió de sonar como un grito de desafío. Dos armas dispararon a la vez y, al resplandor de los fogonazos, Juan vio a las tres figuras. Esos hombres no eran unos aficionados. Dos estaban en la entrada y el tercero vigilaba el túnel atento a un ataque por el flanco.
En aquel espacio cerrado, el sonido era un ataque a todos los sentidos de Cabrillo.
Cuando cesó el fuego, esperó a ver qué hacían. Habían disparado balas más que suficientes para matar a un par de hombres una docena de veces. El guardia que los cubría encendió una linterna y los tres se quitaron las gafas de visión nocturna, que tenían las ópticas momentáneamente sobrecargadas por los fogonazos. Los dos que habían disparado cruzaron el umbral con mucha cautela y el tercero permaneció atento a una trampa.
Cabrillo no los decepcionó.
El alambre que había colocado estaba cerca de la cama donde supuestamente él y Linc habían hecho su último intento de defenderse; el guardia que iba en cabeza miraba tan fijamente a las víctimas que no llegó a verlo.
La cinta aislante estaba atada a las botellas de clorina y bicarbonato de sosa, y cuando el guardia las rozó cayeron. Las botellas se rompieron en un charco de agua de la cantimplora mezclada con otro producto químico que Juan había derramado en el suelo.
En cuanto oyeron que se rompían las botellas, Juan y Linc dispararon. El tercer guardia había reaccionado al escuchar el sonido del cristal roto, pero no tuvo ninguna posibilidad. Una bala lo alcanzó en la axila y destrozó sus órganos internos mientras la segunda le atravesaba la tráquea. Su cuerpo giró en el aire y cayó al suelo sin soltar la linterna ni el fusil de asalto. La luz quedó apuntando hacia la entrada de la cueva, por donde comenzaban a emerger los tentáculos de una repugnante nube verde.
En el interior, la reacción química había producido un pequeño charco de ácido hidroclorhídrico e hipoclorhídrico. En los segundos que tardaron los dos hombres en comprender que algo no iba bien, tenían las gargantas y los pulmones ardiendo. Los vapores atacaban los delicados tejidos de las vías respiratorias y hacían que el menor intento de respirar fuese una tortura.
Forzados a toser, aspiraron todavía más gas tóxico, así que cuando salieron tambaleantes de la caverna, ya tenían convulsiones. Escupían sangre mezclada con mucosidad de los pulmones.
La exposición había sido breve, pero sin una inmediata atención médica los pistoleros eran cadáveres vivientes; su muerte sería lenta y espantosa. Uno de ellos debió de darse cuenta, porque antes de que Cabrillo pudiese detenerlo quitó la anilla de una granada.
Tenían solo una fracción de segundo para tomar una decisión, pero con un techo tan inestable solo podían hacer una cosa. Cabrillo cogió a Linc del brazo y echó a correr, sin desperdiciar un segundo ni siquiera para encender la linterna. Corrió con los dedos rozando la pared del túnel. Notaba la imponente presencia de Linc a su espalda. Ambos contaron los segundos y, simultáneamente, se arrojaron cuerpo a tierra justo cuando estalló la granada.
La metralla salpicó el túnel a su alrededor, y la onda expansiva los golpeó con un muro de luz y sonido que fue como un martillazo. Se levantaron al oír un nuevo sonido que llenaba el túnel. El rugido se volvió ensordecedor cuando las rocas desprendidas por la explosión cayeron al suelo en una violenta avalancha que amenazaba tragárselos. El polvo y las piedras caían sobre sus cabezas y hombros a medida que se desplomaba el techo. Juan encendió la linterna en el momento en el que una roca del tamaño de un motor de coche se estrellaba contra el suelo delante de él. La saltó como un corredor de obstáculos y siguió corriendo. Más adelante, se abrían grietas en el techo, líneas que se bifurcaban una y otra vez como relámpagos negros, mientras por detrás seguía aumentando el ruido de las rocas que caían.
Luego, la avalancha comenzó a disminuir. El rugido se apagó hasta que solo se oyó algún trozo pequeño que caía de vez en cuando. Juan acortó el paso y respiró el aire cargado de polvo. Apuntó con la linterna la parte de túnel que habían dejado atrás. Estaba llenó de escombros desde el suelo hasta el techo.
—¿Estás bien? —jadeó.
Linc se tocó la pantorrilla donde le había golpeado una esquirla. No había sangre cuando se miró los dedos.
—Sí. ¿Qué tal tú?
—Estaré mejor cuando salgamos de todo este polvo. Vamos.
—Míralo por el lado bueno —dijo Linc cuando reanudaron la marcha—. Ya no tendremos que preocuparnos de que nos ataquen por la espalda.
—Siempre he sabido que eras un optimista.
Dedicaron otras dos horas a explorar las instalaciones subterráneas. Encontraron camastros para ciento ochenta prisioneros, habitaciones que en otro tiempo habían sido laboratorios y un objeto que Linc identificó como una cámara atmosférica.
—Lo más probable es que la utilizaran para comprobar los efectos de una descompresión explosiva —comentó.
Por fin llegaron al final del largo túnel. No es que estuviera cerrado sino que había caído un trozo del techo; ambos hombres se dieron cuenta de que lo habían volado adrede. Juan olió el montón de escombros, y notó el débil rastro del explosivo.
—Esto lo han volado hace poco.
—¿Cuando los responsabilistas se marcharon?
Juan asintió, sin dejarse vencer todavía por la desilusión. Trepó por la montaña de cascotes, y sus pies hicieron caer unos cuantos al acercarse a la cima. Se tumbó sobre las piedras y pasó el rayo de luz por la grieta entre las piedras y el techo. Llamó a Linc para que subiera.
—No había nada en estas catacumbas que a los responsabilistas les hubiese importado que viéramos. No es más que basura dejada por el ejército japonés.
—Por tanto, lo que sea que ocultan está al otro lado.
—Parece lógico —admitió Juan—, y dado que se arriesgaron a bajar aquí para perseguirnos, estoy seguro de que al otro lado también está nuestra salida.
—Entonces ¿a qué esperamos?

 

Como habían utilizado el agua para el improvisado ataque con el gas, una hora de duro trabajo dejó la lengua de Juan como un pegajoso trozo de carne hinchada, como si algún reptil se hubiese enroscado y puesto a dormir en su boca. Sus dedos estaban lastimados y sangraban después de mover las afiladas piedras, y le dolían los músculos debido a la incómoda posición. A su lado, Linc trabajaba con la eficacia de una máquina incansable. Parecía como si nada pudiese detenerlo, pero Juan sabía que incluso las enormes reservas de fuerza de su compañero no eran inagotables.

 

Poco a poco, se abrieron paso entre los escombros, siempre moviéndose con cuidado y tocando el techo para asegurarse de que sus acciones no provocarían otro derrumbe. Cambiaban sus posiciones cada treinta minutos. Primero Juan cogía las piedras y se las pasaba a Linc, y luego Linc lo reemplazaba, aflojando las piedras y pasándoselas al director. Como Linc era muy ancho de hombros y pecho, el paso tenía que ser el doble del tamaño del director.
Juan estaba de nuevo en lo alto, buscando la manera de quitar una piedra muy grande, pero, por mucho que lo intentaba, no conseguía separarla del resto. Parecía estar encajada. Quitó algunas piedras del tamaño de un puño con la intención de encontrar un punto de apoyo y tirar con todas sus fuerzas. La piedra ni siquiera se movió.
Por encima de la roca, el techo estaba cuarteado con una multitud de grietas y fisuras, tan inestable como el trozo que los responsabilistas habían destrozado con la granada. Los mineros llamaban a este tipo de techo racimos de uvas, y Juan sabía que un trozo podía desprenderse sin previo aviso. Hasta entonces, nunca había experimentado los escalofriantes efectos de la claustrofobia, pero sentía los helados dedos del miedo que intentaban abrirse paso en su mente.
—¿Cuál es el problema? —jadeó Linc desde abajo.
Juan tuvo que mover la lengua por el interior de la boca para aflojar las mandíbulas lo suficiente para hablar.
—Aquí hay una piedra que no puedo mover.
—Deja que lo intente.

 

Cambiaron de lugar con muchos esfuerzos. Linc metió los pies en el pequeño espacio. Encajó las botas contra la roca y la espalda contra las piernas extendidas de Cabrillo y aplicó toda su fuerza. En el gimnasio, era capaz de mover quinientos kilos con las piernas. Aquella piedra pesaba la mitad, pero estaba muy encajada, y Linc empezaba a tener síntomas de deshidratación. Cabrillo veía la enorme tensión en cada fibra y en cada tendón del cuerpo del antiguo SEAL mientras empujaba. Linc soltó un gruñido; finalmente, la roca se desprendió de los escombros y la tierra como un diente cariado.

 

—Ya lo ves, coser y cantar —exclamó.
—Bien hecho, gigantón.
Linc se arrastró para pasar por la brecha, y cuando Juan lo siguió se dio cuenta de que había más espacio por encima de la cabeza. Habían cruzado el punto más alto de la montaña de escombros y ahora bajaban por el otro lado. Muy pronto, él y Linc pudieron moverse a gatas sobre las piedras restantes y luego levantarse; caminaron por los últimos escombros y pisaron el suelo de la cueva. Juan iluminó la pila; el agujero en lo alto le pareció muy pequeño.
Descansaron unos minutos, con la linterna apagada para no gastar la pila.
—¿Hueles eso? —preguntó Juan.
—Si hablas de una jarra de cerveza bien fría, estamos teniendo la misma alucinación.
—No. Huelo agua de mar. —Juan se levantó y encendió la linterna.
Caminaron por el túnel otros cien metros, hasta que llegaron a una cueva marina natural. La gruta tenía por lo menos dieciséis metros de altura y era cuatro veces más ancha. Los japoneses habían construido un muelle de hormigón en un costado de la laguna subterránea. Había raíles de vía estrecha encajados en el cemento, para la grúa móvil que debían de utilizar para descargar los suministros.
—¿Entraban aquí con barcos? —preguntó Linc, incrédulo.
—No lo creo. El transbordador atracó con la marea alta. De eso hace siete horas, o sea que ahora nos acercamos a la marea baja. —Movió la luz a lo largo del costado del muelle donde una gruesa capa de mejillones pegados al hormigón indicaba el nivel de la marea alta—. Creo que traían los suministros a la base en submarinos.

 

Apagó la linterna y, juntos, miraron en las oscuras aguas, atentos a cualquier indicio de luz solar que se adentrase en la cueva. Había un punto opuesto al muelle donde un tenue resplandor hacía que el agua no pareciese tinta.

 

—¿Qué opinas? —preguntó Juan, cuando encendió la linterna.
—El sol está en el cenit. Para que aquí esté tan oscuro, el túnel debe de tener cuatrocientos metros de longitud, o más.
No añadió que era demasiado largo para sumergirse y nadarlo con una sola respiración. Ambos lo sabían.
—De acuerdo, echemos una ojeada a ver si dejaron algo que podamos utilizar.
Había una sola cueva lateral. Dentro, descubrieron un hilo de agua dulce que se colaba por una minúscula grieta en lo más alto de la pared. El agua había formado un pequeño hoyo en el suelo antes de perderse en el mar.
—No es cerveza fría —dijo Linc, metiendo las manos en el cuenco—, pero no recuerdo haber visto nunca algo que me pareciese más refrescante.
Juan hizo un gesto a Linc para que bebiese primero; mientras, él iluminaba el interior para ver qué encontraba. Apoyadas en una pared había una hilera de lo que parecían ser lápidas. Las ansias que tenía de beber se desvanecieron en cuanto las observó de cerca. Tenían más o menos un metro veinte de alto y sesenta de ancho, y no eran de piedra sino de terracota de un grosor de dos centímetros. No eran las tablillas en sí las que captaron su atención, sino la escritura. Habían utilizado un punzón o un estilo para escribir en la arcilla antes de cocerla, y a pesar de la evidente antigüedad de las piezas no mostraban la menor señal de erosión. Era como si hubiesen estado desde siempre en una sala de museo con la temperatura adecuada.

 

Entonces vio los cables. Los delgados hilos iban de una tablilla a otra. Juan alumbró el espacio entre las tablillas y la pared. Los tacos de explosivo plástico estaban pegados al dorso de cuatro de los antiguos textos y conectados los unos a los otros. Siguió el cable y vio que iba hacia el túnel principal. Dedujo que los habían colocado para que las cargas estallaran cuando volaron el techo, pero el cable debía de haberse roto antes de que la señal llegase a la cueva. A juzgar por la cantidad de explosivo, los responsabilistas habían querido pulverizar las tablillas.

 

—¿Qué has encontrado? —preguntó Linc. Se había lavado la suciedad de la cara, pero el agua había dejado surcos en el polvo de su cuello.
—Tablillas con escritura cuneiforme con semtex suficiente para ponerlas en órbita.
Linc observó los explosivos y se encogió de hombros. Sabían que no debían tocarlos. Si no habían estallado cuando debían, no iban a darles ninguna razón para que lo hicieran ahora.
—¿Has dicho cuneiflor?
—Cuneiforme. Quizá la lengua escrita más antigua de la tierra. La utilizaban los sumerios, hace más de cinco mil años.
—¿Por qué demonios están aquí abajo? —preguntó Linc.
—No tengo ni la más remota idea —respondió Cabrillo. Utilizó el móvil para hacer fotos de las tablillas—. Sé que la escritura cuneiforme evolucionó hasta tener aspecto más abstracto, como un montón de triángulos y rayas. En cambio, esto parecen pictogramas.
—¿Y qué significa?
—Significa que esto se remonta a los primeros usos del lenguaje. —Miró las imágenes tomadas por la cámara y fotografió de nuevo algunas de las tablillas para tener otras más claras—. Podrían tener una antigüedad de cinco mil quinientos años, o más, y están impecables. La mayoría de las tablillas escritas en cuneiforme han tenido que ser reconstruidas a partir de fragmentos tan pequeños como sellos.
—Escucha, tío, esto está muy bien y es muy interesante, pero no veo cómo nos ayudará en nuestra situación. Ve a beber un poco de agua y yo acabaré de echar una ojeada.

 

Cabrillo había bebido vino de botellas que costaban mil dólares, pero no pudo comparar con nada aquel primer sorbo de agua de la fuente. Bebió un cuenco tras otro y sintió cómo el líquido recorría su cuerpo, recargaba sus músculos y despejaba la niebla de agotamiento que había envuelto su mente. Notó un chapoteo en el estómago para cuando Linc acabó el recorrido.

 

—Al parecer hemos encontrado el nido de amor de los responsabilistas —comentó Linc.
Sostenía en alto una caja de condones en la que quedaban dos, una manta de lana y una bolsa de basura con media docena de botellas de vino vacías.
—Tenía la esperanza de que encontrarías un par de botellas de aire y máscaras de buceo.
—No ha habido tanta suerte. Creo que tendremos que nadar y rezar para que al menos uno de nosotros consiga llegar a la salida.
—Volvamos a la cueva principal. Nunca pienso con claridad cuando tengo cerca cargas explosivas.
Cabrillo pensó en llenar de aire la bolsa de basura y llevarla con ellos, de forma que ambos pudiesen respirar al menos una vez a medio camino, pero cayó en la cuenta de que rascaría contra el techo del túnel sumergido. El plástico se rompería antes de haber avanzado un metro. Si le ponían un contrapeso para mantenerla en una flotabilidad neutral retrasaría mucho el avance. Tenía que haber una manera mejor.
Linc le dio una de las barras de proteínas y durante unos minutos masticaron en silencio, mientras se devanaban los sesos en busca de una solución. Juan había apagado de nuevo la linterna. El débil resplandor que llegaba desde el extremo más lejano de la cueva los tentaba con la libertad, pero también era frustrante. Estaban a un paso, pero el último obstáculo parecía insuperable. De pronto se le ocurrió una idea tan simple que no entendió cómo no la había tenido antes.
—¿Por casualidad recuerdas las palabras alemanas para clorato de sodio? Es una sal tóxica que se utiliza como pesticida.
Natrium Chlor. Recuerdo haber visto un frasco o dos en el dispensario.
—¿Todavía tienes el segundo detonador?
—Sí.

 

—Vamos a hacer un generador de oxígeno. Voy a buscarlo. Tú ocúpate de rascar limaduras de hierro de los raíles. Cuando los mezclas y los enciendes, la reacción produce óxido de hierro, cloruro de sodio y oxígeno puro. Nadaré hasta la mitad del túnel y buscaré algún lugar donde encenderlo. El oxígeno desplazará el agua de mar y tendremos una burbuja donde respirar.

 

—¿Más trucos de química que te enseñó tu profe de instituto?
—En realidad, esto lo aprendí de Max. Tenemos generadores de oxígeno a bordo del Oregon por si alguna vez el barco se ve expuesto al fuego o a productos químicos. Me explicó cómo funciona el sistema.
Juan iba a necesitar la linterna, así que dejó a Linc junto a los raíles para que rascase las limaduras que necesitaba con la navaja. Cabrillo tardó cuarenta minutos en ir al dispensario y volver. En ese tiempo, Linc había conseguido limaduras más que suficientes.
A la luz cada vez más débil de la linterna, Cabrillo mezcló los productos químicos en una de las botellas vacías y la envolvió con el resto de la cinta aislante. Linc desarmó el detonador para reducir la carga explosiva. Cuando acabaron, Juan insertó el detonador en el cuello de la botella y metió el improvisado generador de oxígeno en la bolsa de plástico.
—Uno de los grandes inventos del profesor Franz de Copenhague —bromeó Linc.
Juan se quitó las botas, los pantalones y la camisa y dejó las prendas en el muelle.
—Vuelvo en cinco minutos —dijo, y se sumergió en el agua tibia.
El mar a su alrededor se enturbió con el polvo que se desprendía de su piel. Con una brazada fácil y con la bolsa y la linterna en una mano, nadó a través de la gruta hasta donde él y Linc creían haber visto una salida.

 

Juan dejó la bolsa flotando en la superficie y se zambulló, con vigorosos movimientos de las piernas y los brazos, en el agua color turquesa a la luz de la linterna. El agua salada le escoció en los ojos, pero era una molestia a la que se había acostumbrado con los años así que no le hizo caso. En un primer momento, todo lo que vio fueron piedras cubiertas con algas y mejillones; hasta que no bajó a una profundidad de cinco metros no vio la entrada de un enorme túnel. Tendría unos diecisiete metros de diámetro, más que suficiente para un submarino de la Segunda Guerra Mundial. En cuanto apagó la linterna, vio el débil resplandor de la luz del sol casi al límite de la vista.

 

Volvió a la superficie y cogió la bolsa. Inspiró hasta la máxima capacidad de los pulmones, para eliminar todo el dióxido de carbono posible. Cuando comenzó a sentirse mareado, se elevó por encima del agua para tener espacio y expandir todavía más el pecho, llenó los pulmones y volvió a sumergirse. Guiándose con la luz de la linterna, bajó hasta la entrada y penetró en el túnel. La acción de las mareas, que habían creado el conjunto de cuevas, mantenía los costados libres de vida marina. Contó los segundos mientras nadaba. Al llegar al minuto vio que la claridad era mucho más brillante. Siguió nadando con la mente despejada y el cuerpo relajado. Al minuto y treinta segundos, iluminó el techo. Tres metros más allá, había un espacio cóncavo en la roca, una depresión natural, que debía de medir un metro cincuenta de ancho y treinta centímetros de fondo.
La bolsa apenas tenía el aire suficiente para mantenerse pegada al techo. Juan buscó el detonador a través del plástico y lo activó. Luego emprendió el regreso con el mismo ritmo mesurado.
Llevaba sumergido tres minutos cuando salió de la boca del túnel y enfiló hacia la superficie. Emergió como un delfín, con casi medio cuerpo fuera del agua, y expulsó el aire de los pulmones como una explosión.
—¿Estás bien? —preguntó Linc desde la oscuridad.
—Creo que tendré que suprimir el puro que fumo de vez en cuando, pero, sí, estoy bien.
—Ahora voy.
Un instante más tarde, Juan oyó cómo se sumergía; al cabo de unos momentos, apareció a su lado con las botas enlazadas sobre los hombros y las prendas atadas alrededor de la cintura.
—He envuelto tu móvil con los condones. Está en el bolsillo del pantalón.
—Gracias. Lo había olvidado.
—Por eso me darás un aumento cuando regresemos al barco. —El tono jocoso de Linc desapareció—. Solo para tenerlo claro, si tu pequeño experimento de doctor Frankestein no funciona y no hay ninguna bolsa de oxígeno, ¿seguimos adelante?
La distancia era demasiado grande incluso para el mejor nadador, así que cuando Juan respondió sabía que era una sentencia de muerte.
—Ese es el plan.
El detonador era demasiado pequeño y estaba demasiado lejos para que se notase su explosión a través del agua, así que Juan dejó pasar diez minutos antes de preguntar a Linc si estaba preparado.
Comenzaron a hiperventilar; cada uno conocía suficientemente la capacidad de su cuerpo para evitar ponerse eufóricos a causa de un exceso de oxígeno.
Juntos, se zambulleron hacia el túnel. Por alguna razón, a Cabrillo le parecía siniestro. Como una boca inmensa y con una ligera resaca que lo atraía parecía como si la roca quisiera engullirlo entero. La linterna estaba agotándose muy deprisa, así que la apagó cuando él y Linc nadaron hacia el resplandor distante que llegaba desde el otro lado de la cueva. Después de un minuto y medio, encendió de nuevo la linterna y comenzó a buscar el generador de oxígeno. El techo del túnel era una roca lisa. La parte inferior de la burbuja tendría que devolver un reflejo plateado, como un charco de mercurio suspendido, pero la luz solo mostraba una superficie de piedra. Juan había perdido demasiado tiempo y solo tenía un segundo para decidir si debía acelerar en una desesperada pero inútil carrera hacia la salida o continuar buscando la burbuja.
Movió la luz de un lado a otro y comprendió que se habían desviado a la derecha. Fue hacia la izquierda, seguido por Linc, pero siguió sin ver nada.

 

El sabor de la derrota era tan amargo como el agua salada en sus labios. El generador de oxígeno no había funcionado: iban a morir. Comenzó a nadar con fuerza hacia la lejana salida cuando notó la mano de Linc en el tobillo. Linc señalaba un poco más a la izquierda; cuando Juan iluminó el lugar vio un reflejo como de un espejo. Nadaron hacia allí y soltaron el aire de los pulmones antes de asomar la cabeza con mucho cuidado, para no golpear contra el techo.

 

A ninguno de los dos le importó que el oxígeno estuviese aún tibio por la reacción química exotérmica y tuviese un olor desagradable. Juan estaba entusiasmado consigo mismo y sonreía como un idiota.
—Buen trabajo, director.
Solo había oxígeno para una pausa de tres minutos. Los hombres llenaron los pulmones con ansia antes de lanzarse al último tramo de su trayecto.
—El último que llegue a la entrada paga la cerveza —dijo Juan, y respiró una última vez antes de volver al túnel.
Un segundo más tarde, notaba los movimientos de Linc en su estela. Tras un minuto de inmersión no parecía que el agujero estuviese más cerca. Incluso con la marea a favor, el avance era demasiado lento. Cuando tenía veinte años, Juan podía sumergirse a pulmón libre durante casi cuatro minutos, pero desde entonces había perdido facultades. Tres minutos quince segundos era lo máximo que podía conseguir ahora, y sabía que el enorme cuerpo de Linc quemaba oxígeno todavía más rápido.
Continuaron adelante, a través del agua cristalina, con movimientos que buscaban el mejor deslizamiento posible. Al cabo de dos minutos y treinta segundos, la boca de la cueva por fin se hizo más brillante, pero continuaba lejos de su alcance. Juan sintió el primer cosquilleo en la base de la garganta, el aviso de que debía respirar. Quince segundos más tarde, sus pulmones se convulsionaron sin previo aviso, y un poco de aire escapó de sus labios. Le faltaban veinte metros. Por pura fuerza de voluntad, cerró la garganta para luchar contra la urgencia de respirar.

 

Sus pensamientos comenzaron a desvariar mientras su cerebro consumía el último resto de oxígeno. Su desesperación iba en aumento y notaba la descoordinación de sus movimientos. Era como si ya no recordase cómo nadar, o incluso cómo controlar los miembros. Había estado a punto de ahogarse en otras ocasiones, por lo que conocía los síntomas, pero no había nada que pudiese hacer al respecto. El ancho mar lo llamaba. Solo que no podía alcanzarlo.

 

Juan dejó de nadar y sintió que el agua le quemaba los pulmones.
Comenzó a bracear a toda velocidad. Linc, que había advertido el problema que tenía Cabrillo, lo cogió por la espalda de la camiseta. El antiguo SEAL también necesitaba respirar con la misma desesperación que el director, pero sus piernas se movían como pistones y cada brazada los impulsaba cada vez más cerca. Juan nunca había visto semejante exhibición de tozudez. Linc sencillamente no hacía caso de que estuviera ahogándose y continuaba nadando.
De pronto, el agua se volvió más clara; salían de la cueva. En una demostración de fuerza de voluntad, Linc lo arrastró hasta la superficie. Jadeante, Juan tosió y escupió una bocanada de agua que le pareció de varios litros. Se aferraron a las rocas como náufragos, mecidos por la marejadilla. Ninguno de los dos pudo hablar durante varios minutos, y cuando pudieron, no tenían nada que decir.

 

Tardaron una hora en escalar el acantilado y otras dos y media en rodear las viejas instalaciones japonesas antes de llegar al jeep oculto en la selva. Cabrillo había olvidado aquella odisea incluso antes de llegar a lo alto del acantilado. Su mente solo se centraba en las imágenes guardadas en el móvil. No sabía cómo ni por qué, pero tenía la absoluta certeza de que era la prueba que necesitaba para resolver aquel caso.