Prólogo

 

Mar de Barents, norte de Noruega
29 de abril de 1943

 

La pálida luna llena, apenas por encima del horizonte, creaba con su luz unos reflejos deslumbrantes en la superficie del frío océano. El invierno aún no había dado paso a la primavera, y el sol todavía no había aparecido aquel año. Permanecía oculto detrás de la curvatura de la tierra, como una débil y resplandeciente promesa que se movía a lo largo de la línea donde el cielo se encontraba con el mar mientras el planeta giraba alrededor de su eje. Pasaría otro mes antes de que se mostrase del todo, y, una vez que lo hiciese, no volvería a desaparecer hasta el otoño. Tal era el curioso ciclo del día y la noche por encima del Círculo Ártico.
Debido a su extrema latitud norte, las aguas del mar de Barents deberían estar congeladas y, por tanto, cerradas a la navegación durante la mayor parte del año. Sin embargo, el mar contaba con la bendición de las aguas cálidas que llegaban del trópico con la corriente del Golfo. Era esta poderosa corriente la que convertía en habitable Escocia y las regiones del norte de Noruega, y mantenía el mar de Barents libre de hielo y navegable incluso en los más crudos inviernos. Por esta razón, era la principal ruta para transportar el material bélico que salía de las grandes fábricas estadounidenses con destino a la asediada Unión Soviética. Como era el caso de tantas otras rutas marítimas —el canal de la Mancha o el estrecho de Gibraltar— se había convertido en un cuello de botella y, por consiguiente, en un coto de caza para las flotillas de submarinos de la Kriegsmarine y los Schnellboote, las veloces lanchas torpederas con bases en tierra.
Lejos de determinarse al azar, las posiciones de los submarinos se calculaban de la misma manera que un maestro de ajedrez mueve las piezas después de analizar las posibles jugadas que seguirán. Se recogía hasta la menor información de la potencia, la velocidad y el destino de los barcos que surcaban el Atlántico Norte para así situar a los submarinos que los atacarían.
Desde las bases en Noruega y Dinamarca, los aviones sobrevolaban el mar, atentos a la presencia de convoyes mercantes, y transmitían las posiciones al cuartel general de la flota, para que los submarinos esperasen a sus presas. Durante los primeros años de la guerra, los submarinos habían disfrutado de una casi absoluta supremacía en los mares; innumerables barcos y toneladas de armas y abastecimientos habían sido hundidos sin piedad. A pesar de las nutridas escoltas de cruceros y destructores, los aliados se veían obligados a aceptar que perderían un barco por cada noventa y nueve que llegaban a puerto. Víctimas de este despiadado juego, las bajas entre los marinos de los mercantes eran tan numerosas como las de las unidades de primera línea.
Aquella noche eso estaba a punto de cambiar.
El cuatrimotor Focke-Wulf Fw 200 Cóndor era un avión enorme de 23,46 metros de longitud y una envergadura de 32,85 metros. Diseñado antes de la guerra para la compañía Lufthansa como avión de pasajeros, el aparato no tardó mucho en ser modificado para misiones de combate, ya fuera para el transporte de tropas como para vuelos de reconocimiento de largo alcance. Una autonomía de vuelo de tres mil quinientos cincuenta kilómetros permitía al Cóndor volar durante muchas horas y localizar a los convoyes aliados muy lejos de la costa.
Durante el año 1941 fue utilizado como bombardero. Llevaba dos mil quinientos kilos de bombas en la góndola ventral y debajo de las alas, pero, debido a las cuantiosas pérdidas que acarreaba, ahora solo realizaba vuelos de reconocimiento, volando muy por encima del alcance de las baterías antiaéreas.
El piloto, Franz Lichtermann, no soportaba las monótonas horas de patrullaje por el mar desierto. Añoraba estar en un escuadrón de combate, participar en la guerra real, en vez de estar vagando a miles de metros de altitud por encima de aquella extensión de agua helada a la espera de descubrir algún convoy aliado para que otro lo hundiese. En la base, Lichtermann se comportaba con absoluto decoro militar y esperaba la misma conducta en sus hombres. Sin embargo, cuando volaban y los minutos se hacían eternos, permitía un trato más relajado entre los cinco miembros de la tripulación.
—Hoy tendremos ayuda —comentó por el intercomunicador y movió la cabeza hacia la resplandeciente luna en el horizonte.
—Quizá, pero el reflejo también podría ocultar la estela de un convoy —opinó el copiloto, Max Ebelhardt, con su pesimismo habitual.
—Con este mar en calma los veríamos aunque se hubiesen detenido para preguntar el rumbo.
—¿Sabemos a ciencia cierta que hay alguien allá abajo? —preguntó Ernst Kessler, el artillero de cola y el miembro más joven de la tripulación. Sentado en la góndola ventral, que ocupaba casi la mitad del fuselaje, solo veía a través del escudo de plexiglás, y por encima de los cañones de la ametralladora MG-15, el mar que el avión ya había dejado atrás.
—El jefe de escuadrón me aseguró que hace dos días un submarino que regresaba de una patrulla avistó un convoy de por lo menos cien barcos al norte de las islas Feroe —informó Lichtermann a la tripulación—. Navegaban con rumbo norte y, por tanto, tienen que estar por aquí.
—Lo más probable es que el capitán del submarino solo informara del convoy para compensar que todos sus torpedos habían fallado —afirmó Ebelhardt, que hizo una mueca de asco después de beber un sorbo de sucedáneo de café frío.
—Pues de haberlos visto yo, los habría hundido —manifestó Kessler. El amable muchacho acababa de cumplir dieciocho años, y había soñado con estudiar medicina antes de que lo llamasen a filas. Como pertenecía a una pobre familia de campesinos de Baviera, sus posibilidades para acceder a una educación universitaria eran nulas, pero eso no le había impedido dedicar casi todas sus horas de descanso a leer revistas y textos médicos.
—Esa no es la actitud correcta de un guerrero germano —le reprochó Lichtermann en tono amable. Agradecía que nunca hubiesen sufrido un ataque enemigo. Dudaba que Kessler tuviese las agallas para disparar la ametralladora, pero el chico era el único miembro de la tripulación capaz de permanecer sentado durante horas de cara a popa sin acabar incapacitado por las náuseas.
Pensó afligido en los hombres que morían en el frente oriental, y cómo los tanques y aviones enviados a los rusos prolongaban la inevitable caída de Moscú. Lichtermann se habría sentido muy feliz de tener la ocasión de hundir él también unos cuantos barcos.
Pasó otra hora de tedio. Los hombres seguían buscando atentamente el convoy. Ebelhardt tocó a Lichtermann en el hombro y le señaló su cuaderno de bitácora. Si bien el artillero de proa sentado en la parte delantera de la góndola ventral era el navegante, Ebelhardt se encargaba de calcular el rumbo y el tiempo de vuelo, y ahora le indicaba al piloto que debía virar para iniciar una nueva pasada por la cuadrícula de búsqueda.
Lichtermann pisó el pedal del timón y realizó un suave giro a babor, sin apartar ni por un momento la mirada del horizonte, mientras la luna parecía moverse a través del cielo.
Kessler se enorgullecía de tener la mirada más aguda de toda la tripulación. Cuando era un crío, diseccionaba los animales muertos que encontraba en la granja para estudiar su anatomía, y la comparaba con las ilustraciones de los libros de veterinaria. Sabía que su privilegiada visión y sus manos firmes lo convertirían en un cirujano de primera. Pero estas mismas aptitudes también le servían para descubrir a un convoy enemigo.
Dado que miraba a popa, no tendría que haber sido él quien lo avistase, pero lo hizo. En el momento en el que el avión viraba, un brillo llamó su atención, un destello blanco muy lejos de los reflejos de la luna.
—¡Capitán! —llamó Kessler por el intercomunicador—. A estribor, posición aproximada a trescientos grados.
—¿Qué has visto? —El instinto primitivo del cazador se coló en la voz de Lichtermann.
—No estoy seguro, señor. Algo. Un reflejo.
El piloto y su segundo forzaron la mirada para ver en la oscuridad donde el artillero les había señalado, aunque a primera vista no se apreciaba nada.
—¿Estás seguro? —preguntó Lichtermann.
—Sí, señor —respondió Kessler con confianza—. Fue cuando viramos. El ángulo cambió y estoy seguro de que vi algo.
—¿El convoy? —le interrogó Ebelhardt con voz áspera.
—No lo sé —admitió Kessler.
—Josef, conecta la radio —ordenó Lichtermann al navegante.
El piloto dio más potencia a los motores radiales BMW y viró de nuevo. El estruendo de los motores aumentó cuando las hélices giraron a más velocidad.
Ebelhardt observaba el mar oscuro con los prismáticos. Volaban hacia el posible contacto a una velocidad de trescientos veinte kilómetros por hora, por lo que avistarían el convoy en cualquier momento. Al cabo de un minuto sin ver nada, bajó los prismáticos.
—Debía de ser una ola —dijo, sin conectar el micro del intercomunicador, para que solo lo escuchase el capitán.
—Dale otra oportunidad —respondió Lichtermann—. Kessler es de los que ve en la oscuridad como los gatos.
Las fuerzas aliadas habían hecho un trabajo notable camuflando los barcos de carga y los buques cisterna, para impedir que los observadores en superficie viesen las naves, pero nada podía ocultar un convoy durante la noche, porque las estelas dejaban un rastro blanco en el agua.
—Que me cuelguen —murmuró Ebelhardt, y señaló algo a través del parabrisas.
Al principio, solo se distinguía una gran mancha gris en la superficie oscura, pero después, a medida que se acercaban, el gris se convirtió en docenas de líneas blancas, tan claras como trazos de tiza en una pizarra. Eran las estelas de una inmensa flota, que navegaban con rumbo este a toda máquina. Desde la altitud del Cóndor, los barcos tenían el aspecto de una manada de elefantes avanzando por una llanura.
El avión continuó acercándose, hasta que la luz de la luna permitió a la tripulación distinguir las anchas estelas de los lentos barcos de carga y los buques cisterna, y las más delgadas de los destructores que navegaban a ambos lados del convoy. Vieron que uno de los destructores avanzaba rápidamente por la banda de estribor del convoy mientras las nubes de humo salían de las dos chimeneas. Cuando el destructor se colocara en cabeza reduciría la velocidad para dejar que los mercantes lo adelantasen y otro de los destructores recorrería la milla de longitud de la formación. Se trataba de una maniobra que los aliados llamaban «Iridian Run», en la que los destructores, fragatas y corbetas se iban relevando continuamente, lo que permitía la vigilancia y defensa de los convoyes con menos naves de combate.
—Debe de haber casi doscientos barcos allá abajo —calculó Ebelhardt.
—Lo suficiente para permitir que los rojos continúen luchando durante meses —manifestó el piloto—. Josef, ¿qué pasa con la radio?
—Solo recibo estática.
Las descargas estáticas eran un problema habitual en esas latitudes, muy por encima del Círculo Ártico. Las partículas cargadas con electricidad, atraídas por el campo magnético terrestre, llegaban a los polos y provocaban interferencias en las válvulas de las radios.
—Marcaremos nuestra posición —dijo Lichtermann— y la transmitiremos en cuanto nos acerquemos a la base. Ernst, buen trabajo. De no haber sido por ti, habríamos dado la vuelta sin ver el convoy.
—Gracias, señor —el orgullo fue evidente en la voz del muchacho.
—Quiero hacer un recuento más preciso del número de barcos y un cálculo aproximado de su velocidad.
—No nos acerquemos demasiado; los destructores podrían dispararnos —le advirtió Ebelhardt. Tenía experiencia de combate, pero ahora volaba como copiloto debido a un trozo de metralla alojado en uno de sus muslos. Había sufrido esa herida cuando su aparato fue alcanzado por un proyectil de la artillería antiaérea de Londres. Comprendió el significado de la mirada del capitán y captó el entusiasmo en su voz—. No olvides los CAM.
—Confía en mí —replicó el piloto con descarada bravuconería. Llevó al gigantesco aparato más cerca de la flota que navegaba lentamente tres mil trescientos metros por debajo de ellos—. Me acercaré con prudencia; además, nos encontramos demasiado lejos de tierra para que lancen un avión contra nosotros.
Los CAM, o Catapult Aircraft Merchantmen, eran la respuesta de los aliados a los vuelos de reconocimiento alemán. Montaban un largo raíl en la proa de un mercante, y, con la ayuda de un cohete, lanzaban un caza Hawker Sea Hurricane para abatir a los pesados Cóndor o incluso atacar a los submarinos en la superficie. El problema de los CAM era que no podían volver a aterrizar en el barco. Los Hurricane tenían que estar cerca de la costa británica o de algún otro territorio amigo para que los pilotos pudiesen aterrizar con normalidad. De lo contrario, había que hundir el avión y rescatar al piloto del agua.

 

El convoy que surcaba el mar debajo del Fw 200 estaba a más de mil millas de algún territorio aliado y, a pesar de la luna llena, habría sido imposible rescatar a un piloto en la oscuridad. Esa noche no lanzarían ningún Hurricane. El Cóndor no tenía nada que temer de aquellas naves a menos que se pusiera a tiro de los destructores y de la cortina de fuego antiaéreo que pudieran disparar.

 

Ernst Kessler estaba contando las filas de barcos cuando de pronto aparecieron destellos en las cubiertas de dos de los destructores.
—¡Capitán! —llamó—. ¡Fuego antiaéreo desde el convoy!
—Lichtermann apenas alcanzaba a ver los destructores por debajo del ala.
—Tranquilo, muchacho. Son las lámparas de señales. Las naves tienen orden de mantener el más estricto silencio radiofónico, así que se comunican por señales.
—Ah. Lo siento, señor.
—No te preocupes. Lo importante es que hagas un recuento lo más exacto posible.
El avión volaba en un lento círculo alrededor del convoy y pasaba por su flanco norte cuando Dietz, el artillero de la torreta dorsal, gritó:
—¡Nos atacan!
Lichtermann no tenía idea de qué hablaba el artillero y tardó una fracción de segundo en reaccionar. Una certera ráfaga de una ametralladora calibre 7.7 milímetros abrió una hilera de agujeros en la superficie superior del aparato, a partir del estabilizador vertical y a lo largo de todo el fuselaje. Dietz murió antes de que pudiese apretar el gatillo de las ametralladoras. Las balas entraron en la cabina, y a pesar del repiqueteo de los proyectiles al rebotar en las superficies metálicas y el aullido del viento a través de los agujeros en el fuselaje, el capitán escuchó el grito de dolor del copiloto. Al mirarlo, vio la pechera de la cazadora de vuelo de Ebelhardt cubierta de sangre.
Pisó el pedal del timón y lo movió hacia delante para iniciar un picado que le permitiese escapar del avión aliado que había surgido de la nada.
Resultó una maniobra equivocada.
Botado solo unas semanas antes, el MV Empire MacAlpine había sido una incorporación tardía al convoy. Construido como buque de carga de cereales, el barco de ocho mil toneladas había pasado cinco meses en el astillero de Burntisland donde se había reemplazado la superestructura con una pequeña torre de control, y habían instalado una pista de ciento veinte metros de longitud y un hangar para cuatro cazabombarderos Fairley Swordfish. Todo ello sin disminuir la capacidad de las bodegas. El Almirantazgo siempre había considerado los CAM un recurso transitorio hasta que se encontrara una alternativa más segura. Los MAC, al igual que el MacAlpine, permanecerían en servicio hasta que Inglaterra recibiese los portaaviones de escolta de la clase Essex de Estados Unidos.
Mientras el aparato alemán sobrevolaba el convoy, dos Swordfish habían despegado del MacAlpine y después de alejarse de la flota habían ascendido en la oscuridad para tender una emboscada al avión mucho más grande y rápido. Esta maniobra había impedido que Lichtermann y su tripulación se dieran cuenta del ataque. Los Fairley eran biplanos, con una velocidad máxima que apenas era la mitad de la del Cóndor. Cada uno llevaba una ametralladora Vickers, montada en la capota del motor radial, y una ametralladora Lewis para el artillero en el asiento que miraba al timón.
El segundo Swordfish esperaba mil metros por debajo del Focke-Wulf y era casi invisible en la oscuridad. En cuanto el Cóndor se alejó en picado del primer atacante, el segundo cazabombardero, despojado de todo lo que pudiese restarle velocidad, ya estaba en posición.
Una ráfaga de la Vickers hizo blanco en el morro del Cóndor, y el artillero de popa descargó sus proyectiles contra los motores BMW del ala de babor.
Una multitud de agujeros del tamaño de pelotas de golf aparecieron alrededor de Ernst Kessler, y el aluminio resplandeció brevemente con un color rojo cereza antes de enfriarse. Solo habían pasado unos segundos entre el grito de Dietz y la descarga que había perforado el vientre del avión, tiempo insuficiente para que el miedo paralizase al muchacho. Sabía su cometido. Tragó con fuerza, ya que su estómago aún no se había acomodado al violento picado, y apretó el gatillo de su MG-15 justo en el momento en el que el Focke-Wulf pasaba junto al lento Swordfish. Las balas trazadoras comenzaron a llenar el cielo; él apuntó el arma como un bombero dirige un chorro de agua. Veía un círculo de chispas que brillaban en la oscuridad. Salían de los escapes del motor radial del Fairley, por lo que apuntó hacia allí los disparos, aunque ellos continuaban recibiendo los impactos de las balas del avión inglés.
El arco de las balas trazadoras convergió en el resplandeciente círculo; de pronto pareció como si en el morro del cazabombardero aliado estallara una traca. Las chispas y las lenguas de fuego envolvieron el Swordfish; el metal y la estructura quedaron destrozados por las balas. Se desprendió la hélice, y el motor radial explotó como si fuese una granada de fragmentación. El combustible y el aceite ardiendo pasaron como una ola sobre el piloto y el artillero. El picado del Swordfish, que iba junto al Cóndor, se convirtió en un descenso descontrolado.
El Fairley cayó formando una espiral cada vez más rápida, envuelto en llamas como un meteoro. Lichtermann comenzó a nivelar el avión mientras Kessler continuaba observando la caída del caza abatido. De pronto, el aparato cambió de aspecto. El Swordfish había perdido las alas. Cualquier aerodinámica que tuviera el avión había desaparecido. El Swordfish cayó como una piedra; las llamas solo se apagaron cuando los restos se hundieron en el mar.
En cuanto Ernst miró el ala de babor, el miedo postergado por la necesidad de defenderse del ataque lo alcanzó de lleno. Sendas columnas de humo salían de los dos motores de nueve cilindros, y oía con toda claridad las explosiones de los escapes.
—Capitán —gritó por el micrófono.
—¡Cállate, Kessler! —le ordenó Kichtermann—. Radio, sube aquí y échame una mano. Ebelhardt está muerto.
—Capitán, los motores de babor —insistió Kessler.
—Lo sé, maldita sea, lo sé. Cállate.
El Swordfish que había lanzado el primer ataque se había quedado muy rezagado, por lo que con toda probabilidad ya había dado la vuelta para regresar al convoy. Kessler no podía hacer nada, aparte de mirar horrorizado la estela de humo que dejaban atrás. Lichtermann apagó el motor interior con la intención de sofocar el incendio. Dejó que la hélice girase durante unos segundos antes de volver a pulsar el botón de arranque. Sonaron un par de falsas explosiones y luego arrancó, pero de nuevo aparecieron las llamas alrededor de la capota, que no tardaron en ennegrecer el aluminio de la barquilla.
Ahora que disponía del impulso del motor interior, Lichtermann se arriesgó a apagar el exterior. Esperó un momento para ponerlo otra vez en marcha, y el motor arrancó de inmediato, sin soltar más que una muy fina columna de humo. Se apresuró a apagar el motor interior que continuaba ardiendo, para impedir que el fuego se propagase a las tuberías del combustible, y redujo la velocidad del exterior con la intención de no forzarlo. Con dos motores funcionando sin problemas y un tercero a media potencia, aún podrían llegar a la base.
Pasaron unos minutos cargados de tensión. El joven Kessler resistió el impulso de preguntar al piloto cuántas eran las probabilidades de salir bien librados. No dudaba que Lichtermann le diría algo en cuanto pudiera. Kessler dio un salto y se golpeó la cabeza contra el techo cuando escuchó un nuevo sonido, una especie de borboteo a su espalda. El plexiglás de la góndola se cubrió de pronto con gotas de algún extraño líquido. Tardó unos momentos en comprender que Lichtermann debía de haber calculado la cantidad de combustible que necesitaban para recorrer la distancia hasta la base de Narvik. Se deshacía del exceso de gasolina con el propósito de reducir al máximo el peso del aparato. La salida del combustible estaba detrás de la góndola.
—¿Qué tal va por allá abajo, Kessler? —preguntó el piloto, después de concluir la descarga.
—Bien, señor —respondió Kessler—. ¿De dónde vinieron esos aviones?
—Ni siquiera los vi —confesó el piloto.
—Eran biplanos. Al menos, el que derribé.

 

—Tienen que ser Swordfish. Al parecer, los aliados tienen otro as en la manga. Esos aviones no despegaron de un CAM. Los cohetes de propulsión les habrían arrancado las alas. Los ingleses deben de tener un nuevo portaaviones.

 

—Pero no vimos que despegase ningún avión.
—Quizá nos captaron en el radar y lanzaron los aviones antes de que avistásemos el convoy.
—¿Podemos transmitir la información a la base?
—Josef está en ello. De momento la radio solo emite estática. Llegaremos a la costa dentro de media hora, y se habrán acabado los problemas de transmisión.
—¿Qué quiere que haga, señor?
—Permanece en tu puesto y alerta a la aparición de algún otro Swordfish. Volamos a unos ciento cincuenta kilómetros por hora, y alguno de ellos podría alcanzarnos.
—¿Qué pasa con el teniente Ebelhardt y el cabo Dietz?
—¿Tu padre no es pastor o algo así?
—Mi abuelo, señor. En la iglesia luterana de nuestro pueblo.
—Pues en la próxima carta que le envíes, pídele que rece una plegaria por ellos. Ebelhardt y Dietz están muertos.
Estas palabras pusieron punto final a la conversación. Kessler continuó observando en la oscuridad, alerta a la presencia de algún avión enemigo, pero con la esperanza de que no apareciese. Intentaba no pensar en que había matado a dos hombres. Era la guerra, y los habían atacado, así que no debía sentirse en absoluto culpable. No tendrían que temblarle las manos ni sentir un puño helado que le oprimía la boca del estómago. Deseó que Lichtermann no hubiese mencionado a su abuelo. Tenía muy claro lo que diría el severo pastor. Detestaba al gobierno y la estúpida guerra que había iniciado; además, ahora, había convertido a su nieto menor en un asesino.
Kessler sabía que nunca más podría mirar a su abuelo a la cara.
—Veo la costa —anunció Lichtermann, cuarenta minutos más tarde—. Llegaremos a Narvik pese a todo.

 

El Focke-Wulf volaba a mil metros de altitud cuando sobrevoló la costa norte de Noruega. Era un lugar inhóspito y desierto en el que las olas se estrellaban contra los acantilados y los islotes. Solo unos pocos poblados de pescadores se alzaban en las grietas y ensenadas, donde los habitantes obtenían del mar lo indispensable para sobrevivir.

 

Ernst Kessler se sintió un poco más animado. Volver a pisar tierra firme hacía que se sintiera más seguro. No porque las probabilidades de sobrevivir si se estrellaban contra las rocas fuesen mayores, sino porque si moría en tierra podrían encontrar los restos del aparato y su cuerpo recibiría cristiana sepultura; le parecía mucho mejor que el anonimato de morir en el mar, como los pilotos ingleses que había derribado.
La fortuna escogió aquel momento para jugar su última carta. El motor exterior de babor, que había estado funcionando a media potencia y mantenía equilibrado el gran avión de reconocimiento, no dio ningún aviso. Se trabó sin más y la hélice pasó de ser un vertiginoso disco a convertirse en una inmóvil escultura de acero pulido que creó un terrible efecto de succión.
En la cubierta de vuelo, Lichtermann accionó el timón a fondo en un intento por impedir que el avión entrase en barrena. El empuje de los motores del ala de estribor y el arrastre por el lado de babor hacían que resultara imposible que volase. El morro se inclinaba hacia la izquierda y caía en picado.
Kessler se vio lanzado violentamente contra el soporte de la ametralladora y la cinta de la munición se movió a su alrededor como una serpiente. El extremo lo golpeó en el rostro; se le nubló la visión y la sangre empezó a manar de su nariz. La cinta se movió de nuevo y le habría dado en la sien de no haberse agachado a tiempo y haber sujetado la resplandeciente cinta de cobre contra un saliente de la estructura.
Lichtermann consiguió mantener el avión estable unos pocos segundos más, pero era una batalla perdida. El desequilibrio era excesivo. Si quería tener alguna posibilidad de aterrizar, debía igualar el empuje con el arrastre. Acercó la mano a los interruptores y apagó los motores de estribor. Se detuvieron en el acto. La hélice trabada continuaba incrementando el arrastre por babor, aunque Lichtermann podría compensarlo, ya que el Focke-Wulfe se había convertido en un planeador gigante.
—Kessler, sube y átate —gritó Lichtermann por el intercomunicador—. Vamos a estrellarnos.
El avión pasó por encima de una montaña en la entrada de un fiordo con un pequeño glaciar en la cabecera; el hielo se veía de un blanco resplandeciente contra las afiladas rocas negras.
Ernst se había quitado el cinturón de seguridad y se estaba agachando para salir a gatas de la góndola cuando algo, muy abajo, le llamó la atención. En uno de los acantilados del fiordo había un edificio construido parcialmente sobre el glaciar, o quizá era tan antiguo que el glaciar había comenzado a sepultarlo. Era difícil calcular su tamaño con un simple vistazo, pero parecía grande, como uno de esos viejos almacenes vikingos.
—Capitán —dijo Kessler—. Detrás de nosotros, en aquel fiordo, hay un edificio. Creo que podríamos aterrizar en el hielo.
Lichtermann no había visto nada; sin embargo, confió en Kessler que, sentado de cara a popa, tenía una visión más nítida del fiordo. El terreno que había delante del avión era escabroso, con altozanos tallados por el hielo y afilados como dagas. El tren de aterrizaje se haría trizas en cuanto tocasen tierra, y las rocas cortarían el fuselaje de aluminio como si fuese papel.
—¿Estás seguro? —preguntó.
—Sí, señor. En el borde del glaciar. Lo he visto a la luz de la luna. Allí hay un edificio.
Sin potencia, Lichtermann tendría una sola oportunidad para aterrizar. No había ninguna duda de que si lo intentaba en terreno abierto se estrellarían, y él y los restantes dos miembros de la tripulación morirían. Aterrizar en el glaciar no garantizaba nada, pero al menos había una posibilidad de salir con vida.
Tiró de la palanca para contrarrestar la inercia del Cóndor. El viraje hizo que las alas perdiesen sustentación. El altímetro comenzó a bajar al doble de la velocidad con la que lo había hecho cuando volaban nivelados. El piloto nada podía hacer para evitarlo. Era una simple cuestión de física.
El enorme aparato acabó el viraje y recuperó rumbo norte. La montaña que había impedido que Lichtermann viera el glaciar apareció delante del morro del avión. Agradeció en silencio la luz de la luna, porque le permitió ver que, al pie de la montaña, había una extensión de un blanco virginal, un campo de hielo de al menos un kilómetro y medio de largo. No vio ni rastro del edificio que había distinguido Kessler, pero no tenía importancia. Toda su atención estaba puesta en el hielo.
Subía desde el mar formando una suave pendiente hasta acabar en lo que parecía ser una grieta en un lado de la montaña, una pared de hielo casi vertical que se veía de un color azulado con la luz lunar. Unas pocas placas de hielo salpicaban las aguas del fiordo.
El Focke-Wulf bajaba demasiado rápido. Lichtermann apenas disponía de la altitud suficiente para alinear la trayectoria con el glaciar. Pasaron por encima de la cumbre de la montaña, y el piloto tuvo la impresión de que no había más de un metro de separación entre la piedra moldeada por el glaciar y la punta del ala. El hielo, que parecía liso desde una altura de trescientos cincuenta metros, se veía cada vez más desigual a medida que bajaban, como si unas pequeñas olas se hubiesen congelado. No bajó el tren de aterrizaje. Si uno de los soportes se partía cuando tocasen tierra, el avión volcaría y quedaría destrozado.
—¡Sujetaos! —gritó. Tenía la garganta tan seca que la orden sonó como un graznido.
Ernst había salido de la góndola para sentarse en el asiento del operador de radio. Josef estaba con Lichtermann en la cubierta de vuelo. Los diales de la radio resplandecían con un color blanco lechoso. No había ninguna ventanilla cerca, así que en el interior del aparato reinaba la oscuridad. En cuanto oyó la orden del piloto, Kessler se agachó, con las manos entrelazadas en la nuca, las piernas juntas y los codos apoyados en las rodillas, tal como le habían enseñado.
Comenzó a rezar.

 

El avión golpeó contra el glaciar, rebotó unos cuatro metros y cayó de nuevo con más fuerza. El sonido del metal contra el hielo era como el de un tren que atraviesa un túnel. Kessler se vio impulsado con una fuerza brutal hacia delante y las correas del cinturón de seguridad se le hundieron en las carnes, pero no se atrevió a moverse de la posición fetal. El Focke-Wulf chocó contra algo y el impacto tiró de los estantes los manuales de radio. Una de las alas se clavó en el hielo, y el aparato comenzó a girar; trozos del fuselaje volaron por los aires.

 

Kessler no sabía qué era mejor: estar solo en la cabina y no saber lo que pasaba en el exterior, o en la cubierta de vuelo y ver cómo se destrozaba el Cóndor.
Se oyó un estruendo debajo mismo de donde estaba Kessler, y una ráfaga de viento helado entró en el fuselaje. La góndola del artillero de proa estaba destrozada. Los trozos de hielo que el metal cortaba del glaciar volaban por el interior, y, sin embargo, no había ningún indicio de que la velocidad disminuyera.
Entonces llegó el sonido más fuerte hasta aquel momento: una atronadora explosión de metal seguida de inmediato por el olor de gasolina de alto octanaje. Kessler comprendió qué había pasado. El choque contra el suelo había arrancado una de las alas. Aunque Lichtermann había vaciado la mayor parte de la gasolina, aún quedaba la suficiente para que la amenaza de un incendio fuese real.
El avión continuó deslizándose por el glaciar, impulsado por la inercia y la leve pendiente del terreno. Pero por fin comenzaba a perder velocidad. El desprendimiento del ala de babor había colocado al aparato perpendicular a la trayectoria. Ahora, con todo el fuselaje rascando el hielo, la fricción superaba a la inercia.
Kessler se permitió un suspiro. Dentro de muy poco el Focke-Wulf se detendría completamente. El capitán Lichtermann lo había conseguido. Aflojó los puños, que había mantenido apretados desde el aviso, y se disponía a erguirse en el asiento cuando el ala de estribor se hundió en el hielo y la arrancó de cuajo.
El fuselaje rodó sobre el ala cortada y cayó en posición invertida en un brutal movimiento que casi cortó el cinturón de seguridad de Kessler. Su cabeza se sacudió con un tremendo latigazo y el dolor en el cuello se extendió hasta los dedos de los pies.
El joven artillero permaneció colgado de las correas durante unos segundos, que le parecieron eternos, hasta que se dio cuenta de que ya no se oía el roce del aluminio contra el hielo. Lo que quedaba del avión se había detenido. Controló las náuseas y desabrochó el cinturón de seguridad con mucho cuidado; después, se descolgó del suelo convertido ahora en el techo del fuselaje. Notó algo blando bajo sus pies. Se movió en la oscuridad y esta vez pisó uno de los salientes del fuselaje. Agachado, palpó a tientas y se apresuró a retirar la mano. Había tocado un cadáver; tenía los dedos cubiertos por un líquido tibio y pegajoso que solo podía ser sangre.
—¿Capitán Lichtermann? —llamó—. ¿Josef?
La única respuesta que obtuvo fue el aullido del viento helado que recorría el interior del avión destrozado.
Kessler buscó en el interior de un armario debajo de la radio y sacó una linterna. El rayo de luz enfocó el cuerpo de Max Ebelhardt, el copiloto, que había muerto en los primeros instantes del ataque. Llamó de nuevo a Josef y a Lichtermann al tiempo que alumbraba la cabina invertida con la linterna. Vio a los hombres atados a los asientos, con los brazos colgando inertes.
Ninguno de los dos se movió, ni siquiera cuando Kessler se acercó a gatas y apoyó una mano en el hombro del piloto. Tenía la cabeza echada hacia atrás, los ojos azules velados. El rostro estaba amoratado, a consecuencia de la sangre acumulada en el cráneo. Kessler le tocó la mejilla; aún conservaba un resto de calor, pero la piel había perdido la elasticidad. Parecía masilla. Iluminó al artillero y operador de radio. Josef Vogel también estaba muerto. La cabeza de Vogel se había estrellado contra un saliente —el muchacho vio pegotes de sangre en el metal— mientras que Lichtermann se había partido el cuello cuando el avión volcó.

 

El olor de la gasolina por fin consiguió atravesar la niebla en la mente de Kessler; tambaleándose, se apresuró a ir hacia la parte de atrás, donde estaba la puerta. El choque había aplastado el marco, por lo que tuvo que golpear la puerta con el hombro para abrirla. Saltó por la abertura y cayó en el hielo cuan largo era. Había trozos del fuselaje y de las alas desparramados a lo largo del glaciar. Vio el enorme y profundo surco que el avión había abierto en el hielo.

 

No sabía si la amenaza de un incendio era inminente o cuánto debía esperar para regresar a los restos sin correr riesgos. No obstante, no podía permanecer mucho rato a la intemperie, expuesto a las bajísimas temperaturas y al viento. La mejor opción era buscar el misterioso edificio que había visto antes del choque. Esperaría allí hasta estar seguro de que el Focke-Wulfe no se incendiaba y luego regresaría. Con un poco de suerte, la radio quizá aún funcionaba. Si no era así, había una pequeña lancha neumática en la sección de cola del avión. Tardaría días en llegar a un lugar poblado, pero si no se apartaba de la costa podría conseguirlo.
Tener un plan le ayudaba a mantener a raya los horrores vividos durante la última hora. Solo debía concentrarse en sobrevivir. Cuando estuviese sano y salvo en Narvik, se permitiría pensar en los camaradas muertos. No había intimado con ninguno de ellos, pues había preferido dedicarse a estudiar en vez de compartir sus juergas, pero habían formado parte de la misma tripulación.
A Kessler le dolía la cabeza, y notaba el cuello rígido hasta el punto de que casi no podía moverlo. Se orientó tomando como referencia la montaña que ocultaba la mayor parte del fiordo y comenzó la travesía del glaciar. Resultaba difícil calcular las distancias en aquel paisaje blanco; lo que solo le habían parecido un par de kilómetros se convirtió en una marcha de horas que le dejó los pies insensibles. Un súbito chubasco lo dejó empapado, y con cada paso oía cómo la fina capa de agua congelada en la superficie de la chaqueta se quebraba.

 

Estaba pensando en dar media vuelta y arriesgarse a volver al avión cuando distinguió el contorno de un edificio que asomaba parcialmente sobre el hielo. En cuanto se acercó y vio los detalles con más claridad, comenzó a temblar, y no solo de frío. Aquello no era un edificio.

 

Kessler se detuvo ante la proa de un barco enorme, construido con gruesas tablas de madera revestidas con planchas de cobre que se alzaba por encima de su cabeza y que estaba atrapado en el hielo. Sabía que los glaciares se movían muy lentamente; por tanto, estimó que para que el barco estuviese tan enterrado debían de haber pasado miles de años. No se parecía a ninguna nave que él conociese. Incluso cuando una imagen pasó por su mente, se dijo que no podía ser verdad. Había visto representaciones de aquella nave en las ilustraciones de la Biblia que su abuelo le leía durante la infancia. A Kessler le gustaban más las historias del Antiguo Testamento que las prédicas del Nuevo, así que incluso recordaba las dimensiones del barco: trescientos codos de largo, cincuenta codos de ancho, y treinta codos de alto.
«... de dos en dos entraron con Noé en el arca.»