Capítulo 16
A Zelimir Kovac le gustaba matar.
No había descubierto esta vocación hasta que
había estallado la guerra civil en su nativa Yugoslavia y había
sido reclutado en el ejército. Antes de entrar en él, Kovac era
albañil y boxeador aficionado en la categoría de pesos pesados. Fue
en el ejército donde encontró su verdadera vocación. Durante cinco
gloriosos años, él y su unidad de hombres dejaron un rastro de
muerte por todo el país asesinando a centenares de croatas,
bosnianos y kosovares.
Al producirse la intervención de la OTAN en
1999, Kovac, que había nacido con otro apellido, escuchó rumores de
que se celebrarían juicios contra los autores de crímenes contra la
humanidad. Estaba seguro de que encabezaría la lista de aquellos a
quienes juzgarían las autoridades, así que desertó; escapó primero
a Bulgaria y después a Grecia.
Con una estatura de casi dos metros, y el
físico de un luchador, no tardó mucho en encontrar un puesto en los
bajos fondos de Atenas como matón. El conocimiento de la vida
callejera y su brutalidad fueron recompensados con ascensos dentro
del crimen organizado; su fama aumentó cuando mató a toda una banda
de traficantes albaneses que intentaban introducirse en el tráfico
de heroína.
Durante sus primeros años en Atenas comenzó
a leer libros en inglés para aprender el idioma. Los temas que
trataran no tenían ninguna importancia; leyó biografías de personas
de las que nunca había oído hablar, historias de lugares que no le
interesaban y novelas cuyas tramas lo aburrían. El hecho de que los
libros estuviesen escritos en inglés era lo único importante.
Siguió así hasta que encontró un libro muy
manoseado en una librería de viejo. El título le intrigó:
We're Breeding Oursel ves to Death, del
doctor Lydell Cooper. Creyó que se trataba de un libro de sexo y lo
compró.
En él encontró una explicación racional a
todo lo que creía desde la guerra. Había demasiadas personas en el
planeta, y, a menos que se hiciese algo, el mundo estaba condenado.
Por supuesto, el doctor Cooper no destacaba ningún grupo étnico en
particular, pero Kovac, que leyó el libro desde su perspectiva
racista, estaba seguro de que el autor se refería a las razas
inferiores, como las que Kovac había matado durante tanto
tiempo.
Sin depredadores naturales, no hay límites
para el crecimiento de la población, y los códigos impresos en
nuestro ADN para que procreemos indican que no nos detendremos.
Solo ese obstáculo se interpone en nuestro camino, pero cada día
estamos más cerca de erradicar también esta amenaza.
Interpretó estas palabras como que la
humanidad necesitaba depredadores para acabar con los débiles y
permitir que los fuertes prosperasen. Aunque esta no era en
absoluto la intención de Cooper. No era partidario de ningún tipo
de violencia, pero eso a Kovac no le importaba. Había encontrado
una causa en la que creer de verdad. La humanidad necesitaba de
nuevo depredadores, y Kovac quería ser uno de ellos.
Cuando descubrió que el movimiento
responsabilista había abierto un centro en las afueras de Corinto,
supo que encontrar aquel libro había sido providencial.
Thomas Severance en persona estaba en el
centro el día en el que Kovac se presentó para ofrecer sus
servicios. Los dos hombres hablaron durante horas de los detalles
cruciales de la obra del doctor Cooper y de la organización que
había generado. De una manera sutil, Severance hizo comprender a
Kovac la verdadera filosofía que había detrás del responsabilismo
pero en ningún momento intentó desengañar al serbio.
«Nosotros no somos violentos, Zelimir —le
dijo Severance—, pero hay quienes no nos comprenden y quieren
impedir que se difunda el mensaje de nuestro gran fundador. Nadie
ha intentado herirnos hasta el momento, me refiero, físicamente,
pero sé que llegará, porque hay personas que no quieren que se les
diga que son parte del problema. Nos atacarán y necesitamos que tú
nos protejas; esa será tu función.»
De ese modo, Zelimir Kovac continuaría su
trabajo de matón, solo que esta vez lo haría para los
responsabilistas y para él mismo en lugar de hacerlo para los
señores de las drogas y los dictadores.
Gil Martell se veía elegante detrás de su
mesa, con el pelo rubio peinado hacia atrás y sus brillantes
dientes blancos, cuando entró Kovac. Martell solo pudo mantener la
pose unos segundos antes de que la sonrisa se esfumase.
Relacionarse con Thom Severance había sido
bueno para él. Lo había sacado de Los Ángeles antes de que la
policía acabase de nuevo con su negocio de coches robados. Tenía
una gran casa frente al mar muy cerca del centro y muchas mujeres
dispuestas a irse a la cama con él entre las responsabilistas que
iban a Grecia. No negaba el peligro de la superpoblación. Sin
embargo, no se creía ninguna de esas pamplinas de las membranas
extraterrestres, pero era un vendedor consumado y fingía creer en
ello como los más convencidos.
En cuanto al plan maestro de Thom y Heidi,
¿a él qué le importaba un montón de gente rica en un barco de
crucero?
Solo cuando tenía a Kovac cerca se venía
abajo la fachada. El gigante serbio era lisa y llanamente un
psicópata. Gil no conocía sus antecedentes, pero tenía claro que
había participado en la limpieza étnica ocurrida en Yugoslavia a
finales de los noventa. El rescate de Kyle Handley había sido un
desastre, pero Martell se consideraba capaz de afrontar las
consecuencias. No necesitaba tener a Kovac espiando sobre su hombro
para informar de todos los detalles a Thom y a Heidi. Reconocía que
había cometido un error al no comprobar si habían instalado un
micro en el despacho, pero no había dicho nada importante antes de
poner en marcha el interferidor electrónico. Era un pequeño error
que no justificaba que Thom enviase a su siniestro mastín.
Kovac se llevó un dedo a los gruesos labios
en un gesto de silencio antes de que Martell hablara. Cuando Kovac
llegó a la mesa, apagó el interferidor y sacó un pequeño artefacto
del bolsillo interior de la chaqueta de cuero negra. Hizo un
barrido sistemático de la habitación, sin desviar ni por un momento
sus ojos pequeños de la pantalla mientras pasaba sobre las
estanterías, los muebles y la alfombra. Satisfecho, guardó el
aparato en el bolsillo.
—¿Así que no hay ningún...?
La mirada de Kovac hundió a Gil Martell en
la silla.
Kovac levantó la lámpara de mesa y quitó el
diminuto micro de la base. No conocía esa marca en particular, pero
se dio cuenta de que era muy avanzado tecnológicamente. Como el
micro era tan pequeño, sabía que en algún lugar en un radio de
kilómetro y medio o dos había un retransmisor que enviaba la señal
del micro a un satélite. Buscarlo sería inútil.
—Fin de la transmisión —dijo en el micro, al
tiempo que intentaba disimular al máximo su acento. Luego aplastó
el micro entre las uñas hasta reducirlo a partículas no más grandes
que un grano de arena. Por último miró a Martell—. Ahora puede
hablar.
—¿Era el único?
Kovac no se molestó en responder a una
pregunta tan idiota.
—Tendré que inspeccionar todos los lugares
donde estuvieron los intrusos. —Sería tedioso pero necesario—.
Ordene que los guardias dibujen un mapa de las áreas que pueden
estar infectadas.
—Por supuesto. Pero solo entraron en mi
despacho y el dormitorio.
Al notar que empezaba a dolerle la cabeza
por culpa de la absoluta estupidez de Martell, Kovac se obligó a
calmarse. Cuando habló, su inglés tenía mucho acento pero era
claro.
—Tuvieron que romper parte del muro, cruzar
el centro hasta este edificio y luego ir al dormitorio. Pudieron
echar micros por los senderos, arrojarlos a los arbustos, pegarlos
a los árboles, e incluso dejar algunos en lo alto de las
paredes.
—Oh. No lo había entendido.
Kovac le dirigió una mirada que decía con
toda claridad: «Tiene razón. No lo comprende».
—¿Había algo en su ordenador relacionado con
la inminente misión?
—Por supuesto que no. Todo está en mi caja
de seguridad. Fue lo primero que comprobé después de hablar con
Thom.
—Déme el material —ordenó Kovac.
Martell consideró por un momento desafiar al
serbio y llamar a Severance, pero sabía que Thom confiaba en Kovac
en todo lo referente a la seguridad y que sus protestas no
servirían de nada. Cuanto menos tuviese que ver con su plan, mejor.
De hecho, incluso quizá era el momento de largarse de allí. La
intrusión podía ser un aviso de que debía marcharse mientras
pudiese. Ya había robado casi un millón de dólares del centro
griego. No sería suficiente para el resto de su vida, pero desde
luego lo dejaría en una situación acomodada hasta que encontrase
otra cosa.
Se levantó y fue hasta un rincón de la
habitación. Kovac no movió un dedo para ayudarle a apartar los
muebles y doblar la alfombra oriental; quedó a la vista una
trampilla y, debajo, una caja de seguridad.
—Las sillas y las mesas estaban en la
posición de siempre cuando entré, o sea que no movieron nada
—explicó—. Mire, el sello de cera en la cerradura está
intacto.
Kovac no se molestó en decirle a Martell que
un equipo profesional, como el que había entrado en el centro,
sabría dejar el mobiliario en la posición correcta y, si bien el
sello era un detalle importante, se podía duplicar si se disponía
de tiempo. En cualquier caso, no creía que la caja fuese el
objetivo. Había leído el expediente que tenían de Kyle Hanley, y
sospechaba que la familia del joven californiano había contratado a
un equipo especializado en el rescate de rehenes para recuperar a
su hijo. Sin duda también habrían contratado a un desprogramador. Y
lo más probable era que fuese Adam Jenner.
Solo pensar en ese nombre hizo que Kovac
apretase los puños.
—Allá vamos —dijo Martell, y sacó un cofre
de la caja blindada. Tenía un teclado electrónico en la tapa. El
director del centro tecleó la clave y miró a Kovac con una
expresión burlona—. Según la memoria, no se ha abierto en cuatro
días, o sea cuando recibí las últimas actualizaciones de
Thom.
Un niño podría haber reprogramado la
cerradura con un cable USB y un ordenador, pero, de nuevo, Kovac se
mordió la lengua.
—Ábrala.
Martell pulsó los números de la combinación.
El mecanismo emitió un pitido y la tapa se abrió. En el interior
había un sobre de tres centímetros de grosor. Kovac tendió la mano
para que Martell se lo diese. Echó un rápido vistazo a las páginas.
Eran listas de nombres, barcos, puertos, horarios, y también breves
biografías de los tripulantes. Algo totalmente inocuo para
cualquiera que no conociese su significado. Las fechas mencionadas
no eran muy lejanas.
—Cierre la caja —dijo Kovac.
Martell lo hizo, guardó el cofre en la otra
más grande y cerró la puerta.
—Pondré el sello más tarde.
Kovac lo miró, furioso.
—Está bien, lo haré ahora. —El tono de
Martell era petulante. Tenía el lacre sobre la mesa, y el sello era
un anillo del instituto que llevaba aunque no le pertenecía. Unos
minutos más tarde, la alfombra tapaba de nuevo la trampilla y el
sofá, las sillas y la mesa de centro volvían a estar en la posición
anterior.
—¿Kyle Hanley sabía algo de esto? —Kovac
levantó el expediente como un fanático que muestra un libro
sagrado.
—No. Ya se lo expliqué a Thom. Kyle llevaba
aquí poco tiempo. Vio las máquinas pero no sabe nada del
plan.
La respuesta despreocupada de Martell
provocó una expresión de sospecha en el rostro de Kovac. La
habitación pareció enfriarse varios grados. Gil tomó una decisión.
En cuanto Kovac se marchara, iría a su casa, haría las maletas y
tomaría el primer avión a Suiza, donde tenía su cuenta
numerada.
—Es posible que escuchase los rumores
—corrigió.
—¿Qué tipo de rumores, Martell?
A Gil no le gustó cómo Kovac dijo su
apellido y tragó saliva.
—Algunos de los chicos hablan de un retiro
marino, como aquellos que se fueron en el Golden Dawn. Lo describen como si fuese algo muy
divertido.
Por primera vez, la calma de Kovac pareció
fallar.
—¿Tiene alguna idea de lo que ocurrió en
aquel barco?
—No. No permito que nadie vea las noticias o
consulte internet. Yo tampoco lo hago. ¿Por qué, pasó algo
malo?
Kovac recordó las palabras del señor
Severance cuando este le había llamado por teléfono desde
California aquella mañana: «Haga lo que considere oportuno». Ahora
comprendía qué había querido decir el líder responsabilista.
—El señor Severance no confía mucho en
usted.
—Cómo se atreve. Me puso a cargo de este
centro y de la formación de nuestra gente —protestó Martell—.
Confía tanto en mí como en usted.
—No, señor Martell, no es así. Verá, hace
dos días estuve en el Golden Dawn y
participé en un experimento. Fue algo glorioso. Todos los que
viajaban en el barco murieron de una manera que no habría imaginado
ni en mis peores pesadillas.
—¿Que ellos qué? —gritó Martell,
impresionado por la noticia y por la manera reverente en la que lo
había dicho, como si hablase de una obra de arte o de la belleza de
un niño dormido.
—Están muertos. Todos ellos. El barco está
hundido. Tuve que cerrar el acceso al puente antes de soltar el
virus, para que nadie pudiese informar de lo que pasaba. Se propagó
por el barco como el fuego. No debió de tardar más de una hora.
Jóvenes y viejos, no tenía importancia. Sus cuerpos no podían
evitarlo.
Gil Martell volvió a colocarse detrás de la
mesa como si esta fuese una barrera contra el horror que estaba
escuchando. Acercó una mano al teléfono.
—Tengo que llamar a Thom. Esto no puede ser
verdad.
—Por supuesto. Llámelo.
La mano de Martell tembló sobre el aparato.
Sabía que si hacía la llamada Thom confirmaría todo lo que el matón
estaba diciendo. Dos cosas pasaron por su mente. La primera era que
estaba metido en aquello hasta el cuello. La segunda, que Kovac no
iba a dejar que saliese vivo del despacho.
—¿Qué le dijo el señor Severance de la
operación? —preguntó Kovac.
«Haz que siga hablando», pensó Martell,
desesperado. Había un botón debajo de la mesa para llamar a su
secretaria, que se hallaba en el despacho contiguo. Sin duda Kovac
no intentaría nada si había testigos.
—Me dijo que nuestro equipo de
investigadores en Filipinas había creado un virus que causa severas
inflamaciones en los órganos reproductivos de hombres y mujeres.
Añadió que tres de cada diez personas infectadas se volverán
estériles y no podrán ayudar a aumentar la población mundial aunque
probaran con la fecundación in vitro. El plan es propagarlo en
diversos barcos de crucero, donde todo el mundo está encerrado, de
forma que todos se contagien.
—Esa es solo una parte de la historia —dijo
Kovac.
—Entonces, ¿cuál es la verdad? —«¿Dónde
demonios está esa condenada mujer?»
—Todo lo que le dijo sobre los efectos del
virus es verdad; pero hay algo que usted no sabe. —Kovac sonrió con
un gesto triunfal—. El virus es muy contagioso durante unos cuatro
meses después de infectar a una persona, incluso si no muestra
ningún síntoma. Desde algunos cruceros se propagará por todo el
mundo infectando a millones de personas, hasta que todos los
hombres, mujeres y niños del planeta estén expuestos. Ese tres de
cada diez se acerca a los cinco de cada diez que serán incapaces de
procrear uña vez que la infección haya hecho su curso. Esto no
impedirá que unos pocos miles de pasajeros y tripulantes tengan
descendencia. Impedirá que lo tenga la mitad del mundo.
Gil se desplomó en la silla. Movió los
labios para formar unas palabras pero no se oyó sonido alguno. Los
últimos tres minutos habían sido una pesadilla. El Golden Dawn. Conocía a un centenar de personas que
viajaban en aquel barco, quizá a doscientas. Y ahora aquello. Ese
monstruo le estaba diciendo que había estado trabajando durante dos
años en un plan para esterilizar con absoluta premeditación a tres
mil millones de personas.
No iba a perder el sueño por la
esterilización de un par de miles de turistas. Se deprimirían, pero
la vida continuaría; además, a consecuencia de ello, estaba seguro
de que varios orfanatos se vaciarían.
Sin embargo, tendría que haber visto que
aquello iba mucho más lejos. ¿Qué había escrito el doctor Cooper en
su libro?
Se podría decir que la mayor transferencia
de riqueza en la historia de la humanidad ocurrió cuando la Peste
Negra barrió Europa y mató a una tercera parte de su población. Se
consolidó la propiedad de las tierras, lo que permitió un mejor
nivel de vida, no solo a sus dueños sino también a quienes
trabajaban para ellos. Este acontecimiento fue la principal y mayor
contribución al Renacimiento y dio paso a la dominación europea del
resto del mundo.
—Hemos tomado las palabras del doctor Cooper
y las hemos llevado a la práctica —afirmó Kovac, dando voz al
horror que resonaba en el abismo que una vez había sido el alma de
Martell.
Gil había creído que estaría seguro detrás
de la mesa, pero no había contado con la fuerza del gigante. Como
si la mesa no fuese más que una caja de cerillas, Kovac la empujó
contra Martell, aplastándolo en su silla contra la pared. Abrió la
boca para llamar a la secretaria. Kovac no era muy rápido, por lo
que el director responsabilista consiguió soltar un ronco grito
antes de que su garganta se cerrase al recibir un terrible golpe en
la nuez.
Los ojos amenazaron con salirse de las
órbitas mientras luchaba por respirar.
Kovac miró en derredor. No había nada que
pudiese utilizar para que aquello pareciese un suicidio; de
repente, se fijó en las fotos colgadas en la pared. Observó los
rostros y supo cuál utilizaría. Sin preocuparse de Martell, que
boqueaba como un pez, Kovac se acercó a la fotografía de Donna
Sky.
La actriz era demasiado delgada para su
gusto, pero no era necesario forzar mucho la imaginación para creer
que Martell se había enamorado de ella. Cogió el cuadro y sacó con
mucho cuidado la fotografía del marco. Rompió el cristal en el
borde de la mesa.
Kovac inmovilizó a Martell en la silla con
una mano, mientras que con la otra buscaba el trozo más grande de
cristal, una daga de unos quince centímetros de largo. Soltó la
cabeza de Martell y le sujetó uno de los brazos, con la precaución
de no apretar demasiado, para no dejar marcas en la piel
bronceada.
El cristal le cortó la carne con una
resistencia esponjosa y la sangre oscura manó de la herida,
formando un charco en la mesa antes de gotear en el suelo. Gil
Martell se resistió, forcejeando en la silla, pero no era rival
para el serbio. Lo máximo que consiguió fue soltar un áspero gemido
que no pudo oírse más allá de las paredes del despacho. Sus
movimientos se hicieron más lentos y descoordinados a medida que su
fuerza se escapaba por el corte hasta quedar inerte.
Con mucho cuidado para no dejar huellas
ensangrentadas, Kovac colocó de nuevo la mesa en la posición
correcta. Levantó el cuerpo de Martell del asiento y giró la silla
para colocar el cadáver montado a horcajadas. Bajó la cabeza hasta
que el morado de su garganta quedó apoyado con fuerza en el
respaldo de madera. El forense atribuiría el golpe en la cabeza a
haber caído hacia delante debido a la pérdida de sangre. El detalle
final fue colocar la fotografía de Donna Sky de forma que pareciera
que había sido la última cosa que Gil Martell había mirado antes de
morir.
En el momento en que Kovac salía del
despacho, la secretaria de Martell entraba en el edificio por la
puerta principal. Llevaba una taza de café y un gran bolso. Rondaba
los sesenta, llevaba el pelo mal teñido y le sobraban veinticinco
kilos.
—Ah, hola señor Kovac —dijo, con voz
alegre.
Él no recordaba el nombre, así que
respondió:
—El señor Martell ya está en su despacho.
Como puede suponer, está muy alterado por lo que sucedió
anoche.
—Fue terrible.
—Sí, así es —asintió Kovac, con gesto
sombrío. Notó la vibración del móvil en el bolsillo—. Dice que hoy
no se le debe molestar por ningún motivo.
—¿Va usted a descubrir quién nos atacó y
traerá de nuevo al pobre muchacho al rebaño?
—Es por eso por lo que el señor Severance me
pidió que viniese.
«Patricia», recordó. Se llamaba Patricia
Ogdenburg. Miró la pantalla del móvil. Era Thom Severance que pedía
que lo llamara por una línea segura. A la vista de que habían
hablado por la mañana, sin duda había pasado algo grave. Kovac
guardó el móvil en el bolsillo.
Patricia echó la cabeza hacia atrás para
mirarlo a los ojos.
—Perdóneme por ser franca, pero debe saber
que aquí hay muchas personas que se sienten intimidadas por usted.
—En vista de que él no respondía, la secretaria añadió—: Creo que
es tan duro como parece, pero también creo que es una persona muy
afectuosa y caritativa. Usted comprende qué es la responsabilidad
social, y su presencia es un consuelo para mí. Hay muchas personas
ignorantes que no comprenden el bien que hacemos. Me alegra que
esté aquí para protegernos. Dios lo bendiga, Zelimir Kovac — Se
rió—. Se ha sonrojado. Creo que lo he avergonzado.
—Es usted muy amable —manifestó Kovac, que
se imaginó la soledad que la había impulsado, como a él, al
responsabilismo.
—Si un cumplido puede hacer que se sonroje,
entonces sé que estoy en lo cierto.
«Qué equivocada está», pensó Kovac mientras
salía del edificio sin mirar atrás.