Capítulo 23
El puñetazo se hundió en el estómago de Max,
que se dobló tanto como le permitieron las cuerdas que lo sujetaban
a la silla. Zelimir Kovac no había utilizado ni la mitad de su
tremenda fuerza; sin embargo, Max sintió como si sus tripas se
hubiesen convertido en gelatina. Gimió de dolor y la saliva
mezclada con sangre manó de su boca destrozada.
Era el cuarto golpe consecutivo, y no lo
había esperado. Con los ojos vendados, solo podía guiarse por el
ritmo natural del torturador para anticiparse al golpe, pero hasta
ahora Kovac no lo había establecido. Sus puñetazos eran tan al azar
como brutales. Llevaba pegándole diez minutos y aún no le había
hecho ni una sola pregunta.
De pronto le arrancaron la cinta plástica
que le cubría los ojos; con ella se llevaron parte de sus gruesas
cejas. La sensación fue como si le hubiesen tirado ácido en la
cara, y no pudo contener un grito.
Miró en derredor, con los ojos nublados por
las lágrimas. La habitación, desnuda y antiséptica, tenía paredes
de bloques de cemento encalados y suelo de cemento. Había una
rejilla en el suelo a los pies de Max y un grifo con un trozo de
manguera enrollado en un gancho junto a la puerta de metal. La
puerta estaba abierta; más allá, vio el pasillo con las mismas
paredes de cemento y la pintura blanca desconchada.
Kovac estaba delante de Max, vestido con
pantalones de traje y una camiseta imperio. El sudor del serbio y
la sangre de Max manchaban el algodón de la prenda. Una pareja de
guardias con monos idénticos estaban apoyados en la pared y miraban
la escena, inmutables. Kovac movió una mano hacia uno de los
guardias y el hombre le entregó unas hojas.
—Según tu hijo —comenzó Kovac—, tu nombre es
Max Hanley y trabajas en la marina mercante como ingeniero naval.
¿Es correcto?
—Vete al infierno —dijo Max, en tono bajo y
amenazador.
Kovac apretó un nervio en la base del cuello
de Max; el dolor repercutió en todo su cuerpo. Mantuvo la presión,
y apretó incluso más fuerte, hasta que Max gimoteó.
—¿La información es correcta?
—Sí, maldita sea —respondió Max, con los
dientes apretados.
Kovac apartó la mano y luego descargó un
puñetazo en la mandíbula de Max con la fuerza suficiente para
hacerle girar la cabeza.
—Esto es por mentir. Tenías un chip en la
pierna. Eso no es habitual entre los marinos mercantes.
—La empresa que contraté para rescatar a
Kyle —murmuró Max, intentando recuperar la sensibilidad en su
rostro adormecido— lo colocó por seguridad.
Kovac descargó otro puñetazo en la cara de
Max y esta vez le aflojó un par de dientes.
—Buen intento, pero la cicatriz es de por lo
menos seis meses atrás.
Era un cálculo bastante acertado. Hux le
había colocado el chip nuevo hacía siete meses.
—No fue así, lo juro —mintió Max—. Cicatrizo
muy rápido. Mira mis manos.
Kovac las miró. Las manos de Hanley estaban
llenas de cicatrices entrecruzadas. Para el serbio no significaban
nada. Se inclinó para que su rostro quedase a unos centímetros del
de Max.
—He hecho más cortes en mi vida que un
cirujano y sé cómo cicatriza la carne. Ese implante es de hace seis
meses o más. Dime quién eres y por qué llevas un chip.
La respuesta de Max fue golpear con la
coronilla de su cabeza casi calva la nariz de Kovac. Las cuerdas
que lo sujetaban a la silla le impidieron imprimir la fuerza
suficiente para romperle el hueso, pero se dio por satisfecho con
el chorro de sangre que salió por uno de los orificios nasales
hasta que el serbio lo contuvo con los dedos.
La mirada que le dirigió a Hanley era de
pura furia animal. Max suponía que aquel golpe iba a significar que
se llevaría la paliza de su vida, pero, mientras Kovac lo miraba,
con las manchas de sangre en su rostro como si fuesen pinturas de
guerra, Max supo que había ido demasiado lejos.
Los golpes llegaron como un vendaval. No
había ningún ritmo, ningún objetivo. Era una reacción explosiva, la
de un cerebro primitivo cuando percibe una amenaza. Max recibió
puñetazos en la cara, el pecho, el estómago, los hombros y la
entrepierna en una sucesión que parecía interminable. Los golpes
llegaban tan deprisa que le pareció que le golpeaba más de una
persona, pero, mientras los ojos se le ponían en blanco, comprendió
que solo era Kovac quien le estaba propinando aquel castigo.
Max se desplomó en la silla, con el rostro
convertido en una masa sanguinolenta. Pasaron dos minutos hasta que
uno de los guardias se adelantó para contener al carnicero serbio.
Kovac volvió la mirada hacia el guardia, y el hombre se apresuró a
retirarse. Sin embargo, la distracción fue suficiente para enfriar
su ira.
Miró con desprecio el cuerpo inconsciente de
Hanley, con el pecho agitado por el esfuerzo. Kovac hizo girar las
muñecas y gotas de sangre de ambos cayeron al suelo. Acercó una
mano y levantó el párpado derecho de Max. Lo único que vio fue el
globo blanco inyectado en sangre.
Kovac se dirigió a los guardias.
—Volved dentro de un par de horas para ver
cómo está. Si no cede la próxima vez haremos que traigan a su hijo
desde Corinto. Ya veremos cuánto tiempo soporta ver cómo pegamos a
su hijo antes de que nos diga lo que queremos saber.
Salió por la puerta abierta. Los dos
guardias esperaron un momento y luego lo siguieron. Uno de ellos
empujó la puerta para que se cerrase sola. No se les ocurrió mirar
atrás ni oyeron ningún movimiento en la celda, porque eso era lo
último que habrían esperado.
Max miró cómo se marchaban con los ojos
apenas entreabiertos y se puso en movimiento en cuanto le dieron la
espalda. Durante la terrible paliza, había movido el cuerpo atrás y
adelante en la silla para aflojar las cuerdas. La furia de Kovac le
había impedido darse cuenta, y los guardias habían creído que los
movimientos espasmódicos eran en respuesta a los golpes. Sin
embargo, las acciones de Max habían sido totalmente
intencionadas.
Se inclinó para recoger una de las hojas de
papel que Kovac había dejado caer cuando Max le golpeó la nariz. Se
movió hacia la puerta, todavía atado a la silla. Solo tenía una
oportunidad, porque, incluso aunque sobreviviera a otra paliza, les
diría lo que deseaban saber para proteger a Kyle sin importarle las
consecuencias. Su puntería fue perfecta. El trozo de papel se
deslizó entre la puerta y el marco un instante antes de que el
pestillo se cerrara.
Max se sentó en la silla. Había sido la peor
paliza de su vida. Incluso más salvaje que cuando estuvo en una
cárcel del Vietcong, donde se turnaron para golpearle durante una
hora o más. Movió la lengua y notó que tenía dos dientes sueltos.
Era un milagro que no le hubiesen partido la nariz, o que uno de
los golpes en el pecho no le hubiese provocado una parada
cardíaca.
En el lugar donde había estado el chip notó
un dolor sordo comparado con el del resto de su cuerpo. Su pecho
era un trozo de carne amoratada, y solo podía imaginar el aspecto
de su rostro.
«Bueno, tampoco era tan guapo», pensó. La
sonrisa irónica que siguió hizo que manase sangre de los labios
cortados.
Max se concedió diez minutos de descanso. Si
tardaba más los calambres le impedirían moverse. Había una luz de
esperanza en medio de su dolor; al menos no habían llevado a Kyle a
ese agujero infernal. Se encontraba de nuevo en Grecia. Incluso en
manos de los responsabilistas, los riesgos eran menores. Max se
aferró a este pensamiento y dejó que animase su espíritu.
Calculó que habían pasado seis minutos desde
que había comenzado a forcejear con las cuerdas aflojadas. Había
conseguido soltarlas lo suficiente para liberar las muñecas y
utilizar las manos para quitarse las cuerdas alrededor del pecho.
Por fin, pudo desatarse las piernas y ponerse en pie. Se sujetó al
respaldo de la silla para no caer.
—No me siento muy bien —murmuró en voz alta,
y esperó a que se le aclarase la visión.
Abrió la pesada puerta con el mayor sigilo
posible. El pasillo estaba desierto. Los tubos fluorescentes en el
techo de cemento proyectaban charcos de luz intercalados con
profundas sombras, y daban a las paredes un aspecto sucio pese a
que parecían haber sido construidas hacía poco.
Max hizo una bola con el papel y lo metió en
el hueco del pestillo para que la puerta no se cerrase. Agachado,
porque los músculos no le permitían erguirse, caminó por el pasillo
con la precaución de no dejar un rastro de sangre.
En la primera esquina, escuchó unas débiles
voces ahogadas que procedían de la izquierda, así que fue hacia la
derecha, sin olvidarse de mirar atrás constantemente. Pasó por
delante de una puerta sin cartel. Apoyó una oreja en el frío metal,
no oyó nada al otro lado y continuó.
La humedad del ambiente y no haber visto
ninguna ventana le hizo pensar que estaba bajo tierra. No tenía
ninguna prueba, pero no dudaba de su deducción.
Dobló dos veces más en el laberinto
monocromático y llegó a otra puerta. Escuchó el rumor de máquinas
al otro lado. Movió la manija, que giró sin problemas. Entreabrió
la puerta y el ruido aumentó. No vio ninguna luz en el cuarto,
señal de que estaba vacío. Entró deprisa y cerró la puerta. Tanteó
junto al marco y encontró un interruptor.
Las luces se encendieron y dejaron a la
vista un enorme espacio por debajo de donde él estaba. Se
encontraba en la sala de control que daba a la central eléctrica de
las instalaciones. Al otro lado de un grueso cristal aislante había
cuatro enormes turbinas atornilladas al suelo, conectadas a una red
de tuberías de combustible y tubos de escape. Unido a cada una de
ellas había un generador eléctrico. Los grupos eran un poco más
grandes que una locomotora y, aunque solo funcionaba una de las
turbinas, la habitación zumbaba y crepitaba con su enorme
poder.
«Este lugar debe de ser inmenso —pensó Max,
mirando la sala con ojos de experto—. Pueden producir suficiente
electricidad para un par de miles de personas. O para cualquier
otro uso.»
Archivó esa duda en su mente y volvió al
pasillo.
Sin ninguna cámara a la vista ni guardias
que vigilasen los corredores, Max tuvo la sensación de que Kovac
debía de sentirse muy seguro en ese lugar. También guardó en su
memoria ese dato mientras buscaba una salida del laberinto.
Por fin llegó a una puerta con un cartel que
decía escalera, pero, cuando la abrió, descubrió que la escalera
solo bajaba.
—Da lo mismo una cosa que otra —murmuró, y
siguió adentrándose en las instalaciones.
La escalera bajaba en zigzag cuatro pisos
antes de acabar en un rellano mal iluminado. La única puerta daba a
un túnel todavía más oscuro perpendicular al hueco de la escalera.
A diferencia de las otras zonas que Max había visto, el túnel
circular estaba cortado en la roca y era lo bastante grande para
permitirle estar de pie. Vio marcas de una tuneladora o una
perforadora en la piedra oscura. No había luz, así que no tenía
manera de saber la longitud del túnel o para qué servía. Las únicas
pistas eran los gruesos cables de cobre que corrían por el techo
sujetos a aisladores de cerámica. Debía de haber un centenar; todos
a la misma distancia unos de otros. Sus conocimientos de ingeniería
le permitieron saber que podían soportar con facilidad la carga
eléctrica de los generadores que había visto en el nivel
superior.
—¿Qué se supone que debes hacer ahora,
guapo? —preguntó en voz alta. Por supuesto, no obtuvo
respuesta.
Se planteó seguir los cables, con la vana
ilusión de que lo conducirían hasta una salida, pero la inmovilidad
del aire le hizo pensar que el túnel no tenía salida. Tampoco había
olvidado que se encontraba por lo menos a quince metros bajo
tierra.
Inició la ardua tarea de subir la escalera.
Su cuerpo protestaba con cada paso, y, a medida que el esfuerzo
agitaba su respiración, sentía como si una prensa le apretase el
pecho. Pese a que no tenía las costillas fracturadas, se dijo que
por lo menos debía de tener alguna fisura en un par de ellas.
Llegó jadeando al rellano superior y tuvo
que apretar los codos contra los costados para aliviar en parte el
dolor.
Apoyó una oreja en la puerta, escuchó voces
ahogadas, y, cuando se alejaban, le pareció que una persona le
decía a otra: «... sky dentro de dos
días, así que necesitaremos...». Esperó unos instantes antes de
abrir la puerta. El pasillo estaba desierto. Ni siquiera se oía el
eco de las pisadas.
En silencio, siguió buscando una salida. Ya
estaba más o menos por la mitad de un largo pasillo cuando oyó que
se acercaban unas personas. Sus movimientos eran rápidos y seguros,
lo que le hizo pensar que podían ser Kovac y sus matones que
regresaban a la celda para darle otro repaso, aunque solo había
pasado media hora desde que lo habían dejado. A sabiendas de que no
podía correr aunque quisiera, Max no tuvo otra alternativa que
abrir una de las puertas que daban al pasillo.
Sujetó el pomo al cerrarla, de forma que no
se corriese el pestillo, y permaneció apoyado en ella mientras las
pisadas se acercaban. Hasta que no se hubieron alejado, Max no miró
por encima del hombro la habitación en penumbra. Al resplandor de
una pequeña luz de emergencia vio una hilera de seis catres y las
siluetas de seis personas que dormían. Una debía de ser la persona
con el sueño más ligero del mundo porque de pronto gruñó, se sentó
en el catre y miró en la penumbra.
—¿Steve? —llamó.
—Sí —respondió Max, en el acto—. Sigue
durmiendo.
El joven volvió a acostarse y le dio la
espalda. Su respiración se relajó al instante.
Max no podía decir lo mismo de la suya.
Tenía la sensación de que su corazón atravesaría sus costillas en
cualquier momento, aunque agradeció el efecto anestésico de la
adrenalina que había entrado en sus venas ante el inminente peligro
de ser descubierto. Se concedió unos instantes antes de salir del
dormitorio.
En total, Max estuvo dando vueltas durante
casi una hora antes de encontrar una escalera que subía, la
confirmación de que se encontraba en una base subterránea. Aunque
dependía del tamaño de las habitaciones que no había investigado,
calculó que la instalación debía de tener por lo menos treinta mil
metros cuadrados. En cuanto a su finalidad, solo podía hacer
conjeturas.
Subió otros dos pisos antes de encontrar
otra puerta. Esperó con la oreja apoyada en el metal. Escuchó
sonidos al otro lado que no consiguió identificar. Entreabrió la
puerta y acercó un ojo a la rendija. Le pareció entrever lo que
parecía ser un garaje. El techo metálico estaba a unos seis metros
de altura o más, y había una rampa que llevaba hacia unas persianas
que permitían el paso de un camión. Encajadas en las paredes de
roca junto a ellas había gruesas puertas de acero que se cerraban
desde dentro. Parecían completamente impenetrables salvo para una
bomba atómica. Max oyó una música que salía de una radio; le sonó
como una pelea de gatos dentro de un saco. Pensó que probablemente
Mark Murphy la tenía en su iPod.
No vio a nadie, así que se apresuró a entrar
y se escondió detrás de un banco de trabajo donde se amontonaban
herramientas sucias de grasa. Escuchó el chasquido de la puerta al
cerrarse y se dio cuenta, horrorizado, de que tenía un mecanismo de
cierre electrónico activado por un lector de la palma de la mano y
un teclado. No había manera de regresar a la celda; solo le quedaba
rogar por librarse de otra paliza.
Si bien el garaje estaba en penumbra, había
un charco de luz en el lado más alejado, donde dos mecánicos
trabajaban en una camioneta de doble tracción. Por lo que parecía,
estaban cambiando el radiador y soldando algo en la parte frontal
del vehículo. Vio el resplandor azul de un soplete y olió el hedor
del metal caliente. Había otros vehículos aparcados en el garaje.
Dos camionetas grandes y varios quads, como los que Juan había
utilizado para escapar de los responsabilistas en Grecia.
Max notaba cómo pasaba el tiempo y deseó que
Cabrillo estuviese allí con él. Juan tenía una capacidad innata
para idear y ejecutar un plan solo con echar una ojeada a la
situación. Max, en cambio, se enfrentaba a los problemas solo con
la fuerza bruta y el tesón.
Kovac no tardaría en volver a la celda, y
Hanley necesitaba alejarse lo máximo posible de aquel lugar.
Avanzó con cautela. No tardó en darse cuenta
de que las persianas eran la única salida y estaba claro que la
música no enmascararía el ruido cuando las levantase. Solo había
una alternativa.
«Habrá que usar la fuerza bruta»,
pensó.
La llave inglesa que cogió medía por lo
menos cincuenta centímetros de largo y pesaba cinco kilos. La
sopesó como un cirujano que coge un bisturí, conocedor de su
habilidad con el instrumento. Había tenido su primera pelea de
verdad en la adolescencia, cuando un yonqui armado con una navaja
intentó robar en la gasolinera de su tío. Max le destrozó ocho
dientes con una llave inglesa idéntica a la que empuñaba
ahora.
Siguió avanzando y aprovechó todos los
escondrijos que pudo, muy lentamente, ya que la visión periférica
del ojo humano capta los movimientos. Cualquier sonido que hacía
quedaba amortiguado por la música que sonaba en la radio.
Uno de los mecánicos se protegía el rostro
con una careta de soldador. Max se concentró en el segundo, un
hombre larguirucho de unos treinta y tantos años, con una gran
barba y el pelo grasiento recogido en una coleta. Estaba inclinado
sobre el motor, manipulando unos manguitos, así que no se enteró de
la presencia de Max a su espalda hasta que Hanley le golpeó con la
herramienta con un movimiento preciso.
El golpe derribó al mecánico como si le
hubiesen asestado un hachazo; el chichón en el cráneo le duraría
semanas.
Max se volvió. El soldador había detectado
el movimiento y se levantaba al mismo tiempo que se disponía a
quitarse la máscara. Hanley se adelantó y, como un bateador
profesional, lo atacó con la llave inglesa. En el momento preciso,
Max lanzó la herramienta. La llave inglesa golpeó el visor de
plástico, lo que evitó que el soldador acabase con el rostro
destrozado, pero el poderoso golpe lo arrojó contra una mesa de
herramientas. El soplete, con las largas mangueras, cayó a los pies
de Max, que retrocedió en cuanto sintió el calor de la llama en sus
pies descalzos.
Un tercer mecánico, que había estado oculto
al otro lado del vehículo, apareció por delante del parachoques,
atraído por el ruido. Miró al soldador despatarrado sobre la mesa
de herramientas y se volvió hacia Max.
Hanley vio cómo el desconcierto se convertía
en entendimiento y luego en ira, pero antes de que el hombre
pudiese reaccionar, Max recogió el soplete y se lo arrojó con un
fluido movimiento. En un movimiento reflejo, el mecánico tendió la
mano para cogerlo.
A una temperatura de casi cuatro mil grados,
la llama de oxígeno y acetileno solo necesitó un mínimo contacto
para quemar la carne. El mecánico había cogido el soplete con la
punta dirigida hacia su pecho. Un agujero humeante apareció en su
mono en el acto, y la piel y el músculo se quemaron hasta dejar a
la vista el blanco de las costillas. Los huesos se ennegrecieron
antes de que la sorpresa le hiciese soltar el soplete.
Su expresión no cambió en los segundos que
el cerebro tardó en comprender que el corazón había dejado de
latir. Se desplomó poco a poco sobre el suelo de cemento. El hedor
hizo que Max sintiese náuseas. No había sido su intención matar al
desafortunado mecánico, pero ya no podía hacer nada. Tenía que
salvar a su hijo, y, por desgracia, ese hombre se había interpuesto
en su camino.
El soldador era quien tenía un físico más
parecido al suyo, así que se tomó un momento para quitarle el mono.
Tuvo que coger las botas del tercer mecánico porque las otras eran
muy pequeñas. Lo hizo sin mirarle los pies.
Con unos alicates, fue hasta las dos
camionetas, levantó los capós y cortó los cables que salían de las
tapas de los distribuidores como tentáculos negros. Cuando iba
hacia los quads, vio una cafetera sobre un banco de trabajo. Además
del bote de café, unas tazas y un recipiente de plástico con leche
en polvo, había un tarro con azúcar. Max lo cogió y, en lugar de
perder el tiempo manipulando el encendido electrónico de los
Kawasaki, desenroscó las tapas de los depósitos de combustible y
echó azúcar en el interior. Los quads no funcionarían más de medio
kilómetro y tardarían horas en limpiar el carburador y los
cilindros.
Un minuto más tarde, estaba montado en un
quad y pulsaba el botón que abría las persianas. Era de noche, y la
lluvia y el viento entraron por la abertura. Max no podía haber
pedido algo mejor. No tenía sentido bajar las persianas. Kovac
sabría enseguida que había escapado y en qué lo había hecho.
Entrecerró los ojos para protegerlos de la
lluvia, aceleró y partió a toda velocidad hacia lo
desconocido.