Capítulo 25

 

Hali Kasim encontró a Eddie Seng en el gimnasio del Oregon. Eddie vestía los anchos pantalones gi de las artes marciales sin la chaqueta. El sudor chorreaba por sus delgados flancos mientras realizaba una serie de movimientos de kárate y gruñía con cada golpe o patada. Eddie advirtió la expresión en el rostro de Hali y acabó el ejercicio con un puntapié tan alto que habría arrancado la cabeza a un pivot de la NBA.
Cogió una toalla blanca de un cesto junto a una máquina de pesas y se secó el cuello y el torso.
—Metí la pata —dijo Hali, sin preámbulos—. Después de que Kevin entrevistase a Donna Sky, volví a escuchar la maldita cinta utilizando nuevos parámetros en el ordenador. Gil Martell no dijo «Donna Sky». Dijo «Dawn» y «Sky». Lo comprobé, y vi que el Golden Dawn tiene un gemelo llamado Golden Sky. Eric y Murphy lo investigaron. Los responsabilistas están haciendo uno de sus retiros marítimos en ese barco ahora mismo.
—¿Dónde se encuentra ahora? —preguntó Eddie.
—En el Mediterráneo oriental. Amarrará en Estambul esta tarde. Luego se dirigirá a Creta. —Antes de que Eddie pudiese preguntárselo, Hali añadió—: Ya he intentado llamar a Juan. No responde.

 

Con el director ilocalizable y Max todavía en manos de Zelimir Kovac, Eddie estaba al mando del barco y a él le correspondía tomar cualquier decisión.

 

—¿Hay alguna noticia de un brote epidémico en el barco?
—No hay nada en las noticias ni tampoco en las comunicaciones internas de la compañía. —Hali advirtió el titubeo en los ojos oscuros de Eddie—. Si es de alguna ayuda, Linda, Eric y Mark ya se han ofrecido voluntarios. Están preparando las maletas.
—Si el barco es objeto de un ataque químico o biológico correrán el mismo riesgo que los demás —le recordó Eddie.
—Es una oportunidad demasiado buena para dejarla pasar. Si podemos echarle mano a algunas de esas personas, la información no tendrá precio. —Hali había puesto en palabras la otra mitad de la peligrosa ecuación.
Equilibrar riesgo y beneficio era lo más difícil en cualquier decisión militar, porque siempre había vidas en juego.
—Pueden ir a la costa en una neumática. El avión espera en Niza. Tiny puede presentar un plan de vuelo de emergencia, y nuestra gente llegará a Turquía al mismo tiempo que el Golden Sky. No es probable que los responsabilistas ataquen mientras estén en puerto, así que por lo menos podríamos colarnos a bordo y echar una ojeada.
—De acuerdo —asintió Eddie. Detuvo a Hali cuando este ya iba a marcharse—. Que quede claro que en ningún caso permanecerán a bordo cuando zarpe.
—Me ocuparé de que lo tengan claro. ¿A quién quieres enviar?
—A Linda y a Mark. Eric es un navegante e investigador de primera, pero los conocimientos de armamento de Mark le darán ventaja si se trata de encontrar un sistema de contaminación químico o biológico.
—Decidido.
—Por cierto —añadió Eddie, para detener de nuevo a Hali antes de que saliese corriendo—, ¿en qué estado se encuentra nuestro trabajo de espionaje?

 

Una hora antes del ocaso, el Matryoshka, el yate de lujo de Ivan Kerikov, había salido del puerto de Montecarlo con Ibn al-Asim y su comitiva a bordo. Ibn al-Asim era un financiero saudí en alza que había comenzado a subvencionar colegios islámicos radicales y a algunos grupos terroristas marginales, con la intención de vincularlos con al-Qaeda. La CÍA tenía particular interés en él y en su encuentro con el traficante de armas ruso porque existía la posibilidad de lograr que cambiara de bando, y de esa manera tener acceso a los mandos superiores del mundo terrorista.

 

De momento, mientras el yate estaba en el puerto, no habían hablado de nada importante. La mayor parte de la tarde la habían dedicado a entretenerse con las mujeres que había traído el ruso. Cuando el yate salió del puerto para adentrarse en las aguas del Mediterráneo, todos a bordo del Oregon supieron que las verdaderas negociaciones iban a tener lugar lejos de posibles ojos curiosos.
Con las luces de navegación atenuadas, el Oregon siguió al Matryoshka, siempre a la suficiente distancia para que solo la punta de su mástil más alto asomase por el horizonte. Los rusos navegaron veinte millas antes de poner al ralentí los motores del enorme yate. Convencidos de que tenían el mar para ellos solos, Kerikov y al-Asim comenzaron a hablar mientras cenaban al aire libre en la cubierta de popa del yate.
Por medio del Sistema de Posicionamiento Global y los impulsores del barco, Eric programó el ordenador para que el Oregon se mantuviese inmóvil respecto al Matryoshka, mientras que en lo alto del mástil del carguero los más innovadores, equipos electrónicos vigilaban el yate. Con las antenas parabólicas de última generación, las cámaras de alta resolución para leer los labios y un rayo láser capaz de captar la débil vibración de las conversaciones que tuviesen lugar al otro lado de una ventana, podrían escucharlo todo.
—Lo último que he oído ha sido a al-Asim y al ruso hablando de los misiles Grail SA-7.
—El Grail es una antigualla —dijo Eddie—. Nunca pudieron alcanzar a ninguno de nuestros aviones con ellos. Aunque un avión civil podría ser vulnerable.
—Kericov ha dejado claro desde el primer momento que no quería saber qué pensaba hacer al-Asim con las armas, pero el saudí ha aludido a un ataque a aviones de pasajeros.
Nacido en Chinatown, en Nueva York, Eddie sentía un odio especial por los terroristas que atacaban a la aviación comercial. Aunque personalmente no conocía a nadie entre los muertos en el ataque del 11-S, conocía a docenas de personas que habían perdido a un familiar o a un amigo en el atentado.
—¿Algo más? —preguntó Eddie.
—Al-Asim ya ha preguntado por armas nucleares. Kerikov ha dicho que no tiene acceso a ellas pero que las vendería si pudiese.
—Encantador —comentó Eddie, con una mueca.
—El ruso ha añadido que estaría dispuesto a venderle algo que ha llamado el Puño de Stalin, pero después ha reconocido que había demasiados problemas técnicos para que fuese práctico. Cuando el árabe ha intentado seguir con ello, Kerikov le ha dicho que lo olvidara. Ha sido entonces cuando han comenzado a hablar de los Grail.
—¿Alguna vez has oído hablar del Puño de Stalin?
—No. Y tampoco Mark.
—Langston Overholt quizá sepa qué es. Se lo preguntaré cuando le entreguemos la transcripción de las conversaciones. Después de todo, es su problema. Avísame en cuanto sepas algo de Juan, o si Thom Severance nos llama.
—¿Crees que Max está bien? —preguntó Hali.
—Por el bien de Severance, así lo espero.

 

Zelimir Kovac observó el helicóptero que emergió de los nubarrones. Era un punto amarillo en medio de las nubes plateadas. Aunque no mostraba exteriormente su ira, no había podido encontrar al fugitivo norteamericano, y ese fracaso lo mortificaba. No era un hombre dado a las excusas, pero precisamente era lo que estaba ensayando en su mente cuando el helicóptero se posó sobre el suelo levantando una densa niebla de agua de lluvia. Además del piloto, había otro hombre con Thom Severance. Kovac no le prestó atención y se centró en su superior, un término que él tomaba al pie de la letra. Thom Severance era superior en todo aquello que Kovac juzgaba importante, y la lealtad de Kovac hacia él y su causa no tenía límites. De esta devoción surgía la culpa que sentía, y se despreciaba por haberle fallado a Severance.

 

Thom abrió la puerta del helicóptero; la cazadora y el pelo se agitaron a causa del fuerte viento. De todos modos, logró que sus movimientos fuesen elegantes cuando se agachó para pasar por debajo de las palas que continuaban girando. Kovac no pudo corresponder a la deslumbrante sonrisa de Severance, una sonrisa que no merecía. Desvió la mirada y reconoció al segundo pasajero.
El desconcierto dio paso a la ira.
—Es un placer verte, Zelimir —gritó Thom por encima del aullido de la turbina del helicóptero. Vio la mirada de sorpresa en el rostro del jefe de seguridad y rió—. Estoy seguro de que nunca habrías esperado ver a esta persona conmigo.
Kovac recuperó la voz sin desviar la mirada del doctor Adam Jenner.
—Así es, señor.
Severance bajó una octava la voz para que sus siguientes palabras tuvieran un matiz de intimidad y confianza.
—Ya es hora de que te lo cuente todo.
Jenner se acercó con su mano enguantada sobre la venda que cubría la herida de la cabeza que Kovac le había hecho con la culata de la pistola en el hotel de Roma.
—Sin resentimiento, señor Kovac.
Diez minutos más tarde, se encontraban en las habitaciones más lujosas de la base subterránea. Ahí era donde Thom y su esposa esperarían a que se desatase el caos. En total, había espacio para alojar a doscientos de los principales miembros de la organización responsabilista.

 

La última vez que Severance había estado allí, las cuatro habitaciones no eran más que paredes desnudas. Admiró el trabajo hecho en la suite y, aparte de que en realidad las ventanas fueran pantallas planas de televisión, no encontró otra señal de que estuviesen a quince metros bajo tierra.

 

—Es casi tan bonito como nuestra nueva casa en Beverly Hills —comentó al tiempo que pasaba los dedos sobre la tela de seda que revestía la pared—. A Heidi le encantará.
Pidió a un camarero, que sonreía de oreja a oreja encantado de estar en presencia del líder del grupo, que trajese café y se sentó en una de las butacas de su despacho. En la pantalla de televisor se veía el mar chocando contra una costa rocosa. La transmisión en vivo era de una cámara instalada no muy lejos de la entrada de la base.
Jenner se acomodó en un gran sofá mientras Kovac permanecía casi rígido delante de Severance.
—Zelimir, por favor, siéntate.
El serbio se sentó en una silla, aunque no se relajó en absoluto.
—¿Conoces la vieja expresión que dice «ten a tus amigos cerca y a tus enemigos aún más cerca» ? —preguntó Severance una vez que el camarero les había servido el café. No esperó una respuesta de Kovac—. Nuestros mayores enemigos no son únicamente aquellos que ridiculizan nuestras creencias sin comprenderlas. Son aquellos que una vez creyeron pero que han perdido la fe. Son quienes más daño nos hacen, porque conocen secretos que nunca compartiríamos con desconocidos. Lydell Cooper y yo hablamos de esto en profundidad.
Ante la mención del fundador de los responsabilistas, Kovac asintió y miró a Jenner, como si insinuase que no merecía estar en la misma habitación cuando se pronunciaba su nombre. El psiquiatra le devolvió la mirada con una sonrisa amable, casi paternal.
—Decidimos crear a un experto en responsabilismo, un hombre al que las familias pudieran acudir si creían haber perdido el control de sus seres queridos. También podían acudir a él aquellos que habían abandonado voluntariamente, y así descubrir sus intenciones. De ese modo podía informarnos y nosotros tomar las acciones apropiadas.
Apareció una expresión de respeto en el rostro de Kovac cuando miró de nuevo al doctor Jenner.
—No tenía ni idea.
—Todavía no conoces la mejor parte —prosiguió Severance—. Solo había una persona que fuera capaz de hacer un trabajo fiable.
—¿Quién? —preguntó Kovac.
—Pues yo, mi querido muchacho —respondió Jenner—. No me reconoces a causa de la cirugía plástica, las lentes de contacto y porque han pasado casi veinte años.
Kovac miró a Jenner, como si con la intensidad de su mirada pudiese ver a través del disfraz.
—Yo no... —Su voz se apagó.
—Soy Lydell Cooper, señor Kovac.
—Pero si está muerto —exclamó Kovac, sin pensar.
—Sin duda un hombre con sus antecedentes sabe que nadie está muerto realmente hasta que encuentran su cadáver. He navegado prácticamente toda mi vida. La tormenta que supuestamente me mató no era nada comparada con los temporales que he superado.
—No lo entiendo.
Severance intervino.
—Lydell había establecido los cimientos del responsabilismo en sus escritos, nos dio los principios básicos, el núcleo de lo que creemos.
—Pero no soy un organizador —admitió Cooper—. En ese terreno Thom y mi hija Heidi me superan. Detesto hablar en público, asistir a reuniones y ocuparme de los detalles mundanos de la actividad de cada día. Por eso mientras ellos se encargaban del movimiento, yo interpreté un papel diferente, el de protector. Al convertirme en nuestro principal crítico podía vigilar a cualquiera que intentase hacernos daño.
—¿Qué hay de todas esas personas que volvió en nuestra contra? —quiso saber Kovac.

 

—Se habrían marchado de todas formas —replicó el doctor Cooper con toda naturalidad—. Lo que hice fue minimizar sus críticas. Habían dejado el rebaño, por decirlo de algún modo, pero ninguno de ellos reveló gran cosa de nosotros.

 

—¿Qué me dice de lo que pasó en Roma?
—Eso sí fue algo inesperado —admitió Cooper—. No teníamos ni idea de que el padre de Kyle tuviese suficientes medios para contratar a un equipo de rescate. Llamé a Thom en cuanto supe que lo llevarían a Roma, donde me encargaría de la desprogramación, para que usted estuviese allí y se encargase de capturarlo. Más tarde, lo llamé de nuevo y le di el nombre del hotel y el número de la habitación. No estábamos muy seguros de cuánto sabía el muchacho o de qué le había dicho a su padre.
—Por cierto, ¿cómo van las cosas por ese lado? —preguntó Thom Severance.
Kovac bajó la mirada. Si ya era malo tener que admitir su fracaso ante Severance, no podía hablar delante del gran doctor Lydell Cooper, el hombre cuya filosofía había dado un propósito a su vida.
—¿Zelimir?
—Escapó, señor Severance. No sé cómo pudo hacerlo. Salió de la celda y llegó a la superficie. Mató a un mecánico e hirió a otros dos.
—¿Todavía está en la isla?
—Robó un quad. La tormenta era muy fuerte y la visibilidad solo de un par de metros. No debió de ver el acantilado. Un grupo de búsqueda encontró el quad cuando bajó la marea esta mañana. No había rastro del cuerpo.
—Nadie está muerto hasta que ves su cadáver —entonó Cooper.
—Señor, tiene usted todo mi respeto y admiración —dijo Kovac—, pero lo más probable es que tuviese un accidente durante la tormenta. Estaba en muy mal estado cuando escapó, y dudo mucho que lograra sobrevivir a una noche en la intemperie.

 

No dijo nada del chip que había encontrado y lo que eso podía significar, porque no quería sembrar más dudas. Sus hombres aún continuaban buscando en la isla que los responsabilistas tenían en el Egeo, y si encontraban al fugitivo debían informarle solo a él. Kovac conseguiría la información que necesitaban y acabarían con Hanley antes de que su reputación sufriese algún daño.

 

—Por supuesto, continuaremos con la búsqueda —añadió.
—Por supuesto —repitió Cooper.
Kovac dedicó toda su atención al fundador del movimiento.
—Señor, debo decirle que ha sido un privilegio trabajar para usted todos estos años. Sus enseñanzas han cambiado mi vida de un modo que nunca habría imaginado. Sería para mí un gran honor estrechar su mano.
—Gracias, Zelimir, pero, por desgracia, no puedo. A pesar de mi apariencia juvenil, tengo casi ochenta y tres años. Cuando me ocupaba de la investigación genética, desarrollé una droga específica para mi ADN con la que evitaba el rechazo a los trasplantes; eso me permitió recibir un corazón, pulmones, riñones y ojos de diferentes personas, y la cirugía estética me ayuda a parecer más joven de lo que soy. Llevo prótesis en las caderas y en las rodillas y discos en la columna. Sigo una dieta equilibrada, bebo solo de vez en cuando y nunca he fumado. Espero poder disfrutar de una vida plena y vigorosa hasta bien pasados los ciento veinte años. —Levantó las manos enguantadas. Los dedos estaban doblados y retorcidos como las ramas de un viejo árbol—. Sin embargo, la artritis se transmite en mi familia y he sido incapaz de detener sus efectos deformadores. Nada me daría más placer que estrechar su mano en reconocimiento por sus amables palabras y excelentes servicios, pero es que sencillamente no puedo.
—Comprendo. —Kovac no vio ninguna contradicción en que aquel hombre que proclamaba reducir la población mundial alargara artificialmente la suya.
—De todos modos, no se preocupe —añadió Cooper—, no hay mucho que Kyle pueda haber descubierto durante su breve estancia en Grecia. Incluso aunque su padre llevara esa información a las autoridades, no tendrían tiempo de reaccionar. Interrogar al padre es solo un detalle menor, atar un cabo suelto. Deje de preocuparse.
—Sí, señor —respondió Kovac en el acto.
—Respecto a otros asuntos —intervino Severance—, estamos adelantando los horarios.
—¿Debido al rescate de Kyle?
—En parte, y por el... suicidio de Gil Martell. No hemos tenido problemas con las autoridades locales, pero el gobierno de Atenas ha comenzado a mostrar interés en nuestros asuntos. Lydell y yo creemos que lo mejor será enviar ahora a nuestros hombres. No hay nada más que deban saber, y por tanto no hay ninguna razón para retrasarlo. Como es natural, pagaremos un suplemento por los billetes anticipados. —Severance soltó una risita—. Por supuesto, nos lo podemos permitir.
—¿Enviará a los cincuenta equipos?
—Sí. Bueno, cuarenta y nueve. Ya hay un equipo en el Golden Sky para la prueba final del transmisor. Así que hablamos de cincuenta equipos y cincuenta barcos de crucero. Tardaremos unos tres o cuatro días en tenerlos a todos en posición. Algunos de los barcos están en el mar y otros se encuentran al otro lado del planeta. Nuestra gente llevará el virus que Lydell perfeccionó y que fabricamos en Filipinas. ¿Cuánto tiempo llevará hacer la prueba?
Kovac pensó unos momentos.
—Quizá una tarde. Debemos poner en marcha las otras máquinas para completar la carga de las baterías, y estabilizar la distribución de la energía para proteger la antena. El virus de prueba que dimos a los pasajeros del Golden Sky no es más que un simple rinovirus de acción rápida, así que dentro de doce horas sabremos si el receptor captó la señal. Siempre que la enviemos no más tarde de esta noche todo estará en orden. Por supuesto, hay un segundo equipo a bordo que está colocando los recipientes con el virus principal.

 

—Este es un gran momento, caballeros —manifestó Lydell Cooper—. La culminación de todo aquello por lo que he trabajado. Muy pronto, habrá un nuevo comienzo, un nuevo amanecer, en el que la humanidad brillará como estaba destinada a hacerlo. Habrán desaparecido las multitudes que agotaban nuestros recursos naturales y no aportaban más que nuevas bocas que alimentar. En una generación, con la mitad del mundo incapaz de procrear, la población regresará a unas condiciones sostenibles. No habrá carencias ni necesidades. Habremos acabado con la pobreza, el hambre e incluso con la amenaza del calentamiento global.

 

»Los políticos de todo el mundo discuten estos problemas y ofrecen planes a corto plazo para convencer a sus votantes de que están haciendo algo. Nosotros sabemos que todo son mentiras. Basta con leer el periódico o ver las noticias para saber que nada va a cambiar. De hecho, empeora. Las disputas por la tierra y el agua ya están originando conflictos. ¿Cuánta gente ha muerto para proteger las reservas de petróleo que disminuyen?
»Nos dicen que podemos solucionarlo si los humanos cambiamos de hábitos: si viajamos en transporte público, compramos casas más pequeñas, utilizamos bombillas de bajo consumo. Qué ridículo. Nadie está dispuesto a renunciar a los lujos. Va contra nuestros más profundos instintos. La solución no es pedir sacrificios de escasa importancia que en realidad no llegan a la raíz del problema. La respuesta es cambiar las reglas del juego. En lugar de que haya más gente y menos que repartir, reduzcamos la población.

 

»Saben que esta es la única manera, pero no tienen el coraje de decirlo, así que el mundo está cada vez más cerca del caos. Como he escrito, la reproducción nos lleva a la muerte. El deseo de tener un hijo es quizá la fuerza más poderosa en el universo. No se puede negar. Pero la naturaleza tiene mecanismos de regulación. Hay depredadores para mantener a raya la población de animales, incendios forestales para renovar el suelo y ciclos de inundaciones y sequías. Pero el hombre, con su gran cerebro, ha encontrado una y otra vez la manera de esquivar los esfuerzos de la naturaleza por contenerlo. Matamos a cualquier animal que nos vea como una presa, de forma que solo quedan un puñado en libertad y el resto está encerrado en los zoológicos. Solo queda el vulgar microbio para reducir nuestras filas por medio de las enfermedades, así que creamos vacunas; pero seguimos reproduciéndonos como si todavía temiéramos perder dos de cada tres niños antes de que cumpliesen un año.

 

»Solo un país ha tenido el coraje de reconocer que su población crecía demasiado rápido, pero incluso ellos fracasaron cuando trataron de disminuir el crecimiento de la población. China intentó regularla con la política de un único hijo, y ahora son doscientos millones más de los que había hace veinticinco años. Si uno de los países más dictatoriales del mundo no ha logrado detenerlo, nadie podrá.
»Las personas no cambian sin más, al menos no de forma significativa. Es por eso que ahora nos toca a nosotros. Pero, por supuesto, no somos unos locos. Podría haber modificado el virus para que matase indiscriminadamente, pero eso habría significado el asesinato de miles de millones de personas. Por lo tanto, ¿cuál era la solución? El virus de la gripe hemorrágica con el que comencé tenía como efecto secundario dejar estériles a sus víctimas pero también tenía una mortalidad de casi el cincuenta por ciento. Después de abandonar la investigación médica, trabajé con el virus en decenas de miles de generaciones y mutaciones, hasta conseguir eliminar la mortalidad sin perder el único rasgo que me interesaba. Cuando lo soltemos en esos cincuenta barcos, infectarán a casi cien mil personas. Parecen muchas, pero solo son una gota de agua en el mar. Los pasajeros y las tripulaciones de los barcos proceden de todos los lugares del mundo y de todos los niveles socioeconómicos. En un crucero, encontramos un microcosmos de la sociedad, desde un magnate de la industria al tripulante más pobre. Quiero ser absolutamente democrático. Nadie escapará. Cuando regresen a sus hogares en Michigan, a sus lujosas casas en Europa del Este o a sus chabolas en Bangladesh, todos llevarán el virus con ellos.

 

»No dará ningún síntoma durante meses, mientras se transmite de una persona a otra. Luego llegará la primera señal de la infección. Parecerá que todas las personas en el mundo padecen una ligera gripe acompañada de fiebre muy alta. La mortalidad será inferior al uno por ciento, un coste trágico e inevitable para aquellos con un sistema inmunitario débil. Solo más tarde, cuando las personas comiencen a buscar una respuesta a por qué no tienen hijos, sabrán que la mitad de la población mundial es estéril.

 

»Cuando cale esta dura realidad habrá disturbios. La gente, asustada, reclamará respuestas a las preguntas que sus líderes han tenido miedo de formular. Creo que será un lapso de tiempo breve: unas semanas o un par de meses como mucho. La economía mundial se resentirá un poco mientras dure el proceso de ajuste, porque esa es la otra gran fuerza de la humanidad: su capacidad de adaptación. Entonces, amigos míos, habremos resuelto todos los problemas, curado todos los males, e iniciaremos un período de prosperidad que el mundo nunca ha conocido.
Una lágrima cayó por la mejilla de Zelimir Kovac, pero no hizo ningún gesto para enjugarla. Thom Severance, a pesar de que conocía a Cooper desde que era un adulto y lo había escuchado hablar mil veces, también se sintió conmovido.