Capítulo 14
La proa del Oregon cortaba las oscuras aguas del mar Jónico.
Sus revolucionarios motores magnetohidrodinámicos podían llevarlo a
través de un metro de hielo con la misma facilidad. Se encontraban
al oeste de Corinto, tras haber rodeado la península del
Peloponeso, y navegaban con rumbo este para ponerse en posición.
Había poco tráfico marítimo en la zona. En la pantalla del radar
aparecían un par de barcas, que sin duda se dedicaban a pescar
calamares cerca de la superficie durante la noche.
Por el momento, Eric Stone cumplía una doble
función. Sentado en su puesto de navegante, pilotaba el barco, pero
había girado una de las pantallas de los ordenadores de Mark Murphy
para dirigir el avión no tripulado que continuaba volando sobre el
centro responsabilista. Cuando se acercasen a la costa, gobernar el
barco requeriría toda su atención, por lo que le pasaría el manejo
del avión a Gómez Adams, que estaba efectuando la aproximación
final con el Robinson averiado.
—Oregon, aquí
Gómez. —Hali había conectado el canal de comunicación del
helicóptero a los altavoces—. Os tengo a la vista.
—Recibido, Gómez. Comenzamos la
desaceleración —respondió Max desde la butaca del capitán—. Por
favor, avante a cinco nudos, señor Stone.
Eric tecleó la orden para disminuir el
volumen de agua que pasaba por los tubos impulsores del Oregon hasta poder invertir las bombas y reducir
la velocidad. Necesitaban mantener el impulso para evitar que el
barco rolase con la marejada y complicase el aterrizaje de
Adams.
Max giró la butaca para mirar al oficial de
control de daños en su puesto al fondo de la sala.
—¿Los equipos de bomberos están
preparados?
—Listos para actuar, señor —respondió el
oficial—. Tengo el dedo en los gatillos de los cañones de
agua.
—Muy bien. Hali, dile a George que estamos
preparados para cuando él quiera. —Max pulsó el botón para
comunicarse con el hangar donde esperaba la doctora Huxley—. Julia,
George está a un par de minutos.
Una bala había rozado la pantorrilla del
piloto, pero Max se sentía tan culpable como si hubiesen matado a
todo el equipo. Por mucho que intentase racionalizarlo, Juan y los
demás se habían puesto en peligro por él. La misión, que tendría
que haber sido muy sencilla, había acabado en un desastre. Hasta el
momento, la herida superficial de George era la única baja, pero
Juan había desaparecido de la red táctica y Hali no conseguía
ponerse en contacto con él. Linda tenía a Linc, a Eddie y a Kyle en
la furgoneta, y habían informado que los perseguía un jeep con
hombres armados.
Por enésima vez desde que el director había
sido víctima de una emboscada, maldijo la decisión de no utilizar
armas letales. Nadie había esperado encontrarse con un ejército de
guardias armados. Max no había pensado todavía en lo que
significaba que hubiese tantas armas en el recinto de un culto,
pero no pintaba bien. Por todo lo que había escuchado y leído desde
que lo había llamado su ex esposa, los responsabilistas no eran
violentos. Es más, rechazaban toda forma de violencia.
Qué relación tenía aquello con los crímenes
a bordo del crucero, no lo sabía. ¿Los responsabilistas estaban en
guerra con algún otro grupo? Si era así, ¿quiénes eran? ¿Otro culto
del que nadie sabía nada, un grupo dispuesto a matar a centenares
de personas solo porque los responsabilistas creían en el control
de la natalidad?
Para Max, nada tenía sentido. Tampoco
comprendía que su hijo se hubiese mezclado con un grupo como aquel.
Por lo tanto, ansiaba creer que nada de lo sucedido era por su
culpa. Una persona con menos valores se habría convencido de ello.
Pero Max sabía cuáles eran sus responsabilidades, y nunca las había
esquivado.
De momento, optó por dejar a un lado la
culpa y concentrarse en la gran pantalla, donde se había abierto
una ventana con una imagen de la cámara del helipuerto en la
escotilla de carga en la popa del Oregon. Cuando George voló por encima de la
barandilla de popa, iluminado solo por la luna, los daños en el
helicóptero parecían graves. Una espesa nube de humo salía del capó
del motor y se arremolinaba con el viento de las palas.
Este era otro ejemplo de por qué nadie
dudaba del valor de Adams. Había volado con el helicóptero averiado
más de veinte millas por encima del mar en lugar de ir a lo seguro
y aterrizar en algún campo. Aunque, por supuesto, eso habría
motivado demasiadas preguntas por parte de las autoridades griegas.
El plan C del director disponía que todos estuviesen en el barco y
en aguas internacionales lo más rápidamente posible.
George situó el helicóptero a un par de
metros de la cubierta y bajó muy despacio. Un segundo antes de que
los patines tocasen el suelo, una enorme nube de humo salió por el
tubo de escape. El motor se había agarrotado, y el Robinson había
golpeado la plataforma con la fuerza suficiente para partir un
travesaño. Max vio cómo George cerraba con calma los sistemas del
aparato antes de quitarse el cinturón de seguridad. El montacargas
del hangar comenzó a bajar, momento en el que George miró a la
cámara y sonrió con suficiencia.
«Uno a salvo en casa —pensó Max—. Solo
faltan seis.»
Con un neumático trasero pinchado, la
furgoneta iba dando bandazos. Linda tenía que esforzarse para
doblar en las esquinas, mientras conducía hacia la nueva carretera
nacional, la arteria principal de vuelta al Peloponeso. No veía a
nadie por los espejos retrovisores, pero sabía que no duraría. Linc
preparaba las cuerdas y Eddie buscaba en el interior de la
furgoneta cualquier cosa que pudiese utilizar para protegerse
contra sus eventuales perseguidores. Linda necesitaba el ordenador
portátil que llevaba para dirigir al avión no tripulado, pero
podría tirar por la puerta trasera una silla de escritorio y una
pequeña mesa. También reunió todas las armas y municiones.
Disponían de tres pistolas y seis cargadores de balas plásticas.
Los proyectiles destrozarían un parabrisas pero rebotarían en los
neumáticos como guijarros.
Pasaron de largo pequeños poblados que se
alzaban en los bordes de la carretera, un grupo de casas blancas,
una taberna con mesas debajo de un emparrado, y de vez en cuando
alguna cabra en un cercado. Muchos extranjeros se habían construido
a lo largo de la costa casas de vacaciones. En cambio, un par de
kilómetros tierra adentro parecía como si la vida no hubiese
cambiado desde hacía cien años.
Un destello en el espejo llamó la atención
de Linda. No habían encontrado tráfico a aquella hora de la noche;
por lo tanto solo podía tratarse de los faros de uno de los jeeps
que había visto en el recinto.
—Vamos a tener compañía —avisó, y pisó el
acelerador un poco más, aunque con precaución, para no acabar de
destrozar el neumático pinchado.
—Deja que se nos acerquen —gritó Eddie desde
la parte de atrás; su voz bajó y subió al ritmo que marcaba el
traqueteo de la rueda pinchada. Tenía una mano en la manija de la
puerta y la otra en una pistola.
El jeep circulaba a ciento treinta
kilómetros por hora, por lo que redujo la distancia en segundos.
Eddie miró cómo se acercaban a través de la ventanilla trasera y
comprendió que no iban a colocarse detrás de la furgoneta sino que
se pondrían a la par.
—¡Eddie! —gritó Linda.
—Lo veo.
Abrió la puerta cuando el jeep estaba a
nueve metros, y apretó el gatillo tantas veces como pudo. Las
primeras balas rebotaron en el capó, pero las siguientes
encontraron el parabrisas. Perforaron el cristal y obligaron al
conductor a desviarse y aminorar la velocidad. Por un momento,
pareció que el vehículo fuese a volcar, pero en el último segundo
el conductor giró el volante en la dirección opuesta y las ruedas
de la izquierda tocaron de nuevo el pavimento.
Casi de inmediato reanudó la
persecución.
—¡Linc, abajo! Linda, sujétate —gritó Eddie
cuando el guardia que iba en el asiento del pasajero se levantó por
encima del parabrisas. Llevaba un fusil de asalto.
Las detonaciones y el zumbido de las balas
que atravesaron la plancha llegaron al mismo tiempo. La ventanilla
trasera de la furgoneta estalló y una lluvia de minúsculos
fragmentos de cristal cayó sobre Eddie. El metal crujió por el
calor generado por las balas, y uno de los proyectiles rebotó en el
interior antes de incrustarse en el respaldo del asiento de
Linda.
Eddie levantó la segunda pistola por encima
del marco de la ventanilla y disparó a ciegas; Linc, por su parte,
protegía con su cuerpo a Kyle Hanley, que dormía.
—No sé cómo lo has hecho —dijo Linda desde
el asiento del conductor. Estaba inclinada sobre el volante y
miraba por el espejo retrovisor—. Has alcanzado al tirador en el
pecho.
—¿Lo he matado? —Eddie cambió los
cargadores.
—No lo sé. Otro tipo está cogiendo su arma.
¡Sujétate!
Linda pisó el freno y se metió en el carril
del jeep. Los dos Vehículos chocaron con un estrépito terrible; la
furgoneta se montó sobre el parachoques del jeep por un momento
antes de rebotar de nuevo en la carretera. El guardia inconsciente
salió despedido del vehículo, y los hombres de la parte de atrás se
estrellaron contra la barra antivuelco.
Linda pisó de nuevo el acelerador y sacó una
ventaja de cien metros antes de que los guardias pudiesen reanudar
la persecución.
—Oregon, ¿a qué
distancia estamos?
Eric Stone respondió de inmediato.
—Os diviso desde el avión. Todavía os faltan
casi diez kilómetros.
Linda maldijo.
—Para empeorar las cosas —añadió Stone— hay
otros dos jeeps detrás del primero. Uno aproximadamente a medio
kilómetro y el otro un poco más lejos.
El jeep había acortado distancias, pero en
lugar de acercarse se mantuvo apartado y el guardia comenzó a
disparar contra los neumáticos de la furgoneta. Linda giraba el
volante para zigzaguear y dificultar que el tirador apuntara con
precisión, pero sabía que solo era cuestión de tiempo.
—¿Alguna idea brillante ahí atrás?
—Me temo que se me han acabado —admitió
Eddie, pero de repente su rostro se iluminó. Pulsó el botón de su
transmisor—. Eric, estrella el avión contra el jeep.
—¿Qué?
—El avión. Utilízalo como si fuese un misil
de crucero. Apunta a la cabina. Todavía les queda combustible
suficiente para estallar por el impacto.
—Sin él no podremos encontrar al director
—protestó Stone.
—¿Has hablado con él en los últimos cinco
minutos? —La pregunta flotó en el aire—. ¡Hazlo!
—Sí, señor.
En cuanto Cabrillo golpeó contra el suelo
delante del jeep, el conductor pisó el acelerador. Juan dispuso de
una fracción de segundo para tenderse y levantar las manos cuando
el parachoques pasó sobre él. Se sujetó a los bajos y dejó que el
vehículo lo arrastrase por la carretera. Se encaramó un poco más
para no tocar con la espalda el áspero pavimento, pero las suelas
de goma de las botas se quemaban con el roce.
Se mantuvo colgado así durante un par de
segundos para recuperar el aliento. Había perdido la metralleta,
pero aún le quedaba una pistola en la funda que llevaba en el
muslo. Se sujetó con fuerza con la mano izquierda y utilizó la
derecha para coger el auricular y colocárselo en la oreja a tiempo
para escuchar el último intercambio entre Eddie y Eric.
—Negativo —dijo. El micrófono de su garganta
se impuso al rugido del motor que tenía a unos centímetros de la
cara.
—Juan —gritó Max con júbilo—. ¿Cómo
estás?
—Me arrastro. —Echó la cabeza hacia atrás
para mirar la carretera. Incluso estando cabeza abajo, divisó dos
pares de faros traseros y los inconfundibles fogonazos de un fusil
que salía de uno de ellos—. Dame treinta segundos y la furgoneta
estará a salvo.
—Ese es más o menos el tiempo que nos
queda.
—Confía en mí. —Cabrillo tensó los músculos
de los hombros y se elevó un poco más hasta apoyarse en el
parachoques fuera de la vista del conductor. Se sujetó a él con
todas sus fuerzas y desenfundó la pistola con la mano izquierda.
Luego se empujó con la derecha para alzarse por encima del
capó.
Se izó agachado y disparó dos veces al
guardia en el pecho. A esta distancia, las balas de plástico
hubiesen sido mortales de no haber llevado el conductor un chaleco
antibalas. Sin embargo, los dos proyectiles golpearon con la
energía cinética de la coz de una mula y vaciaron de aire los
pulmones del hombre.
Cabrillo se encaramó sobre el capó y sujetó
el volante cuando el conductor lo soltó; su rostro tenía una
palidez mortal y boqueaba con desesperación. Juan mantuvo el
vehículo en medio de la carretera mirando atrás en lugar de mirar
hacia delante. No ayudaba que el pie del conductor siguiera en el
pedal del acelerador.
No tuvo más alternativa que pasar la pistola
por encima del salpicadero y disparar al hombre en la pierna. La
sangre roció el salpicadero, al conductor y a Cabrillo, pero logró
el efecto deseado. El guardia quitó el pie del acelerador y el
vehículo comenzó a disminuir la velocidad. Cuando circulaban a unos
treinta kilómetros por hora, apuntó con la pistola entre los ojos
del conductor.
—Fuera.
El conductor saltó con torpeza y cayó en el
asfalto sujetándose el muslo herido; se quedó hecho un ovillo de
piel lacerada y miembros rotos.
Juan pasó por encima del parabrisas, se
acomodó en el asiento e inició la persecución del primer jeep. En
el retrovisor vio unos faros que se acercaban; dedujo que se
trataba de otro equipo de guardias responsabilistas. La tenacidad
de sus perseguidores hizo que en su mente se dispararan todo tipo
de alarmas, pero ya pensaría en ello cuando estuviesen lejos de
allí.
Los hombres que disparaban a la furgoneta no
tenían ninguna razón para sospechar del jeep de Juan cuando este se
les acercó, ni siquiera al ver que el tercer jeep reducía la
distancia. Pasaron al lado de una señal que anunciaba en griego e
inglés que se acercaban a la rampa de entrada de la nueva carretera
nacional y al puente sobre el canal de Corinto. Era la precisión y
no la ejecución lo que le preocupaba. Tendría que ser perfecta. La
rampa se alzaba a su derecha. El tercer jeep estaba cuarenta y
cinco metros más atrás y las balas continuaban perforando el
costado de la furgoneta.
—Linda —dijo Juan, con la mirada puesta en
el jeep que tenía delante y en el otro que lo perseguía—. Acelera
todo lo que puedas, no te preocupes si pierdes los neumáticos. Pisa
a fondo.
La furgoneta comenzó a abrir una brecha con
el jeep, pero el conductor aceleró a su vez y recuperó el terreno
perdido. Cabri11o se acercó al parachoques del jeep y lo golpeó con
lo que la policía llama TIP, o técnica de inmovilización precisa.
El impacto no fue muy fuerte, pero tampoco debía serlo. La maniobra
consistía en golpear de forma que la parte trasera del objetivo se
desviara.
Con la sensación de ser un piloto de
carreras que quiere ponerse en cabeza, Juan golpeó el jeep por
segunda vez en el momento en el que el conductor corregía el primer
impacto. Esta vez no lograría enderezarlo. Juan giró el volante a
la izquierda cuando el cuatro por cuatro de los responsabilistas
perdió el control y trazó un amplio arco a través de la carretera,
antes de que las dos ruedas izquierdas se trabasen y el jeep
comenzase a dar tumbos. Los ocupantes volaron por el aire en medio
de una lluvia de fragmentos de metal.
El jeep acabó deteniéndose bocabajo y
cruzado en el único carril de entrada y lo taponó. La espalda de
Linda estaba cubierta y tenía el camino libre para dirigirse al
acceso del puente. Juan continuó mirando por el espejo retrovisor.
Los hombres del tercer jeep redujeron la velocidad al aproximarse a
la rampa, y al ver que se les había escapado la presa, volvieron a
perseguir a Cabrillo, que continuaba su huida hacia el centro de
Corinto.
Nadie en el centro de operaciones daba
crédito a lo que habían visto desde el avión no tripulado hasta que
Eric se comunicó con Cabrillo.
—¿Eres tú el que está en el segundo jeep,
director?
—Afirmativo.
—Muy buena conducción.
—Gracias. ¿Cómo va todo?
—Linda y su equipo están a salvo. No han
salido más vehículos del recinto responsabilista y, hasta el
momento, los disparos no han llamado la atención de las autoridades
locales. Estamos a unos dos minutos de entrar en el canal. George
acaba de llegar del hangar y se hará cargo del avión sin
piloto.
—¿Qué hay de mi ruta a través de la
ciudad?
—En la última pasada se veía despejada. Tan
pronto Linda llegue al puente, tú serás el objetivo principal de la
cobertura aérea. —De acuerdo. Te veo en un momento.
Vestido con el mono de vuelo con una pernera
cortada y un gran vendaje en el muslo, George Adams se sentó
delante de un ordenador, con la precaución de no doblar la pierna
herida.
—¿Qué tal estás? —preguntó Max, en un tono
más áspero del habitual, para ocultar su sentimiento de
culpa.
—Una cicatriz más para impresionar a las
damas. Hux solo ha necesitado ocho puntos de sutura. Me preocupa
más el Robinson. Parece un queso gruyere. Solo en el parabrisas he
contado once agujeros. Bien, Stone, estoy preparado.
Eric pasó los controles del avión no
tripulado a Adams para poder concentrarse en guiar el gran carguero
por el canal de Corinto.
Los romanos fueron quienes se plantearon por
primera vez construir un canal a través del angosto istmo, pero
estaba fuera de sus capacidades. Sin embargo, dado que eran grandes
ingenieros, construyeron una carretera que los griegos llamaron
diolkos. La carga se bajaba de los
barcos en un extremo; luego, transportaban las mercancías y el
barco en carros hasta el otro extremo, donde botaban de nuevo los
barcos y los cargaban. A finales del siglo XIX, la tecnología había
evolucionado lo suficiente para excavar un canal y evitar a los
modernos barcos mercantes recorrer sesenta millas alrededor del
Peloponeso. Después de un fracasado intento de los franceses, una
compañía griega se hizo cargo del proyecto y acabó el canal en
1893.
Con una longitud de poco más de seis
kilómetros y solo veintisiete metros de ancho a nivel del mar, no
había nada particularmente destacable en el canal excepto una
característica especial. Estaba cortado en la roca, que se elevaba
más de ochenta metros por encima de los barcos que lo transitaban.
Era como si un hacha hubiese cortado la roca viva para crear el
angosto pasaje. Una de las atracciones turísticas era colocarse en
uno de los puentes que cruzan el canal y mirar los barcos que
pasaban muy abajo.
De no ser por las luces de la pequeña ciudad
de Poseidonia, habría parecido, según la imagen de la pantalla
principal del Oregon, que el barco
avanzaba a toda máquina hacia un acantilado. El canal era tan
angosto que resultaba difícil verlo. Era apenas un poco más claro
que la piedra oscura. De vez en cuando se veía la luz de los faros
de un coche que cruzaba el puente principal un kilómetro y medio
tierra adentro.
—¿Estás seguro, Stone? —preguntó Max.
—Con la marea alta, tendremos una distancia
de un metro veinte a cada lado de las alas del puente. No puedo
prometer que no rasque un poco la pintura, pero pasaremos.
—Bien. No quiero mirar esto por la pantalla
si puedo verlo en vivo y en directo. Estaré en el puente.
—No se te ocurra asomarte —le advirtió Eric,
con un leve tono de duda—. Ya sabes, por si acaso.
—Lo harás bien, muchacho.
Max subió en el ascensor hasta la timonera,
que estaba en penumbra. Miró a popa, donde los tripulantes estaban
acabando los preparativos bajo la dirección de Mike Trono y Jerry
Pulaski, dos de los mejores hombres de Linc. También había
tripulantes apostados en la proa.
El barco navegaba a casi veinte nudos cuando
se aproximó al canal. En la actualidad lo utilizan principalmente
embarcaciones de recreo y turismo; cualquier navío de gran tonelaje
es arrastrado por los remolcadores debido a que el paso es muy
estrecho y a que la velocidad está limitada a unos pocos nudos. Max
tenía una confianza absoluta en la capacidad de Eric Stone como
piloto, pero notaba los hombros tensos. Amaba al Oregon tanto como el director y detestaba ver el
menor rasguño, aunque fuese en el camuflaje que le daba el aspecto
de una carraca.
Pasaron un gran rompeolas a estribor, y la
alarma de colisión sonó en todos los compartimientos del barco. La
tripulación sabía lo que ocurriría a continuación y habían tomado
las debidas precauciones.
Unos pequeños puentes en las carreteras
costeras cruzaban cada extremo del canal. A diferencia de los
grandes puentes, de mucha más altura, esas estructuras de dos
carriles estaban apenas por encima del nivel del mar. Para permitir
el paso de las naves, los puentes se bajaban hasta el fondo marino.
Tras el paso del barco, los subían de nuevo y los coches volvían a
atravesarlos.
Con su proa reforzada para romper los hielos
marinos, el Oregon chocó contra el
puente y se montó en la estructura con un tremendo chirrido de
acero. Más que aplastarlo, el peso arrancó las sujeciones que lo
sostenían y lo hundió debajo del casco. El Oregon cabeceó con un enorme chapoteo que recorrió
los costados del canal y sacudió peligrosamente el barco.
Max miró hacia lo alto. Era como si las
lisas paredes de piedra del canal llegasen hasta el cielo.
Empequeñecían el barco, y, muy arriba, los puentes para los trenes
y los coches parecían tan ligeros y delicados como juncos.
El carguero continuó su avance por el canal.
Hábilmente, Eric lo mantuvo en el centro utilizando los impulsores
del Oregon con tanta delicadeza que las
alas del puente en ningún momento tocaron los costados. Max se
arriesgó a salir y caminó hasta el extremo de una de las alas. Era
algo tonto y peligroso. Si Eric cometía un error, una colisión a
esa velocidad arrancaría la plataforma de la superestructura. Pero
Max quería tender la mano y tocar la piedra. Era fría y áspera. El
canal permanecía en la sombra la mayor parte del día, por lo que el
sol nunca llegaba a calentarla.
Satisfecho, se apresuró a dejar el puente en
el momento en el que el Oregon se movía
ligeramente y la barandilla tocaba la pared del canal. Eric lo
llevó de nuevo al centro con mucha suavidad.
—La furgoneta de Linda está en el puente de
la nueva carretera nacional —avisó Gómez por el intercomunicador—.
También veo al director. Todavía le lleva una buena ventaja al jeep
que lo persigue.
—Ahora mismo bajo —dijo Max y fue hacia el
ascensor.
El neumático pinchado acabó completamente
destrozado a cuatrocientos metros del puente. Recorrieron esa
distancia rodando sobre la llanta; las chispas saltaban por detrás
de la furgoneta como de una rueda de afilador. El sonido era como
el de unas uñas que rascan una pizarra; un ruido que Linda
detestaba más que cualquier otro en el mundo. Cuando llegaron al
centro del puente no tenía claro si se sentía feliz porque estaban
casi a salvo o porque había acabado aquel maldito ruido.
Lincoln abrió la puerta lateral en cuanto se
detuvieron. Vio cómo se acercaba el Oregon y lanzó tres gruesas cuerdas de alpinista
por los costados del puente. Las cuerdas estaban atadas alrededor
de los asientos de la furgoneta y a una viga en la zona de carga.
Al caer se desenrollaron y los extremos quedaron a tres metros del
agua. Linda se apresuró a saltar del asiento y se vistió con su
equipo de alpinismo —el arnés, el casco y los guantes—. Mientras,
casi setenta metros más abajo, el agua espumeó en la popa del
Oregon cuando utilizaron la impulsión
inversa para aminorar la marcha. Gracias a la potencia de los
enormes motores se detuvo casi de inmediato.
Linc se había puesto un arnés como el que
utilizan los paracaidistas que saltan en parejas, y, con la ayuda
de Eddie, habían sujetado al dormido Kyle. Los tres se ataron bien
a las cuerdas y esperaron el que los avisaran de abajo.
En el Oregon, los
tripulantes sujetaron en la proa las cuerdas y las llevaron hacia
popa atentos a que no se enganchasen en la superestructura, en las
antenas de comunicaciones o en cualquier otro de los centenares de
obstáculos. En cuanto llegaron a la cubierta de popa, Max avisó a
su gente de que podían bajar.
Linda, a quien nunca le habían asustado las
alturas, se montó en la barandilla y comenzó el descenso. Eddie
estaba a un lado, y Linc, cargado con Kyle, al otro. Se descolgaron
por las vigas que sostenían el puente, y luego se quedaron colgando
a setenta metros, sin nada que los aguantase excepto las
cuerdas.
Con un grito de alegría, Linda se deslizó
por la cuerda como un ascensor que se desploma. Eddie y Linc la
siguieron casi en caída libre hasta que utilizaron los mosquetones
para controlar el descenso. Tocaron la cubierta casi al mismo
tiempo, pero se quedaron quietos para que los tripulantes pudiesen
desengancharlos de las cuerdas. Ataron los extremos de las cuerdas
en los bolardos atornillados a la cubierta. Jadeando por la
descarga de adrenalina, Linda dijo:
—Ahora viene la parte divertida.
Eric Stone, que observaba la acción en
cubierta a través del circuito cerrado de televisión, no esperó la
orden. Movió la palanca del acelerador un poco y el barco ganó
velocidad. Las cuerdas se tensaron al instante y luego temblaron un
segundo antes de arrastrar el vehículo alquilado por encima de la
barandilla. Cayó al agua como una piedra, detrás mismo de la popa
del Oregon. El impacto aplastó el techo
y reventó las ventanillas. El peso del motor hizo que la furgoneta
se quedara en posición vertical, como un pato que se zambulle en
busca de comida, y flotó en la estela del barco unos instantes
antes de llenarse de agua y hundirse. Arrastrarían el vehículo
sumergido hasta bien adentro del Egeo antes de cortar las cuerdas y
dejar que se hundiese hasta el fondo.
La furgoneta había sido alquilada por un
miembro de la tripulación con una identificación falsa, por lo que
no habría manera de relacionarlo con la Corporación. Solo faltaba
que subiese a bordo una persona para que pudieran afirmar que la
misión había sido un éxito, aunque hubiesen tenido que recurrir al
plan C.
Caballo continuó su loca carrera hacia el
canal de Corinto; pasaba por las aldeas y las pequeñas granjas como
un rayo. A la luz de la luna, las filas de cipreses parecían
centinelas vigilando los campos.
Por mucho que tomase las curvas sobre dos
ruedas o forzase los cambios de marcha, no podía desprenderse de su
perseguidor. Incapaces de rescatar al miembro secuestrado, los
hombres que lo perseguían querían venganza. Al igual que él,
conducían de manera alocada, utilizaban los dos carriles de la
carretera y a menudo derrapaban en la gravilla del arcén.
Consiguieron efectuar algunos disparos, pero a la velocidad que
iban era casi imposible disparar con certeza; finalmente
desistieron, probablemente para no malgastar la munición.
Juan lamentó no llevar alzado el parabrisas.
Le costaba ver a causa del viento en contra de ciento veinte
kilómetros por hora que se había levantado; además, nubes de polvo
cruzaban la carretera y le entraban en los ojos. Pasó a toda
velocidad junto a las ruinas de la antigua Isthmia. A diferencia de
otras ruinas que salpican Grecia, no había nada que ver en aquel
montículo, ningún templo o columnas, solo un cartel y un pequeño
museo. En cambio, sí se fijó en la señal que informaba que la
moderna ciudad de Isthmia estaba a dos kilómetros. Si el Oregon no aparecía, iba a tener problemas. El
indicador del combustible del jeep parecía que se mantuviera por
encima de la marca de vacío solo por su fuerza de voluntad.
Oyó su nombre en el auricular y tuvo que
ajustar el volumen de la radio.
—Aquí Juan.
—Director, soy Gómez. Linda y los demás ya
están a bordo. Te tengo en pantalla, y Eric está haciendo ahora
mismo los cálculos, pero quizá quieras reducir un poco la
velocidad.
—Ves el jeep que me persigue, ¿verdad?
—Lo veo —respondió el piloto del
helicóptero—. Pero si no lo hacemos bien, podrías acabar como una
mosca aplastada por una pala, ya me entiendes.
El símil era muy apropiado.
—Gracias por la imagen.
La carretera comenzaba a bajar hacia la
costa. Para ahorrar combustible, Juan pisó el embrague y dejó que
la inercia y la gravedad lo llevasen. Condujo con un ojo puesto en
el retrovisor; unos segundos después de ver los faros de sus
perseguidores soltó el embrague y el motor petardeó. Funcionó un
instante, pero luego otra vez falló. Cabrillo utilizó un viejo
truco de los pilotos de carreras: zigzagueó para agitar el resto de
gasolina que había en el tanque. Dio resultado, porque el motor
funcionó de nuevo.
—Juan, Eric ha terminado los cálculos —le
avisó Adams—. Estás a ochocientos setenta metros del puente, lo que
significa que estás demasiado cerca. Tienes que bajar a ochenta
kilómetros por hora si queremos que esto funcione.
El jeep perseguidor estaba a setenta metros
y se acercaba. La carretera era demasiado recta para que Juan
pudiese hacer muchas maniobras y, cuando intentó desviarse para que
ellos desperdiciasen un disparo, el motor falló. Maldijo.
—Estoy entrando a toda pastilla. Dile a Eric
que acelere y vaya a mi encuentro.
Entró en la ciudad de Isthmia, una típica
ciudad costera griega. Olió el mar y el olor a yodo de las redes
puestas a secar. La mayoría de los edificios eran blancos, con
tejados rojos. Las antenas de satélite sobresalían como setas en
muchos de ellos. La calle principal daba a una pequeña plaza; desde
allí Cabrillo vio las columnas que bajaban desde el angosto puente
hasta el canal.
—Muy bien, director. —Esta vez era Eric
quien hablaba—. Ahora tienes que reducir la velocidad exactamente a
cincuenta y dos kilómetros por hora o chocarás contra
nosotros.
—¿Estás seguro?
—Es una simple cuestión de vectores. Física
del instituto —contestó Eric como si le hubiesen insultado—. Confía
en mí.
Se oyó la detonación de un fusil. No tenía
ni idea de adonde había ido a parar la bala pero no tenía otra
alternativa que olvidarse de ella y obedecer las indicaciones de
Eric. En cuanto redujo la velocidad, el fusil de asalto AK-47
disparó en automático. Escuchó el impacto de las balas en el jeep.
Una de ellas pasó por encima de su hombro lo bastante cerca para
agitar la tela de la camisa.
El puente estaba a cuarenta y cinco metros y
los perseguidores a otros cuarenta y cinco. Moverse a la velocidad
requerida obligó a Cabrillo a utilizar toda su capacidad de
control. Una parte de su cerebro le gritaba que pisara el
acelerador a fondo, que saliese de allí cuanto antes.
Como un coloso, la proa del Oregon apareció de pronto detrás de un edificio de
cuatro plantas que tapaba la visión del canal. Nunca le había
parecido tan hermoso. Entonces el casco tocó el puente, como había
hecho cuando había entrado en el canal. Fue elevándose y
elevándose, subiéndose al puente como si estuviese atravesando una
placa de hielo. Con un sonido metálico, los sistemas mecánicos que
movían el puente cedieron bajo su titánico peso, y el barco volvió
al canal sin reducir en lo más mínimo la velocidad.
Juan continuó conduciendo hacia la nave con
la aparente intención de estrellarse contra su flanco. Los hombres
que lo seguían debían de pensar que estaba dispuesto a
suicidarse.
Cuando faltaban trece metros el miedo
comenzó a dominarlo. Habían calculado mal. Se estrellaría contra el
barco cuando este saliera del canal. Lo tenía claro. Sonaron más
disparos a su espalda. Desde la borda del Oregon, alguien respondía disparando. Vio los
fogonazos contra el casco oscuro.
Ahora faltaban segundos. Velocidad,
vectores, tiempo. Había jugado y perdido; estaba a punto de girar
el volante cuando vio la abertura del garaje de embarcaciones con
las luces de combate rojas. El Oregon
llevaba el lastre exacto para situar el borde inferior de la rampa
que utilizaban para lanzar las neumáticas y la lancha de asalto
apenas por debajo de la carretera. Sin pasarse ni un metro de los
cincuenta y dos kilómetros por hora, llegó al final de la
carretera, saltó los treinta centímetros que separaban el
Oregon del puente destrozado y aterrizó
encima de su barco. Pisó el freno y fue a dar contra la red
reforzada que instalaban para detener a las neumáticas durante las
maniobras a gran velocidad. El airbag del jeep suavizó el golpe de
la brutal frenada.
Desde el exterior, le llegó el chirrido de
unos frenos. Los neumáticos se clavaron pero no fue suficiente. El
jeep perseguidor chocó de lleno contra el casco y quedó encajado
entre el barco y la pared de piedra. Se escuchó un crujido metálico
cuando el Oregon aplastó el jeep y a sus
ocupantes contra el muro; el sonido se prolongó hasta que Eric
Stone lo apartó un poco y el jeep cayó al agua.
Max apareció al costado de Cabrillo y lo
ayudó a salir de debajo de la bolsa del airbag.
—Así que el plan C, ¿no?
—Ha funcionado. —Salieron del garaje. Juan
caminaba con cierta rigidez—. ¿Cómo está Kyle?
—Esta sedado en la enfermería. Hux lo
vigila.
—Volverá a ser un joven normal.
—Lo sé. —Max se detuvo y miró a Cabrillo a
los ojos—. Gracias.
—No se merecen.
Se dirigieron hacia la enfermería.
—Si el plan C era esta locura, me gustaría
saber cuál era el plan D.
—Por supuesto. —Juan sonrió—. El único
problema con ese plan es que no pudimos encontrar espartanos
suficientes para recrear la batalla de las Termopilas.