Capítulo 11

 

Aún no habían pasado doce horas desde que habían informado del hundimiento del Golden Dawn, aunque sin mencionar el abordaje, y Cabrillo y su equipo seguían sin tener un plan definido, pero al menos sabían adónde iban. Ni por un momento habían dudado de que llegarían hasta el fondo de aquel misterio.
La Corporación funcionaba como una empresa comercial, pero se guiaba por la brújula moral de Cabrillo. Había trabajos que no aceptaban por mucho dinero que les ofreciesen. También había ocasiones en las que había que hacer lo correcto, sin pensar en las ganancias. Tal como había hecho a veces en el pasado, cuando no había ninguna posibilidad de cobro, Cabrillo había ofrecido a la tripulación que se marcharan del Oregon hasta que se completase aquella misión. No tenía ningún reparo en enfrentarse a cualquier peligro por aquello que consideraba correcto, pero nunca se lo pediría a la tripulación.
Al igual que en las pocas ocasiones anteriores, ni uno solo de los hombres y mujeres de a bordo aceptó la oferta. Seguirían a Cabrillo hasta las puertas del infierno. El orgullo que sentía por su tripulación superaba de lejos el que sentía por la maravilla tecnológica que era el Oregon.

 

Se les podía considerar mercenarios, pero también eran las mejores personas con las que había trabajado. Si bien todos ellos habían amasado una fortuna a lo largo de los años, habían continuado enfrentándose una y otra vez a todo tipo de peligros por las mismas razones por las que lo habían hecho durante sus años de servicio al gobierno. Lo hacían porque el mundo era cada día más peligroso, y si nadie más quería hacerle frente, ellos lo harían.

 

El barco navegaba a toda velocidad con rumbo norte tras haber pasado por el estrecho de Bab-el-Mandeb, o la Puerta de las Lágrimas, que separaba Yemen de la nación africana de Yibuti. Ahora surcaban las aguas del mar Rojo. Cabrillo había llamado a la Atlas Marine Services, la compañía egipcia que administraba el canal de Suez, y que le debía unos cuantos favores, para que el Oregon formase parte del único convoy que a la mañana siguiente zarparía hacia el norte.
Tardarían once horas en recorrer las cien millas entre Suez y Port Said, y en cuanto saliesen del canal estarían a solo un día de navegación de su lugar de destino.
Con la cantidad de barcos que entraban y salían del canal de Suez, las vías marítimas del mar Rojo siempre estaban congestionadas. Por ello, para no levantar sospechas en las otras naves, Juan había apostado un guardia en el puente, aunque el Oregon se pilotaba desde el centro de operaciones bajo cubierta.
Ahora se encontraba en el puente, supervisando los preparativos para recibir a un práctico por la mañana. Las tormentas de arena soplaban con furia en el oeste, sobre África. El sol que se ponía entre las nubes color siena tostada iluminaba el puente con un resplandor sobrenatural. La temperatura rondaba los treinta grados centígrados, y no refrescaría mucho más después de que se ocultase detrás del horizonte.
—¡Qué paisaje! —exclamó la doctora Huxley cuando entró por una puerta secreta en el cuarto de mapas, al fondo de la timonera. Contempló la tormenta en la distancia. La luz daba a su rostro la tonalidad de un piel roja. Y ayudaba a ocultar las huellas del agotamiento en su cara.
—¿Qué tal está nuestra paciente? —preguntó Cabrillo, al tiempo que desenrollaba una carta muy manoseada sobre una vieja mesa.
—Se pondrá bien —respondió Julia—. Si por la mañana no muestra ningún síntoma, le permitiré que salga del aislamiento. ¿Cómo estás tú?
—Yo no tenía nada que no se curara con una ducha caliente y unas horas de descanso. —Juan aseguró la carta con unas pinzas, porque habían quitado las sujeciones de la mesa para que el Oregon pareciese lo más destartalado posible. Cuando se trataba de camuflar el verdadero aspecto del barco no descuidaba el menor detalle—. ¿Has averiguado algo más acerca de lo que ocurrió?
—Linda está preparando un informe con lo que tenemos hasta el momento, no solo mis notas sino también todo lo que han conseguido Mark y Eric. Me ha dicho que lo tendrá acabado dentro de media hora.
Juan consultó su reloj aunque en realidad no se fijó en la hora.
—No esperaba nada definitivo hasta mucho más tarde.
—Murphy y Stone parecen más motivados de lo que es habitual.
—A ver si lo adivino: ¿quieren impresionar a la señorita Dahl con sus capacidades detectivescas?
—Ahora los llamo los Esforzados.
—Eso funciona a muchos niveles —señaló Juan, con una carcajada.
A Julia se le arrugó la nariz como a una niña cuando sonrió.
—Estaba segura de que te gustaría.
Un destartalado intercomunicador atornillado en un mamparo sonó como un loro asmático.
—Director, soy Linda.
Juan pulsó el botón para hablar con la palma de la mano.
—Adelante, Linda.
—Lo tengo todo preparado en la sala de juntas. Eric y Murphy ya están aquí. Estamos esperando a que vengáis tú, Max y Julia.
—Hux está aquí conmigo —dijo Cabrillo—. La última vez que vi a Max, estaba en su camarote enzarzado en otra discusión con su ex esposa.
—Enviaré a Eric para que lo llame. Cuando tú quieras.
—Llegaré en un par de minutos. —Juan miró a Julia—. Adelante, ve. Ahora mismo te sigo.
Huxley metió las manos en los bolsillos de la bata y entró en el ascensor que la llevaría al centro de operaciones, el camino más directo para llegar a la sala de juntas.
Juan salió al puente y el viento agitó la delgada camisa de algodón. El regusto de la arena del desierto se le quedó en la garganta cuando respiró a fondo. El mar le había atraído desde la infancia, pero el desierto ejercía en él la misma fascinación. Como el mar, era un elemento al mismo tiempo hostil e indiferente; sin embargo, desde las épocas más remotas, los hombres se habían aventurado a cruzarlos en busca de riqueza y aventuras.
De haber nacido en otro tiempo y lugar, Cabrillo se veía a sí mismo como jefe de una caravana de camellos a través del Sahara o el Rub al-Jali, el Lugar Vacío, de Arabia Saudí. Era el misterio de lo que había detrás de la siguiente ola, o la siguiente duna, lo que le atraía.
Aún no sabía adónde lo llevaría la investigación de las muertes ocurridas en el Golden Dawn, pero el asesinato de centenares de personas era un acto que no podía permitir que quedase impune. La tripulación había trabajado sin descanso para reunir toda la información, y, dentro de unos minutos, habrían elaborado un plan. Una vez fijada la estrategia, la ejecutarían con precisión militar. Era lo que mejor sabían hacer. De pie junto a la barandilla, con las manos prietas en el hierro caliente, Juan se permitió por unos momentos dar rienda suelta a las emociones. En cuanto comenzase la reunión, controlaría sus sentimientos, los utilizaría para tomar impulso, pero ahora quería que ardiesen en su mente: la rabia, la profunda ira ante unas muertes sin sentido.

 

La injusticia de la que habían sido víctimas aquellas personas inocentes era como un cáncer que le devoraba las entrañas, y la única cura era la aniquilación total de los asesinos. No sabía quiénes eran, y sus imágenes se perdían en el fuego de su cólera, pero las investigaciones de la Corporación apagarían esas llamas a medida que se acercasen a sus presas y viesen a los monstruos con toda claridad.

 

Los nudillos de los índices de Cabrillo crujieron, y él aflojó las manos que sujetaban la barandilla. El metal caliente había dejado huellas en sus palmas. Sacudió las manos para activar la circulación de la sangre y respiró a fondo.
—Que comience la función —murmuró.
En la sala de juntas dominaban los aromas de platos muy condimentados. Con el continente africano a un tiro de piedra, Maurice había preparado una comida etíope. Había pilas de injera —tortillas de pan ácimo— y docenas de salsas, algunas frías y otras calientes; estofados de pollo, ternera y cordero; lentejas; garbanzos, y varios platos de yogur con especias. El comensal corta un trozo de pan sobre el que pone una cucharada de estofado y lo enrolla como si fuese un puro, para engullirlo en un par de bocados. La elaboración podía resultar un tanto engorrosa, y Juan sospechó que Maurice había servido esos platos con la intención de que se divirtieran viendo cómo Linda Ross, una notoria glotona, se ensuciaba la cara.
Como veterano de la Royal Navy, Maurice era un firme partidario de la tradición inglesa de beber grog a bordo, o, en este caso, botellas de vino de miel etíope llamado tej, cuyo sabor dulzón mitigaba la fuerza de las especias.
El grupo de cerebros de Cabrillo —Max Hanley, Linda Ross, Eddie Seng y la doctora Julia Huxley, junto con Stone y Murphy— estaban sentados a la mesa. Juan sabía que en la armería, Franklin Lincoln mantenía una reunión con el equipo de operaciones. Cabrillo no tenía apetito, así que se sirvió una copa de vino y bebió un sorbo. Dejó que su gente llenara sus platos antes de inclinarse hacia delante en la silla, la señal con la que daba inicio a la sesión.

 

—Como sabéis, nos enfrentamos a dos problemas diferentes pero que muy probablemente están relacionados. El primero es rescatar al hijo de Max, que se encuentra en la colonia responsabilista de Grecia. A partir de las imágenes de satélite y otras informaciones recogidas por Mark y Eric, Linc está preparando con su equipo un plan de asalto. En cuanto acaben, lo analizaremos por separado. ¿Qué debemos hacer por nuestra parte, una vez rescatado Kyle?

 

—¿Habrá que desprogramarlo? —preguntó Hux. Sin duda Kyle necesitaría ayuda psiquiátrica para ayudarlo a superar su dependencia mental del responsabilismo.
—Todo indica que será necesario —respondió Mark.
—¿O sea que son una secta? —Había pesar en el tono de Max, una profunda pena ante la perspectiva de que su hijo hubiese caído en manos de semejantes personas.
—Encajan con los parámetros habituales —manifestó Eric—. Tienen líderes carismáticos. Se alienta a los miembros a que corten sus relaciones con los familiares y amigos que no pertenecen al grupo. Se los obliga a vivir de acuerdo con un código estipulado por las enseñanzas del fundador, y cuando alguien quiere apartarse de la secta, los demás miembros intentan detenerlo.
—¿Detenerlo cómo? —preguntó Juan—. ¿Físicamente?
—Hay informes de miembros que tras marcharse fueron secuestrados en sus casas y llevados a instalaciones del grupo para ser reeducados —contestó Eric.
—Sabemos que tienen una colonia en Grecia —dijo Juan—, y que han reemplazado sus viejas oficinas en California por la finca que he visto en las fotos que Murphy me ha mostrado esta tarde. ¿Qué más tienen?
—Cuentan con más de cincuenta clínicas en algunos de los países más pobres del Tercer Mundo: Sierra Leona, Togo, Albania, Haiti, Bangladesh, Camboya, Indonesia, Filipinas, y varias en China, donde, como podéis imaginar, reciben un considerable apoyo por parte del gobierno.

 

—El caso chino es muy interesante —señaló Murphy, con la boca llena—. Los chinos detestan los cultos. Persiguen a los miembros de Falun Gong con verdadera saña, ya que los consideran una amenaza a la autoridad del partido, pero dejan actuar a los responsabilistas porque hablan de la superpoblación y del control de la natalidad. —Debajo de la raída camisa, Murphy llevaba una camiseta con una flecha que apuntaba hacia arriba y abajo la leyenda: soy estúpido.

 

—Pekín sabe que podrían ser una amenaza, pero están dispuestos a correr el riesgo porque el responsabilismo da cierta legitimidad occidental a la draconiana política de una familia, un hijo —señaló Eddie. Dada su experiencia en el interior de China, nadie puso en duda su valoración.
—Volvamos a la cuestión de cómo ayudar a Kyle —interrumpió Juan, para no perder tiempo—. ¿Nos hemos puesto en contacto con un desprogramador?
—Ya está hecho —informó Linda Ross—. Podrían decir que estamos secuestrando a Kyle; por consiguiente, debemos sacarlo de Grecia lo antes posible para evitar cualquier problema con la policía griega. El consejero nos recibirá en Roma. Tiny llevará al Gulfstream desde la Riviera hasta el aeropuerto de Atenas, para trasladarlo a Italia. Tenemos reservadas habitaciones en un hotel cerca del Coliseo. El consejero se llama Adam Jenner. Su especialidad es ayudar a los antiguos responsabilistas a volver a una vida normal, y, por lo que hemos averiguado, es el mejor del mundo.
—¿Él también fue miembro? —señaló Cabrillo. Sabía que era algo frecuente que los desprogramadores hubiesen pertenecido al grupo contra el cual luchaban, algo parecido a lo que hacían los ex alcohólicos que ayudaban a otros a abandonar la bebida.
—No, pero hace todo lo posible por acabar con el grupo. Durante los últimos diez años ha ayudado a más de doscientas personas a escapar del responsabilismo.
—¿Qué hacía antes?
—Tenía una consulta en Los Ángeles. No es que importe, pero sus honorarios son de cincuenta mil dólares, más gastos. A cambio, garantiza que cuando acabe el tratamiento, Kyle volverá a ser normal.
—Más le valdrá —refunfuñó Max.
—Para que haya gente que se gane la vida con la desprogramación, el grupo tiene que ser bastante grande —comentó Eddie—. ¿Cuántos son?
—En su página oficial, afirman contar con más de cien mil adeptos en todo el mundo —contestó Linda—. Jenner, en su página, dice que esa cifra no es real y que, con suerte, solo son la mitad. En cualquier caso, son muchos. Además, con todas esas estrellas de Hollywood que se suben al carro consiguen muchos nuevos miembros entre las personas que imitan a los artistas.
—Solo por si resulta que me encuentro con él, ¿cuál es la tapadera que utilizamos para ponernos en contacto con Jenner? —preguntó Cabrillo.
—Lo tienes todo en el informe. —Linda levantó una carpeta—. Max es un promotor inmobiliario de Los Ángeles que quiere recuperar a su hijo. Nosotros somos una compañía de seguridad privada que ha contratado para coordinar su regreso. La secretaria de Jenner no pareció sorprendida cuando se lo conté, lo que me lleva a creer que ya han visto casos similares.
—Muy bien. Rescatamos a Kyle, lo llevamos al aeropuerto, Tiny Gunderson lo traslada a Roma y se lo entregamos a Jenner. —Cabrillo pensó en algo que no se había mencionado—. Tienen su pasaporte, así que necesitaremos hacerle uno nuevo.
—Juan, por favor —lo recriminó Linda, como si la hubiesen insultado—. La ex de Max nos envió por correo electrónico una foto de Kyle. La retocaremos para que parezca una foto de pasaporte oficial y le haremos uno nuevo.
Cabrillo hizo un gesto a Linda para que se limpiase un resto de comida pegado en la barbilla.
—Hemos solucionado el primer problema. Pasemos al segundo. ¿Qué ocurrió en el Golden Dawn y por qué? ¿Qué sabemos hasta ahora?
Linda tecleó en su ordenador portátil para buscar la información.

 

—El Golden Dawn y sus gemelos, el Golden Sky y el Golden Sun, pertenecen a la Golden Cruise Lines. Es una compañía danesa que lleva en el ramo desde mediados de los ochenta. Se ocupa de los típicos cruceros por el Caribe, el Mediterráneo y los mares del sur; además, alquila barcos a grupos y para diversos eventos. Hace cuatro meses, los responsabilistas llamaron a la empresa para que llevasen a 427 de sus miembros en un viaje desde Filipinas a Grecia. El Dawn era el único barco disponible.

 

—Parece mucha gente para ocuparse de una clínica —señaló Juan.
—Yo pensé lo mismo —afirmó Linda—. Lo estoy investigando. No hay nada en la página web de los responsabilistas que hable del viaje o de lo que hacía un grupo tan numeroso en Filipinas.
—De acuerdo, continúa.
—Zarparon de Manila el día 17 y, por lo que ha podido averiguar Murphy en los registros, no se informó de ningún incidente. Fue una travesía normal.
—Hasta el momento en el que todos murieron —puntualizó Max, en tono agrio.
Eric miró al número dos de la corporación.
—No murieron todos. Repasé la información en el disco duro del avión no tripulado. Por lo visto, faltaba uno de los botes salvavidas. —Miró a Cabrillo—. Lo siento, anoche se me pasó por alto.
Cabrillo no dijo nada.
—El registro del barco confirma que arriaron uno de los botes salvavidas unas ocho horas antes de que apareciéramos —confirmó Mark.
—Por lo que parece, el asesino o asesinos estaban a bordo del Golden Dawn desde el primer momento.
—Estamos de acuerdo. Stone y yo entramos en el ordenador de la compañía para buscar la lista de pasajeros y el rol de la tripulación, pero sin los cuerpos para verificar quién estaba a bordo cuando se hundió, no hay manera de reducir la lista de sospechosos. —Mark se adelantó a la siguiente pregunta de Cabrillo—. No hubo ninguna sustitución de última hora en la tripulación después de contratar el viaje, y tampoco ningún cambio en la lista de pasajeros. No faltó ninguna de las personas que debían estar a bordo.
—Entonces ¿quién demonios los mató? —preguntó Max.
—En mi opinión, diría que los responsabilistas se mataron a ellos mismos, pero no son un culto suicida como el Templo del Pueblo de Jim Jones o el Aum Shinrikyo japonés. Algunas personas sostienen que Lydell Cooper se quitó la vida en un último acto de responsabilismo, pero el grupo no apoya el suicidio. Afirman que dado que has nacido, es tu responsabilidad moral difundir esas creencias, y no matarte. La otra opción es que alguien se infiltrase en el grupo.
—¿Algún sospechoso?
—Debido a su postura a favor del control de la natalidad y el aborto, llevan años enfrentados con el Vaticano —dijo Linda—. Lo mismo ocurre con diversas organizaciones conservadoras cristianas.
Cabrillo sacudió la cabeza.
—Acepto que un francotirador mate a un médico abortista, pero para matar a todos los pasajeros y tripulantes de un barco hace falta un equipo bien organizado y financiado. Dudo que un grupo de curas y monjas se infiltren en una secta para matar a unos cuantos centenares de miembros.
—Yo me inclino por un grupo de fanáticos —apuntó Mark—. Un grupo que pretende acabar con el responsabilismo y que quizá está formado por antiguos miembros o algo así. Aparte de todo eso de no tener hijos, el grupo está metido en algunos asuntos muy extraños.
Juan no le hizo caso.
—Analicemos por qué alguien querría matar a algunos de los suyos. ¿Ideas?
—Hablo en serio —continuó Mark—. Por lo visto, cuando ya llevas un tiempo involucrado y has trabajado en alguna clínica del tercer mundo, te introducen en algunos de los grandes secretos del responsabilismo, en cómo el conocimiento te salvará.
—Continúa —dijo Cabrillo para complacerlo. Murphy podía ser un excéntrico, pero tenía una inteligencia de primer orden.

 

—¿Alguno de nosotros ha oído hablar de la teoría de las membranas? —Ya lo había comentado con Eric, así que él fue el único que no lo miró desconcertado—. Es algo así como la teoría de la gravedad cuántica, una hipótesis para unificar las cuatro fuerzas en el universo, algo que Einstein no pudo hacer. Sostiene que nuestro universo cuatridimensional es una única membrana, y que hay otras que existen en niveles superiores del espacio. Se encuentran tan cerca de nosotros que la materia ingrávida y la energía pasan entre ellas y se filtran las fuerzas gravitatorias de nuestro universo. Todo esto es algo muy innovador.

 

—Desde luego —dijo Cabrillo.
—El caso es que la teoría de las membranas comenzó a ganar partidarios entre los físicos teóricos a mediados de los noventa, y Lydell Cooper también se interesó por ella. La llevó un paso más allá. No solo se trataba de que las partículas cuánticas entrasen y saliesen de nuestro universo. Creía que una inteligencia de otra membrana afectaba a las personas en nuestra dimensión. Según él, esta inteligencia modelaba nuestras vidas, pero no la notábamos. Era la causa de todos nuestros sufrimientos. Muy poco antes de su muerte, Cooper comenzó a enseñar técnicas destinadas a limitar su influencia, maneras de protegernos del poder alienígena.
—¿La gente creyó todas estas estupideces? —preguntó Max, que se deprimía cada vez más al pensar en su hijo.
—Claro que sí. Míralo por un momento desde su punto de vista. No es culpa del creyente si es desafortunado, está deprimido o simplemente es estúpido. Su vida está siendo alterada desde el otro lado de unas membranas espaciales. Es la influencia alienígena la que te dejó sin el ascenso o te impidió salir con la chica de tus sueños. Es una fuerza cósmica la que te tiene sujeto, no tu ineptitud. Si crees en ello, no tienes que asumir la responsabilidad de tu vida. Todos sabemos que ya nadie quiere ser responsable de sí mismo. El responsabilismo te da la excusa perfecta para las decisiones erróneas que has tomado.
—Teniendo en cuenta que las personas con sobrepeso demandan a las empresas de comida rápida, comprendo el atractivo —manifestó Juan—. Sin embargo, ¿qué tiene que ver todo esto con que alguien mate a centenares de responsabilistas en un barco?
Mark pareció algo avergonzado.
—Todavía no lo he pensado a fondo —admitió, y luego añadió con renovado entusiasmo—: Pero ¿qué pasa si es verdad y algún alienígena de una membrana está luchando contra otro atrapado en la nuestra y estamos pillados en medio? Como peones de ajedrez o algo así.
Cabrillo cerró los ojos y soltó un gruñido. La excentricidad de Mark estaba apoderándose de nuevo de su extraordinaria mente.
—Lo tendré en cuenta, pero, por ahora, limitémonos a los enemigos terrestres.
—Todo esto sonó mejor cuando lo hablamos anoche, ¿no crees? —le susurró Mark a Eric.
—Quizá porque llevábamos veinte horas sin pegar ojo y nos habíamos bebido unos treinta Red Bull cada uno.
Eddie Seng se llevó un trozo de pan a la boca.
—¿No podría ser que hubieran escogido este grupo en particular porque intentaban abandonar el culto y los líderes decidieron matarlos como una advertencia para los demás? Eric ha mencionado que no tienen reparos en acudir al secuestro. ¿Qué pasa si esta vez se decidieron por el asesinato?
Max Hanley lo miró sorprendido. La preocupación por la seguridad de Kyle se reflejó en su rostro.
—Es una posibilidad —asintió Linda, antes de ver el dolor de Hanley—. Lo siento, Max, pero debemos considerarla. Además, tu hijo es miembro desde hace poco. No tendrá ningún interés en dejarlos.
—¿Estás seguro de que quieres seguir presente? —preguntó Juan a su amigo más íntimo.
—Sí, maldita sea —renegó Max—. Solo que resulta doloroso y me avergüenza, todo a la vez. Hablamos de mi hijo, y no puedo evitar tener la sensación de que le he fallado. De haber sido mejor padre, no habría acabado metido en algo tan peligroso.

 

Por un momento, nadie supo qué responder. Contrariamente a lo habitual, fue Eric Stone quien rompió el silencio. Como era alguien que parecía vivir solo para la técnica era fácil olvidar su faceta humana.

 

—Max, me crié en un hogar donde los abusos eran el pan de cada día. Mi padre era un borracho que nos pegaba a mí y a mi madre todas las noches que tenía suficiente dinero para comprarse una botella de vodka. Era la peor situación que puedas imaginar; sin embargo, no erré el camino correcto. Lo que has vivido en tu hogar es solo una parte de lo que serás. Haber participado más en la vida de tu hijo quizá hubiese cambiado las cosas o quizá no. No hay manera de saberlo, y si no lo sabes a ciencia cierta no tiene sentido darle vueltas. Kyle es quien es porque escogió ser de esa manera. Tampoco estuviste cerca de tu hija, y es una buena contable.
—Abogada —le corrigió Max con aire ausente—, y lo hizo todo ella sola.
—Si no quieres aceptar la responsabilidad de su éxito, entonces no tienes derecho a aceptar la responsabilidad por los fracasos de Kyle.
Max pensó unos instantes antes de preguntar:
—¿ Cuántos años tienes ?
Stone pareció avergonzado por la pregunta.
—Veintisiete.
—Hijo, eres muy sabio para tu edad. Gracias.
Eric sonrió.
Juan miró a Stone y sus labios se movieron para formar la palabra «gracias», antes de continuar con la reunión.
—¿Hay algún modo de comprobar la teoría de Eddie?
—Podemos colarnos en el sistema informático de los responsabilistas —propuso Mark—. Quizá encontremos algo, pero dudo que separen a los miembros en listas de buenos y malos.
—Intentadlo de todas maneras —ordenó Juan—. Comparad la lista de pasajeros con todo lo que tienen en marcha. Algún factor llevó a señalar a estas personas en particular. Si no iban a abandonar el culto, tiene que ser otra cosa. —Se dirigió a Linda—: Quiero saber por qué había tantos reunidos en Filipinas. La respuesta podría ser nuestra única pista sólida.
Cabrillo se levantó para indicar que había concluido la reunión.
—Entraremos en el canal de Suez a las cinco de la mañana. Recordad al personal que tendremos a un práctico a bordo hasta que salgamos de Port Said, así que actuaremos con todo el disfraz. Max, no te olvides de que salga humo por la chimenea, y que repasen de nuevo las cubiertas para que no quede nada que pueda delatarnos. Una vez en el Mediterráneo, tendremos veinticuatro horas para acabar de trazar los planes con Linc y otras doce para tenerlo todo preparado; luego, rescataremos a Kyle Hanley. Dentro de cuarenta y ocho horas estará en Roma con el desprogramador y nosotros de camino a la Riviera para ocuparnos de la misión de espionaje.
Era imposible que Cabrillo pudiese adivinar que las cosas no iban a ser tan sencillas como creía.