Capítulo IX

BAXTER leía el San Francisco Examiner con gran atención. Su atención estaba centrada en la página de sucesos, lo que le hacía fruncir el ceño casi constantemente.

En Salinas, había muerto un asesino profesional, llamado Duke Murphy. La policía, avisada por una llamada anónima, habrá encontrado las «herramientas» de trabajo del asesino, fallecido a causa de la falta de oxígeno en el hospital donde se encontraba, después de una caída que le había producido graves lesiones.

Alguien había ejecutado lo que él se había limitado a insinuar, pensó Baxter. Pero Hoyt, o quienquiera que hubiera sido, habían llegado tarde.

Kruger también había muerto de dos balazos. El caso Kruger se suponía el resultado de un posible «ajuste de cuentas». Baxter no creía en aquella versión.

Hoyt contrataba asesinos, pero luego tenía que matarlos él mismo.

—Podía haberse ahorrado el dinero gastado —comentó, burlonamente.

En aquel momento, se abrió una puerta. La secretaria de Burgeon le miró desde el umbral.

—Pase, por favor, señor Baxter.

Winston K. Burgeon era un menudo caballero, de pelo blanco y barbita en punta, ataviado con exquisita meticulosidad. Bastaba ver su despacho, para conocer el importe de las minutas que debía cobrar a sus clientes. No, no podía ser un abogado barato… pero si era bueno, sus honorarios a la larga, compensarían sobradamente el gasto con la victoria en el pleito.

—De modo que viene recomendado a mí, por Clarissa Aubry —dijo Burgeon, tras las oportunas presentaciones.

—En efecto —sonrió Baxter.

—Una buena chica, aunque algo alocada. Claro que lo de chica… Ya no cumplirá los veintiocho años…

Baxter se dijo que había muy pocos que hubieran sabido conocer verdaderamente a Clarissa, el tipo clásico de la rubia hermosa, pero tonta… Sin embargo, la forma en que había sabido derrotar a Thaine, dos años antes, desmentía por completo aquella opinión.

—Sí, quizá —convino cortésmente—. Pero tiene un corazón de oro.

—Eso no se le puede negar —admitió Burgeon—. Y bien, señor Baxter, ¿cuál es su problema?

—Roy T. Alameda.

Burgeon se puso serio en el acto.

—Seguí atentamente el proceso. Los señores Hoyt y Calder fueron clientes míos, en tiempos. Las pruebas del desfalco son irrebatibles, señor Baxter.

—Abogado, conozco bien a Roy. En este mundo, nadie es perfecto, y puede que mi amigo cometiera ese delito. Sin embargo, yo me inclino a creer que es la víctima de una conspiración.

—¿En qué funda usted sus presunciones? ¿Sólo en la amistad y la declaración de inocencia del señor Alameda? Muchacho, soy perro viejo y conozco al dedillo todos los trucos legales. No se fraguaron las pruebas, créame.

—Pienso exactamente lo contrario, señor Burgeon. O, por ejemplo, Harry Bane, el empleado que fue uno de los principales testigos de cargo, no habría sido asesinado.

—Se suicidó.

—Esa fue la declaración oficial de la policía. Pero yo había estado hablando con él, minutos antes de su muerte, y me dio la sensación de ser un hombre lleno de temores y aprensiones. Virtualmente, admitió haber colaborado en el plan destinado a fraguar las pruebas que condenaron a mi amigo. En realidad, dijo que no quería hablar porque iría a la cárcel… en el supuesto de que pudiese llegar vivo a la primera comisaría de policía. Cinco minutos más tarde, yacía defenestrado sobre el asfalto.

—Es decir, alguien lo mató.

—Un asesino profesional, llamado Duke Murphy, asesinado, a su vez, en el día de ayer.

Baxter explicó al abogado todo lo que sabía. Burgeon asentía con leves movimientos de cabeza.

—Voy a hacer una cosa, señor Baxter —dijo, por fin, el abogado—. Tengo cierta reputación… y buenos amigos en la judicatura. Pediré que me dejen examinar detenidamente las actas del proceso. Quizá yo encuentre un fallo, que permita salir a su amigo, bajo fianza, monetaria o personal, hasta la total revisión del proceso. Leer en la prensa que las pruebas son irrebatibles, incluso conversar a veces con el fiscal del caso, no es lo mismo que examinar a fondo todos los documentos del proceso.

Baxter sonrió, complacido.

—Clarissa no me ha decepcionado al enviarme a usted, señor Burgeon. Pero, aunque más joven, habrá de permitirme un consejo: sea discreto. Hay gente a la que interesa que Roy siga en prisión y, para conseguirlo, no han vacilado en llegar al crimen.

—Lo tendré en cuenta, prometió el abogado.

Baxter salió del despacho mucho más confortado. Ahora, se dijo, venía el turno de las entrevistas con los dos socios de la empresa a la cual había traicionado Roy… oficialmente.

* * *

Phineas Hoyt respondía exactamente a la descripción que Kruger había dado. Cuando Baxter le anunció sus propósitos, la frente y la calva de Hoyt se cubrieron instantáneamente de finísimas gotas de humedad.

Sin embargo, se echó a reír burlonamente. Pero era una risa ficticia, impregnada de una buena dosis de nerviosismo.

—Roy inocente… Usted está de broma, señor Baxter —dijo.

—La broma, y muy pesada, ha sido para mi amigo —contestó el joven, impasiblemente—. Resultaría curioso averiguar la marcha de las finanzas de esta sociedad. Puede que obtuviésemos resultados muy sorprendentes.

Hoyt movió la mano regordeta, como si abanicase el aire.

—Vea el patio de carga: está rebosante de actividad. Nuestros camiones se mueven constantemente —dijo—. Los empleados están contentos; pagamos altos salarios…

—Eso no es todo. Una empresa puede ofrecer la viva estampa de la prosperidad y, sin embargo, estar entrampada hasta el último neumático.

—Consulte nuestros libros…

—Después de lo que le ocurrió a Roy, confío en sus libros menos de lo que un cordero confiaría en un tigre hambriento —dijo Baxter, críticamente. Se puso en pie—. Todo fue una trampa, cuidadosamente planeada y mejor realizada. Pero destaparé el pastel, créame.

Se fue hacia la puerta, pero, antes de salir, giró un poco la cabeza, sonriendo afablemente.

—Por cierto, ¿conoce usted a un tipo llamado Zack Kruger?

La cara redonda de Hoyt se puso del color de la ceniza.

—No sé de quién me está hablando —dijo, heladamente.

—Lea la sección de sucesos de los periódicos. Encontrará un relato muy interesante… dos, para ser buen matemático.

Baxter abandonó el despacho, sin que Hoyt hubiese replicado una sola palabra. Desde la puerta, contempló el incesante movimiento del patio de carga y descarga de mercancías. Sí, era una empresa en plena actividad… pero también podía suceder que hubiese pasado a manos extrañas, interesadas en ocultar su verdadera identidad.

El otro socio, Doug Calder, tenía un despacho en la ciudad. Baxter se hizo anunciar a Calder, media hora más tarde.

Una atractiva secretaria le hizo pasar al despacho, casi en el acto. Al entrar, vio a un hombre, sentado en un sillón giratorio, cuyo respaldo estaba un tanto inclinado. El hombre aparecía de espaldas a la puerta, mientras hablaba por teléfono, a la vez que contemplaba el panorama del puente sobre la bahía, desde el magnífico punto de observación que era el ventanal de la estancia.

Baxter se quedó parado un instante. Doug Calder dijo:

—Sí, está muy bien… Me doy por enterado. No se preocupe, todo marchará satisfactoriamente. Si ha despedido a aquel empleado por ineficiencia, tomaremos otro más capaz… ¡Bueno, hasta la vista…!

El teléfono volvió a su sitio. Calder giró en su asiento y contempló, sonriendo, a su visitante.

—Baxter —dijo.

—Sí.

—Hoyt me ha anunciado su visita.

—¡Lo celebro tantísimo!

Calder meneó la cabeza.

—Pobre Roy… Yo le apreciaba muchísimo. Pero ¿qué quería que hiciésemos? No fueron unos cientos de dólares para pagar la cuenta de un médico, si no casi novecientos mil. Compréndalo, la empresa sufrió un duro golpe del que todavía no nos hemos repuesto.

—Me lo imagino —sonrió Baxter—. Sin embargo, insisto en la inocencia de Roy…

—Mire, amigo mío, a mí me gusta arreglar las cosas lo más pacíficamente posible. Setecientos mil dólares no han aparecido. Roy sabe dónde están. Vaya a San Quintín, persuádale para que devuelva ese dinero y le juro que haremos todo lo posible para que salga cuanto antes. Pero una cosa es segura: aunque sólo cumpla el mínimo de su condena, esto es, los diez años prescritos en la sentencia, puede tener la seguridad de que jamás disfrutará de ese dinero.

—Esa es una pregunta que le haría con muchísimo gusto a Roy, si no estuviese plenamente convencido de su inocencia —contestó Baxter, sin pestañear—. Pero lo cierto es que alguien fraguó las pruebas que lo enviaron a San Quintín y que yo encontraré a esa persona. Lamento tener que contradecirle, pero no puedo pensar de otra manera.

—Admiro sinceramente su sentimiento de la lealtad.

Sin embargo, los hechos son como son y no como nos gustaría que fueran, señor Baxter.

—Una frase que tendré muy en cuenta, señor Calder.

El.visitante se dirigió hacia la puerta.

—Baxter…

—¿Sí?

Los ojos de Calder eran azules, fríos, a pesar de que sonreía amablemente,

—Lo que hace… ¿lo hace por Roy o por su esposa? —preguntó, insultantemente —Si la señora Alameda me interesara como algo más que la honesta esposa de un buen amigo, el señor Alameda se pudriría en San Quintín.

—¡Oh, una respuesta muy acertada! Dispense la pregunta.

—Está dispensada, Calder. Pero ¿no podría yo preguntarle lo mismo?

Calder se echó a reír.

—Puede, pero recibirá una respuesta negativa. En nuestra empresa hay mujeres muy guapas, casadas o no. Tengo como norma no buscar, jamás, romances con ninguna" de mis empleadas, 3' es una norma que respeto tajantemente. Es más, y aunque no quiero parecer presuntuoso, cuando alguna de las empleadas se me insinúa, la despido en el acto. Los negocios a un lado y el amor a otro. Bueno —añadió, con otra carcajada—, el amor… o lo que sea.

—Muy elogiable —se despidió Baxter.

El resto de la tarde, se 1Q pasó en su habitación del hotel, prácticamente sumido en hondas meditaciones. Al hacerse de noche, sonó el teléfono.

Era Burgeon.

—Mañana me dejarán las actas del proceso —anunció, satisfecho.

—Estupendo.

—Señor Baxter, hay algo que omitió usted preguntarme ayer, en la entrevista que sostuvimos. Creo conveniente que lo sepa, puesto que hubo un tiempo en que existió relación entre la Golden Gate y yo.

—¿Sí? ¿De qué se trata?

—Dejaron de ser mis clientes, porque el señor Calder se graduó en Derecho y juzgaron conveniente ahorrarse los honorarios de un abogado,

—Comprendo. Pero eso debió de suceder hace muchos años.

—¡Oh, no tantos! Unos cinco, aproximadamente. Calder terminó la carrera un poco tardíamente, cuando había cumplido los treinta años. Debió de pensar que le resultaría útil el título de abogado.

—Indudablemente. Gracias, señor Burgeon.

A continuación, Baxter hizo que le pusieran en contacto telefónico con el Seaview, de Monterrey. Momentos después, oía la ansiosa voz de Clarissa:

—¡Dame noticias, Budd, estoy que no vivo…!

—Creo que tú eres la que puedes proporcionármelas, hermosa. Necesito que hagas un viaje a Fresno.

—¿Para qué?

—Tienes que hacerle una pregunta a Eunice. Dile que conteste con absoluta franqueza y que, sea cual fuere su respuesta, guardaremos absoluto secreto, ¿Me entiendes?

—Sí, pero ¿he de ir esta noche?

—Mañana por la mañana. Te llamaré dentro de veinticuatro horas.

—Está bien, dime ya…

Baxter encendió un cigarrillo, apenas terminado el diálogo telefónico. Durante unos momentos, sus dedos tabalearon contra la mesa. Luego, de súbito, se incorporó y entró en el dormitorio, para cambiarse de ropa.

Cuando salió, vestía cazadora negra, de cuero, pulla ver del mismo color y cuello alto, y pantalones oscuros. Bajó en el ascensor, salió a la calle y pidió un taxi. Aunque disponía del coche de Clarissa, prefería no utilizarlo en determinadas ocasiones, por resultar demasiado aparatoso.

Media hora más tarde, se detenía ante una casa en la que ya había estado en una ocasión. Desde la acera, contempló la fachada. No hacía demasiados días, un hombre se había precipitado a la calle desde la planta undécima. Y no había sido suicidio, como dictaminara la policía.

Entró en la casa y se dirigió al ascensor. Cuando salió al pasillo de la undécima planta, lo vio solitario y penumbroso. Al fondo había una ventana, por la que entraban las oscilantes ráfagas luminosas, rojo, verde, azul y amarillo, de un rótulo de neón, enmarcado por una larguísima hilera de bombillas, que se encendían y apagaban en rapidísima carrera circunvalante.

Allí, y hasta hacía poco, había vivido Harry Bane. Baxter se dijo que era una visita que debía haber hecho apenas muerto el individuo.

Se acercó a la puerta y tanteó el pomo. Abrió.

El departamento estaba a oscuras. Súbitamente, percibió el sonido sibilante de una respiración muy fuerte. Algo buscó malignamente su garganta y apenas si tuvo tiempo para parar el golpe que, de acertarle, le habría roto la tráquea.