Capítulo II
CON gesto un tanto enojado, Budd Baxter cerró la última de las guías telefónicas que había consultado durante largo rato. Hasta el momento, todos sus esfuerzos habían resultado inútiles: Santa Clara, San José, Gilroy, Watsonville, Santa Cruz, Hollister, Salinas, Pacific Grove, Monterrey, Carmel… en ninguna de aquellas poblaciones de la zona había podido encontrar el nombre que buscaba. Baxter se dijo que, a veces, su memoria le jugaba malas pasadas.
Apoyado en el mostrador de la recepción donde se alojaba en Monterrey, Baxter reflexionó profundamente, tratando de llegar a lo más hondo de su memoria. ¿En dónde le había dicho, años antes, el sargento Roy T. Alameda que tenía su residencia?
Por más que se esforzaba no podía recordar. El sargento Alameda le había hablado infinidad de veces de su esposa Eunice, una verdadera belleza, a la que había conocido después de su licenciamiento y había vuelto a ver un par de años antes. Había momentos en que Baxter pensaba que Eunice no podía ser la atracadora… pero si la memoria le fallaba en algunos aspectos, cuando menos recordaba a la perfección los menores rasgos de la cara de Eunice. Si no hubiera estado casada y tan profundamente enamorada de su marido…
Una voz interrumpió, súbitamente, sus pensamientos:
—El señor está buscando a alguien y no lo encuentra —dijo el encargado de la recepción.
Baxter alzó la cabeza y sonrió.
—Pues… sí, es cierto. Se trata de un antiguo y buen amigo, que vivía no hace muchos años por esta zona, al sur de San Francisco… Por más que me esfuerzo no consigo encontrar su nombre en las guías telefónicas. Se llama Roy T. Alameda…
—¡Alameda! —repitió el empleado.
—En efecto, eso he dicho, amigo…
—Crane, Holt Q. Crane, señor Baxter. Disculpe la curiosidad, pero… ¿hace mucho tiempo que no sabe de su amigo?
—Un par de años, quizá un poco más. Yo vivo en el Este, concretamente en Nueva York, y me encuentro en la costa Oeste accidentalmente. De pronto, me acordé de mi amigo…
—Señor Baxter, si el nombre que ha citado es el correcto, mucho me temo que habré de darle malas noticias.
Baxter se alarmó.
—Eso significa que lo conoce —dijo—. ¿Ha muerto?
—¡Oh, no, señor! Pero Roy T. Alameda se encuentra cumpliendo condena en San Quintín, por un desfalco de muchos cientos de miles de dólares.
Baxter silbó.
—¿Quién se lo hubiera imaginado? —murmuró—. Roy me pareció siempre el prototipo de la honradez…
Las pruebas, yo seguí con todo detalle el curso del proceso, resultaron abrumadoras. El jurado no tardó demasiado en ponerse de acuerdo y considerarlo culpable. Si no encuentra el teléfono es, seguramente, debido a que su esposa se mudó de domicilio. Quizá ha tomado otro, con su nombre de soltera…
Baxter hizo un gesto de asentimiento. ¡Pobre Eunice! Tan feliz, y tan enamorada de su esposo, con un niño maravilloso… Aquel desgraciado suceso debió haber representado un durísimo golpe para ella. Pero se preguntó… ¿tan fuerte había resultado el golpe que la había lanzado a la senda del delito?
De pronto, se le acercó Clarissa, ataviada con un despampanante vestido cuyo escote en uve mayúscula llegaba casi al ombligo y con la falda literalmente pegada a las estallantes caderas.
—¿Me encuentras guapa, cariño? —preguntó, mimosa.
Baxter hizo un gesto de pesar. Días antes se había tropezado casualmente con Clarissa en el hall del hotel. Ella, lo sabía bien, había tratado de conquistarle desde el primer momento y Baxter, que no tenía en aquella ocasión grandes compromisos, se había dejado conquistar con toda facilidad. Clarissa era una rica divorciada, en busca de aventuras… y había encontrado una en el apuesto y seductor neoyorquino, cuya auténtica identidad ignoraba por completo.
—Clarissa, estás deslumbradoramente hermosa —dijo—. Pero mucho me temo que no voy a poder disfrutar de tu atractiva compañía. Acaban de llamarme de San Francisco… Mi anciana tía Edith está muriéndose y quiero encontrarme a su lado en sus últimos momentos… sobre todo, si pensamos en que puede dejarme algo así como un par de millones de dólares. Precisamente el señor Crane acababa de darme el aviso…
Baxter guiñó discretamente el ojo y el recepcionista se apresuró a corroborar la mentira.
—En efecto, señora Aubry; hace apenas un par de minutos que ha llamado el abogado de la señora Baxter…
—¡Oh, cuánto lo siento! —dijo Clarissa—. Eso significa que hemos de separarnos, Budd.
—Sólo por un par de días… ¡Lo siento tantísimo, créeme…! —Ahora Clarissa estaba de espaldas al mostrador y Baxter hizo un gesto amistoso con la mano. Crane emitió una sonrisa de complicidad, pero volvió a recuperar muy pronto su expresión impasible al ver que Clarissa empezaba a girar de nuevo.
Ella lo hacía para apoyar el bolso en el mostrador y abrirlo con más comodidad. Sacó algo y se lo entregó a Baxter.
—Toma, las llaves del coche; no es necesario que alquiles uno —dijo.
—¡Oh, no sabes cuánto te lo agradezco…!
—Agradécemelo volviendo cuanto antes —pidió Clarissa, con ardiente mirada.
* * *
El coche se detuvo ante la entrada del famoso penal. Uno de los guardias examinó el pase que llevaba el visitante. Otro le pidió permiso para examinar el interior del vehículo, incluido el maletero. Baxter soportó pacientemente las formalidades, hasta que le dejaron acceder al estacionamiento. Luego, a pie, caminó hasta la puerta principal.
Cinco minutos más tarde, estaba en la sala de visitas. A los pocos momentos, entró un hombre uniformado.
El preso se detuvo en el acto al reconocer a su visitante.
—¡Baxter! ¡Budd Baxter! —exclamó.
El visitante sonrió,
—Te extraña mi presencia aquí, supongo, sargento Alameda —dijo.
Las mandíbulas del condenado se apretaron con fuerza.
—¿Por qué has venido? —preguntó—. Si hubiese querido que vinieras a verme, te lo habría dicho, ¿no?
Baxter adivinó, en el acto, el resentimiento que llenaba por completo el ánimo de su amigo.
—Roy, a ti te sucede algo y no lo digo porque estés aquí —murmuró—. Si estás en un apuro, yo procuraré ayudarte… Nunca olvidaré lo que hiciste por mí en Ka-Vjang…
—Pues debieras haberlo olvidado. Nunca me gusta pedir un favor a cambio de otros que yo haya podido prestar. Sé arreglármelas solo, ¿comprendes?
—En esta ocasión al menos, no. De lo contrario, estaríamos hablando en el porche de tu casa, con un par de buenas cervezas al alcance de la mano. Roy, cuando yo digo amigo a un hombre, doy a la palabra todo su valor exacto y no la empleo como mera fórmula. Te veo resentido, deprimido. Y empiezo a suponer que no has venido aquí por haber cometido realmente el delito que te imputaron. ¿Me equivoco?
De pronto, Alameda pareció derrumbarse y se sentó frente al visitante.
—Es cierto —dijo, sordamente—. Fraguaron las pruebas contra mí; un cúmulo de pruebas sólidamente presentadas y tan inexpugnables como una muralla de mil metros de altura… No hubo salvación para mí; acabé con una sentencia de diez a veinte años… y llevo dos escasamente.
—Fue un desfalco —mencionó Baxter.
—Ochocientos setenta y tres mil dólares. Aparecieron ciento setenta y tres mil. Los setecientos mil restantes no se han visto jamás… ¡y lo peor es que creen que yo los escondí en algún lugar secreto, para aprovecharme de ese dinero cuando me pongan en libertad! ¡Dios, no setecientos mil, sino siete millones daría yo, ahora mismo, por abandonar este infierno!
—Lo cual significa que no tienes la menor idea de dónde puede estar ese dinero.
—En absoluto. Simplemente, alguien quería quitarme de en medio… y aprovecharse del botín, además. Ahora, ese despreciable hijo de puta estará en las Bahamas o en cualquier lugar del mundo, disfrutando del dinero, mientras yo me pudro y vivo aquí.
—¡Cálmate, Roy! —aconsejó Baxter—, Si de verdad eres inocente, un día saldrá a relucir tu inocencia. Pero eso no se puede conseguir si no se trabaja en el asunto.
Alameda miró, sobresaltado, a su amigo.
—¡Cómo! ¿Quieres decirme que piensas ayudarme?
—Roy, esta visita no es pura cortesía ni para dejarte en la caja del presidio unos dólares, que te permitan comprar cigarrillos. Si estoy aquí, es por saber la verdad y ver qué puedo hacer para librarte de la cárcel. Por medios legales, claro.
Alameda se pasó una mano por los labios.
—Te lo contaré todo… y luego tú decidirás si digo la verdad o soy un mentiroso lleno de ingenio.
—Espera —Baxter sacó una libreta y un lápiz—. Si tienes nombres que darme, prefiero anotarlos.
—De acuerdo.
El preso empezó a hablar. Media hora más tarde, Baxter conocía con bastante detalle el caso. Guardó la libreta y el lápiz y miró a su amigo.
—Confía en mí —sonrió.
—Un momento —dijo Alameda—. Budd, si piensas trabajar en este asunto… todo eso cuesta dinero y yo no tengo…
—¿Quién te ha pedido dinero, Roy?
—¡Maldita sea, no debiste haber venido!
—Pero ya estoy aquí, y no pienso dejar el asunto hasta resolverlo a satisfacción. Por cierto, discúlpame, pero no te he preguntado por Eunice y el niño.
La cara de Alameda se crispó.
—Hace seis meses que no tengo noticias de ninguno de los dos. Un día dejó de venir a visitarme… Todas las cartas que le he escrito a casa, han sido devueltas con el sello de «El destinatario se ausentó sin dejar señas». Budd, esto es un infierno para mí…
—Pero éste es un infierno del que se puede salir —afirmó Baxter, rotundamente.
* * *
Dutch Wilder tocó con los nudillos en la puerta y asomó su cuadrada cabeza a continuación.
—¿Está ocupado, jefe?
El gordo examinaba unos documentos en aquel instante.
—Pasa, Dutch —dijo.
Wilder entró y cerró a continuación. Luego miró recelosamente en todas direcciones. El gordo se impacientó.
—¿Por qué no levantas también la alfombra, a ver si debajo encuentras un espía?
—Jefe, es que no quiero que la fulana oiga lo que tengo que decirle…
—¿Qué fulana? ¡Ah, ya!; Eunice…
—Sí. Acabo de recibir noticias de nuestro informador de San Quintín. Dice que no pudo hablar conmigo hasta hoy. Pero hace dos días, un tipo de Nueva York estuvo a visitar a Roy Alameda, Tengo el nombre, incluso, y hasta su dirección en Monterrey. Oiga, jefe, ¿no le extraña que alguien se desplace desde Nueva York solamente para ver a Roy?
—Monterrey no está, precisamente, a un paso de San Quintín, Dutch —alegó el gordo.
—Bueno, para el caso es lo mismo… Yo sólo se lo dije, por si le interesaba. Por lo visto, el tipo es abogado y parece que habló de intentar una revisión del proceso, o algo por el estilo.
El gordo saltó en su asiento.
—¿Eso te han dicho? —rugió.
—Sí, jefe…
—¡Maldición, si Alameda saliera libre…! Dutch… ¿cómo diablos se llama ese abogado de Nueva York?
—Budd Baxter y se hospeda en el Seaview de Monterrey, es todo lo que puedo decirle.
El índice del gordo se atiesó para apuntar a su esbirro.
—Y yo te diré otra cosa, Dutch: busca a ese tal Baxter y hazle saber lo poco que nos gusta su intervención en este asunto. Llévate a Jackie, ¿comprendido?
—Sí, señor. ¿Ha… hasta dónde podemos llegar?
—¡Psé…! Un brazo roto, o algo por el estilo.
—Está bien.
—Dutch, otra cosa. ¿Qué sabes de Jay Phoenix?
—Hasta ahora, nada; aún no ha dado señales de vida. ¿Quiere qué…?
—No, deja eso de mi cuenta. Tú ocúpate del picapleitos. Con Jackie, claro.
Wilder salió. Entonces, el gordo levantó el teléfono y marcó un número. A los pocos momentos, oyó una voz conocida:
—¿Sí?
—Eunice, ¿conoces a un tipo de Nueva York llamado Baxter, abogado y amigo de tu esposo?
La joven quedó con la respiración en suspenso durante un instante. Sí, conocía a Baxter, pero cierto instinto le hizo contestar negativamente.
—Es la primera vez que oigo ese nombre —manifestó—. ¿De dónde lo ha sacado usted?
—Ha estado en San Quintín a visitar a tu esposo. Por lo visto es abogado y tiene la intención de pedir la revisión del proceso. —El gordo soltó una desaforada carcajada—. ¡No lo conseguirá jamás!
—Sí, eso pienso yo…
—Me alegra que seas sensata, muchacha. Yo sí podría conseguir que tu esposo saliera a la calle… y lo haré algún día, pero no por el momento, ¿entiendes?
—Lo que entiendo es…
—¡Cállate ya! Voy a darte una orden: no intentes entrar en contacto con ese picapleitos o alguien lo pasará mal, ¿me has oído?
—Sí, señor.
—¡Ah, y vete preparando! El próximo golpe estará listo dentro de muy pocos días.
—Sí, señor.
—Recuerda una cosa: sí fracasas, no serás tú sola quien pague las consecuencias. Nos enteraríamos de inmediato y, antes de dos horas, el niño estaría muerto.
El corazón de madre de Eunice sangró al oír aquellas brutales palabras. Pero, al mismo tiempo, la mención del nombre de Baxter le había hecho concebir ciertas esperanzas. Ahora había en su ánimo una ilusión que hacía mucho tiempo no sentía.
—Por cierto —dijo el gordo—, ¿de qué diablos pudo conocer tu esposo a ese maldito abogado?
—¡Qué sé yo! —contestó Eunice—. Roy fue sargento en los marines y allí conoció a infinidad de gente. Además, estuvo una temporada en Vietnam y luego prefirió licenciarse y aceptar el empleo que le ofrecían…
—Sí, ya lo 'sé, en la Golden Gale Toral Transpon. Bien, eso es todo por ahora.
—Espere un momento —pidió la joven—. ¿Cuándo podré verlos…?
—Al niño, la semana próxima, pero sólo estarás con él una hora. A tu esposo, por ahora, no. ¿Está claro?
—Sí, señor.
Eunice dejó el teléfono sobre la horquilla. En el infierno en, que vivía desde hacía mucho tiempo, acababa de divisar por primera vez un tenue rayo de luz.