Capítulo V

LA chica vestía una chaqueta de pieles, bastante usada y hasta con remiendos en algunos sitios, aunque claramente se veía que eran remiendos decorativos más que hechos por escasez de numerario. Llevaba el pelo, castaño, suelto y lacio, y mascaba chicle con toda devoción. Pendiente del hombro izquierdo, llevaba un gran bolso de fibra. Con la mano derecha, jugueteaba con las cuentas de un enorme collar de artesanía. Tranquilamente, se situó ante la ventanilla de pagos y esperó su turno.

En aquellos momentos, la clientela era más bien escasa. La chica con aspecto de hippy seguía masticando chicle con aire de desinterés hacia todo lo que le rodeaba. El vigilante armado que cuidaba de la seguridad del Banco la miró unos segundos y luego desvió la vista, mientras pensaba cosas nada agradables para la fulana que se disponía a cobrar alguna cantidad. «Mucho presumir de independiente y de vida libre y sin ataduras y luego el puerco papá capitalista tiene que enviar dinero para que su adorada hijita pueda seguir echando pestes del sistema», pensó.

Una ancianita amable y simpática se puso en la cola. La chica le cedió su puesto amablemente. «Al menos, es educada», se dijo el vigilante.

Al fin, la muchacha quedó frente a la ventanilla. El vigilante se despreocupó de ella. Había un tipo junto a la puerta, mirando con cierta insistencia a la calle. Esperaba que no se tratase de un vigía de alguna banda de atracadores. De lo contrario, el tipo iba a tener noticias de su «Magnum» 38 cuya culata acarició cariñosamente.

—¡Buenos días, señorita! —saludó el cajero—. Hace un tiempo estupendo, ¿verdad?

—Sí, por eso el Banco no necesita luz y no funcionan los sistemas de alarma —dijo la hippy sorprendentemente—. Por favor, no arme ruido o tiraré de la correa de mi bolso. Vea el cañón que asoma por debajo; usted moriría en el acto.

El cajero se quedó estupefacto. Ella puso un papel sobre el mostrador.

—Cuidado —advirtió en voz baja, aunque sonriendo—. No haga nada sospechoso. Piense en su mujer y sus hijos…

—Soy soltero —contestó el cajero, maquinalmente.

—Entonces, piense en su madrecita querida. ¡Vamos, pronto, la «pasta»!

El cajero, aterrado, empezó a reunir fajos de billetes. La chica cubría con su cuerpo, agrandado por el chaquetón de pieles, todo el ámbito de la ventanilla. La atención del vigilante seguía centrada en el posible espía.

—Es una ventaja que el Banco esté situado en un sitio tan luminoso —dijo la chica, sin dejar de mover las mandíbulas—. Quédese con el cheque y no diga nada hasta pasados cinco minutos. Hay un amigo que le apunta con un rifle desde la furgoneta que se ve desde aquí. Y tiene una puntería de cazador de película.

El cajero tragó saliva. Anonadado, dejó que los fajos de billetes pasaran al bolso. Momentos después, la hippy, con su aire de despego y desdén hacia todo el mundo, salía del Banco sin ser molestada en absoluto.

Dos minutos más tarde, llegó una mujer gruesa, de cierta edad, encarnada y jadeante. El supuesto espía de unos atracadores corrió a su encuentro.

—¡Por fin has llegado, Millie! —exclamó—, ¡Vamos, démonos prisa o no llegaremos…!

La pareja corrió hacia la ventanilla. El vigilante respiró aliviado. No había motivos para sentir la menor alarma; seguramente, se trataba de evitar el retraso en un pago.

Complacido, encendió un cigarrillo. Apenas había aspirado la primera bocanada de humo, oyó un grito que le puso los pelos de punta:

—¡Socorro, me han atracado!

* * *

El coche se detuvo frente a la casa. Su conductor se inclinó para abrir la portezuela del lado derecho.

—¡Has estado muy bien, guapa! —dijo—. Quédate en casa; ya recibirás noticias por teléfono.

Eunice no contestó. En silencio, abandonó el vehículo y cruzó el corto sendero que conducía a la casa. Oculto tras unas cortinas, Baxter anotó la matrícula del automóvil.

Una vez en el interior, Eunice se arrancó de un manotazo la cabellera castaña, lacia y suelta, y la arrojó a un rincón. El chaquetón de pieles siguió el mismo camino, junto con el bolso de rafia, en el que ya no estaban ni el dinero ni el revólver. A continuación, se acercó a una mesita, destapó una botella y la inclinó sobre un vaso alto.

Una mano se apoderó de la botella.

—Beber no es bueno en tus circunstancias, Eunice —dijo Baxter.

Ella se volvió lentamente. Con ojos desorbitados, contempló al hombre que había aparecido de forma tan inesperada.

—Eres…

—Budd Baxter, señora atracadora solitaria —sonrió el joven—. Por lo que veo, hoy has usado otro disfraz, y es lógico, porque durante algún tiempo, todo empleado de Banco sospecharía de una rubia vestida de negro.

Eunice retrocedió, aterrada.

—¿Cómo lo has sabido? —preguntó.

—Te reconocí en la fotografía que apareció en los periódicos, tomada por una cámara oculta. —Baxter agarró a la joven por un brazo y la condujo hasta el diván—. Siéntate… y desahógate sin temor. Soy amigo tuyo y de Roy, y estoy aquí para ayudaros.

De pronto, Eunice escondió la cara en las manos. Baxter, compasivo, la dejó que se desahogase en aquel llanto convulsivo. Era fácil adivinar que aquella hermosa mujer estaba sometida a una intensísima presión.

Al cabo de un rato, Eunice se secó los ojos.

—Tú no conoces la verdad… Pero ¿cómo has aparecido…?

—Vine para unos asuntos particulares a California y leí la noticia del primer atraco. Me pareció que eras tú y acerté. He hablado con Roy, ¿sabes?

—¿Has estado en San Quintín?

—Sí, aunque eso puede esperar, por ahora. Vayamos a lo más importante, los atracos. Eunice, el primer golpe estuvo maravillosamente planeado y mejor ejecutado. Hoy, supongo, habrá sucedido lo mismo.

—Sí. Creo que… que han sido unos veintiséis mil dólares…

Baxter torció el gesto.

—Veintiséis y treinta y ocho del otro día suman sesenta y cuatro mil. Hasta setecientos mil, faltan aún muchos dólares. No irás a pensar en reponer la suma que se atribuye desfalcada a tu marido mediante el robo a los Bancos, ¿verdad?

—No, no… Y aún no sé bien por qué me obligan a robar… ¡Pero tengo que hacerlo, Budd, tengo que hacerlo! —clamó la joven.

—¿Por qué? —Baxter estaba muy serio.

—¿No lo comprendes? ¿Has visto a Tony en esta casa?

Baxter se puso rígido.

—El niño —murmuró.

—Sí. Me lo quitaron… Está con unos sujetos… Me permiten visitarlo una vez a la semana… Son una pareja, hombre y mujer, y le han hecho creer que son sus tíos y que yo le he dejado con ellos, porque necesito trabajar… ¡Pero si no hago lo que me ordenan, me lo matarán!

—De modo que es eso —murmuró Baxter—. Bien, ahora pienso que sí te conviene un sorbo. Y a mí, ¡qué diablos!

Puso dos dedos de whisky en los vasos y entregó uno a la joven.

—Sinceramente, creo que Roy es inocente, y más desde que murió uno de los testigos de la acusación, Harry Bane. ¿Lo conocías?

—¿Ha muerto?

—Oficialmente, se ha dictaminado suicidio, pero pienso que fue lanzado por la ventana. A juzgar por lo que pude apreciar cuando hablé con él, era un eslabón débil. Podía romperse en cualquier momento y alguien decidió que lo mejor era evitar riesgos, quitándolo de en medio.

—Es increíble —dijo Eunice—. Budd, yo te juro que Roy no se llevó ni un solo centavo. Simplemente, fraguaron las pruebas para que apareciese como culpable… y ellos se quedaron con todo el dinero.

—Sí, me imagino algo por el estilo, y no va a resultar precisamente fácil demostrar la inocencia de Roy. Sin embargo, lo conseguiremos… aunque ahora interesa mucho más el niño. Has dicho que lo tienen secuestrado.

—Sí. Y si me niego a ejecutar estos atracos, lo matarán. Serían capaces de hacerlo…

Baxter empezó a pasear por la estancia. El ataque de los dos hampones en la playa le había llevado a la conclusión de que estaba relacionado con su visita a Roy Alameda. Pero al enterarse de que éste desconocía el paradero de su esposa, había pensado que alguien sí lo conocía… y el acierto había resultado total.

Ahora bien, se preguntó, ¿qué interés podía tener Thaine en obligar a una mujer a la comisión de unos atracos en los que, bien mirado, las cantidades conseguidas no eran cosa del otro mundo?

De pronto, recordó la «especialidad» de Thaine y creyó haber hallado la solución.

Sonrió.

—¿Dónde está el niño? —preguntó.

—No lo sé —contestó Eunice sorprendentemente—. Cuando me llevan a visitarlo, me tapan los ojos a pocos kilómetros de Salinas. Sólo cuando estamos a punto de llegar, me quitan la venda. Es una venda blanca, como de cirujano. Una vez nos detuvo un patrullero y el tipo que me llevaba dijo que volvíamos del hospital, de curarme los ojos. El médico había recomendado que llevase la venda todavía algunas semanas…

—Una solución muy ingeniosa, debo admitirlo. ¿Conoces el nombre del individuo que te lleva en el coche a ver al niño?

—Sí, pero la casa tiene teléfono. Si intentásemos algo, lo matarían, Budd. Son muy amables en apariencia… pero los he visto y sé que son capaces de todo.

—Muy bien, rescataremos al chico antes' de que puedan hacer nada. Eunice, tú te quedarás aquí, haciendo vida normal. El hombre que te ha traído en el coche no me ha visto ni sabe que yo estaba aquí I Se enterará más tarde… y vendrá a buscarte. Deja que yo intervenga entonces, ¿comprendido?

—Sí, Budd.

Baxter sonrió.

—Tendrás al chico y ellos se quedarán con dos palmos de narices —aseguró.

—Budd, hay algo que no entiendo. ¿Por qué me obligan a atracar…?

—Muy sencillo: sospechan que tu marido escondió los setecientos mil dólares en alguna parte, y quieren conseguirlos. Un día, irán y le dirán que tú eres la atracadora solitaria y que tienen pruebas, que pueden presentar en cualquier momento. Naturalmente, calculan que Roy no querrá que te metan en la cárcel por quince o veinte años, y dirá dónde escondió el dinero, para que no te pase nada. Y para forzarte a obedecer, emplean a Tony como rehén.

Eunice se dejó caer en el diván.

—Ahora ya está todo claro… pero si averiguan algo, el niño…

—¡Tranquila, el niño no sufrirá el menor daño!

Baxter se fijó en el cenicero, donde había un par de colillas.

—Tú no fumas, creo recordar —sonrió.

—No, no fumo —confirmó la joven.

—Está bien, retiraré las colillas, a fin de que el tipo no sospeche. ¿Cómo se llama el tipo que te ha traído en el coche?

—Jay Phoenix. Había otro, pero de ése no sé el nombre. Estaba al otro lado de la calle, con una furgoneta de reparto. Es el tipo que debía intimidar al cajero, haciéndole suponer que lo apuntaba con un rifle.

—¿Llevaba el rifle?

—No, pero ¿cómo iba a saberlo el cajero? Basta que le digas eso a una persona y le señales la furgoneta…

—¡Claro!; se traga la fábula en el acto —sonrió Baxter—. Bien, vamos a esperar la llegada del buen Jay Phoenix.

* * *

Phoenix llegó dos horas más tarde.

Baxter estaba adormilado en una butaca y Eunice le despertó suavemente.

—Ya está ahí.

Desde la ventana, Baxter vio al sujeto. Era ligeramente más bajo que él, delgado y de figura esbelta. Pero bastaba verle la cara para saber que era aún más duro que Wilde y Uoto juntos.

Baxter calculó rápidamente la situación. Phoenix habría llegado a casa de Thaine, encontrándose con un cuadro inesperado. Thaine le habría despachado de inmediato a la residencia de Eunice, sin usar el teléfono, para no levantar posibles sospechas. Ahora vendría a buscarla, para llevársela…

La puerta no estaba cerrada con llave. Phoenix abrió y cruzó el umbral. Inmediatamente sintió un vivísimo dolor en la nuca, y las piernas perdieron sus fuerzas.

Eunice había contemplado la escena llena de aprensión. Conocía a Phoenix y temía lo peor, pero al ver que era derrotado con tanta facilidad, se sintió mucho más aliviada.

Baxter se inclinó sobre el caído y le desposeyó de un revólver de cañón corto. Luego, sin perder de vista a Phoenix, se acercó al teléfono.

Instantes después, oyó la voz de Clarissa:

—Budd, ¿qué haces? ¿Dónde te has metido?

—Preciosa, no hagas preguntas. En todo caso, las haré yo… Me dijiste algo de una cabaña de recreo un poco más arriba de Fresno, cerca de la Sierra, creo recordar.

—Sí, es cierto…

—¿Tienes las llaves a mano?

—Claro…

—Toma el coche y ven inmediatamente a Junípero Road, 102, Salinas. Tienes que hacerme un favor muy grande.

—Está bien, pero me gustaría que fueses un poco más explícito.

—Desde luego.

Baxter habló durante algunos minutos. Colgó luego el teléfono y se volvió hacia Eunice.

—Adónde vas a ir hoy mismo, no os encontrarán, ni a ti ni al niño —aseguró.